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911, memorias de un futuro incierto (relato).

Tema en 'Foro general Porsche' comenzado por Carlosupercars, 11/10/12.

  1. Carlosupercars

    Carlosupercars Senior +

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    11/10/12
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    Bueno, pues desde hace un tiempo tenía en mente escribir un pequeño relato. Y ahora por fin he podido empezar (es lo que tiene cambiar de ciudad, y no conocer a nadie, que tengo mucho tiempo libre). Lo uso más que nada como terapia para la soledad, pero bueno, he decidido compartirlo con vosotros, a ver si a alguien le gusta, y de paso, me fuerzo más en acabarla, pues últimamente estoy perdiendo un poco el ritmo. También podéis seguir la historia en un blog creado específicamente para ello:
    El relato gira en torno a los coches (mi gran pasión), pero bueno, trata otros muchos temas. Perdonad que tanto mi ortografía como mi narrativa no sea excelente, pero como he dicho, no soy muy asiduo a escribir. Espero que os guste, un saludo.

    911

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    Capítulo 1


    Y allí me encontraba una vez más, subiendo aquella revirada carretera que conducía al lugar que me vio crecer, frenar, y desvanecerme en una rutina de órdago y estrés que dio al traste con mis sueños e ilusiones. Pero ese día no circulaba por allí con mi viejo y descuidado Golf II GTI, que tantos buenos momentos me había traído desde que lo compré, allá por tercero de carrera.

    Aquel día llevaba a mis espaldas el rugido de un motor bóxer luchando por llegar a las 7000 rpm. Desde que tenía apenas edad para ir a comprar el pan, había soñado con ese momento; aunque no fue exactamente como lo había imaginado. La mala fama siempre había perseguido a ese modelo; aún así, yo lo tuve siempre en un pedestal, en la estantería de mi cuarto. Pero he de admitir que siempre ha estado a la sombra de otro, aunque prefiero no mentarlo, pues su propio pensamiento hace que un leve y gélido escalofrío recorra mi hoy envejecido cuerpo.

    Llegué a la puerta del hospital con un sonrisa que mis compañeros apenas habían visto en los 5 años que llevaba al servicio de El Neveral. Jaén nunca había contado con mi beneplácito, pero al final, tras dar mil vueltas por el mundo, y no encontrar un lugar para mí, tuve que tragarme mi orgullo, y volver a “casa”. Y también tengo que reconocer que tiene cientos de kilómetros de carreteras destinadas al uso y disfrute de tu máquina que, en mi caso, acompañado de mí “pelotilla”, hacían que el fin de semana no se convirtiera en un retiro espiritual en el salón de mi apartamento con el ordenador delante y una bolsa de Doritos.

    La cara de Paco (el único que allí compartía un mínimo de amistad conmigo), fue realmente épica al verme llegar con semejante cacharro:

    -Buah!!! ¿Es un GT3 de verdad?
    -Pues sí, eso parece, y además el RS.
    -Pues menos mal, porque los Carrera no veas como dicen que petan, no sé muy bien qué es lo que les pasa, pero dicen que Porsche se lava las manos, y que si pasas de ciento cincuenta mil kilómetros con ellos es un milagro…

    Siempre me llamó muchísimo la atención que el jardinero del hospital supiera tanto de coches. Es muy acertada la expresión de que cultura y universidad no siempre van unidas…:

    - Como de costumbre, Paco, llevas toda la razón. Aunque tampoco les pasa nada grave, unos cientos de euros y un rodamiento cerámico nuevo… y solucionado. Escucha: ¿Has subido hoy en moto?
    - ¡Qué va! Hoy me la he dejado en casa, así que toca bajar en bus…
    - ¡Ah no! De eso nada, tú hoy te bajas conmigo, ¿O me vas a hacer ese feo a mí y mis 381 “amigüitos”?
    -Bueno, que sepas que bajo por tus amigos, tú como si bajas andando, jejeje…

    Y con las mismas, cogió su cortacésped y siguió despertando a la mitad de los pacientes con el primer ocaso de luz. Subí a mi despacho, que estaba en la séptima planta. La más triste de un hospital de por sí bastante siniestro, pues pocos de los que entraban, volvían a salir de allí. Es lo que tiene trabajar en un hospital de enfermos terminales, que la idea que tenía de salvar vidas cuando entré a la facultad, poco tiene que ver con la realidad que me encontré al llegar aquí. Pero bueno, no todo es tan malo, y si tengo que ser sincero, las conversaciones más filosóficas y profundas que he tenido han sido con mis pacientes, en sus últimos instantes de vida; hablo más con ellos que con mis propios compañeros.

    Apenas me senté en mi despacho cuando llegó la buena de la directora del hospital:

    -¡Carlos! -Me dijo con una cara muy seria y cierto toque de prepotencia- He visto que se ha comprado un coche nuevo.
    -Pues sí, la verdad que estoy muy contento…

    Apenas me dio tiempo a acabar la frase, cuando en un tono muy alto y repipi soltó:

    -Pues procure no hacer tanto ruido, que llevo escuchándolo prácticamente desde que salió de su casa, los enfermos necesitan descansar -esto último lo dijo mientras que yo cerraba la ventana, al no poder oírle bien con el ruido de la cortacésped-. Lo menos que quieren es escuchar el sonido de esa cosa toda las mañanas, si no teníamos bastante con el otro cacharro, ahora nos viene con uno el triple de ruidoso.

    Con el mismo paso y los mismos aires de chulería con que vino, se fue, no sin antes recriminarme que mi vestimenta no era la más adecuada para un médico de mi talla. Y con la cara que años atrás le ponía a mi madre cuando me mandaba a limpiar la habitación, le respondí con un escueto: “Sí señora, que tenga un buen día”, mientras la veía desaparecer por el fondo del pasillo.

    La mañana se hizo eterna, no veía el momento de que llegara el cambio de turno para poder coger de nuevo mi coche, y hacer al ser posible el doble de ruido que al venir. A ver si con un poco de suerte, la directora se hartaba de mí y se pedía la baja psicológica. Tras una jornada sin mucha novedad: un par de ancianos fallecidos, una nueva paciente de apenas 25 años con cáncer terminal y un par de charlitas más a la hora del café con la directora, el reloj sonó puntual a las dos de la tarde. A mí me faltó tiempo para coger las llaves y, como era mi sana costumbre, bajar los 7 pisos por las escaleras.

    Como era de esperar, Paco estaba ya en el aparcamiento, admirando las sinuosas líneas del deportivo. Con aquel mono de trabajo, y observando hasta el último detalle, parecía más bien un tandero dominguero que un jardinero. En aquel momento comprendí, como ya había hecho antes a base de golpes, que la vida no es fácil, y que las oportunidades a veces llegan y, a veces, pasan de largo. Así que, aunque llevaba ocho horas esperando ese momento, y ya con mi agradable copiloto acercándose a la puerta del acompañante, le dije, sin pensármelo demasiado:



    -No Paco, hoy eres tú el taxista.

    -¿Estás seguro de lo que dices?- Sus ojos se le iluminaron en un segundo, es increíble ver a un hombre ya cercano a la cuarentena emocionarse como un niño delante del árbol de Navidad.

    -No, pero por si las moscas, he visto como manejas el cortacésped… y no se te da nada mal…- le dije mientras fruncía el ceño, como si estuviera ligando con una veinteañera

    -Vale, pues dame las llaves que hoy conduce el tito Paco – al no verme muy convencido, decidió no volverme a preguntar. En menos de lo que tarda en cruzar un fotón un frente de ondas, rodeó por completo el coche y puso sus manos en posición de recibimiento, para que le diera las llaves -.



    Con mucha delicadeza, empezó a tocar cada detalles del coche e iba añadiendo frases del tipo “Me encanta el contraste del cuero vuelto con el carbono” o “Esto sí es un coche, y no el sube-bordillos de la directora”. Tras un cuarto de hora admirando el bólido, tuve que decirle “Bueno Paco, ¿Nos vamos a ir pronto o me cojo el autobús?”. Por fin se decidió a arrancarlo, y tras unos segundo soltando improperios y monosílabos, engranó primera y encaró la carretera que descendía a la ciudad.

    Las dos primeras curvas las pasó muy despacito, y eso que éstas eran muy abiertas… aunque nada comparable con la sonrisa de su rostro. Tras unos segundos dudando si decírselo o no, le dije: “Dale un poco de gas, hombre, si hoy invito yo”. Y así pues, el cuentarevoluciones empezó a subir por encima de las 4000 mil vueltas, pero sin pasar de las 5000. Se notaba que no quería exprimirlo, de hecho, disfrutaba más con los petardazos que escupía por la doble salida de escape al soltar gas. Por desgracia, la carretera no era muy larga, y el paseo no duró mucho, pues su barrio (uno de los más “humildes” de Jaén) se encontraba a apenas unos cientos de metros del cruce con la carretera de El Neveral.

    Tras esquivar unos cuantos baches y un par de badenes, paró justo delante de su casa, y se tomó la licencia (ya con el coche en punto muerto y con el freno de mano puesto) de dar un par de acelerones para que sus hijos salieran a la puerta. Si la cara del padre esa mañana fue bestial, la de éstos viendo bajar al patriarca de la familia de semejante bicho, la superó exponencialmente. Tras los dos pequeños, la madre apareció por la puerta con una sonrisa de oreja a oreja, más por verme a mí que a su marido (al cual ya tenía muy visto).

    Tras rechazar las numerosas ofertas de quedarme a comer en su casa, me dirigí de nuevo al coche para poner rumbo a la mía (no sin antes invitarles a venir ese mismo finde). Aceptaron encantados, y tras arrancar el coche, sus hijos empezaron a saltar como locos; desconecté el control de tracción, y salí de allí quemando rueda como si no hubiera mañana. Mientras me alejaba a toda prisa por la estrecha calle, observaba por el espejo como los hijos se llevaban las manos a la cabeza, mientras que el padre los agarraba, como intentando calmarlos, aún sonriendo. Se notaba que eran una familia feliz, pobre, pero feliz.

    Había llegado el momento de volver a mí solitaria realidad, aunque sinceramente, se llevaba mejor tras el volante de un Porsche 996 GT3 RS.


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    Capítulo 2



    No tardó mucho en desaparecer su reflejo del retrovisor. Apenas tracé un par de curvas cuando la euforia de aquel momento dio paso a un estado de excitación por la situación en sí. Cada curva se convertía en un reto; cuando entraba en una, el miedo inicial por si el coche se iba a mantener en el eje de la misma, iba dando paso a un estado muy cercano al Nirvana. El ruido de las ruedas chirriando, el olor a goma quemada, la gasolina de 98 octanos deflagrándose en el interior de los cilindros… todo formaba parte de una perfecta sinfonía. Ni la más alta interpretación de Mozart estaba a la altura de dichos acordes.

    El momento de entrar en casa había llegado. No era gran cosa, apenas tenía espacio para un baño, una cocina y un salón y dormitorio semi diáfanos, pero la verdad que me era indiferente. Aquel garaje lo compensaba todo: tenía un elevador, una pared llena de herramientas, e incluso un foso para cambiar el aceite y toquetear al coche por debajo. Lo único que le había faltado hasta entonces había sido un coche a la altura. Aunque el Golf, que aún descansaba junto a su hermano mayor de Stuttgart, me había dado muy buenos momentos… Y ni que decir tiene que el parecido del coche que compré cuando todavía tenía pelo en la cabeza con el actual, era el de un huevo a una castaña.

    Cuando iba camino de la nevera, volviendo a mi solitaria, pero intensa vida, decidí dar la vuelta y abstraerme un rato más en mi particular burbuja, que formábamos yo y mi dos compañeros: un viejo adolescente, que a pesar de los años, seguía pidiendo irse de fiesta, y un madurito sexy con apenas aficiones, un pura sangre de los que ya escasean. Estuve lo que restó de tarde limpiándolos; cada detalle de la carrocería, cada radio de las ruedas y cada arruga del cuero me enganchaba más y más. Las drogas más duras, a veces son las menos sospechosas; he de reconocer que he sacrificado muchos grandes momentos por culpa de estos dos, pero todo merece la pena cuando los veo ahí juntitos:

    El Porsche, en ese color blanco perlado tan discreto, combinado con esos vinilos que lo recorren de delante a atrás, y que confirman que bajo esa ligera carrocería hay algo muy gordo. Y ese Golfito negro, con alardes de gimnasio: separadores, frenos Brembo, admisión, línea de escape… si me parara a pensar lo que llevo gastado en este coche, me hubiera dado para algún deportivo japonés de última generación, de esos que besan las 9500 rpm. Pero entonces no hubiera sido “mi coche”.
    En fin, iba siendo la hora de acostarse, así que tras una alta dosis de octanaje, toqué mis amados ropajes 100% algodón y me fui a la cama con mi mono de noche.
    La semana pasó volada: entre las subidas y bajadas del hospital “a fuego”, el careto de la directora cuando llegaba armando la de San Quintín, las sonrisas de Paco y las cortitas charlas que tenía con la joven con cáncer, el fin de semana llegó pronto, y la comida que dejé a deber a la familia de Paco también. Así que ese Domingo, tras haber segado el jardín, haber quitado las cuatro hojas de la piscina, y haber cerrado la puerta del garaje a cal y canto con mi maravilloso 911 dentro, a buen resguardo, llegó el momento de acercarme a su casa para recogerlos (su medio de transporte habitual era el autobús; el mero hecho de llegar los 4 a fin de mes era un milagro con el sueldo de Paco). En el camino de ida sus hijos flipaban literalmente con el montón de relojitos del Volkswagen. Pero el sonido del pepinillo en marchas cortas no era del agrado de Lucía, su mujer, por lo que decidí ir tranquilito hasta casa, donde les tenía preparado una buena barbacoa.

    Tras meternos entre pecho y espalda un cerdo y media hectárea de cebada fermentada, Paco y yo no acercamos al garaje, donde ya descansaban los dos coches, y donde se respiraba cierto ambiente de “quemao” de circuito:

    -Joder Carlos, de verdad que no sé como lo haces, pero te lo has montado bien, “jodío”…
    -A veces no todo es tan bonito como parece, ¿De qué te sirve tener el mejor barco del mundo, si navegas sólo en el océano?
    -Mira Carlos, todos cometemos errores, yo el primero. De hecho, se llaman Lidia y Manuel, y a día de hoy son lo mejor que me ha pasado. Soy feliz, no tendré una mina de oro, pero soy feliz. Aunque a veces es muy duro saber que mañana no vas a poder llevar al cine a tus hijos, que le vas a tener que comprar los cuadernos en los chinos, y que la ropa que llevan son del mercadillo, y apenas… – le corté de golpe, aunque su situación era muy complicada, le envidiaba profundamente.
    -Sí, pero al menos tú no vas a morir sólo…
    -¿Cómo puedes decir eso? Mírate Carlos, tienes 32 años, una casa pagada, un coche que vale más que mi sueldo vitalicio, has viajado, has conocido a gente de medio mundo…
    -¿Y de qué me sirve? ¿Acaso me queda algo? Vivo en el culo del mundo, nadie me precisa, nadie me llama o me escribe un puto correo…
    -Carlos, nos tienes a nosotros, mis hijos te quieren más que a ellos mismos, ¡Si te llaman tito! La vida te sonríe y las mujeres se pelearían por ti… pero te has convertido en un ermitaño, odias a tus compañeros de trabajo, no te fías ni de tu sombra…
    -La vida me ha dado muchos golpes, nadie viene a mí sin interés, excepto vosotros.
    -Hay más gente como nosotros de la que te piensas… no somos nada especial. Sólo tienes que pararte a buscarlos. No todo el mundo te quiere por el interés, hay más personas cómo tú, a las que lo único que les falta es vida. Tienes el resto de tus días por delante. Yo ya no puedo ser rico, pero tú aún puedes morir acompañado…
    Parecería una conversación de lo más común, y unos ánimos sencillitos… pero a decir verdad, en mis 32 años, nadie se había atrevido a decírmelo a la cara. Por decirlo de algún modo, me había abierto los ojos.

    Pasé el resto de la tarde y noche con la familia, me eché unos vicios a la Play con Manuel, al que no se le daba nada mal el circuito de Nurburgring… Me dijo que algún día le encantaría ir y de paso, aprovechó para sacarme el delicado tema:

    -¿Has ido alguna vez a Nurburgring?
    - Que va, llevo planeando el viaje desde los 19 años, pero siempre, por H o por B, no ha salido a adelante.
    - Pues creo que ahora es tu momento, con ese coche tienes que correr un montón por allí…
    - Sí, de este Verano no pasa, lo prometo. Ya se puede hundir Australia o desaparecer la Luna, que este año, ¡Voy!
    - Jo que suerte- me dijo con el mismo brillo en los ojos que tenía su padre cuando le dejé el GT3 – ¿Me puedo ir contigo? ¿Puedo? ¿Puedo?

    ¿Quién era yo para quitarle la ilusión al chaval? Además, yo era el primero que en mis inicios en el mundillo del motor siempre trataba de acoplarme a todas las cosas que podía, así que le respondí con un “Si te deja tu padre, por mí no hay problema”.

    El muchacho salió corriendo hacia su padre y se lo preguntó. Paco, puso una cara de casi más emoción que su hijo, y le respondió con un “Hombre, faltaría más, no todos los días va uno al Ring”. Noté que a él también le haría mucha ilusión ir, así que, si finalmente eso salía adelante, tanto padre como hijo se vendrían conmigo. Al fin y al cabo, Paco me ha cambiado un poco el chip, de ahí en adelante, trataría de sonreír más a la vida.

    Llegó el momento de la despedida, casi a las 10 de la noche, con el Sol ya poniéndose y yo aún muy afectado por la cerveza. Paco dijo:

    -Bueno familia, vamos recogiendo que la línea 12 pasa ya mismo por la puerta, y es el último autobús que va para Jaén…
    En ese momento, cuando los vi salir por la puerta, noté que algo les faltaba para ser una familia “normal” y parecida a en la que yo me había criado. Así que les grité:

    - ¡Ey! ¡Esperad! - No nos entretengas mucho, que perdemos el bus… – dijo él mientras el resto se daba la vuelta.

    Y yo, con mi ágil paso de borracho tratando de mantener la dignidad en mitad de un botellón… tropecé con el escalón de la entrada, le di al botón de la puerta del garaje y cogí las llaves del Golf. Volví raudo y tambaleante a la puerta, donde se encontraban ellos, y les dije:

    - Tomad, esto es para vosotros, el depósito está lleno.
    - ¿Pero qué dices Carlos? ¿Estás loco?
    - Hay que sonreír a la vida, ¿No?
    - Mira Carlos, no te voy a llevar la contraria, porque vas muy “bomba” y yo hace siglos que no conduzco un buen rato, y menos un cacharro de estos, pero que sepas que mañana te lo devuelvo…
    - Ok, tú tómatelo como si fueras un piloto de pruebas de la Car&Driver- le dije con los ojos rojillos y una sonrisa de guiri pasado de vueltas en Mallorca… -.


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    Y con las mismas, se montaron los cuatro en su “nuevo” y primer coche; que yo ya sabía, que iba a ser suyo para siempre. Ya les iría dando largas para que no me lo devolvieran. Y la verdad, que fue una de esas decisiones en la vida, de las que uno se siente muy orgulloso.



    Capítulo 3




    El fin de semana pasó rápido, al igual que el Lunes y el Martes. Entre viejos que vienen y van, y pacientes jóvenes a los que no quieres coger demasiado cariño, los días iban pasando. Traté de ser más simpático y extrovertido; las palabras de Paco me llegaron muy adentro (quien por cierto, ya me había dicho 10 veces que a ver cuándo me devolvía el GTI).

    Pero el Miércoles, pasó algo que me dejó muy, pero que muy tocado... A eso de las 12 de la mañana, entré como todos los días a ver qué tal seguía Cristina (la chica del cáncer terminal). Y cuál fue mi sorpresa cuando me encontré a una mujer muy distinta de la que había estado tratando los días anteriores. La cabeza completamente calva por la quimioterapia había desarrollado misteriosamente una larga melena morena, tenía unas pestañas muy largas, sus ojos más verdes que nunca y su color paliducho había dado lugar a un bronceado de playa.

    Además, no era lo mismo verla con la bata del hospital que normalmente llevaba, que con unos pantalones cortos y unos tacones de la altura de mi coche. Ante tanta novedad, no tuve más remedio que preguntarle:

    - ¡Bueno Cristina! ¿Y ese cambio de Look?
    - Hoy es Miércoles, Doctor, ¿Recuerda? Día de visitas por excelencia... - me dijo mientras me guiñaba un ojo.
    - ¡Ah vale! Perdona, pero eso de los horarios, como que no va conmigo. Y no me llames de usted...¡ Qué somos de la misma quinta! Y me llamo Carlos, no Doctor - le dije con una ligera sonrisa -. Bueno, ¿Y quién viene a visitarte?
    - Pues mi novio, que aunque vive en Jaén, no tiene mucho tiempo de venir a verme... le quiero proponer algo especial si salgo de esta - dijo mientras sujetaba una pequeña caja con dos anillos de compromiso en el interior- ¿Te gustan, Carlos?
    - ¡La leche! Son muy bonitos... tienes muy buen gusto.
    - En realidad no los he comprado yo. Llevo seis meses de hospital en hospital, ¿Recuerdas? Se los he encargado a mi madre, y bueno, bastante ha hecho la pobre mujer, con el poco tiempo libre que le queda... -Dijo mientras que no podía evitar que una lágrima le corriese el maquillaje.
    - Pues vaya, muy afortunado tu novio, no todos los días se encuentra uno con alguien así. Espero que te salga todo muy bien... Bueno, te dejo que tengo que seguir con mi trabajo. Luego nos vemos y me cuentas.
    - ¡Vale! Muchas gracias, eso espero. Llevo mucho tiempo preparándome, no le gusta verme con el pañuelo y sin maquillar...

    Cerré la puerta de su habitación, miré mi reloj y vi que era la hora de una pausa. Aunque Paco me recomendó que me socializara un poco más, al verlo por la ventana con las herramientas, no puede evitar ir hacia allí y olvidarme de mis compañeros. Mientras salía por la puerta, un chico joven con un Golf VII aparcó junto a la entrada y fue rumbo al segundo piso. Supuse que era el novio de Cristina, así que le hice una pequeña sonrisa de complicidad, como diciéndole "¡Ay! lo que te espera...". Pero él, en vez de decir al menos "Buenos días", se limitó a darme un pequeño codazo y a mirarme con cara de malote mientras nos cruzábamos.

    Crucé el aparcamiento, y me acerqué a Paco, que siendo como era un lince para las horas, ya había sacado su más que habitual bocata de tortilla de patatas (la especialidad de Lucía), que tenía una pintaza impresionante. Me senté junto a él, en el banco en que descansaba, y antes de apenas abrir la boca, me dio la mitad grande de su bocata, y sacó de su nevera portátil un par de latas de Té con Limón del Mercadona. Y empezamos a conversar, como era habitual:


    -Carlos, a ver si te llevas...
    - Antes de que me digas nada del puto coche... ¡No! Le vas a hacer una prueba de larga duración, te guste o no. Y si no te gusta, pues lo usas de trastero, pero el GT3 está celoso y no quiere ver al Golf ni en pintura... jejeje.
    - Ya te lo devolveré, ya, ¡Qué me has hecho la 3-14, cabrón!
    - Nada, nada, ese coche es tú regalo de reyes, aunque estemos en Octubre...
    - Vale, vale, -dijo no muy convencido- ¿Y tú qué? Que me han dicho que te estás poniendo simpaticón...
    - ¿Y a ti quien te ha dicho eso?
    - Hombre, tengo mis contactos, ¿Tú qué te crees?
    - Pues no sé quién te habrá contado eso... pero no es para tanto...
    - Bueno, bueno, por algo se empieza...


    En ese momento dejamos de hablar, vimos salir el coche del novio de Cristina a toda leche; era muy raro, pues apenas hacía cinco minutos que me había cruzado con él. No sabía porqué, pero no me gustaba un pelo. No quise decir nada, continuamos hablando, no sin que antes Paco soltara un "Buaj, menuda lavadora. Donde se ponga un Golf II, que se quiten los ordenadores estos".

    Tras acabarme el bocata de tortilla (que sabía a gloria), tiré el par de latas a una papelera cercana, salí de ese parque plagado de pinos y volví al hospital. Mientras que subía al séptimo piso (por las escaleras, cómo no...), no paraba de darle vueltas al tema de qué podría haberle pasado a la joven pareja, pues parecía que nada bueno. Llegué al despacho y. durante media hora, leí un libro de anatomía. Pero mi cabeza no dejaba de darle vueltas al tema. Así que , miré en mi ordenador, y busqué los datos de la habitación 711 (en la que se encontraba ella), para tener una excusa para ir (algún valor de un medicamento un poco bajo, o cualquier tontería). Y cuál fue mi sorpresa cuando vi todos los valores a cero: la máquina había sido desconectada.

    Caminé a paso ligero hasta la habitación; no sabía muy bien qué había pasado pero estaba a punto de averiguarlo, aunque cómo no, la directora se puso en mi camino...:


    -Señor Carlos, hace una semana que debería tener en mis manos el informe del desarrollo de la nueva terapia para los ancianos...
    -Perdone doctora, pero he estado un poco liado, mañana se lo entrego, se lo prometo...
    - ¡Carlos! ¡Carlos! ¡Pare!


    No me dio tiempo a acabar mi frase cuando retomé mi marcha a un paso muy ligero. La directora se quedo con cara de poker unos segundos tras gritarme eso, y luego prosiguió su camino. Yo, giré al final del pasillo hacia la derecha, y encaré el recibidor que llevaba directamente a la 711.
    Intenté abrir la puerta, pero estaba como encajada, no había manera de abrirla.

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    Me fui hacia la enfermería de la planta, dónde había una llave maestra de las habitaciones. Abrí el armario donde ésta se guardaba, la cogí velozmente y me dirigí de nuevo a la habitación. Introduje la llave y abrí la cerradura: no podía creer lo que estaba viendo...


    Capítulo 4



    Sobre la cama no estaba ella, sin embargo sí que estaban todas las agujas y vías que le mantenían con vida. Las impolutas sabanas blancas estaban cubiertas por muchas gotitas de sangre. No sabía muy bien como tomarme aquello... ¿Acaso se había marchado? ¿Es que no sabía que esas máquinas le mantenían con vida? Giré la cabeza y recorrí con la mirada las cuatro esquinas de la habitación. Pero no estaba por ningún sitio.

    Ya con pocas esperanzas de encontrarla, busqué en el único ángulo muerto que tenía la habitación: detrás de la cama. Y cuál fue mi sorpresa cuando me la encontré allí, tirada en el suelo, con el aspecto más frágil con el que la había visto hasta entonces. Y es que a pesar de su complicada enfermedad, no había día en el que no me dedicara una sonrisa, o me sacara conversación de lo que fuera. Sin embargo ahora estaba allí, tumbada en el suelo, y apoyada sobre una de las patas de la cama.

    Su aspecto pasaría perfectamente por el de una joven que se había pasado bebiendo un viernes por la noche... pero por desgracia, su situación era mucho más difícil y su estado no mejoraba con un par de noches de ingreso. Del brazo derecho le salía un fino hilo de sangre, proveniente, supongo, de la vía que le pusieron para el suero. No podía imaginar porqué había hecho eso... ¿Acaso quería acabar con su vida? Estaba claro que algo no había ido muy bien en los minutos anteriores.

    En su mesita de noche, junto a las flores que Paco le subía cada par de días del jardín, estaban los dos anillos, todavía dentro de su caja, a la pobre no le había dado tiempo ni a sacarlos. Ciertamente, no sabía muy bien qué le había llevado a esa situación, pero lo que si estaba claro era una cosa: por primera vez en 8 años como médico, me temblaban las manos, casi no atinaba a cogerle el pulso, estaba claro que había roto la promesa que me hice años atrás de no involucrarme nunca con mis pacientes. Total, el destino del 90 por ciento de ellos era terminar sus días en una habitación de un hospital con vistas al bosque.

    Pero a Cristina le había cogido cariño, no pude evitar soltar unas lágrimas al ver que no reaccionaba a ninguno de mis estímulos y que su vida se me escapaba de entre las manos. Me asomé a la puerta de la habitación, y traté de encontrar a alguna enfermera a la que pudiera pedir ayuda, pero en esa planta nunca había nadie, pues los pacientes, aunque tenían una salud delicada, apenas precisaban de servicios; y según la psicóloga del centro, eso les ayudaba a sentirse útiles para ellos mismos.
    Así que volví corriendo a la habitación, no quería dejarla sola, así que ya una vez dentro, y tras poner su cabeza sobre mis rodillas, busqué en mi teléfono el único número que tenía de alguien del hospital: el de Paco. Los marqué rápidamente, y me lo puse en la oreja:

    - ¿Sí?
    - Paco, rápido, no tengo tiempo de explicaciones, es Cristina, está muy mal. Ve a la cafetería y dile a todos los que se encuentran allí que suban de inmediato a la 711.

    Y le colgué sin mayor dilación. Sólo esperaba que Paco hubiera entendido bien lo que le había dicho, hasta ahora su comportamiento siempre había sido digno de mención, ojalá y no me fallara justo ahora.

    Mientras que esperaba a que llegara la ayuda, seguí intentando hacer algo para que reaccionara, todo lo que me habían enseñado en la facultad sobre técnicas de reanimación se me había olvidado. Sólo sabía decir "Venga, no te rindas, aguanta un poco más, que están a punto de venir a ayudarte". Tenía todo el rostro empapado, se notaba que había estado llorando mucho, algo que me impactó bastante, pues siempre tuve la imagen de mujer fría y calculadora que me había estado dando. Y es que a su corta edad, era mucho lo que había pasado, y tratar de superar una Leucemia no era algo de lo que nadie quisiera tener experiencia.

    Apenas pasaron tres minutos cuando un grupo de 3 médicos y unas 5 enfermeras entraron a toda leche en la habitación. Paco había cumplido, como de costumbre. Entre todos la devolvieron a la cama, y se la llevaron rápidamente, al mismo tiempo que uno de ellos me preguntaba:

    - ¿Qué ha pasado? - Me preguntó con una cara de sorprendido, pues hasta entonces yo siempre había mantenido una imagen de persona introvertida y antipática, pero en ese momento estaba llorando a moco tendido...
    - No lo sé, cuando he llegado a la habitación ya estaba así, creo que ha intentado suicidarse, tiene pulso, pero es muy débil... - Dije mientras me limpiaba las lágrimas con la manga de la camisa.
    - Vamos a intentar estabilizarla, y si llevas razón en tus conjeturas, tendremos que trasladarla al área psiquiátrica... menos mal que has avisado, cinco minutos más tarde, y no lo habría contado. Necesita depurar su sangre continuamente.
    - Ya lo sé, llevo tratándola medio mes. - dije con cierto tono borde, estaba claro que la situación había podido conmigo - Si tengo que ayudar en algo...
    - No, no, ya nos ocupamos nosotros de ella, - dijo cortándome rápidamente - tú vete a casa, que acabas de salvar una vida, que menos que tomarte el resto del día libre.

    Y en un santiamén se la llevaron corriendo por el pasillo, y yo quedé sólo en esa habitación, cuyo suelo estaba lleno de gotas de sangre colmadas de glóbulos que la mataban poco a poco. Quería quedarme allí, pero la vergüenza se apoderó de mi, la mitad del hospital me había visto llorando cual niño pequeño cuando le quitan su balón.

    Y así, sin más, saqué orgullo o no sé qué narices saqué, y noté la necesidad vital de salir de allí, lo más rápido que pudiera. Cogí los anillos con la simple idea de devolverlos (no quería que ningún amigo de lo ajeno se apropiara de ellos) y cogí también una rosa blanca que descansaba en un vaso de cristal (que todas las mañanas llenaba ella misma de agua), aunque esta ya no con la intención de devolverla...

    Salí por la puerta a toda prisa, y cuando llegué al coche, guarde los anillos en la guantera, y puse la rosa en un hueco de la puerta izquierda. Cuando ya estaba girando la llave del coche, vi como Paco me gritaba a lo lejos, pero el motor de arranque ya estaba girando el motor, con lo que en una fracción de segundo, el coche soltó un ruido ensordecedor, que me impidió oír lo que me decía.
    Así que me acerqué con el coche hasta donde estaba él, y ya con esté al ralentí, pude tener una pequeña conversación con él:

    - Tio, Carlos, ¿Qué ha pasado? No he subido porque no me ha dejado la directora - Dijo con un cara de gran preocupación, cómo si Cristina fuera su propia hija.
    - Creo que ha intentado suicidarse, se ha desconectado de todas las máquinas, se las ha arrancado de cuajo de la piel.
    - Dios mío... ¿Y cómo que te vas tan pronto?
    - Me han dicho que me vaya, no me dejan colaborar, necesito despejarme un poco...
    - Está bien, en cuanto sepa algo, te llamo y te informo con lo que sea, voy a estar aquí todo el día...

    Y con las mismas, engrané la primera, y tiré carretera abajo muy rápido. No quería hacer conducción deportiva, ni disfrutar del coche, sólo quería salir rápido de allí. En ese momento, como si salía ardiendo, todo me daba igual. Tampoco quería ir a mi casa, así que un par de kilómetros más adelante, tomé el cruce que conducía al Castillo de Santa Catalina, desde donde había unas vistas increíbles de la ciudad. Supuse que me ayudarían a despejar un poco las ideas, y sobre todo, a olvidar por un momento todo lo que me había ocurrido.

    Llegué a una curva de 180º, las lágrimas me seguían saliendo de forma involuntaria e impedían que viera con claridad. Por un momento, pensé en cerrar los ojos y acabar con todo, estaba creado para morir sólo, y no quería seguir viviendo así. Pero me faltó la valentía que minutos antes le sobró a Cristina, así que en el último momento, muy cerca ya del ángulo de la curva, pise a tope el freno, y las ayudas electrónicas hicieron que el coche se pegara a la carretera.

    Llegué hasta el castillo. Y me dirigí andando hasta el mirador desde donde se veía toda la ciudad de Jaén. Me senté en un pequeño banco y empecé a mirar la rosa que tenía entre la manos y que casi involuntariamente, había bajado del coche. Por mi mente pasaban miles de cosas, y mientras observaba a una joven pareja que había muy cerca echándose fotos, por mi mente pasaban multitud de recuerdos; como el día que me peleé con mi mejor amigo, recuerdo perfectamente lo que me dijo: "Recuerda esto Carlos, recuérdalo, hoy soy yo el que se ha cansado de ti, mañana serán tus abuelos y pasado mañana tus padres y los pocos amigos que te quedan... estas diseñado para vivir sólo, vivirás solo y morirás solo, cuando nadie recuerde tu nombre, cuando nadie se acuerde de felicitarte por tu cumpleaños, te preguntarás porqué has estado viviendo así. Me agotas, si no puedes fiarte de un amigo, no puedes fiarte ni de ti mismo, tú eres tu peor enemigo".

    Estuve allá arriba lo mínimo 5 horas, la gente iba y venía y todos se quedaban mirando como diciendo: "pobre diablo". Le di tantas vuelta a la rosa que la mayoría de pétalos ya se habían caído. Y cuando estaba a punto de irme, sonó el teléfono, era Paco, no sabía si responderle y confirmar que Cristina había muerto, o tirar el móvil por lo alto del mirador y vivir el resto de mis días pensando que ella seguía viva. Finalmente, me animé a descolgarlo, aún sabiendo que las noticias no serían buenas:

    - ¿Carlos? ¿Estás ahí?
    - Estoy que no es poco...
    - Tienes que subir ahora mismo para el hospital, no te puedes creer lo que está pasando - entonces paró de hablar y se escucho de fondo a la directora decir: "no te pagamos para que hables por teléfono" - ¿Carlos? Te tengo que colgar, sube en cuánto antes, por favor, es por Cristina...

    Al decir eso, mi corazón se aceleró, y sentí la necesidad vital de ir corriendo a ver qué pasaba, no sé si las noticias serían buenas o malas (Paco no lo había dejado muy claro), pero necesitaba saberlo. Corrí hacia el coche y me lo encontré rodeado de chavales de 15-16 años echándole fotos. Alguno incluso se había tomado la licencia de sentarse encima de él para las fotos.

    Pero en ese momento no tenía ganas de discusiones. Les pedí hueco para entrar al coche, y tras decenas de cámaras de teléfonos móviles grabando como sonaba el deportivo, salí del aparcamiento de lado, en ese momento no me dí cuenta de que iba en el modo Race (sin ayudas electrónicas), un poco más tarde me acordaría de eso... Clavé frenos en la primera curva, y salí de ella a fuego. No tenía tiempo que perder, lo mismo había llegado el momento de despedirse de Cristina...


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    Capítulo 5

    Conduje el GT3 como un poseso por aquella carretera. Tenía un asfalto perfecto, pero los árboles se quedaban a apenas unos centímetros del asfalto. Los veía pasar por la ventana a toda velocidad, engranaba primera, segunda y tercera, a prácticamente unas revoluciones del corte de inyección.

    El cuentakilómetros, en más de una ocasión, rozó los 170 por hora, no suelo correr por la carretera, pero aquello era una ocasión extraordinaria... ¿Iba a morir sin tan siquiera haberme despedido de ella? Apenas nos conocíamos de dos semanas, pero en esas dos semanas, yo fui su única compañía, fui su confidente y su mentor.

    Y ahora ni siquiera iba a verme antes de cerrar los ojos. Seguía pensando todo aquello mientras que el deportivo alemán se retorcía curva tras curva. Y de repente, en una de las curvas más abiertas a derechas, a apenas 4 kilómetros del hospital, me encontré con una vieja y destartalada Citröen C15 delante mía.

    Clavé frenos, sin recordar que llevaba el coche sin ningún tipo de control electrónico. Y entonces fue cuando más allá de la vida de Cristina, la que vi pasar por delante fue la mía: tonelada y media de coche deslizándose a 150 por hora sobre unos neumáticos bloqueados, como si de una bailarina sobre hielo se tratara.

    Traté de recordar lo que aprendí hace unos años en esos cursos de conducción deportiva. Lo primero que me dijo el instructor fue: "Nunca pises el freno a fondo, o el coche seguirá completamente recto". Bien, había fallado en la primera instrucción, nunca había llevado ese coche al límite y apenas quedaban unas décimas de segundo para acabar empotrado, o bien contra un árbol, o bien contra el culo de una C15, llevándome de paso a todos los que hubiera dentro de la misma. Fue entonces cuando me vinieron a la mente las horas y horas que había echado delante de la Play durante mi adolescencia.

    Recordé que al usar el freno de motor, los coches se quedaban prácticamente clavados, pero claro, esto no era un juego, era la puta realidad, y tenía que actuar rápido. Así que sin más dilaciones, y con el tren trasero tratando de adelantar al delantero, metí segunda, con el freno aún pisado a fondo. El motor Boxer se revolucionó hasta un límite insospechado para mí hasta entonces. Y lo que hasta entonces era sobreviraje, se había convertido ahora en subviraje. Me dirigía directamente hacia el exterior de la curva, la furgoneta ya no me preocupaba, se había quedado a la derecha de mi trayectoria.

    Entonces, fue cuando solté el freno y el vehículo recuperó de nuevo la tracción.
    La vieja Citröen se apegó todo lo posible a la derecha al escuchar el fogonazo de la bestia al reducir de marcha, lo que también facilitó que esa curva no se convirtiera en una santuario al que llevar flores. Pasé como una centella aquella curva, y seguí muy fuerte el resto del trayecto, aunque lo hice con mucha más precaución. Pensar si seguiría viva sólo servía para no mantener mis cinco sentidos en la carretera, así que trate de dejar de pensar en ello hasta que llegara a El Neveral.

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    Aparqué de mala manera en la zona reservada a ambulancias, bajo un par de pinos, y vi a Paco mirarme desde la ventana de la habitación 711. Apenas había retirado la vista de la ventana, cuando yo ya había llegado a la séptima planta. Al encarar el pasillo, me encontré con la directora, una señora mayor y Paco en la puerta de la habitación. Casi sin aliento, llegué a su altura, y entre gemidos, le pregunté a Paco:

    - ¿Qué? ¿Dónde está? ¿He llegado a tiempo de despedirme de ella?
    - ¿Despedirte? ¿Pero qué dices?
    - Cristina, ¿Ha muerto ya? ¿La tienen sedada?
    - ¿Muerta? Pero si está mejor de lo que ha estado en estas dos últimas semanas...

    En ese momento, sentí como si una cruz de mil kilos se quitará de lo alto de mi espalda, y pasé de un estado de ansiedad absoluta, a otro muy cercano al trance. Entonces, en un tono mucho más amigable del que normalmente tenía conmigo, la directora pasó a explicarme las novedades:

    - Al parecer, al desconectarse de la máquina que depuraba su sangre de glóbulos, el organismo ha tenido un efecto rebote, y ha empezado a filtrar la sangre por el mismo, aún no tenemos muchos datos, pero le estamos haciendo pruebas...
    - No, no me lo creo... ¿Dónde está ella?
    - De momento está en la 711, no sabemos si la dejaremos aquí o la bajaremos a la planta psiquiátrica, todo depende del informe de la psiquiatra. Si su valoración es positiva, se le asignará un compañero de habitación, para que en caso de que vuelva a intentar suicidarse, lo tenga más difícil.
    - Y... - hice una pequeña pausa, estaba sin aliento - ¿Y cómo está ella?
    - Ahora mismo se le ve contenta, no sabemos si directamente no se acuerda de lo que ha ocurrido, o simplemente está intentando reprimirlo de alguna forma... dijo que quería verte...
    - ¿Y puedo pasar a verla? ¿Puedo?
    - Por supuesto que puedes, lleva toda la tarde hablando de ti, aunque sólo te pido un favor, no le hables mucho del tema, no queremos que tenga una recaída...
    - No se preocupe, delo por hecho.

    Le sonreí y entré a la habitación, donde también se encontraba la señora mayor, que era su madre (su padre había muerto años atrás, también de leucemia). La señora tenía una sonrisa forzada, y el tono de voz de Cristina parecía muy relajado, casi de tasca de pueblo. Aún no se había percatado de mi presencia, por lo que seguía hablando con su madre. Ya no llevaba la peluca, ni ropa de calle, ahora llevaba un pañuelo azul y de nuevo tenía la bata del hospital. Cuando por fin me vio, yo le sonreí, y ella de repente se puso sería, y agachó la cabeza, como sintiendo vergüenza. La madre se levantó del sillón en el que estaba y dijo:

    - Bueno, ya que ha entrado usted, bajo a la cafetería a tomarme algo, que estoy muerta de hambre... ahora mismo vuelvo cariño, no te preocupes - dijo mirando a su hija.
    - No sé preocupe señora, ya me quedo yo haciéndole compañía, no tenga prisa.
    - Gracias chico, os dejo solos, hasta ahora.

    Y con un paso algo pesado, cabizbaja, y un gesto muy preocupado, salió de la habitación cerrando la puerta al salir. La situación se puso muy incómoda, yo no sabía qué decir, y ella no tenía pinta de querer romper el hielo.

    Yo si conseguía al menos mirarle directamente, pero ella estaba muy nerviosa. Cada vez que mi campo de visión coincidía con su cama, ella empezaba a morderse las uñas, o a mirar por la ventana, o a hacer cualquier cosa con tal de evitarme. No era la misma que estos días atrás, y no sabía muy bien si estaba disgustada conmigo por haber evitado su suicidio... pero no pude evitarlo, media hora antes tenía una sonrisa de oreja a oreja, no podía dejarla consumiéndose en el suelo de aquella habitación. No era la persona más sociable que había conocido, pero tampoco soy un hijo de puta, no me habría perdonado el dejarla allí.

    Lo que no sabía era como explicarle eso mismo a ella, simplemente le di una segunda oportunidad, ahora era cosa suya el replantearse si quería morir o había sido un segundo de "calentón", y quería seguir luchando. Por eso mismo fui capaz de sacarle un poco de conversación, la excusa de comentarle que su situación había mejorado, me pareció perfecta para iniciar la conversación. Y así mismo lo hice, traté de romper el hielo:

    - Bueno, parece ser que estás mejor, o al menos eso dicen los análisis, no hay mal que por bien no venga... ¿Y tú cómo estás? A parte de lo que dicen estos papeles...

    Ella giró la cabeza hacia la ventana, y se puso la mano en la boca, como tratando de silenciar algo... no sabía muy bien si había cometido un nuevo error por decirle eso. Pero no podía aguantar más las ganas que tenía de mirarle a los ojos, así que me acerque a ella por el lado de la ventana, le puse la mano en la espalda, y me arrodillé a su lado. A ver si así había forma de que me dijera algo, aunque fuera que no quería volver a verme en la vida...


    Capítulo 6



    Al ponerme de rodillas, conseguí verle la cara con más claridad, aunque adaptó una posición de "defensa" con la que evitaba todo contacto visual conmigo. También descubrí que la mano se la había puesto en la cara para evitar que notara que estaba llorando. Era increíble, hacía un minuto, justo antes de que su madre cerrara la puerta, ella estaba sonriente, me fastidiaba mucho pensar que ese dolor se lo estaba causando yo directamente...

    No cesé en mi empeño de hablar con ella, así que le retiré el pañuelo de la cara, y le dije:

    - Ey, entiendo que no quieras hablarme pero, lo siento, no pude evitar ayudarte, compréndeme, no podía dejarte allí tirada...

    Entonces ella levantó un poco la cara, giró ligeramente la vista, y por un segundo pude mirarle directamente a sus preciosos ojos verdes. Luego, tragó un poco de saliva, y dijo:

    - Carlos... - fue todo lo que acertó a decir, volvió a derrumbarse, no podía no mantener la respiración, estaba atacada...
    - Dime - le dije con una voz muy tranquila y pausada, no quería intimidarla...
    - Lo siento... - fue todo lo que acertó a decir, antes de volver a recaer, y quedarse de nuevo sin aliento.

    Yo no dije nada, simplemente le di un abrazo. Debido a mi carácter, no tengo un gran tacto con las mujeres, pero en ese caso, fue una cuestión más de instinto que de raciocinio... Y parece que acerté, en seguida ella me devolvió el abrazo, y se quedó callada durante al menos 15 segundos más. Y después de eso, volvió a hablar:

    - Me he comportado como una niña, no me merezco ni que me hables...
    - Pero... ¿Qué dices? Todos tenemos momentos malos, yo el primero... y más después del mazazo que te has llevado.
    - ¿Es verdad eso de que si hubieras tardado 5 minutos más, habría muerto? ¿Es verdad? ¿Eh? - dijo un poco más alterada, pero manteniendo un tono de voz muy dulce...
    - Ni lo sé, ni me importa, eso es lo de menos, lo importante es que sigues aquí. Y que desconectarte de la máquina le ha sentado muy mal a tú cáncer, y muy bien a tu cuerpo, desconectarte de esa máquina te ha reportado mayor beneficio en un cuarto de hora, que seis meses de quimioterapia... - le dije con una sonrisa muy esperanzadora.
    - Carlos, gracias, no voy a tener vida para agradecerte lo que has hecho hoy por mí, compréndeme, el mundo se me ha caído encima, ese cabronazo me quitó en un segundo todas mis ilusiones. Conforme cerró la puerta me quité todas las vías, todas las agujas, mi vida dejó por un momento de tener sentido... pero sólo eso, durante un momento. Justo después de quitarme la última vía me arrepentí... traté de alcanzar el interruptor para pedir ayuda, pero de repente el cuerpo me falló, pesaba toneladas...
    - Eso es comprensible - dije cortándole de mala manera - entre otras cosas te quitaste la vía de la adrenalina, debido a la medicación, la única forma que tienes de mantenerte consciente es mediante una alta dosis de adrenalina, sin ella, estarás hecha un guiñapo en diez segundos...
    - Lo sé, pero en el momento del "calentón" no pensé en ello. Total, que conforme fallé en mi intento de darle al interruptor, caí en redondo al suelo, y allí me quedé, esperando que llegará mi final. Siempre me imaginé muriendo con 80 años rodeada de mis hijos y nietos. Pero allí estaba, tras haberle pedido matrimonio al teórico hombre de mi vida, y que este hubiera cortado conmigo con la excusa de que no tenía tiempo para "esto". Lo único que era capaz de sentir era la sangre fluyendo a través de mi brazo derecho, y las lágrimas cayendo por mi cara, pues sabía que había llegado mi final... y cuando mi esperanza estaba bajo mínimos, apareciste tú.
    - ¿Te acuerdas de eso? - dije muy sorprendido.
    - Pues claro que me acuerdo, fueron tus palabras las que hicieron que me quedara un poco más en este mundo, sino a cuento de qué iba yo a... - y ahí se cortó la frase, alguien llamó a la puerta, así que le solté la mano y salí a ver quién era.

    De camino a la puerta miré el reloj... ¡Eran las 10 de la noche! Las horas se habían pasado volando. Cuando abrí la puerta, mi sorpresa fue mayúscula, el señor Paco traía un ramo de flores en la mano, hacía horas que su turno había acabado, sin embargo ahí seguía, aunque tuviera que levantarse a las 5 y media de la mañana. Pasó a la habitación, no sin antes pedir permiso, y directamente se dirigió a Cristina, que ya tenía una sonrisa preparada para él:

    -Traigo las mejores rosas del hospital para la flor que más brilla del jardín.

    A pesar de su estado, esta se levantó, las cogió con muchas ganas, le dio un fuerte abrazo y las gracias, y se fue directamente a por el vaso de las flores, que alguien se había llevado. Lo llenó de agua del grifo del baño y lo puso dentro de este, no sin antes olerlas con mucha delicadeza.

    Paco se sentó un rato con nosotros, estuvimos hablando de cuatro cosillas de jardinería, y tras un cuarto de hora, apareció la madre de Cristina, que parecía agotada y estuvo un rato con nosotros. Tras un rato más de charla, María (su madre), sacó unas sábanas de color blanco, y las puso sobre el sofá que había en frente de la cama. Ante tal hecho, no tuve más remedio que reprender su actitud:

    - ¡María! ¿Pero qué hace?
    - Pues nada, prepararme la cama que estoy muerta de sueño.
    - ¡Ah no! De eso nada, usted no duerme aquí esta noche.
    - Lo siento, pero la directora me ha dicho que alguien tiene que quedarse con ella... no la van a bajar a la quinta planta (la psiquiátrica), pero tampoco la pueden dejar sola, mañana le buscarán un compañero, pero de momento, esto es lo que tenemos que hacer.
    - Pero usted no se puede quedar aquí, no se preocupe, que ya me quedo yo con ella esta noche...

    En ese momento, Paco se sumó a la conversación, y se ofreció, a pesar de las horas, y de que Lucía le estaría ya esperando con el cuchillo en la puerta de casa, a llevarla a su piso en el Golfete, para que pudiera descansar en condiciones. Tras unos segundos dudando, esta accedió, y se marchó con Paco, que tenía una cara digna de un extra de The Walking Dead, no sin antes darle un beso en la frente a su hija.

    Cristina y yo nos quedamos en la habitación. Yo empecé a preparar las sábanas para el Sofá en el que me iba a acostar, que para mi sorpresa, se hacía cama, y no precisamente pequeña. Al menos iba a dormir anchuroso, aunque el colchón de gomaespuma no era muy cómodo que digamos... Ella estaba rendidita, trataba de mantenerse despierta, por solidaridad conmigo, pero le costaba un mundo.

    Entré un segundo al baño para lavarme los dientes, y cuando salí ya se había dormido. Le tapé con las sábanas para que no cogiera frío, le di un beso en la frente y puse mi reloj a las 7 de la mañana, pues a las 8 comenzaba a trabajar, y media hora más tarde traerían al nuevo compañero de Cristina, aunque no sé muy bien de dónde lo iban a sacar...

    A media noche, Cristina se levantó de la cama, cogió el suero (que era lo único a lo que estaba conectada, habíamos decidido quitarle todo tipo de medicamentos y máquinas, para ver cómo reaccionaba su organismo) y se tumbó a mi lado. Yo naturalmente me hice el dormido, aunque seguramente estaba más despierto que ella. Entonces ella cogió mi brazo y lo pasó por encima de su cuerpo, y se agarró a él con fuerza. Tras eso estuvo como media hora llorando, yo traté de hacerme el dormido, y puse mi otro brazo por encima de ella, como para consolarla, y parece ser que funcionó, enseguida paró de llorar y consiguió conciliar de nuevo el sueño.

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    Yo tardé más en hacerlo, estaba intranquilo, no sabía quién iba a ser su nuevo compañero, quizás este le aportara algo de positivismo, pero no creo, pues un paciente terminal, poca alegría tiene. Lo mismo le hacía recaer, y volver marcha atrás en su proceso de mejora. En cualquier caso, era el momento de dormirse, saldría de dudas unas horas después...


    Capítulo 7

    La alarma del teléfono sonó a la hora señalada, el Sol aún no había rebasado la copa de los pinos. Lo paré rapidísimo, para que ella no se despertara. El colchón era la mar de incómodo, pero dormí del tirón, como no había dormido en años. La verdad que ya apenas recordaba lo que era dormir junto a alguien, hacía mucho tiempo que no lo hacía...

    La cogí en brazos y la puse sobre su cama con cuidado de que no se despertara. Recogí las sábanas y las dejé en el armario. Cambié el agua de las flores y salí de la habitación. En 45 minutos estaría allí su nuevo compañero. Así que bajé al primer piso, donde estaban los vestuarios. Me duché y salí del vestuario con una cara y aspecto nuevos. Bajé a la cafetería de la planta baja, a tomar un café y una tostada con jamón.

    Al entrar en la cafetería, me encontré a la directora sola en una mesa, así que pedí el desayuno y me senté junto a ella, a ver si seguía con el mismo humor que la noche anterior. Le pedí permiso para sentarme y comencé a hablar con ella:

    - Bueno, ¿Qué tal todo?
    - Pues sin mucha novedad Carlos, a ver qué tal se da el día.
    - ¿Se sabe ya algo del nuevo compañero de Cristina? - le pregunté sin más dilaciones...
    - Pues no es de este hospital, lo traen desde Málaga, apareció no hace mucho en Ronda, dentro de un coche de alquiler inconsciente. Es Italiano. Tras hacerle unas pruebas, le detectaron tres tumores en el corteza del cerebro. Son malignos, y no hay forma de extirpárselos...
    - Dios, pero si la va a poner peor de lo que está...
    - Por eso no te preocupes, es un señor mayor, 70 y poco años, y se lo está tomando con mucha filosofía.
    - Esperemos, si no, es lo que le faltaba a la pobre...

    Terminé con el desayuno, y salí afuera, a ver si había llegado Paco. Vi el Golf aparcado en la puerta, con lo que supuse que ya estaba por allí. Al no verlo, fui al almacén, seguro que estaba cerca, cogiendo alguna herramienta. Y efectivamente, allí estaba, engrasando las tijeras de podar. Me acerqué a él y comenzamos a hablar:

    - Ey Paco, ¿Qué tal? ¿Llevaste anoche a la madre de Cristina a casa?
    - Pues claro, pero tienes que hacerme un favor, hoy no puedo ir a recogerla, ¿Podrías traerla tú?
    - Pues claro, ningún problema. ¿Dónde vive?
    - Vive en el centro, en la calle de por detrás de la catedral, en el número... 20, creo. Encima del locutorio... me dijo que si podías ir sobre las 12, que tenía que ir a arreglar unos papeles de Cristina.
    - Vale, perfecto, me pilla a la hora del almuerzo, bajo en un segundito a por ella. ¡Ah! Hoy viene el nuevo compañero para la 711, luego nos pasamos a ver qué tal le va...

    Y yo seguí a lo mío, subí de nuevo a la séptima... antes de nada, me pasé por la 711, pero ella seguía dormida. Me fui para mi despacho, y comprobé el trabajo del día. Me fui a la 713, donde dormía una señora mayor, que apenas hablaba desde hace un mes. Comprobé sus constantes vitales, su dosis de medicación, y los datos de sus análisis, todo seguía igual... pero ella estaba cada día más apagada.

    Cuando estaba a punto de irme, se despertó, casi como resucitando, pues hacía más de un semana que no la veía con los ojos abiertos. Entonces, con una voz casi de ultratumba, me dijo:

    - Chico, chico, acércate por favor.

    Yo, por supuesto, le hice caso. Tenía algo de prisa, pero siempre tuve tiempo para hablar con mis pacientes... no iba a ser menos aquella señora, que por cierto me recordaba mucho a mí abuela, y a la forma en que esta murió.

    - Dígame señora, ¿Necesita algo?
    - Sí, ¿Me puedes hacer un favor, joven?
    - Sí claro, lo que sea.
    - Desconéctame - dijo con una voz aún más baja de la que había estado hablando anteriormente - desconéctame de esta maldita máquina que me tiene atada a esta mundo, no quiero seguir viviendo, no tengo familia, ni visitas, ni vida, no sé en qué día estoy ni cómo me llamo, solo quiero volar; por favor.
    - Sólo se lo preguntaré una vez más, ¿Esté segura?
    - Sí, quiero descansar.
    - Muy bien señora, veré que puedo hacer... pero ya sabe que yo no estoy autorizado para ello.

    Ella me dio un beso, un abrazo, y me dijo "espero no verte por allí arriba en mucho tiempo". Sabía que aunque legalmente no estaba autorizado para hacerlo, éticamente sí lo estaba, no era la primera ni la última que desconectaría a alguien, y siendo jefe de planta, no tenía que dar explicaciones a nadie. Así que, simplemente bajé al mínimo el nivel de adrenalina, para que se durmiera y no sufriera. Y tras eso le desconecté el resto de máquinas. Fui a la habitación de Cristina, le cogí un rosa, y la puse en el vaso de la señora. Le di un beso en la frente, cuando ya estaba dormida, la tapé y le dije "buen viaje". No soy creyente, pero siempre se lo deseaba a todo el mundo, aunque desde joven he sostenido que somos animales, y como tal, nacemos, crecemos, nos reproducimos (yo ni eso) y morimos. Y aunque soy ateo, rezo para que nunca me pase algo feo.

    La señora empezó con taquicardias, a mí se me erizó la piel, y como de costumbre, cerré la puerta de la habitación, no era lo suficientemente fuerte como para ver morir a nadie. Me dirigí de nuevo a la 711, con el traqueteo de las flores, había despertado a Cristina, le di los buenos días y me asomé a la ventana. Acababa de llegar una ambulancia, era el nuevo compañero de habitación.

    Me puse a observar qué aspecto tenía, el conductor abrió la puerta de atrás, y yo esperaba que sacaran la camilla con este señor, pero sólo sacó una maleta, muy grande y antigua, se asemejaba a un arcón de los que llevaban Audrey Hepburn y Grace Kelly en alguna de sus películas. Para mi sorpresa, del asiento del copiloto se bajó un hombre alto, con gafas de aviador, gorra de baseball y chupa de cuero. Al tocar el suelo, se quitó las gafas, cogió la enorme maleta de la que el conductor apenas podía tirar, y empezó a mirar mi coche de arriba a abajo. Se lo estaba comiendo con la mirada, supe que me voy a llevar bien con el "abuelo".

    Llegó a la habitación un par de minutos más tarde. Detrás de él entraron un par de enfermeras con la cama. Nos miró ligeramente, tanto a mí como a Cristina, y nos saludo. A mí me estrechó la mano, y me dijo "Hola, soy Giorgio, bueno, Jorge, y voy a ser tu paciente hasta que el cuerpo aguante jejeje". Era impresionante lo bien que llevaba su enfermedad, y los dos o tres meses de esperanza de vida que le habían dado. Luego se acercó a Cristina, le dio dos besos, un abrazo, y dijo "Parece que voy a tener alegre la vista estos meses... ¿Quién eres tú, bella donna?". Esta le respondió con "Soy cristina, encantada".

    Se sentó en el sillón que había junto a la ventana, abrió su maleta, y sacó como 30 revistas... de las cuales, 20 eran de coches, y las otras 10 de barcos a vela, yates y viajes. Tenía revistas en todos los idiomas: italiano, inglés, alemán, francés, español... Desde luego, era uno de los pacientes más carismáticos que había tenido. Una vez se había acomodado, era hora de que siguiera con mi trabajo, Cristina ya tenía compañía, no me necesitaba. Así que me despedí de los dos:

    - Bueno, pues si necesitáis lo que sea, no tenéis más que pulsar el botón, y estaré aquí en un santiamén. Jorge, Cristina te irá explicando cómo funcionamos por aquí... si tienes alguna sugerencia...
    - No, yo me adapto "rápitto" pero... ¿Me puedes hacer un favor?
    - Sí claro, lo que sea.
    - Pide a dirección que cambien el 7 de la puerta, a ver si pueden poner un 9, me gusta más esa cifra, me iría a la habitación 11 de la novena planta, pero el hospital sólo tiene ocho... 911, me gusta ese número - dijo mientras sonreía y se sentaba a leer una Car&Driver en inglés de 1995, en la que probaban, si mal no recuerdo mal, el Jaguar XJ220 y el Bugatti EB110.

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    Le devolví la sonrisa, y dije "veremos qué puedo hacer". Les cerré la puerta y mantuve un rato la sonrisa... parecía que me iba a llevar bien con ese misterioso hombre...

    Capítulo 8

    Pasé de nuevo por el lado de la 713, la puerta ya estaba abierta, cuando entré a la habitación, estaban dentro dos enfermeras. Una de ellas dijo "vaya por Dios, ya nos ha dejado Dolores... bueno, su hora había llegado, que descanse en paz" y la tapó por completo con la sábana. Después de decir eso, entre las dos sacaron la cama de la habitación, y la bajaron por el ascensor hasta la primera planta, donde estaba ya la funeraria. En teoría tendrían que hacerle una autopsia, pero hacía años que no se hacía una de ningún paciente de aquella planta, de hecho, la mayoría vivían gracias a las máquinas a las que estaban conectados, por lo que cuando estos dejaban de vivir, se lo achacaban siempre a que se les había acabado las ganas de vivir.

    Yo debería de estar triste, o sentir algún tipo de remordimiento, pero no era así. De hecho, sentía algo parecido a lo que sentía cuando era voluntario de la Cruz Roja, como si estuviera haciendo una labor social. Aún recuerdo cómo eran de agradecidos los chicos del piso de ayuda a la desintoxicación, algunos con 40 años encima, apenas eran capaces de moverse solos por Jaén. Y verlos tres meses después con trabajo y coche propio era una satisfacción muy grande. Pues algo parecido veía cuando sacaban a alguien en su cama camino de la funeraria, habían dejado de sufrir, y yo les había ayudado a hacerlo. Aunque he de reconocer que la primera vez que lo hice, casi me suicidio por el remordimiento... eran otros tiempos, y yo era una persona muy diferente.

    Salí de la habitación, miré el reloj y, ¡Dios mio!, ¡Eran las 12 menos 10! Tenía que ir a recoger a María. Bajé al aparcamiento, le di los buenos días a los de la funeraria, y salí de allí a todo trapo. Lo de menos era llegar pronto a abajo. Simplemente me apetecía disfrutar del coche, y de aquella maravillosa carretera, de la cual conocía cada bache, al fin y al cabo, me pegué 6 años subiendo prácticamente a diario en bici o corriendo. Pero eso fue en mi época de deportista, de la que ya poco quedaba, aunque ahora subía y bajaba por allí mínimo dos veces al día.

    Cuando estaba ya casi a un kilómetro del hospital, vi a Paco con una carretilla de mano. Yo reduje un poco el ritmo, pité al pasar a su altura y reduje a segunda. El coche pegó un petardazo impresionante, pisé a fondo, y como de costumbre en mi, llevaba el coche libre de ayudas electrónicas. Por el retrovisor sólo se veía una gran nube de humo, pero alcancé a ver a Paco llevándose las manos a la cabeza. Solté una carcajada, cambié a tercera y solté el acelerador, una cosa era lucirse y otra cambiar de ruedas todas las semanas, que era médico, no Bill Gates.

    Mira que me costó esfuerzo y sudor conseguir ese coche... pero no podía resistirme a buscarle las cosquillas, no iba demasiado rápido, no pasé de tercera por aquella carretera. El ordenador de abordo me indicaba consumos medios de 40l/100, y en las 4 semanas que llevaba con el coche, nunca había bajado de los 25 litros. Pero bueno, al fin y al cabo, los caprichos son caros, y siempre podía subir en bici al hospital, por los viejos tiempos.

    Tras dibujar un serpenteante reguero de acelerones y marcas de neumáticos, llegué a Jaén a eso de las 12 y media. Aparqué el coche de mala manera entre una furgoneta de reparto y un Volkswagen Polo con la L. Recé para que ninguno de los dos me rayara el coche al salir de allí. Me bajé de él, observé un instante lo bien que le sentaba esa calle al coche, y me acerqué al portal de la madre de Cristina. Mientras que buscaba su telefonillo, salieron un par de niños chinos de una tienda que había justo en frente. Empezaron a darle vueltas al coche, y a toqueteárselo todo, retrovisores, alerón, ruedas... Mi cara de circunstancia iba en aumento, y se me pusieron de corbata. Pero entonces salió otro chino de la tienda, que supongo que sería el padre de los niños, y los metió para adentro a collejazo limpio, y regañándoles en, supongo, un perfecto chino mandarín.

    Me dieron un poco de pena los niños, pero no pude contener la risa; además, pude respirar tranquilo al ver que no me iban a dejar el coche desguazado para cuando bajara de casa de María. Por fin esta respondió al telefonillo y, cuando llegué a su rellano, me encontré la puerta abierta. Desde lo lejos, escuché que me decía "Pasa hombre, no te quedes ahí, que le estoy preparando unas cosas a Cristina".

    Me senté en el sofá que había en el salón. En la mesa camilla había un montón de sobres llenos de documentación. Los muebles estaban llenos de fotos, había una en la que aparecían Cristina, su padre y su madre, en una playa. Debía de tener muchos años, pues ella apenas era una cría. Se les veía muy felices, sobre todo a la madre, que ahora era mucho más sería; normal por otra parte, en apenas unos años, la vida le había puesto un par de pruebas muy duras...

    Entonces vi otra foto encima de la televisión. En ella se veía a una chica muy pero que muy guapa. Salía justa al lado de la opera de Sídney. Me llamó mucho la atención eso, por lo que me levanté y cogí la foto, en ese momento, entró su madre al salón:

    - Sale muy guapa en esa foto, ¿Verdad?
    - Pues sí... ¿Quién es? ¿Su hermana?
    -¿Hermana? ¿Qué hermana? Que yo sepa sólo tengo una hija. Es Cristina.
    - ¿Que qué? - dije muy sorprendido, no podía creer que esa mujer fuera Cristina, parecía otra...
    - Pues sí, de hecho apenas hace un año de esa foto.
    - Pues, es realmente guapa su hija, es una pena que ahora esté así. ¿Y qué hacía en Sídney?
    - Estaba haciendo su proyecto de fin de carrera allí, le dieron una beca por sus notas... y cuando apenas le quedaban dos semanas para presentar el proyecto, le detectaron leucemia, no le convalidaron los 10 créditos que le faltaban por eso, y mira que sus compañeros lo presentaron por ella. De eso son todos esos sobres - dijo señalando hacia la mesa - , a ver si con un poco de suerte no se muere sin tener su título de ingeniera... -dijo con una mezcla de frustración y resignación.
    - Buff, lo que es la vida... cruzo los dedos para que me quede como estoy. ¿Y qué? ¿Le han concedido el título?
    - De momento no, dicen que lo están gestionando, como de costumbre hijo...

    Cogió unos cuantos tuppers con comida, los metió en una bolsa y me dijo "cuando tú quieras". Bajamos las escaleras, y cuando salimos a la puerta, el chino de antes estaba fumándose un cigarro, con los dos niños a su lado; los tenía bien agarrados. María dijo "menudo par de piezas están hechos", los saludó e intentó meterse en el coche. Pero entre lo bajo que era, los tuppers, los baquets y las barras antivuelco les resulto imposible. Así que le cogí la bolsa, la puse en el suelo y le ayudé a entrar. Una vez en el interior, y con la bolsa puesta entre las piernas preguntó "hijo, yo no sé qué le ves a estos coches, espero que por lo menos sea barato". Yo tragué saliva y le sonreí, si supiera lo que me había costado, quizás no habría dicho eso último.

    Tenía pensado ir despacito hasta el hospital, pues a la mujer se le notaba que no le iba mucho la marcha. Pero después de lo que me había dicho, tenía que demostrarle en qué había invertido el sueldo de los últimos ocho años. En cuanto encaramos la subida al Neveral, bajé de cuarta a tercera, y de tercera a segunda. Y entonces empecé a acelerarle, no muy fuerte (a medio pedal), pero lo suficiente como para que se quedara pegada al asiento. Y viendo que no decía nada, que parecía que se estaba haciendo la dura, empecé a pisarle a fondo; segunda, tercera e incluso cuarta. Iba pasando curva tras curva, y a mitad de caminos, incluso desactivé el control de tracción de la consola central.

    Ella seguía cayada, incluso Paco tardaba menos en decirme que fuera despacio, pero ella no dijo nada. Menuda gozada, no hay nada como llevar un copiloto "de pocas palabras". Hice el resto de kilómetros bastante fuerte, pero siempre bajo control, no quería buscar los límites del caballero de Stuttgart. Llegamos a eso de las una menos cuarto al hospital, y para terminar de rematar, y viendo que no había ni un solo coche en el aparcamiento, pensé "bueno, pues vamos a aparcar de culo". Metí primera, busqué el freno de mano, y cuando estaba tangente a mi plaza de aparcamiento tiré de él, el coche giro 180º sobre sí mismo, cambié rápidamente la dirección del volante, y la inercia hizo el resto. Cuando faltaban cincuenta centímetros para dar en el bordillo con el culo frené en seco y el coche se quedó aparcado "canela", como decía mi profesor de autoescuela.

    Una vez apagué el motor y las luces de posición dije "bueno, pues ya hemos llegado" y miré a la madre de Cristina. Estaba blanca como la pared, cogió la bolsa temblando, y trató de encontrar el tirador de la puerta. Viendo que no atinaba, y que iba a tener problemas para salir del coche, pues ya los tuvo para entrar..., me bajé y yo mismo le ayude a abrir la puerta y salir. Dijo "gracias por traerme" y se fue corriendo para adentro. Me había cogido miedo, normal por otra parte, y todo porque dijo que mi coche tenía pinta de "barato". Me pasé un poco, me dio algo de pena, pero bueno, un subidón de adrenalina nunca le viene mal a nadie, y si no que se lo digan a Cristina.

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    Yo entré también para adentro, giré el cuerpo para cerrarlo con el mando a distancia, y entonces vi las marcas de los neumáticos, ocupaban casi todo el parking, y pensé para mí "jojojó, como se va a poner la directora cuando lo vea". Volví a girar el cuerpo con la sonrisilla tonta, y allí estaba ella, con los brazos cruzados. Me tragué el nudo que se me había formado en la garganta y dije:

    - Pu... puedo explicarlo, es que...
    - Es que ¿Qué? - dijo cortándome, en realidad me hizo un favor, no sabía qué excusa ponerle - Ya hablaremos más tarde, pero ya te digo que quitar esas marcas no va a formar parte de los gastos hospitalarios, señor Ávalos.

    Y con las mismas, yo me fui con el rabo entre las piernas, como cuando el jefe de estudios del colegio me decía que estaba castigado sin recreo, y fui directamente a la 711. Cuando llegué, estaban en la puerta Paco y Jorge (Giorgio), cambiándole el 7 por el 9. Así que de ahí en adelante esa habitación iba a ser la 911, en vez de la 711. Me pregunté si le podrían poner el mismo número a mi plaza de parking, o a mi casa. Estaban discutiendo sobre qué era más rápido, si un Escort Cosworth o un Ferrari 348. Por supuesto, el señor italiano defendía a capa y espada al deportivo de Maranello, mientras que Paco optó por la opción más "racing".

    Pero a los dos se les olvidó la discusión cuando me vieron llegar, se estaban partiendo de risa. Paco incluso tuvo que tirarse al suelo, y mientras tanto decía "pero mira que eres tonto". Y yo, un poco "picado" e indignado, dije:

    - ¿Pero de qué cojones os reís? Si llevo la misma cara de tonto que esta mañana... -dije con un tono un poco alto.
    - ¿A quién se le ocurre hacer un trompo en la puerta del hospital más tranquilo de toda la provincia? - dijo Paco mientras giraba la cabeza de lado a lado y se seguía riendo en mi cara - Hay que ser animal, la cara de la directora era un poema.
    - Pero, ¿Y vosotros como lo habéis visto? - Dije ya en un tono más desenfadado y un poco más tranquilo.
    - Te estábamos escuchando desde que saliste de la casa de esta señora - dijo Jorge - no pudimos evitar asomarnos por la ventana a verte venir, la gasolina corre por nuestras venas...
    - Esta tarde me va a tocar echar horas extras para arreglar el estropicio que has liado, señor doctor - dijo medio riéndose aún, como si no le importara que se tenía que quedar a sacarme de ese marrón en el que me había metido.

    Total, que ese día Cristina estaba muy contenta, pues su madre pasaría allí lo que quedaba del mismo. Aunque conmigo estaba muy cabreada, su madre le había contado lo del viajecito. Pero bueno, lo importante es que su sangre seguía depurándose, cada hora que pasaba le brillaban más los ojos, se le veía más radiante, y me empezaba a recordar a la chica de la foto de aquella mañana.

    Ni que decir tiene, que cada vez que entraba a la habitación, aquel hombre con más carisma que altura (y alto era un rato), me sacaba conversación sobre algo del Gt3, o de cualquier otra cosa con ruedas. Con lo que yo estaba deseando pasarme por la nueva 911 cada vez que podía.

    Las horas pasaron rápido, ese día terminaba a las 6 de la tarde, igual que Paco. En Octubre los días empezaban a ser un poco más cortos, al Sol le quedaba ya poco para ponerse. Me despedí de Cristina y de su madre (que rechazó mi oferta de llevarla a casa) y cuando me disponía a irme, apareció Paco con un cubo y un cepillo metálico. Me acerqué a él y le dije:

    - Ey! ¿Qué haces? Tú no vas a limpiar esto sólo, de eso nada, ¿Dónde hay otro cepillo?
    - Tú me regalas un Golf GTI, y yo un par de horas de limpieza... yo lo veo justo.
    Ante la negativa de que lo ayudara, directamente me fui para el almacén, y cogí otro cepillo metálico. Los dos nos pusimos a frotar el suelo con esos cepillos y disolvente, mientras que charlábamos de nuestras cosas (familia, trabajo, esto y lo otro). Cuando llevábamos como un cuarto de hora limpiando, apareció el compañero italiano de Cristina por la puerta, y dijo:
    - ¿Dónde hay más cepillos de esos? Estoy cansado de leer revistas...
    - ¡Coño! ¿Quién te ha dejado salir? ¿Cómo te vas a poner a limpiar, estás loco?
    - Nadie me lo ha impedido, y estoy terminal, no minusválido. Además, me apetece haceros compañía chavales... ¡A mira! Allí hay otro.

    Se acercó a por el cepillo (que yo no había visto, y que seguramente había puesto ahí Paco estratégicamente para que lo cogiera y le ayudara, de tonto no tenía un pelo el muy mamoncete), y se puso a limpiar, empezando por la zona más cercana al Porsche y dijo "de esta zona me encargo yo, que esta señorita es demasiado delicada como para dejarla cerca de dos muñones con mucho disolvente como vosotros".

    Y los tres nos pusimos a darle duro al asunto, mientras que Cristina nos sonreía desde la ventana, o más bien, se reía de nosotros. Aquello parecía más bien una tarde de colegueo entre tres amigos que el aparcamiento de un hospital, sólo nos faltaban las cervezas... bueno, ni eso.

    Capítulo 9​


    ¡Dios! Lo de ese hombre no era normal. Sacaba las marcas de caucho del asfalto el doble de rápido que nosotros. Y mientras tanto se hartaba de hablar. Yo me sentía hasta un poco avergonzado, tanto Paco como Giorgio sabían muchísimos de coches. Yo creía que sabía mucho, pero mi juventud (con respecto a ellos, tampoco es que fuera un chavalín) jugaba un punto en mi contra. Hablaban de Cosworth, AMG´S de la vieja escuela, GTI´S, y a mí me sacaban del grupo VAG, cambios DSG, levas y controles electrónicos, y me perdía. Y estos dos eran enciclopedias andantes.
    Ellos hablaban, yo retenía, y de vez en cuando echaba un trago a la sin que nos había sacado Paco de la nevera del almacén. Entre trago y trago, conversación y conversación, se nos había pasado volada la tarde. Y me habían quedado dos cosas muy claras: la primera, que no sabía una mierda de coches "de verdad" y la segunda, que ese hombre sabía mucho de coches, demasiado para autodefinirse como un "aficionado del montón". Cuando recogimos las cosas, tanto yo como Paco nos dispusimos a irnos a casa; pero, ni yo ni él lo dejaríamos allí sin más, mejor dicho, los dejaríamos allí sin más.

    Subí a la séptima planta, y entre en la que, a partir de entonces, sería la habitación 911 gracias al señor Giorgio. La madre de Cristina estaba acostada, y ella estaba leyendo en el sillón de la ventana. Me acerqué a ella y le dije muy bajito:

    - Señourina, ¿Le apetece una vuelta? - Y le hice una mueca a lo "fucker".
    - ¡¿Pero qué dices?! No me dejan salir de aquí - me dijo con un susurro que sonaba a música de los dioses...
    - Tranquila, he dormido al Troll que vigila la entrada y salida de pacientes; y además, soy el jefe de planta, lo que yo digo, va a misa - estaba claro que la promesa que me hice tiempo atrás se había roto en mil pedazos, no solo estaba implicándome con mis pacientes, sino que además estaba poniendo en juego mi trabajo.
    - Vale, vale, está bien, pero espera un segundo que me cambio, ¿O salgo por la puerta del hospital vestida de niña del exorcista?
    - Jeje, venga, pero no tardes mucho. Que el Troll tiene el sueño un poco frágil...
    Diez minutos más tarde, salió del baño, y como la última vez que la vi arreglada, parecía otra. Entre los pantalones cortos de color claro, el pañuelo en la cabeza y las gafas XXL, parecía Audrey Hepburn en una de sus míticas escenas a bordo de un descapotable sesentero. Le dije lo guapa que estaba y bajamos a la planta baja; al pasar por recepción, nos dimos la mano, haciendo ver que éramos pareja, para no levantar sospechas.

    Al salir al parking, Paco y Giorgio ya se habían montado en el Golf (Giorgio detrás del volante, a Paco no se le escapaba una, si es que tenía que quererlo). Así que Cristina se montó conmigo (yo encantado, por supuesto), aunque rechazó la invitación de conducir ella (decía que le daba demasiado respeto un coche así).

    Salimos del hospital más despacio de lo que lo habíamos hecho nunca, sospechosamente despacio diría yo. Ellos salieron delante, con lo que decidirían la ruta a seguir. Apenas a un kilómetro del hospital, Giorgio empezó a acelerar, y Cristina, a diferencia de su madre, parecía que disfrutaba con la velocidad. Conforme el Golf se iba calentando, este iba cogiendo un ritmo endemoniado, pero eso sí, parecía que iba sobre raíles. En las curvas a izquierdas nunca pisaba el eje central de la carretera, el carril contrario no existía; y cuando la curva era a derechas, respetaba el margen de un metro de arcén, no vaya a ser que a esas horas aún hubiera un viandante o ciclista despistado.

    Yo apenas podía aguantar el ritmo, y si lo hacía era porque me la iba jugando en las curvas... cosa que no me gustaba. Lo única que era evidente es que "el abuelo" tenía manos y que yo iba muy agustito con mi acompañante femenina.

    El escape del Golf sonaba divino, más que cuando era mío. Era un orgullo ver a la pelotilla retorciéndose por aquella carretera, y más sabiendo que yo había engendrado a esa bestia, a base de ahorros y horas en el garaje con el elevador. Y saber que ahora estaba en las manos adecuadas, hacía que disfrutara muchísimo de esos instantes, aún sabiendo que estaba violando unas cuantas leyes del reglamento interno del hospital. Al llegar al cruce con Jaén, Giorgio giró a la derecha, dirección a Los Villares, un pueblecito a unos 8 kilómetros, y que yo conocía a la perfección de mis tardes entrenando con la bici.

    Sabía que no era la mejor carretera para el Golf, era muy ancha, con curvas muy rápidas y grandes pendientes... El motorcillo estirado a tope del Golf no estaría a la altura del todo poderoso GT y sus 6 cilindros horizontalmente dispuestos. Paco lo sabía también, y como ahora, aunque él no lo aceptase, el Golf era suyo, animó al italiano a bajar el ritmo y disfrutar del paisaje. Pero ahora era el momento del Porsche, los cinco primeros kilómetros eran ascendentes, y los que más se disfrutaban. Apenas llevábamos 500 metros por esa carretera, cuando ya íbamos detrás de un viejo camión Pegaso de doble eje delantero. Detrás de él iban un par de monovolúmenes, que parecía que no tenían intención de adelantar, y justo detrás, nosotros dos.

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    Sabía que tras la curva a derechas, había una pequeña recta en la que apenas había una línea discontinua de 300 metros. Ni a la Renault Scenic, ni a la Opel Zafira, ni al Volkswagen le iba a dar tiempo de adelantar. Pero nosotros llevábamos 400 caballos a nuestras espaldas, y yo nunca había exprimido ese coche en una carretera tan rápida. Cuando comenzó la línea discontinua, comprobé que no venía nadie de frente y metí segunda, a lo bestia. Apenas tenía 2500 revoluciones de margen, pero la aceleración fue brutal. Cuando fui a cambiar a tercera, ya me había colocado a la altura de la Scenic, y cambié a cuarta ya a la altura del camión. ¡Dios! Cuando volví al carril el cuentakilómetros rozaba los 220 por hora... ¡Menudo avión!. Entonces Cristina me puso la mano en la rodilla y me dijo "Carlos, ahora ya tranquilitos, que la carretera no es un circuito". Y la verdad que llevaba razón, y fruncí el ceño, sabía que no iba a tardar mucho en meter el coche en uno, y me apetecía hacerle un bautizo por todo lo alto... ese finde iba a ir a la meca española del motor. Pero esa sería más tarde, ahora tocaba disfrutar del coche y de mi acompañante.

    Reduje el ritmo, comencé a ir ligero, pero no excesivamente rápido. Eran las 8 de la tarde, en media hora teníamos que estar de vuelta en el hospital, para la hora de la cena. Así que hicimos unos tres kilómetros más y, cuando llegamos al punto más alto del recorrido, paramos en un mirador cercano a un restaurante, desde donde se podía ver parte de Sierra Mágina, Los Villares y la Sierra de Valdepeñas, coronada por La Pandera, el pico más alto de la Provincia. Nos sentamos en un banco a esperar que llegaran Paco y compañía. Y comencé a hablar con mi copiloto:

    - Bueno ¿Qué? ¿Te ha gustado el paseito?
    - Esto es impresionante, no sabía que Jaén tuviera sitios tan bonitos. Y el viaje... para que hablar del viaje jejeje.
    - Pues sí, este sitio tiene más rincones de lo que a simple vista se puede ver... parece que te gustan más los coches que a tú madre, ¿eh?
    - ¿Bromeas? ¿Qué si me gustan? ¿Sabes lo que he estado haciendo estos últimos 5 años? - dijo mientras buscaba algo en su móvil, que por cierto, era bastante más moderno que mi Nokia de 15 años...
    - Hombre, algo me ha contado tu madre... pero no ha entrado en demasiados detalles...
    - Pues mira, este es mi proyecto de fin de carrera, lo hice junto a 6 compañeros españoles en Australia, yo me encargué del motor, lo extrajimos de un Vette Zr1 accidentado, no veas los dolores de cabeza que me dio... - Y entonces me enseñó unas fotos de un precioso deportivo coupé, con motor delantero y una línea que me recordaba mucho a algún coche y no sabía a cual...
    - Dios, que preciosidad.
    - Por si no te has fijado, lo que hicimos fue una interpretación moderna del Pegaso Z-102... la morriña por España nos animó a inspirarnos en él. Mis cinco compañeros obtuvieron matrícula de honor gracias a ese trabajo, y todos están ya trabajando en la industria automotriz, y yo... por dos semanas... ¡Joder que rabia! - No pudo evitar que le callera alguna lágrima, por otra parte, era comprensible.
    - Joder, no tenía ni idea de todo esto. Por una parte siento muchísimo que nunca pudieras presentar el coche junta a tus compañeros; pero por otra parte, siento muchísima envidia, luchaste por tus sueños, y lo conseguiste, aunque oficialmente, de momento, no esté registrado.
    - ¿Y tú qué? ¿Qué hay de tus sueños? - Preguntó ella, como tratando evadirse del tema.
    - ¿Mis sueños? Mis sueños desaparecieron un mes de Junio del 2004, yo también iba para ingeniero, ¿Sabes?
    - ¿Y por qué estudiaste medicina?
    - Porque fui un estúpido, un inmaduro, un falso soñador. Renuncie a mi sueño de trabajar para alguna marca de coches, especialmente alguna alemana. Alemania me quitaba el sueño... las autobahn, los circuitos interminables, los deportivos rápidos y elegantes...; llegué a dar clases de alemán por las noches, después de acabar mis estudios. Pero todos esos sueños fueron a parar al fondo de un pozo por una mujer...
    - ¿Qué me estás contando? ¿Tú? ¿Mujeres? No me lo creo...
    - Pues créetelo, estuve enamorado de una compañera de clase desde tercero de la Eso, aunque apenas articulé palabra con ella hasta segundo de Bachiller... y fueron apenas unas frases. Le pregunté qué quería estudiar, me dijo que medicina, luego me preguntó ella a mí, le respondí que lo mismo que ella por tratar de llamar su atención, y se fue en la moto de un tal Rafa, un gran pensador del instituto... cuatro años había tardado en sacarse tercero y cuarto de la ESO...
    - ¿Y qué pasó después?
    - ¿Que qué pasó? Pues que seguí detrás de ella, como un perrito faldero. Fui a su misma facultad en Granada a pesar de que odiaba la medicina. El peor año de mi vida; tuve que ver cómo salía todos los días, cada fin de semana se la tiraba uno diferente... en fin, el amor se me pasó pronto, por suerte. Pero estaba de mierda hasta el cuello, ahora mi objetivo era ser médico, adiós a mi sueño de ser un diseñador de prestigio, adiós a la vida con que había soñado desde los cuatro años.

    Entonces Cristina notó que era yo el que necesitaba un poco de cariño. Puso sus brazos sobre mis hombros y nos quedamos mirando hacia el horizonte, esperando a Zipi y Zape. Y entonces, ella, me dijo muy bajito al oído: "recuerda que lo único que no tiene solución en esta vida es la muerte, tienes el resto de tu vida para satisfacer los sueños de aquel niño".

    Me quedé con ganas de preguntarle qué había pasado con aquel coche (el prototipo), pero preferí disfrutar del momento, ya tendría tiempo de hacerlo. En seguida llegaron aquellos dos, detrás de aquel Pegaso. Se bajó Giorgio del coche, estiró las piernas y dijo: "es el Golf más rápido que he probado, mi más sincera enhorabuena al artífice de tal obra maestra".

    Estuvimos cinco minutos en lo alto de aquel mirador, pero el tiempo se nos echaba encima, así que con la puesta de Sol, arrancamos el par de hierros y los dejamos con el motor encendido un par de minutos. Entonces Giorgio me pidió que si podía ser mi copiloto. "Por mí encantado" le dije, "pero eso implicaría dos cosas; la primera, que no podría ir acompañado de esta señorita, y la segunda, que tú no podrías probar este coche, lo cual también sería una pena. Así que, por los viejos tiempos, yo me voy en el Golf, y tú, agarra el volante de esa preciosidad antes de que me arrepienta".
    Apenas nos dio tiempo a mí y a Cristina a montarnos en el coche, cuando Giorgio salió con el RS literalmente zumbado. Este, como de costumbre, iba sin control de tracción, pero no levantó una mota de polvo o humo, las ruedas patinaron lo justo, y tuvo una aceleración que yo no había conseguido en un mes que llevaba con él. El suelo tembló, y casi parecía que por el sólo, había cambiado el sentido de giro de la tierra con tal aceleración, ni los Nissan GTR aceleraban así (por cierto, cuando fui a comprar el Gt3 a Madrid, estuve a un pelo de comprármelo, pero al final cambié cifras y comodidad, por pasión y sensaciones).

    El coche seguía acelerando; primera, segunda, tercera... la recta de medio kilómetro se le acabó en no más de 15 segundos, y la curva que le precedía no era precisamente abierta. Se iba a estrellar... cómo me arrepentí en ese momento de haberle prestado el coche a ese hombre que apenas conocía de unas horas. Comenzó a trazar la curva, y las ruedas chirriaban una barbaridad, ese sonido se escuchaba por todo el valle. Aquel superclase desapareció tras un talud que se había excavado expresamente para la construcción de la carretera.
    Ese sonido infernal proveniente de las ruedas pidiendo piedad seguía atronando mis oídos, yo sólo esperaba expectante el ruido de el coche chocando contra el quitamiedos. Pero no llegó, durante un segundo se paró, y volvió a sonar con aún más intensidad (era normal, pues había dos curvas enlazadas, y entre ellas, un pequeño tramo recto). Tras trazar las dos curvas, exprimió el boxer hasta el corte de tercera, pegó un petardazo que espantó hasta a los gorriones del árbol que teníamos al lado, y siguió exprimiendo cuarta. Pero de repente... levantó el pedal. No sé si se había cansado de correr o simplemente le había fallado algo al motor (normal con el estirón que le había dado). Nos montamos en el coche y fuimos a buscarlos.

    Tras pasar ese par de curvas, nos encontramos al GT3 con las luces de emergencia puestas. Me dio un vuelco el corazón: que le habría hecho... Pero al aproximarnos a él, salió de nuevo zumbado dejando una buena nube de humo y rápidamente alcanzó nuestra velocidad. En seguida empezó de nuevo a subir el ritmo, al Golf le faltaban marchas, y eso que el Porsche iba prácticamente a punta de gas. Cuando entramos a la carretera que subía al hospital, el pepino alemán empezó a moverse a ritmo de coche de Match 1; en tres curvas había desaparecido del horizonte. ¡Cómo conducía ese hombre! Desde luego, no era el aficionado medio que él proclamaba. En seguida llegaron al aparcamiento, a nosotros nos costó unos minutos más.

    Cuando llegamos allí, aparcamos al lado de ellos, y... me quedé algo sorprendido. Ambos estaban aún dentro del coche, con la cabeza agachada, como escondiéndose de algo... ¡Mierda! El BMW X3 de la directora estaba en la puerta y yo había sacado a dos pacientes del hospital sin autorización... se me iba a caer el pelo.
     
    Última modificación: 13/1/13
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  2. Carlosupercars

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    Capítulo 10



    - ¡Agáchate! ¡Corre! Por favor... Mierda, mierda, mierda... de esta no salgo.

    Cristina se metió rápidamente en el hueco que quedaba entre el asiento y el salpicadero. Yo disimulé, era una tontería esconderse, nos llevaba escuchando desde que entramos a Jaén, y con Giorgio yendo como si hubiera volcado la olla, el ruido en aquel valle se tenía que haber multiplicado por mil. Estaba guardando algo en el maletero del SUV, y tras cerrar el portón trasero, observé por el espejo retrovisor como se acercaba hacia nosotros. Entonces miré a la derecha, Paco me estaba haciendo gestos con las manos, cómo pidiéndome que saliera del coche.

    Yo le hice caso, y salí con la cabeza bien alta, como si fuera lo más normal del mundo estar a las 8 y media de la tarde en aquel rincón perdido de la mano de Dios, porque sí. Salí con la cabeza tan alta que me pegué un castañazo con el marco de la puerta. Todo el coche tembló, por un segundo temí haber dañado el chasis del coche (mi chasis estaba tocado fijo). Me puse las manos en la cabeza, y me agaché, retorciéndome de dolor. La directora, que se encontraba a unos 50 metros vino corriendo hacia mí. En ese momento en el que la mujer retiró la atención del 911, Paco aprovechó para cambiarse al lugar del conductor. Fue muy épico ver a este y su escaso metro sesenta saltar por encima de la palanca de cambios, el freno de mano y al enorme italiano, quien por cierto, se metió por detrás del asiento, enmarañándose entre los tubos de la jaula antivuelco. En cierto sentido, me recordaba a una prueba del Gran Prix que retransmitían unos 15 años antes por la 1, en la que el lobo de un equipo perseguía a la Caperucita del contrario, y ambos se metían por un lío de cuerdas del que difícilmente podían salir.

    El escándalo que se estaba formando en aquel coche era de otro mundo; por suerte, era bajito y tenía las suspensiones duras, por lo que apenas se meneó y no captó la atención de la bestia. Llegan a hacer aquello en una Picasso, y ya estarían con las ruedas para arriba. Cuando fui a darme cuenta, la directora se me había echado encima. Joder, estaba a punto de ver a Cristina, que estaba oculta al otro lado. Así que me hice el "longui" y cerré la puerta rápidamente, para dificultar su ángulo de visión:


    - ¡Madre mía! ¡Qué porrazo has dado! ¿Está bien?
    - Mmmm.... no -dije retorciéndome de dolor- he tenido momentos mejores.


    En ese momento se bajó Paco del Porsche, su escasa altura hacía que se viera ridículo incluso al lado de un coche tan bajo. Sudando como un cerdo y aún muy excitado por la situación, se llevó la mano a la frente, la empapó de sudor, y a continuación se la extendió a la directora:


    - ¡Hoooombre señora Martínez! ¿Cómo usted por aquí?
    - Papeleos... cosas de trabajo, ¿Y ustedes?
    - Nah! Dando una vuelta, que me he dejado el móvil en el almacén, y ya pues hemos "aprovechao"...
    - Perfecto muchachos, qué tengáis buenas noches.


    No sé porqué... pero tenía la sensación de que ella también escondía algo... nos había preguntado muy poco para lo que ella acostumbraba y, ¿Qué hacía allí a las 9 de la noche? Todo muy raro... desde luego.

    Una vez arrancó y se fue en su BMW, ayudamos a el par de elementos a bajar de los coche con cuidado de que no nos viera nadie, y nos fuimos para el almacén. Desde allí salía un pasadizo que conducía directamente a el sótano del hospital. Todo era muy tétrico y oscuro. El pasadizo era digno de una mina de carbón, y el sótano estaba lleno de órganos humanos metidos en tarros de cristal, como en conserva. Cristina se paró delante de un bote en el que había un feto de 6 o 7 meses... se quedó en shock. Así que Paco se dio la vuelta mientras que Giorgio y yo seguíamos hacia delante, la agarró de la mano y tiró de ella, para "desencajarla" de aquel sitio.

    Teníamos que subir por las escaleras de emergencia, nosotros subimos a toda prisa, eran las 9 menos 25, rezaba para que aún no hubiera llegado la enfermera con la cena a la 911. Paco y Cristina se quedaron rezagados. Giorgio fue el primero en entrar a la habitación, me llevaba sin aliento. Y cuando fui a cerrar la puerta de la misma, vi asomar a Ángela con el carrito de la comida. Cristina y Paco la vieron a tiempo y se quedaron esperando a que se fuera en el hueco de la escalera.

    Ojalá Ángela se pasara primero por otra habitación, y a Cristina le diera tiempo a entrar. Pero no, apenas pasaron 5 segundos cuando el pomo de la puerta empezó a girarse. Giorgio se sentó en el sillón de la ventana, y cogió una revista, como si llevara hojeándola toda la tarde. Yo tenía que pensar rápido, a ver dónde me iba a meter para que la enfermera no me descubriera... Vi la puerta del baño abierta y pensé: "pues ya está". Me metí en el aseo y cerré el cerrojo. Y entonces, Ángela aparcó su carrito en mitad de la habitación. Y la escuche comenzar a hablar con Giorgio:


    - Bueno, ¿Qué? ¿Se está adaptando bien a este nuevo hospital?
    - Sí señora, de momento va todo perfecto, gracias por preguntar.


    Y entonces, Ángela que era un cielo y amaba su profesión (tanto que con 68 años seguía resistiéndose jubilarse), hizo la pregunta que ninguno quería oír:


    - Bueno... ¿Y dónde está Cristina?
    - Pues... bueno... Cristina está...


    El italiano se había quedado en blanco, había que hacer algo. Así que, agarre el teléfono de la ducha, giré el grifo al máximo, y comencé a tararear poniendo la voz más aguda que pude:


    - Mmm... ya veo, está pegándose una ducha, ¿No?.
    - Sí, eso es, ducha. Es que no me acordaba de como se decía en Spagnolo.
    - No te preocupes, como tenga que hablarte yo en italiano... Bueno Cristina, aquí te dejo la comida, no tardes mucho que se te enfría, ¿Vale? - Dijo dirigiendo su voz hacia la puerta del baño.
    - Aaaahá - solté yo con mi sensual tono femenino.


    Y se fue de la habitación. Yo espere dentro del baño hasta que oí las voces de Paco y Cristina dentro de la misma. Y entonces ya salí yo del baño. Estábamos sofocadísimos... ¡Qué mal rato! Tanto Cristina como Paco, estaban jadeando, y yo a mayor ritmo que ellos. Había estado a punto de perder mi puesto de trabajo. Sin embargo, Giorgio, que era ya un perro viejo, estaba tan tranquilo, y ni siquiera estaba cansado como nosotros, ¡Estaba realmente en forma! De hecho, estaba hasta sonriendo y dijo: "hacía años que no me lo pasaba tan bien".

    Entonces Cristina entró en el baño, dijo que iba a ducharse, que estaba sudando de la tensión. Y Paco salió al pasillo, le estaba llamando Lucía; normal, hacía casi 3 horas que debería estar en casa. Y Giorgio y yo nos quedamos solos: era el momento de preguntarle quién era realmente.
    Así que, me senté en el sofá que había junto al sillón, y le dije a apenas 30 centímetros de sus oídos, muy, muy, bajo:


    - ¿Quién eres, cabrón?
    - ¿A qué te refieres?
    - A que no me creo tu historia de que sólo eres un aficionado al motor, no me lo creo. He visto como llevabas el Golf, y sobre todo, el Gt3. Ese coche tiene 400 caballos a las ruedas traseras, y los llevabas sin ningún control electrónico. Una cosa es que se te dé bien conducir y otra es que seas un rey del punta tacón y que tengas las manos de Colin Mcrae...
    - Mira, ¿Quieres que te cuente mi historia?
    - Pues sí, no estaría mal. Te conozco de hace apenas unas horas y me encantaría saber con quién va a compartir habitación Cristina, que le he cogido mucho cariño.
    Hice una pequeña pausa, porque vi una nota sobre la mesita de noche. Era de la madre de Cristina. Ponía que se había despertado y, al no ver allí a nadie, se había bajado para Jaén en autobús. Una vez termine de leerla, continuamos con la conversación:
    - Bueno, pues como ya sabes, nací en Italia, cerca de Módena, en una casita pequeña en mitad del campo. Crecí viendo la Migle Millia y los Ferrari de pruebas pasar por la puerta de casa. Me prometí a mi mismo que algún día, sería un gran piloto...

    - ¿Y lo conseguiste?
    - ¿Qué? No. Ojalá. A los 18 años conocí a un chico que trabajaba para Ferrari. Por las noches, nos colábamos en la fábrica y cogíamos multitud de piezas para nuestros coches. En no mucho tiempo, todos los coches, tanto el mío como los de mis colegas, llevaban carburaciones, frenos, escapes, bujías y otro multitud de piezas de Ferrari. Los fines de semana subíamos a las montañas a ajusticiar a los Mercedes de los turistas con nuestros Fiat 500. Pero un día cometí un error, a eso de las 9 de la mañana, me adelantó un Ferrari 330 GTC. Yo, como de costumbre, comencé a seguirle, me puse detrás de él a rebufo. Había momentos en los que rozábamos los 170 kilómetros por hora.

    - ¿Y por qué me cuentas esto?
    - Ahora lo entenderás, ten paciencia. Conseguí adelantarlo. Ese error me cerró las puertas al mundo de Ferrari. El coche lo llevaba ni más ni menos que el señor Enzo - al decir ese nombre, un escalofrío se apoderó de mi espalda-. Conocía cada coche y cada pieza a la perfección. No le hizo falta mucho tiempo para darse cuenta que aquel Fiat llevaba unas cuantas piezas de su fábrica. Empezó a tirar del hilo, y descubrió lo que estaba haciendo mi amigo, este fue llevado a juicio. Fue acusado de robo y espionaje industrial, y fue condenado a un año de cárcel. A mi... me prohibieron la entrada de por vida al recinto de la fábrica de Ferrari, y por supuesto, cualquier posibilidad que tenía, por mínima que fuera, de trabajar con ellos, se había hecho añicos en mil pedazos.

    - ¿Y qué pasó después?
    - Me olvidé del tema, y me trasladé a Cerdeña a trabajar en las minas. Y allí estuve cinco años trabajando de Sol a Sol a 400 metros de profundidad. Podían pasar semanas para ver la luz del día. Empezaba antes del amanecer, y terminaba anocheciendo. Pero un día recibí una llamada de mi amigo, el que trabajó para Ferrari. Me dijo que en el pueblo de al lado, Santa Agata, se estaba cociendo algo gordo..

    - ¿Santa Agata de Bologna? El pueblo de...
    - Calla hombre, no adelantes acontecimientos...
    - Está bien, pero tengo que decirte que vivías en el puto triángulo de las Bermudas de la pasión automovilística, la de leyendas que han nacido en esos pueblos, lo mismo que aquí, vamos... - dije en un tono que escondía cierto odio, el mismo que me motivó a irme bien lejos durante mucho tiempo, y que parecía haber olvidado con el paso de los años.
    - Cuando llegué a Módena, me estaba esperando al lado de la estación de autobuses mi amigo Bob, junto a un Fiat de los de entonces. Nos dimos un fuerte abrazo, en 5 años, yo había vuelto por el pueblo dos veces. Me condujo a Santa Agata, y cuando apenas quedaban tres kilómetros para llegar, nos adelanto una mancha roja a toda velocidad, esquivando un enorme camión cargado de paja que venía de frente. Yo dije: "¿Qué coño era eso?" A lo que él me respondió: "Eso, amigo mío, es un Miura, y se va comer con patatas a cualquier Ferrari que se le ponga por medio". Llegamos a una fábrica a las afueras del pueblo. En la puerta había muchos tractores, y aquella bestia de color rojo.
    De ella se bajó un tipo trajeado y con gafas para la vista. Se acercó a nosotros y le dijo a Bob: "¿Este es tu amigo?" Y este le respondió: "Pues sí, es él, señor Ferruccio" Me presenté y nos dijo qué tramaba, estaba muy cabreado con Enzo Ferrari (en algo coincidíamos con él)...
    Según sus propias palabras, quería acabar con ellos a cualquier precio, aunque le costara hipotecar su empresa de tractores. De momento yo no había visto nada como ese coche, y cuando digo nada, es nada. Esos neumáticos, esa línea, era una nave espacial con matrícula de pruebas.
    Nos dio las llaves de un Miura amarillo claro y un 400gt verde oscuro (era la primera vez que oía hablar de esa marca, y resulta que incluso tenía más de un modelo), y nos dijo que si les hacíamos 10000 kilómetros en dos semanas y los traíamos con los neumáticos "en los alambres" seríamos pilotos de prueba para la marca. Todo sonaba un poco a locura, pero yo hice dinero en mi estancia en Cerdeña, así que directamente metí la maleta en el maletero del 400gt y le dije a Bob: "Cuando tú quieras, yo ya tengo para el combustible"

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    Decidimos hacer un tour por Europa. Durante una semana apenas dormimos. Atravesamos los Alpes por el paso de Stelvio, nos dirigimos a la Alemania capitalista, habíamos oído hablar de un gran circuito cerca de Stuttgart, y allí que fuimos, viajando a todo lo que daban los coches por las Autobahn. Cuando llegamos a Nurburgring... qué decir de aquello... nada, absolutamente nada, se puede comparar con aquello.

    - ¿Estuvisté en Nurburgring? No me lo creo...
    - Sólo estuve aquella vez, y me prometí a mí mismo, bueno, también a Bob, que volveríamos. Y aquí estoy, a 2500 kilómetros del cielo, en fin, tiene que haber cambiado muchísimo. Por aquel entonces, allí sólo se acercaban las grandes marcas, como Porsche o Aston Martín, que tenían pequeñas naves cerca del circuito en la que ponían a punto a sus deportivos. Dimos cerca de 100 vueltas en dos días. Hasta que los neumáticos empezaron a pasar factura y decidimos seguir con el viaje, o nos quedaríamos allí tirados para los restos con las ruedas reventadas. La gente de allí flipaba con aquellos coches, eran elegantes como los Jaguar, los Mercedes o los Aston Martín, y más rápidos que los Porsche y los Ferrari. El Miura era la máquina perfecta, en el circuito se enganchaba como una lapa a los coches de Le Mans, que esos días testeaban por allí.
    De Alemania pasamos a Francia, recorrimos toda la costa oeste, desde el norte hasta llegar a los Pirineos. En esa zona el 400gt ganaba por paliza al Miura, esa más cómodo, más estable y mucho más elegante. Nos peleábamos por conducirlo. Atravesamos la gran cadena montañosa y nos dirigimos con cierta dificultad a Barcelona, el hielo y la nieve convirtieron el viaje en una odisea. En Barcelona, disfrutamos de la subida a Montserrat o la Arrabassada (aunque para esta tuvimos que hacer unos kilómetros extras). Y ya en Barcelona descubrimos el taller donde montaban los coches Pegaso, aunque ya sólo quedaban chasis que se quedaron sin montar y neumáticos amontonados. Era muy triste el panorama, un pedazo de historia del automóvil español quedó olvidado en la agenda de algún empresario soñador.

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    Nos dirigimos a Mónaco, lugar perfecto para ir con el 400gt y, a continuación, volvimos a el pueblo, no sin antes bordear por completo la bota. Llegamos a Santa Agata con una semana de antelación, con 10 mil kilómetros en el odómetro y las ruedas en las últimas. Tanto que mientras estábamos esperando a que saliera el señor Lamborghini, uno de los neumáticos del Miura reventó, no aguantó más la fatiga a la que había sido sometido. Ferruccio cumplió con su palabra, y nos convertimos en probadores de la marca. Nos dedicábamos a pasar el día haciendo kilómetros por las nacionales de la comarca, y de vez en cuando nos pasábamos por Módena o Maranello para ajusticiar a los "Rosso Corso". Les metíamos unas pasadas de campeonato, estábamos muy locos, pero ver a esas manchas rojas haciéndose más y más pequeñas por el retrovisor compensaba el jugarse el tipo...



    Entonces, Cristina salió del baño, y decidimos que era hora de dejarlo. Al día siguiente tendríamos la oportunidad de seguir hablando largo y tendido, pues aún quedaban muchas sombras en la vida del señor Giorgio, pero de momento, se había ganado mi confianza. Esa historia era digna de una novela, y yo era su lector aventajado.

    Mientras que bajaba detrás del Golf de Paco por aquella sinuosa carretera, le seguí dando vueltas a la historia. En muchos aspectos me recordaba a mí, solo que yo no había nacido en la cuna del renacimiento automovilístico, los Land Rover Serie III eran los únicos vehículos de culto y predilección por aquí. Pero bueno, uno no elige donde nacer...

    Lo único que sabía a ciencia cierta es que estaba muy cansado, el día había sido muy largo e intenso, y era hora de taparse de nuevo con las sábanas de algodón y ponerse el pijama de Rayo Mcqueen (eran mis costumbre y había que respetarlas).




    Capítulo 11




    El fin de semana llegó pronto. El Viernes seguí hablando con Giorgio de su vida, y bueno, la verdad que no tenía mucho más de interés. A los 2 meses de ser contratado por Lamborghini, su madre enfermó y tuvo que quedarse cuidando de ella. Cuando esta mejoró, medio año después, volvió por Santa Agata, pero era demasiado tarde: un mecánico de la fábrica, un tal Valentino, había ocupado su puesto. Tal y cómo vino la gloria, se fue.

    Volvió a Cerdeña, allí le volvieron a contratar en las minas. Conoció a una mujer y tuvo dos hijos con ella, un niño y una niña. Pasó el resto de su vida allí, hasta que se jubiló. Tenía planeado hacer un viaje en caravana por Europa tras su jubilación, junto a su mujer, y pasar de nuevo por los lugares que visitó con su amigo Bob Wallace. Pero esta murió de forma repentina, de un ataque al corazón. Sus hijos vivían ya fuera de Italia, así que en ese sitio sólo le quedaba el recuerdo. Decidió recorrer el sólo Europa. Cogió un vuelo directo a Málaga y se dirigió a Ronda, donde le comentaron que había un gran circuito. Y allí, en un coche de alquiler, lo encontró una pareja de alemanes inconsciente.

    A grandes rasgos esa era su vida, no hay mucho más que contar. Como ya he dicho, el fin de semana llegó pronto; pero ese no iba a ser un fin de semana más: le iba a dar un "bautismo" por todo lo alto a mi nueva máquina. Me enteré de que, un foro de internet, de los más importantes de España en lo que a cultura Racing se refería, organizaba unas tandas en el circuito de Ascari (a dónde quería llegar Giorgio, antes de que sus tumores casi lo sacaran de aquel coche con los pies por delante). En ese circuito crecí prácticamente yo, no había año que no me pasara para ver alguna tanda. Se juntaba "la crème de la crème": su cercanía con Marbella y las zonas más lujosas de España, su exclusividad, su enclave único y sus casi 6 kilómetros de trazado, hacían que yo lo considerara el Nurburgring español.


    Me hubiera encantado llevarme a Giorgio, pero después de lo que pasó el Jueves, no quería jugármela más. Paco y su familia también habían hecho planes, ahora que tenían coche, decidieron pasar el fin de semana en el pueblo de los abuelos. Así que ese Sábado, mi reloj sonó a eso de las cinco de la mañana, aunque yo llevaba despierto desde las 4, de hecho, no había conseguido pegar ojo. Llevaba más de una década yendo a ese circuito, pero nunca había entrado en él, ni siquiera de acompañante. Por lo que el nerviosismo era similar al que sentí la primera vez que fui con los chicos de JRC (Jaén Racing Club). Me eché un pequeño macuto con cuatro cosas, pues el Domingo también quería estar allí; pasaría la noche en cualquier hotelito de la zona.

    A las 6 menos cuarto, el 911 estaba ronroneando ya en el garaje. tras meter el macuto y un par de Redbulls en la nevera portátil, puse rumbo a Ronda.

    A esa horas de un Sábado apenas había coches por la autovía de Granada, algún León o Megane de los más rezagados que volvían de fiesta. Pero al llegar a Granada y coger dirección Málaga, el tráfico comenzó a ser más intenso. Y a 40 kilómetros del circuito me adelantó el Porsche 997 GT3 RS que no se perdía aquello ni un año, echándome luces. Supuse que iba para allá, así que aceleré un poco y me puse a su ritmo. Además íbamos ya con el tiempo un poco encima, a las 8 era el briefing. Esos kilómetros persiguiendo al hermano mayor de mi coche presagiaban que el día en el circuito iba a ser productivo. En cierto modo, me recordaba a esos vídeos de la Gumball, Carbon Black y demás carreras de ricos, aunque nosotros íbamos sin tanta pegatina hortera...

    Cuando llegamos a la entrada del circuito, la cola de tanderos era ya bastante importante. Allí había coches de todo tipo, pero con algo en común, todos eran muy bajitos. Desde mi coche podía distinguir que delante había un S2000 preparadísimo, un par de Nissan GTR, un alerón de lo que probablemente fuera otro Gt3, y sólo por la intensidad del rojo, un Ferrari, aunque no alcanzaba a ver de qué modelo se trataba. En fin, buen material, buen circuito, y la cartera con los ahorros del últimos mes lista a vaciarse para comprar gasolina y neumáticos.

    A la hora del briefing, algunos de los participantes en las tandas tenían ya el mono de competición puesto. Yo apenas traje unos guantes de cuero, una camisa blanca, unos vaqueros y mis gafas oscuras para soportar el abrasador día que estaba haciendo, no quería imaginar cómo estarían ellos con "eso" puesto. Nos explicaron unas cuantas normas básicas y repartieron las diferentes pegatinas, dependiendo de si habías pagado dos días, uno o media tanda, esta sería de color dorado, verde o azul. Coloqué con orgullo la pegatina dorada por el interior de la luna delantera, y aproveché para comprar una pegatina del circuito, pero esta se la pegaría cuando superara el fin de semana.

    A las 9 y media de la mañana, me dirigí a buscar el coche tras desayunar algo en el restaurante del circuito, y hablar un poco con el resto de participantes. A la mayoría se les notaba que estaban en una escala social por encima de la mía, aunque luego había pequeñas excepciones, como un par de chicos bastante jóvenes que vinieron con un Clio Rs y un Megane R26, estos llevaban su bocadillo de desayuno, se ahorraron los dos euros que costaba el café (que tampoco era moco de pavo). Allí aproveché para hablar con los tanderos más experimentados, estaba asustado al verlos a todos tan preparados. Estos me tranquilizaron bastante, si iban así vestidos era para fantasear un poco con su sueño frustrado de ser pilotos, o simplemente porque eran muy aficionados a ese mundo y le sacaban rendimiento a la equipación. Luego también encontré casos opuestos, como el de un chaval que venía en un GTR blanco y al igual que yo, venía con un casco y "lo puesto".

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    Encaré boxes con una buena cola de coches esperando a que el semáforo se pusiera en verde. Estaba muy nervioso, no sé si saldrían muy zumbados desde el principio, o si los que venían por detrás se iban a apegar mucho a mí. Los siete minutos que pasaron hasta que el semáforo dio la salida se hicieron eternos. Pero llegó el momento: delante de mí un Mini del que original sólo tenía la carrocería, llevaba un motor VTEC y una ráfaga de aire fuerte lo haría despegar. Salió muy agresivo, normal, era una máquina de circuito, o salía a tope, o se calaba.

    El mío era un poco más civilizado, así que solté embrague suavemente y empecé muy tranquilo... los kilómetros y los minutos iban pasando y las tres primeras vueltas todos íbamos muy despacio. Pero a partir de la vuelta cinco los más experimentados empezaron a coger ritmo, y empezaron a doblarme, y yo también empecé a adelantar a algunos. Digamos que estaba en la media de tiempos.
    Pero no estaba allí para hacer vueltas rápidas, era yo contra mi máquina, y mi máquina contra el cronómetro del salpicadero. Ese coche estaba diseñado para el circuito, cuantas más vueltas daba, más cómodo me sentía dentro de él, y más fino iba. Tras unas 15 vueltas, el calor y la fatiga empezaban a pasarle factura a algunos modelos, pero no al mío... los GTR que me pasaron zumbados en las primeras vueltas ahora llevaban los frenos calentitos, y mi 911 aún estaba calentándose. Tenía la sensación de que podría pegarme así tres días, que ese coche nunca me pediría piedad, era un coche de circuito con matrícula. Tras unas 25 vueltas, el GT3 con el que había llegado al circuito esa mañana, me pasó por segunda vez. Le aguanté el ritmo hasta que ambos paramos a repostar:

    - Joder tío, para ser tu primera vez... no se te da nada mal.
    - Sí bueno, supongo que tendrá algo que ver con que en Jaén tenemos muchas curvas y que este es mi único coche. Conozco sus límites.
    - Pues yo prácticamente entro cada finde en un circuito con este - dijo mientras se apoyaba en el alerón de su Porsche blanco - Podrías venirte conmigo, e ir haciendo manos...
    - Buff... ojalá, pero no hay presupuesto para tanto.
    - Como quieras, te dejo mi número y cuando quieras nos vamos de ruta por ahí. Yo soy de Almería, y Sierra Nevada no nos pilla muy lejos; podríamos quitarnos el mono algún día de estos jejeje.
    - Pues eso estaría muy bien, y es una opción un poco más económica.
    - Claro, y hablando de economía. Estoy planeando un viaje a Nurburgring para el mes que viene, antes de que llegue el Invierno. Algo baratito, rollo hostal y comida rápida. De momento no he encontrado a nadie que se quiera venir, pero si te lo piensas, tienes mi número...

    Me pegué todo el día en el circuito, de vez en cuando, al pasar por las curvas donde se aglutinaban los aficionados que habían ido de meros espectadores, hacía que el coche se fuera un poco de culo. Por el retrovisor, encima del alerón, podía ver a los chavales llevándose las manos a la cabeza. El sonido de los 6 cilindros horizontalmente dispuestos me obligaba a dar una vuelta tras otra, al final del día, yo fui con diferencia el que más vueltas había dado.

    Dos juegos de ruedas y cinco depósitos más tarde, estaba en el Paddock ya poniendo de nuevo los neumáticos de calle. Entonces se acercaron mi nuevo amigo Luis (el del Gt3) y un tal Santi (este tenía un 997 Turbo) y me invitaron a bajar a Puerto Banús a cenar en el restaurante de este último. Yo acepté encantado, la conexión que había entre todos los tanderos era muy emocionante, pero en especial la que se respiraba entre los dueños de los 911, rozaba lo astral.

    Salimos del circuito a eso de las 7 de la tarde, el Sol comenzaba a ponerse y yo tenía los oídos un poco atronados, era uno de los efectos secundarios de ser un adicto a los boxer. Marché el último en aquel pequeño comboy que formaban los tres 9-11. Busqué una emisora de radio decente, pero el circuito estaba un poco alejado de la mano de Dios, con lo que, como venía siendo habitual en el resto de la península, sólo logré sintonizar Radio Clásica. Bueno, aunque fuera por descansar un poco los oídos, todos metimos la sexta y elegimos el hilo musical más acorde a nosotros. En mi caso, esperaría a Ronda para buscar algo más decente.

    Ya con el atardecer, cogimos la carretera Ronda-San Pedro, una magnífica vía rodeada de pinos y que descendía hasta la altura del mar. Veinte kilómetros de puro orgasmo automotriz. Volví a buscar una emisora decente en la radio: Radio Málaga, Radio Marbella, Cadena Cien, Kiss Fm... y paré de buscar en un radio inglesa, o me estamparía contra el siguiente árbol. Ya la cambiaría en la siguiente recta, aunque no abundaban por allí. Y de repente, la interlocutora paró de hablar y empezaron a sonar unos tambores que me sonaban mucho... ¡Era Sky&Sand de Paul Kalbrenner!

    [ame="http://www.youtube.com/watch?v=1H5loYi6wVc&feature=colike"]Paul & Fritz Kalkbrenner - "Sky And Sand" (Official Video) - YouTube[/ame]

    Esa carretera, esa canción, esos coches y esa puesta de Sol iluminando las cumbres de las montañas...; era algo mágico. Y por si fuera poco, por el espejo retrovisor pude diferenciar unos leds. Al acercarse un poco distinguí que se trataba de uno de los "Godzilla" del circuito, un Spec-V del 2012. Trazábamos curva tras curva, recta tras recta. Los tres Porsche y el Nissan; no nos encontramos ni un sólo coche en toda la bajada. Las ruedas chirriaban y se mezclaban con el sonido de los tubos de escape bajo mínimos del motor. Petardazos, olor a cuero y gasolina, y esa música, esa jodida música.

    Llegamos enseguida a Puerto Banús; el conductor del GTR nos echó luces y sacó la mano por la ventanilla en señal de despedida, ya cerca de San Pedro. Al llegar a puerto, el tal Santi habló con el vigilante que se encargaba de la apertura de la barrera, y tras unos segundos de conversación, nos dejó pasar a los tres. Aparcamos los coches en la puerta del restaurante, y mientras cenábamos en la terraza, nos entreteníamos observando la reacción de la gente al ver al "trío calavera": niños emocionados, avistadores con Réflex sacando fotos de cada detalle de los coches, y padres tirando de los niños para que volvieran a moverse, con cierto gesto de envidia.

    Comimos como reyes, y Santi no nos quiso cobrar nada; mejor, porque una cena en ese sitio debía salir por un ojo de la cara. Era el momento de irse a la cama, Luis y yo salimos de ese sitio y nos fuimos al centro de Marbella, donde encontramos un pequeño hostal en un barrio bastante humilde. Aparcamos los Gt3 RS, padre e hijo, junto a una Scenic y un Laguna. Estábamos rendidos, así que no nos preocupamos demasiado de si ese era el lugar más adecuado para dejar a nuestros niños mimados. Pero bueno, al día siguiente debíamos levantarnos a las 7, y el reloj hacía un buen rato que había dado el toque de la media noche. Era el momento de descansar.



    Capítulo 12



    ¡Pipipí! ¡Pipipí! - El reloj me despertó puntual a las siete de la mañana. Me puse las zapatillas, abrí la persiana, y corrí la cortina. Al asomarme a la ventana me encontré con que Luis ya se había levantado, y estaba intentando limpiar su "pepinaco". Y digo intentando porque a su alrededor había como diez niños con sus respectivas bicis preguntándole mil cosas sobre los coches. Y es que no era muy normal ver dos de esos en un barrio así.

    Bajé para la recepción y me asomé a la puerta para invitar a Luis a que entrara a desayunar. Este aceptó, no sin antes decirle a los niños que había junto a él que los dejaba "al cuidado" de esas dos bellezas". Mientras desayunábamos, le saqué de nuevo el tema de Nurburgring:


    - He estado dándole vueltas a lo que me comentaste ayer... -dije mientras me llevaba a la boca una cuchara de leche con cereales.
    - Mmmm... ¿A qué exactamente? Hemos hablado de muchas cosas.
    - Pues a lo de ir al Ring...
    - Y... ¿Qué? ¿Te lo has pensado ya?
    - Pues sí y... todavía tengo 10 días de vacaciones de aquí a final de año... y ni una oportunidad más que perder.
    - ¿Eso significa que te apuntas?
    - Pues sí, y ya de paso practico alemán, que hace un siglo que no doy clases... ¿El viaje sería directo, ida y vuelta?
    - ¿Qué? No, ni de coña, no voy a hacerme 4000 kilómetros para ver a unos cuantos quemados de circuito y trazar cuatro curvas "con encanto". Me gustaría que siguiéramos una ruta un poco más turística. Nos podríamos ver, por ejemplo, en Despeñaperros, y el primer día hacer noche en Barcelona. El día siguiente lo invertiríamos en ver Niza, Mónaco y San Tropez.
    - Pues si que vamos a hacer kilómetros... sí.
    - Y tanto. El tercer día lo pasaríamos en el sur de Italia: Maranello, Módena, Santa Agata de Bologna... En fin, lo mismo tenemos que dedicarle dos días a esa zona, que ver las fábricas de Ferrari, Lamborghini y Pagani en un día es mucha tela.
    - Conozco a alguien a quien le gustaría mucho esa ruta... - dije con una mezcla de tristeza y nostalgia, Giorgio no volvería a ver la Tierra que lo vio nacer, al menos que ocurriera un milagro. Y esto era la puta vida real, no una peli de serie B ni la videncia que emiten de madrugada en la televisión.
    - Yo conozco a más de uno... Luego cruzaríamos a Suiza por el Paso de Stelvio, en el que yo al menos, bajaré y subiré un par de veces, sólo una se me haría corto. Y de ahí, tras hacer noche y blanquear todo el dinero que podamos - dijo mientras se reía - iremos a Sttutgart a visitar el lugar de nacimientos de nuestros ojitos derechos, el museo Porsche y, si sobra tiempo, el de Mercedes, que dicen que hay coche que los tienen "repes". Y luego... el gran momento... Nurburgring. Y allí nos pasaremos los días que haga falta; tres, cinco o diez, pero yo me bajo cuando note que me empieza a dar asco conducir, antes no.
    - Buff... !Para! Que estoy empezando a babear.
    - Pues nada, vete haciendo a la idea, que el día 10 de Noviembre, salga el Sol por donde salga, cogeremos nuestros coches y nuestros complejo de culpa por los que se quedan trabajando, y nos iremos "pa´l" Norte.


    Salimos de aquel acogedor hostal a eso de las 7 y media. Y para nuestra sorpresa, aún quedaba allí un niño con su bicicleta (era rarísimo ver a tanto chiquillo a esas horas de la mañana un Domingo). Al acercarnos nos dijo: "¿Habéis visto? No me he movido de aquí en todo el rato, y los coches están perfectos, no he dejado que se acerque nadie". Luis le soltó un "Pues muy bien..." y arrancó su Gt3. Yo tenía pensado hacer lo mismo, pero cuando le di una palmadita en la espalda y las gracias, no pude evitar ver en los ojos de aquel chaval que apenas superaba la decena de años, a mí cuando aún tenía ilusiones por algo. Se notaba que aquello le gustaba, apenas me mantenía la mirada, sus ojos se iban directamente hacia los coches, de forma involuntaria.

    Así que le dije a Luis que tirara para el circuito sin mí, mandé al chaval a que dejara la bici en su portal, y nos fuimos a dar una vuelta. Al pasar por un parque cercano, nos encontramos al resto de amigos que iban con él, me paré a su lado y el chico bajó la ventanilla y les dijo: "¿Veis cómo os tendríais que haber esperado?". Volvió a cerrar la ventanilla y salí de allí por una calle muy estrecha a toda leche, sólo para ver qué cara se les había quedado por el retrovisor. El chico llevaba una cara muy parecida a la mía la primera vez que ví un Enzo, que monté en un Mercedes SLS o que un familiar me dejó su Ford Mustang GT.

    Le di una vuelta por toda Marbella, e incluso salí a la autovía. Era primera hora, y apenas había coches, así que entré por el carril de aceleración y empecé a estirar marchas hasta cuarta. No paraba de reírse de una forma nerviosa y cada vez que pegaba un acelerón, se agarraba a todo lo que pillaba. Estuve casi una hora dándole vueltas por un sitio que apenas conocía, de hecho, era él el que me iba indicando por donde tirar. Incluso tuvimos un pequeño pique con un Aston DBS, aunque nada importante. Volvimos al barrio y le dejé en la puerta de su casa después de que me diera las gracias como mil veces. Yo le dije "Chico, haz las cosas de forma desinteresada (aunque no dejes que se aprovechen de ti) y algún día podrás tener, no uno, sino tres Porsche. Y todos nuevos, no como el cacharro este. Y gracias a ti por cuidarme el coche, aunque sé que te gustaba más el otro... jejeje".


    Tomé rumbo a Ascari y subí por la misma carretera por la que el día anterior bajamos. Encontré en la guantera un CD (si, un CD, y no estaba aún fosilizado, tuve suerte) y lo metí en el equipo que venía de serie. Lo grabé cuando me compré el GTI, que por suerte, no traía la radio de serie, pues los discos de esta eran "de cinta" (notesé el tono de cateto en esta última frase) . Comenzaron a sonar canciones, y un grupo de motorista domingueros se me unió. Así, escoltado por los Ángeles del Infierno malagueños y con College de banda sonora, llegué al circuito en un visto y no visto, cuando todos los tanderos llevaban allí una hora.

    [ame="http://www.youtube.com/watch?v=-DSVDcw6iW8&feature=colike"]College & Electric Youth - A Real Hero (Drive Original Movie Soundtrack) - YouTube[/ame]

    Antes de nada, me acerqué a ver la tabla de tiempos del día anterior y lo que llevaban de ese día. Había hecho el tercer mejor tiempo... solo había sido superado por el Nissan blanco de aquel tipo y, en primera posición, dos segundo por delante, el Gt3 de Luis. Bueno, me parecía a mí que había que hacer algo al respecto... o esos dos se iban a estar riendo de mi lo que quedaba de día. Tomé un Capucchino rápido, me puse el casco y encaré la recta de boxes. Salí muy tranquilo, y empecé a hacer zig-zag para calentar neumáticos, pero siempre muy atento al espejo, no quería penetrar en la trayectoria de nadie.

    Tras unos 10 kilómetros, me pasó a unos 250 por hora en la recta de meta el GTR. Iba claramente en su par de vueltas rápidas (entraba a pista, calentaba, iba a fuego unos 10 minutos, se le calentaban los frenos, y para boxes). Metí cuarta, llegué a la frenada de meta a 200 y frené medio segundo más tarde que el Nissan. Me pegué a su culo y empecé a repasar los números de su matrícula e incluso los de su portamatrículas. El concesionario de este era de Córdoba, la verdad que fue una sorpresa, me esperaba un Madrid, Málaga o Sevilla, pero no sabía que por Córdoba hubiera uno de esos. Traté de pegarme a él lo más posible, los 530 caballos de este hacían que en las rectas se despegara muchísimo.

    Pero en las curvas, el ballenato, por muy buena suspensión, tecnología, y reparto de pesos que tuviera, no tenía mucho que hacer contra mi coche de carreras con matrícula. ¡Dios! ¡Qué bien andaba ese coche! con sus dos toneladas se movía mejor que la mayoría de Porsche, Ferrari y Mercedes. Traté de aguantar el empuje las dos primeras vueltas, y cuando este empezó a fallar en las frenadas, le di una pasada de las que se recordarían por aquellas zonas: En la antepenúltima curva nos encontramos un Clio Rs en mitad de la trazada, él busco la trazada más correcta por la izquierda de este (la curva era a derechas) y yo me arriesgué y metí pedal a fondo por la derecha. Apuré al máximo la frenada y me tiré a lo bestia hacia el interior de la curva. O le había pasado, o mis airbags de cortina iban a comprobar su funcionamiento en breve. Pero no, afortunadamente ya tenía a Godzilla a rebufo, y eso me había otorgado unas décimas extras para conseguir mejorar mi marca. Mi último contrincante dejó de correr en cuanto pasó por la línea de meta, esa era su última vuelta rápida, y yo lo había superado.

    Pasé lo que quedaba de día disfrutando de la conducción, simple y llanamente eso. Bajé las ventanillas y sentía el aire frenando el coche a 2-40 y pasando de delante a atrás, hundiendo el tren trasero contra el asfalto con ayuda de aquel pedazo de alerón-barra de bar. Deje por imposible batir el tiempo de Luis, iba como un rayo, desde las 9 de la mañana hasta las 6 de la tarde. La diferencia de tiempo entre su peor y mejor vuelta no variaba ni un segundo, jugaba a otra liga. Además, llevaba una evolución de mi coche, 7 años de desarrollo e innovación daban para mucho.

    Al final del día, recogí las cuatro cosas que había dejado en las taquillas del circuito y comencé a despedirme de la gente. Me acerqué al chico del GTR y le dije:

    - ¿Qué? Al final tercero... ¿No? Jejeje. He visto tú portamatrículas, ¿Eres de Córdoba?
    - Pues sí, de cerquita de Córdoba... Y tú de Jaén ¿Verdad?
    - Sí, ahora nos queda un buen tironcejo hasta la tierra del calor... precioso el GTR, que barbaridad de interior, y tiene pinta de ser cómodo, estuve a un pelo de comprarlo; me echó para atrás el precio, se me iba de presupuesto.
    - Bueno, la verdad que como coche nuevo, tiene la mejor relación calidad-precio, ni un Dacia Logan te da tanto por tan poco -dijo muy serio, se notaba que estaba enamorado de ese coche - Pero tu coche es precioso, más que el mío, y más pasional. ¿Te gustaría llevarlo hasta que lleguemos a El Carpio? Y así cato yo un Gt3... que aún no he probado ninguno.

    No me lo podía creer, alguien a quien no conocía de nada y con un coche de 100 mil euros que apenas estaba en el rodaje, me estaba ofreciendo un viaje de casi 100 kilómetros. Era bastante más cómodo que el mío, y la verdad, que a esas horas de la tarde, y tras dos días cogido el volante... las horas de las sensaciones habían acabado:

    - Buah tío, me encantaría... ese coche tiene que ser poco menos que una nave.
    - Pues tome las llaves, señor capitán - dijo mientras me extendía su mano con las llaves del coche y un llavero en el que ponía: I like to eat fried Ferrari for breakfast, lunch on Lamborghini and dinner on Porsche.
    - Pero yo también necesito un coche...
    - Ostras tío, perdona - dije mientras le daba las llaves del Porsche-. Por cierto, ¿Cuál es tú nombre? Yo soy Carlos.
    - Jose, Jose Antonio. ¡Qué disfrutes del viaje! Yo desde luego sí lo haré.

    Me despedí de Luis y quedamos en vernos de nuevo en menos de un mes, me introduje en el GTR e inserté la llave en la ranura. Una voz de mujer me dio la bienvenida, y yo coloqué el montón de parámetros en el modo "comfort", para ir tranquilito. Salimos del circuito, el delante mía.


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    Yo estaba flipando con el interior de ese coche, el cuero rojo, las pantalla central con el GPS y el mapa motor... Buff, impresionante. Y ese sonido a "motor" que tenía era imnótico. Si no le pisabas, parecía que ibas en un Passat, pero como dijeras de acelerar, despertaba un segundo corazón del coche, parecía que en el infierno era día de puertas abiertas. Te pedía que siguieras acelerándole, marcha tras marcha, y kilómetro tras kilómetros. Pero tenía que tener en cuenta que delante iba José Antonio con mi GT3, y directamente, me lo comía con patatas, la inscripción del llavero llevaba razón, jugaba a otra liga.

    Al ritmo al que circulábamos no tardamos mucho en llegar a El Carpio, y llegó el momento de cambiar de nuevo las tornas. El tiempo del climatizador, el sonido envolvente y el cambio de levas se había acabado. Por primera vez, no era mi coche el mejor en 50 kilómetros a la redonda; pero era mi coche. Le di las gracias aún con una sonrisa en la boca, y quedamos en que aquella no sería la última vez que nos veríamos.

    Volví a la soledad de mí coche, y volví al mundo real: los coches de ensueño, el lujo y la velocidad se habían acabado. Mañana volvía a ser Lunes, y recordé que había unos cuantos amigos a los que no veía desde hacía un par de días. Al llegar a Jaén, decidí desviarme y hacerle una visitilla al par de "comparecientes" de El Neveral. Subí una vez más esa carretera serpeante, con la sensación de no haber pasado por allí en años. Esos dos días habían sido muy intensos, ojalá existieran más allá de mi imaginación...

    Subí a la planta séptima, aquella vez por el ascensor, estaba molido. Llamé a la 911 y me encontré con que Giorgio y Cristina habían juntado las camas, y tenían un arsenal de fotos sobre estas. Ambos las compartían con el otro. El italiano tenía fotos de Italia (de Cerdeña y de Módena), y ella de sus proyectos de universidad y de su estancia en Australia. Al verme entrar me dio un fuerte abrazo, y Giorgio me estrechó la mano. Les traje unas flores que había cogido en el Jardín (ya que Paco no estaba, qué menos que les subiera yo un ramito) . Él le estaba contando su visita a la fábrica de Pegaso, era increíble, hacía casi 50 años de aquello, pero recordaba muchos detalles.
    Tras unos minutos con ellos, decidí irme para casa.

    Cuando llegué al parking, allí estaba de nuevo el BMW de la directora. ¿Qué coño hacía allí su coche un Domingo a las 8 de la tarde? Estaba muy cansado, pero estaba dispuesto a averiguarlo...




    Capítulo 13

    Contuve la respiración por un segundo, estaba perdido, no sabía qué hacer. Quizás no debía meterme en esos asuntos... sí, era lo mejor. Me iría para casa, me daría una ducha y me olvidaría del tema. Pero entonces pasó algo que me dejaría aún mas impactado: escuché un ruido en el almacén, y el candado de la puerta del sótano abriéndose. En teoría esa puerta no la usaba nadie, de hecho, sólo Paco conocía de su existencia (que yo supiera), pero alguien la había abierto.

    Fui hacia la parte trasera del hospital, con cuidado de que no me escuchara nadie. Me acerqué a la puerta del almacén, y me escondí detrás de un seto, pues había una Citröen Berlingo con las puertas abiertas junto a esta. Estaban descargando algo dentro. Tras unos segundos, salió un hombre con camisa de cuadros y pantalones de pana, junto con la directora. Este cargaba y descargaba cajas mientras que la directora discutía con él con los brazos cruzados:


    - ¿Pero cómo que esta semana sólo has traído 25 litros? ¿Estás loco?
    - Lo siento señora, pero el jefe está sospechando algo.
    - La semana pasada me trajiste al mitad de lo que te pedí, ¿Y esta semana me traes 25 litros? La mayoría de pacientes están mejor que nunca, me voy a ver obligada a dar el alta a más de uno de la séptima. ¡Qué me van a bajar las subvenciones! Ahora mismo vas a ir y me vas a traer otros 50 litros mínimo, y si puede ser trae las bolsas con las pegatinas de suero fisiológico puestas, me voy a tener que pegar toda la mañana poniéndole las pegatinas a estas...


    ¿De qué cojones estaba hablando la directora? ¿Qué era el royo ese de las bolsas con aquel líquido transparente? Era igual que el suero que le poníamos a los pacientes... pero con otro nombre. Tenía que averiguar de qué se trataba, pero desde luego no estaba traficando con zumo de fresa.

    Volví al coche y esperé pacientemente a que saliera de allí la furgoneta. Tras esta, salió de nuevo la directora, se acercó a su coche y cogió una caja de zapatos pequeña. Se acercó de nuevo al almacén, cerró la puerta del sótano y volvió a su coche. Arrancó y tiró para Jaén. Era el momento de acercarme allí a mirar qué cojones contenían esas cajas. Llamé a Paco, pues yo no sabía de dónde sacar unas llaves para esa puerta. Tras preguntarme para qué las quería, y contarle todo el tinglado, decidió subir el mismo a traerme las llaves; aún no había llegado del pueblo, pero le quedaba un cuarto de hora.
    Para pasar el rato hasta que llegara Paco, busqué algo de interés en la guantera, y encontré una revista en la que hacían una comparativa entre "Track day cars". Al sacarla, se cayó el estuche con los dos anillos de compromiso... ¡Mierda! Aún no los había devuelto. Cogí el bolígrafo que guardaba en la puerta y me apunté en la palma de la mano "anillo", para que no se me olvidara dárselo a Cristina o a su madre al día siguiente.

    Cuando estaba comenzando a leer la parte del Ferrari 430 Scuderia, escuché el sonido a admisión por el final del aparcamiento. Paco ya había llegado, y el Golf estaba más bajado de lo normal, claro, iba cargadito hasta los tranques, también venía la familia con él. Saludé a mujer e hijos, y Manuel, como de costumbre, estaba flipando con mi coche. Tras cinco minutos dándole vueltas, Paco le pidió a Lucía que se llevara a los niños a la 911, que él y yo teníamos que arreglar unas "cosillas".

    Nos acercamos a la puerta de atrás, Paco sacó un manojo de llaves; tras medio minuto leyendo lo que ponía en cada una de ellas, encontró la del almacén. Abrió la puerta y no encontramos nada:


    - Carlos, aquí todo está como siempre, no veo nada fuera de lo normal...
    - No creo que hayan guardado nada de interés, saben que tu pasas muchos horas en esta sitio, pero lo que no saben es que conoces donde va aquella puerta - dije mientras señalaba hacia la puerta del pasadizo que conducía al sótano, era de color negro, muy pesada y precedía a un arco en forma de bóveda.
    - Está bien, miremos allí - se acercó a un armario que había en una esquina, dentro de un cajoncito, junto a un montón de herramientas bien ordenadas, sacó aquella llave proveniente de otro siglo.


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    Fue hacia la puerta, y tras forcejear un poco con ella, consiguió abrirla, no con pocas complicaciones... Avanzamos a lo largo del pasillo, y al llegar al otro lado, nos encontramos con que había otra puerta, también cerrada:

    - ¡Joder! No podemos entrar. Sólo la directora tiene llave de la puerta principal del sótano, y esta está cerrada a cal y canto. La muy perra la habrá cerrado esta misma tarde...
    - Espera, no te rindas tan pronto muchacho, voy a por una cosa, dame un minuto.

    Aquello estaba muy oscuro, saqué mi viejo Nokia y comencé a iluminar la oscuridad. Lo pasé antes de nada por la cerradura. Era otra puerta antigua, haría falta como antes una de esas enormes llaves... pero Paco trajo un martillo y un destornillador plano. Dijo: "ilumíname" y metió el destornillador por el hueco de la puerta, le pegó un golpe seco con el martillo, y la puerta se abrió. Entonces dijo: "El que vale, vale, y el que no, para la facultad de medicina".

    De nuevo, gracias al manitas de Paco, habíamos entrado en aquel tétrico lugar, todo lleno de telarañas, de órganos en botes de cristal, y de fotos de personas con deformidades en blanco y negro. En aquellos cajones debía haber documentos escabrosos, y los tenían allí, olvidados, desde principios de siglo XX. Querían cerrarlo para el 2020, así que en cuanto eso ocurriera, cogería mi linterna e iría a investigar aquellos informes dejados de la mano de Dios.

    Pero no habíamos llegado hasta allí para eso. Busqué con la mirada por toda la sala, tratando de encontrar aquellas cajas con el símbolo de una importante empresa farmacéutica. Tras dar un par de vueltas por la habitación, encontré la caja de zapatos que había sacado anteriormente de su SUV. La abrí, y dentro había multitud de pegatinas como las que llevaban las bolsas de suero de las habitaciones. Pero... ¿Las bolsas no venían con las pegatinas puestas de fábrica? ¿Qué estaba pasando allí? Pronto lo sabría...

    La caja de zapatos estaba dentro de uno de los fregaderos que hace unas décadas había formado parte de los laboratorios de ese hospital. Comencé a darle vuelta a aquel sótano, pero nada de nada, no aparecían las cajas por ninguna parte. Cuando estaba a punto de cesar en mi búsqueda, Paco me dijo:

    - ¡Mira Carlos! ¿Son estas las cajas que buscabas? - dijo señalando al interior de un armario que acababa de forzar con su destornillador y martillo...
    - Joder, sí... esa es la mierda que llevo 20 minutos buscando.
    - Pero... ¿Cuántas cajas hay aquí?
    - No sé, pero que yo sepa los sueros no los reparten los Domingos por la tarde...

    En el armario había como 10 cajas, las superiores estaban abiertas, como a medio gastar. Observé que, había muchas bolsas, algunas de ellas tenían la pegatina de Suero Fisiológico superpuesta sobre otra. Al retirar esta pegatina, encontré que ese líquido no era suero, según la pegatina de debajo, se trataba de Amatoxina 10 mg. No sabía muy bien de qué era, hacía años que no salía del paracetamol y los antidepresivos, pero en cualquiera caso era algo muy fuerte, pues su composición era un 99,99 % suero y un 0,01% Amatoxina. Seguí mirando en las cajas, todas estaban hasta arriba de bolsas llenas de esa cosa.

    Estuve dando una última vuelta, tratando de encontrar alguna cosa más de interés en ese sitio, y vaya si lo encontré... dentro de uno de aquellos fregaderos, había cientos, quizás miles de bolsas de suero "de verdad". Todas estaban vacías y parecía que habían sido pinchadas adrede para que se vaciaran y se perdiera todo lo que llevara dentro por aquellas tuberías. Contuve la respiración por un segundo, supe que algo andaba terriblemente mal, no sé por qué razón, ni con qué propósito, pero los pacientes de El Neveral llevaban tiempo sin recibir suero en las venas. Había algunas bolsas que databan de principios de 2011, cuando yo apenas llevaba un par de años por allí.

    Salimos asqueados de ese lugar, Paco igual que yo cuando le expliqué la situación. Pero cuando estábamos a mitad del túnel, escuchamos el sonido de un motor HDI parado frente a la puerta. La Citröen Berlingo había vuelto. Así que no tuvimos más opción que volver para adentro. Con las prisas, al entrar de nuevo a aquel lúgubre lugar, Paco le dio a uno de los botes de cristal que había en las estanterías, y este cayó al suelo. Por suerte, era el único bote que no tenía nada extraño dentro, sólo Alcohol, con lo que nos ahorramos la desagradable escena de ver a alguno de esos viejos órganos humanos desparramado por el suelo.

    Al escuchar el ruido, aquel hombre gordo que estaba con la directora hacía un rato, entró a toda prisa con la linterna. Nosotros nos escondimos en los muebles de debajo de los fregaderos, y cerramos las puertas a cal y canto. Justo antes de entrar este en la habitación con su enorme barriga cervecera moviéndose hacia arriba y hacia abajo, vi pasar un gato romano de color gris, creí que nos habíamos librado, se creería que el gato había tirado el tarro (este seguramente había entrado a la sala por una de las pequeñas ventanas que había en lo más alto del techo, típica de los semisótanos, y después no habría conseguido salir).

    Al pasar el gato asustado por el lado de ese "gañan", le pegó una patada que lo mando a 5 o 6 metros de distancia. El gato soltó un quejido de dolor y salió de nuevo corriendo hacia la puerta, ya cojeando. Al pasar de nuevo por el lado del hombre, este le propinó otra patada, aún más fuerte que la anterior. Paco no pudo contenerse, e intentó salir a arrearle a aquel desgraciado. Pero yo lo agarré de la camiseta, e impedí que saliera. Si lo hubiera hecho, habría dado al traste con toda la información que habíamos recapitulado.
    Después de ese incidente, este ciudadano ejemplar se dirigió hacia el armario donde guardaban las cajas, y puso tres más mientras decía: "Me cago en Dios, en los putos gatos y en la madre que parió a la malnacida de la directora, hacerme subir de nuevo para esta mierda...". Mientras tanto, el gato aprovechó para escapar, a duras penas, mientras dejaba un rastro de sangre a su paso. No llegaría muy lejos en ese estado.

    Tras dejar las cajas, cerró a cal y canto las tres puertas (Sótano, pasadizo y almacén). Supongo que no se había percatado de que estaban abiertas, o bien había pensado que se las había dejado así la directora. Ahora estábamos jodidos, Paco sabía abrir las puertas por fuera sin dañarlas, pero no por dentro, no era ese su oficio.

    Así que, viendo la encrucijada en la que nos habíamos metido, decidimos salir por la puerta principal del sótano. Nos pusimos a buscar una llave de esta por toda la habitación. Al final encontramos una en una bata blanca que había colgada en un perchero. La puerta daba a una escalera metálica que conectaba con la planta baja. Salimos a una sala de mantenimiento, y de ahí, a la zona de recepción. Lo bueno de ser Domingo, es que no había ni Dios por los pasillos, así que no tuvimos que darle explicaciones a nadie hasta llegar a la 911:

    - ¿Dónde habéis estado? - dijo Lucía con cierto tono de preocupación.
    - Haciéndole unas cosillas a la cortacésped... -dijo Paco, en un tono no muy creíble.
    - Sí claro, y yo soy Teresa de Calcuta -dijo Cristina.

    En ese momento, observé que lo único a lo que estaba conectado esta era a ese "seudosuero". Me acerqué a la bolsa, para confirmar que se trataba de una de esas con la doble pegatina. Se la quité rápidamente de su vía, no sabía muy bien qué era, pero desde luego, no era suero, y eso era lo único que necesitaba ella.

    Busqué en el armario, donde las enfermeras tenían la costumbre de guardar un par de bolsas de repuesto, para no tener que bajar al almacén por las noches cuando estaban de guardia para cambiárselo. Efectivamente, había tres de ellas, comprobé que no tenían la doble pegatina, y se la cambié. Comprobé también la de Giorgio, pero esta era suero "de verdad". Ambos me preguntaron por qué le había cambiado la bolsa sin estar apenas medio vacía, yo simplemente les dije que había salido una partida de bolsas defectuosas, y que el suero era demasiado diluido y que, por su seguridad, era mejor cambiárselos.

    No quería alarmarlos de momento, pero tampoco quería dejar el tema en el olvido. De mi mente no salía el nombre de Amatoxina. Así que decidí salir de allí cuanto antes, por lo que me despedí de Cristina y Giorgio, y bajé junto a Paco y familia al parking. Pero cuando estaba casi llegando al coche, me di cuenta de que el hospital estaba completamente sólo, eran casi las 10 de la noche, y apenas había una enfermera por planta. Así que le dije a la familia: "Buff, madre mía, que apretón me ha dado, me estoy derritiendo por dentro (la cara que pusieron mujer e hijos fue indescriptible, mientras que Paco se descojonaba), nos vemos mañana familia" y entré de nuevo en el hospital con la mano en la tripa.

    Una vez me perdieron de vista, volví a mi forma de andar habitual, y me dirigí directamente al sótano, pero me crucé con una enfermera; así que hice como si estuviera comprando un café de la máquina. Y justo ese día, se tiene que poner a hablar conmigo:

    - Hola, Doctor Ávalos, ¿Cómo usted por aquí a estas horas?
    - Pues ya ves, que me ha tocado guardia... -dije soltando la primera excusa que se me vino a la cabeza.
    - Que raro, si no aparece en el cuadrante...
    - Ya, es que estoy haciendo una sustitución de última hora.
    - ¿Y eso? ¿Quién no ha podido venir?
    - Pues Jo... José - solté diciendo el nombre más común que se me vino a la mente.
    - Pero... ¿Qué José? ¿Martínez, Hidalgo o Muñoz?
    - Pues... -joder, me estaba acordando de toda la descendencia de la enfermera cotilla- Martínez.
    - Ah, pues menos mal, porque Hidalgo esté de vacaciones y Muñoz ha pedido traslado. Pues nada, que vaya bien la noche, no le entretengo más.
    - Gracias, la verdad que tengo bastante faena.

    Y ya cuando seguimos cada uno para su camino, esta se giró y dijo:

    - Carlos, el ascensor está para el otro lado...
    - Uy, es verdad, vaya cabeza tengo... - Y me tocó subir al séptimo piso, y volver a bajar, para que la señora no sospechara nada.

    Ya en la puerta del sótano, entré con facilidad gracias a la llave que había cogido anteriormente. Cuando entré, lo primero que me encontré fue al pobre gato sangrando por la nariz; traté de cogerlo, pero este salió despavorido por la ventana que estaba entre abierta. Así que ya con más calma, empecé a buscar de nuevo por todos los cajones. Había de todo: publicidad de medicamentos, informes de la posguerra, y... entre todo el papeleo, encontré una carpeta con papeles escritos a mano por la directora (reconocía su letra de la cantidad de reclamaciones que me puso los dos primeros años que estuve trabajando en ese hospital).

    No quise mirar lo que había dentro, no tenía tiempo que perder allí, cualquier enfermera cotilla podría joderme la cosa. Así que me metí la carpeta por dentro del pantalón, y salí por la misa ventana por la que salió el gato, aunque a mí me costó un poco más; lo hice por tal de no volverme a encontrar con la enfermera.

    Al llegar al parking, localicé mi coche entre los demás utilitarios que había allí, y saqué las llaves del bolsillo con la intención de irme. Cuando estaba ya poniendo el contacto, escuché un "Miaaau" proveniente de la parte de atrás. Parecía como si estuviera llorando, así que salí a ver qué pasaba. Me encontré otra vez a ese pequeño gato romano, apenas era una cría. Estaba colocado debajo del silenciador de mi coche (y del resto del motor) que, a pesar de llevar casi dos horas parado, seguía caliente, pues le había metido una tralla de campeonato ese día. El pobre estaba con la cabeza apoyada sobre un diminuto charco de sangre que provenía de su nariz, de la cual seguía brotando mas líquido rojizo, muy reseco, con lo que prácticamente, tenía la cabeza pegada al suelo por ese improvisado "pegamento".

    No podía dejarlo allí, o no dormiría en lo que quedaba de mes, al fin y al cabo, le habían dado una paliza por mi culpa. Así que lo cogí con sumo cuidado, para no hacerle más daño del que ya le había hecho ese animal, y lo puse sobre el asiento del copiloto. Guardé la carpeta en la guantera y comprobé los daños que tenía. No podía apoyar una patita, con lo que supuse que la tenía rota o lesionada. Y aparentemente, aparte de la nariz, esas eran todas las heridas superficiales que tenía.

    Arranqué el coche, puse la calefacción, y apunte todas las salidas de aire hacia él. Dejó de maullar y se acorrucó en el fondo del asiento, como condolido. En ese momento, salió la enfermera que me había cruzado en la planta baja unos minutos antes, y vino hacia mí diciendo "Pero señor Carlos, ¿Usted no tendría que estar trabajando?". Yo metí marcha atrás, y salí de allí a toda leche, con el brazo izquierdo sacado por la ventanilla y dedicándole una simpática peineta. ¿Que sí tenía que estar trabajando? Pues no señora... ¿Y usted qué? Que está más atenta a lo que pasa fuera que a lo que pasa dentro, no te jode con la mujer...

    Total, que bajé hacia casa. Durante todo el camino el pequeño felino se estuvo lamiendo las heridas de nariz y boca y se lavó las manchas de sangre. Al llegar a casa lo primero que hice fue prepararle un plato de leche y sacarle una lata de atún. Se las puse junto a mi silla del ordenador, he inmediatamente después de comer, se quedó frito el pobre.

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    Así que comencé a buscar información en Internet sobre la Amatoxina. Esto fue lo que encontré en el primer resultado que me salió: "Está entre los 10 venenos más mortíferos del mundo: destruye tus riñones e hígado en cuestión de días de forma dolorosísima, y estás consciente durante la mayor parte del proceso, hasta que entras en un coma y mueres".

    ¿Pero qué cojones? Se me cayó la bolsa de Doritos que tenía entre manos al suelo, y casi temblando, abrí la carpeta-diario de la directora. Tenía que conocer la oscura razón por la que esa señora(si la podía llamar así) mataba poco a poco a sus pacientes. En ese momento entendí por qué decían que quien entraba en El Neveral, no volvía a salir. Y es que... aquello, más que un sanatorio, era un tanatorio.



    Capítulo 14



    Me sentía asqueado, tenía ganas de vomitar, ¿Cuántas muertes había causado esa mujer? Y yo... ¿Me considerarían un cómplice de todo aquello? Estaba asustado, confuso y muy pero que muy preocupado, en aquel hospital no sólo tenía pacientes, tenía amigos, tenía familia.

    Me decidí a abrir la carpeta, lo primero que encontré fue un block de notas, en el que había numerosos nombres, fechas y cifras en mg. Contenía datos desde Agosto de 2011, ponía la fecha de un día, y justo debajo, el nombre de los pacientes seguido de una cantidad. En los primeros días, en casi todos ponía 5 mg. Al cabo de un mes, y debajo de un asterisco que ponía "resultado nulo, los pacientes siguen mejorando. Subir dosis" comenzaban a verse cifras de 20 y 30 mg. A las dos semanas había de nuevo las anotaciones, esta vez del tipo "Muerte prematura. Peligro de autopsia, bajar dosis". A partir de ahí casi todos los pacientes recibían dosis de 10 mg. Conforme iban pasando los días observaba como había nombres que eran tachados, y aparecían otros nuevos. Los primeros coincidían con el día de sus muertes, y los segundos, con el ingreso de estos en el hospital. Algunos de ellos, ingresaron en un estado bastante bueno, y se iban deteriorando a lo largo de su etapa allí dentro. Algunas personas se lo achacaban a que ese lugar estaba maldito, o a que todo el que entraba, lo hacía en condición de enfermo terminal. Pero no era así...

    ¿Pero cómo había podido estar tan ciego todo este tiempo? Al pasar las páginas, y acabar con ese macabro documento, que parecía una especie de lista de espera de la muerte, encontré una nueva. Esta era una especie de hoja de cuentas. Tenía puesto el nombre de cada paciente, los días de llevaba ingresado, la subvención que recibía por cada día que estuviera allí y... el tiempo que les quedaba.

    Ahí fue cuando se me vino el mundo encima, empecé a mirar los nombres de los pacientes y... allí estaban ellos dos:


    • Cristina López, 24 de Octubre.
    • Giorgio Fallaci, 12 de Noviembre.

    Las manos me temblaban, y mis retinas eran incapaces de enfocar las letras con claridad. Lo peor es que tenía la sensación de que no podía hacer nada para evitarlo, prácticamente estaba ya llorando la muerte de esas dos personas que en esas semanas se habían convertido en parte de mi, los quería como a un padre o a una hermana.

    ¿Qué podía hacer para evitar que ni una sola persona más muriera sin haberle llegado su hora? ¿Qué podía hacer para pararle los pies a esa mujer? ¿De verdad era capaz de matar a una persona sólo por cobrar unos días más de subvención? De hecho... por mucho que bajara las atenciones a los pacientes, no podría ganar mucho dinero; mantener a una persona en una cama de un hospital no era precisamente barato. ¿Por qué? La pregunta era por qué.

    Termine de leer el informe, al final del todo había una pequeño diario, como los que usaba yo cuando iba al instituto. En él narraba la muerte de cada uno de los convalecientes, leí cosas cómo "Sus riñones estaban podridos, murió entre gritos de dolor". Comencé a leer a partir del día en que desconecté al primer paciente (porque él mismo me lo había pedido, y estaba muriendo lenta y dolorosamente, precisamente, debido a un fallo renal). De ese día (25 de Mayo de 2012, no se me olvidará en la vida) tenía apuntada la siguiente nota: "El muy hijo de puta murió antes de que sus poros empezaran a rebosar mierda, antes de que se pusiera amarillo como un canario, no sé que habrá pasado, pero me encargaré de que ni un sólo paciente de esta cloaca se vaya de este mundo sin suplicarme que lo mate".

    ¡Dios! Tras un rato leyendo, tuve que parar. No podía soportar leer como narraba una tras otra las formas en que moría la gente, cada una más trágica y dolorosa que la anterior. Mi cabeza, ya curada de espantos desde hacía años, no podía concebir qué podía llevar a una señora tan aparentemente formal como la directora a odiar tanto, a creerse con la potestad suficiente para saber quién debía vivir, y quién morir.

    En sus manos, tenía el poder que hasta ahora sólo se le había otorgado a Dios. Cuando ya parecía haber acabado con todos los documentos (pasé de leer todas las anotaciones de aquel diario, eran interminables y muy duras), encontré un pequeño documento con el sello de la misma farmacéutica que tenían las cajas de aquella tarde. Al comenzar al leer, me percaté de que se trataba de una carta escrita a mano en la que se narraban las diferentes etapas de la Amatoxina:


    "Comenzarán sintiendo un pequeño dolor en la espalda, a la altura de los riñones. Si es necesario, se le puede suministrar algún analgésico que calme las molestias. Tras esta primera etapa, el paciente no notará nada anómalo más. Sus riñones comenzarán a ser incapaces de filtrar, yse atrofiarán. Esto provocará que en los análisis de sangre aumente la cantidad de glóbulos y de colesterol, trata de camuflarlo con inhibidores de la sangre. En poco más de una semana, el sistema nervioso también se verá afectado. Se comenzará a ver un deterioro en las capacidades motrices de los pacientes. En poco más de 5 días, no podrán levantarse de la cama. Justo entonces comenzarán los fuertes dolores, pero el paciente ya no podrá quejarse; no tendrá fuerza. Así podrá estar hasta una semana más, todo depende de cómo se administre la Amatoxina, y del dolor que se quiera causar."


    Me puse muy nervioso, no sabía lo que hacer; volví a mirar el segundo diario, donde ponían el día que entraban y el día que morían. Según eso, Cristina llevaba dos días con "el tratamiento" iniciado. Y a Giorgio aún le quedaban casi dos semanas para comenzarlo. Buff... ¿Qué debía hacer? Conocía como funcionaba la policía y la justicia en España, no me iba a quedar de brazos cruzados mientras ellos investigaban y hacían sus propias cavilaciones. Y desde luego, ni iba a mirar para otro lado mientras "la familia" se iba para el otro barrio.

    Tras un rato dándole vueltas al tema, me levante rápidamente del sillón, como si se me hubiera encendido la bombillita, tanto que había despertado a Godzilla (sí, ya había bautizado al puto gato). Me fui hacia el almacén que tenía detrás del garaje y cogí unas cajas de suero que trajeron hace tiempo al hospital y que nadie usó, no sé si fue cosa del destino, pero sabía que algún día me harían falta. Las metí en el maletero delantero del GT3, junto a la carpeta de la discordia, y salí a toda leche hacia el hospital. Aunque antes entré en casa, y el gato me comenzó a maullar, apenas hacía un par de horas que lo habían acogido, y ya lo estaban abandonando de nuevo.

    Busqué un pequeño oso de peluche que me había regalado una amiga hace unos años, y se lo puse junto al plato con leche. Parecía que le había gustado: comenzó a arañarlo y a jugar con él, para dos minutos más tarde, acurrucarse a su lado y quedarse frito. El pobre estaba en los huesos, y aunque había dejado de sangrar, aún cojeaba. Al día siguiente, en cuanto tuviera un hueco libre, lo llevaría al veterinario. Pero ahora era momento de subir a El Neveral, no había tiempo que perder.

    Ascendí de nuevo por aquella carretera que parecía ir esquivando los árboles del bosque, marcha tras marcha, curva tras curva, en diez minutos me planté allí. Antes de nada, me colé por la ventana del sótano. Aquello estaba oscurísimo, y congelado, eran las tres de la mañana, y a aquella altura, aunque estuviéramos a primeros de Octubre, el frío calaba los huesos. Era la primera vez que entraba sólo a esa sala, y por un segundo, sentí algo muy parecido a lo que había sentido Cristina unos días antes al pasar por allí. Mi Nokia de principios de Siglo XXI iluminaba con dificultad aquel sitio, lo justo para distinguir la silueta de fetos, cerebros y demás órganos metidos en tarros de cristal casi centenarios. La combinación de frío y miedo me provocaba un temblor intenso, la luz del móvil se asemejaba a la de un faro pasados de vueltas, me era imposible alumbrar algo con claridad.

    Traté de recordar los detalles de aquel sitio, y formé una imagen mental que me ayudó a localizar el armario donde estaba aquel cajón de donde extraje la carpeta unas horas antes. La volví a dejar allí, y salí de nuevo por la ventana. Me acerqué al coche y saqué la caja con suero para un mes. Tras forcejear con el habitáculo y el capó delantero, conseguí sacarla; me dirigí hacia una pequeña puerta de emergencia que conectaba con unas escaleras de hierro que subían hasta la octava planta.

    Temblando como no lo había hecho en mi vida, y cargado con 25 litros de suero a las tres de la mañana, subí hasta la séptima planta. Todas las luces del pasillo estaban apagadas, y la enfermera que se encargaba de ese piso estaba dormida enfrente de la televisión, en la que el maestro Joao nos mandaba bendiciones para los cuatro desgraciados que quedábamos despiertos a esa hora.
    Entré con sumo cuidado a la 911, me acerqué a la cama de Cristina y la observé durante un par de minutos. Aquella noche estaba preciosa, aunque no podía verle esos ojos verdes tan característicos. Por debajo del pañuelo, empezaban a aparecerle los primeros mechones de pelo. Eso me hizo recordar porqué estaba yo allí. Cada día que pasaba estaba mejor, no podía permitir que la directora jugara con ella a su particular ruleta rusa.

    Le puse la mano en la boca, y comencé a llamarla muy bajito, para no despertar a Giorgio. Poco a poco, sus diminutas pestañas comenzaron a temblar y sus ojos se abrieron. Lo primero que hizo fue gritar, menos mal que yo ya había tomado precauciones. Cuando vio que era yo el que la tenía agarrada se relajó un poco, y su delicada respiración comenzó a funcionar de un modo más calmado. Entonces le dije "Promete que si te suelto, no vas a empezar a gritar", ella asintió con la cabeza y le quite la mano de la boca. Entonces, comenzamos a hablar muy bajo:


    - ¿Quieres morir? - Le dije sin mayor titubeos...
    - ¿Qué? ¿Qué dices? Ya te dije que aquello fue un error, me arrepentí al segundo, no sé porqué me sacas otra vez el tema... - Me dijo casi llorando (era muy fuerte, pero cuando le hablabas de aquello se derrumbaba en seguida), pero con un hilo de voz tan fino que no llegaba ni al nivel de susurro.
    - No me refiero a eso, tonta. Anda no llores... - dije mientras le retiraba una lágrima de la cara - Te preguntarás que hago aquí a las tres de la mañana... ¿No?
    - Pues sí... un poco.
    - Mira, ¿ves esta caja?.
    - Sí, ¿Qué es?
    - Quiero que la guardes dentro de tu maleta. Es suero, como el que te han estado poniendo estos últimos 6 meses que llevas de hospital en hospital; y quiero que hagas una cosa... mira, ¿Ves esto? Esta bolsa fue la que te quité hace una horas, fíjate en la pegatina... ¿No le notas algo raro?
    - Pues... parece que no. ¡Coño! - dijo mientras descubría lo que les pasaba - Pero si lleva otra debajo... Amatiso...
    - Amatoxina, se llama Amatoxina. Y llevan poniéndotelo desde ayer. O comienzas a ponerte el suero que te he traído yo, o en dos semanas estarás paralizada, en tres retorciéndote de dolor y, en cuatro, bajo tierra.
    - Y... ¿Pero...? - No le dejé que acabara, seguí hablando, no había tiempo que perder.
    - Quiero que cada vez que te pongan un bolsa de esas, la cambies lo más rápido que puedas por una de la caja. No hables de esto con nadie, dentro de unos días, con suerte, todo esto habrá acabado, y podré explicártelo todo, largo y tendido. ¿Ok?
    - Está bien, solo una última cosa...
    - ¿Qué?

    Sus labios se acercaron a los míos, eras muy carnosos y húmedos. Los mantuvo ahí por un corto periodo, que a mí se me antojó años. Por un segundo de mí cabeza se fue todo: no había coches, no había tramas oscuras, no había dinero, sólo estábamos ella y yo. Y es que hacía tanto que no vivía algo así, que casi ni me acordaba. Y desde luego, era lo último que me esperaba que me pasara esa noche. Me dijo: "Gracias por salvarme la vida, otra vez". Yo le solté un escueto "Da nada" y un "Me tengo que ir, buenas noches".

    Bajé de nuevo por las escaleras de emergencia, con la típica sonrisa tonta. Y cuando me acerqué al coche, me encontré con la silueta de una masa informe de 1,50 por 1,50 que estaba fumándose un cigarro. Me dijo: "Hombre, si tenemos por aquí al gran Doctor Ávalos otra vez... ¿Cuál es? ¿La tercera? ¿La cuarta por esta noche? Seguro que a la directora le encantaría saber de esto... haciendo turismo, ¿No?" Yo por mi parte le respondí: "Dígale a la directora de mi parte que me coma el rabo".



    [​IMG]

    Me metí en el coche y me fui de allí "Like a sir". Encendí la radio y puse Onda Jaén, un locutor aún con las cuerdas vocales pegadas a la almohada decía: "Buenos días, son las cuatro de la mañana. Los más madrugadores ya estamos aquí moviendo el mundo. Tenemos todo un nuevo día por delante. La temperatura a estas horas es de 7 grados en la capital y la previsión de máximas para hoy es de 16 grados. La feria está a la vuelta de la esquina, ojalá este año el tiempo nos dé un respiro". Y yo pensaba para mí que mi día acabaría en breve, aún recordaba cuando el reloj sonó a las 7 de la mañana y al asomarme por la ventana, estaban el par de Gt3 en la puerta de aquel hostal marbellí.

    Se suponía que el día debería haber acabado hacía horas, pero no me iba a dar un respiro: ya llegando a Jaén, me encontré el X3 de la directora estrellado contra unos cubos de basura con las luces de emergencia puestas. Parecía que el Kharma no quería que yo durmiera esa noche...



    Capítulo 15



    Aparqué el RS detrás del X3. Tenía el morro reventado, y los airbags habían saltado. Saqué una barra de metal que llevaba detrás del asiento, salí del coche con ella en la mano derecha y comencé a buscar a la directora. Me la encontré tirada al otro lado de los cubos, estaba llorando y con una pierna rota. Yo me acerqué a ella y, sin mediar palabra, comencé a darle en la pierna fracturada con todas mis ganas. La barra de metal se empapó de sangre, y cuanto más gritaba, mejor me sentía yo. La cara se me lleno de gotas, y la camisa sudada de todo el día en el circuito adquirió un color rojizo muy atractivo. Le di un golpe por cada paciente que había matado. Y cuando estaba en el suelo, con los sesos colgando y sobre un charco de sangre, agonizando, atravesé su garganta con la barra, y la observé mientras moría asfixiada con su propia sangre.


    Eso es lo que me hubiera gustado hacerle, pero en lugar de eso, pensé con la cabeza, y conforme la encontré, traté de socorrerla. Muerta no me servía de nada, tenía que hacer que confesara, y que me llevara al fondo de todo ese entramado. Me acerqué a ella y le pregunté:


    - Pero bueno... ¿Qué le ha pasado? - dije mientras observaba las marcas de frenada de unos 50 metros de largo, tenía que ir muy pero que muy deprisa para chocarse en esa curva tan abierta.
    - Pues nada... no sé, que se me ha ido el coche, no sé ni cómo.
    - Pero... si ha pasado un millón de veces por aquí, quizá iba demasiado rápido.
    - Que va, un poco fuerte, pero eso es todo. -Yo mientras tanto, la observaba con cara de escéptico, era evidente que ni yo hubiera pasado tan rápido por ahí con el GT3, fuera dónde fuese, tenía mucha prisa la señora directora...
    - Bueno, ¿y cómo está? ¿Le duele algo? ¿Cabeza, cervicales...?
    - No, no te preocupes, sólo estoy un poco condolida pero... ¿Me puedes llevar al hospital? Total, ya he llamado a la grúa y vienen de camino - Dijo mientras se ponía de pie a duras penas, cojeando de la pierna derecha.
    - Si claro, faltaría más...


    La ayudé a montarse en el Porsche, y desde éste, asomó el mando a distancia del "todocamino Premium" y lo cerró, y a continuación dijo: "Ya se ocuparán los del seguro de él". Arranqué y nos fuimos de nuevo a El Neveral. Mis párpados pesaban toneladas, la radio seguía sintonizada en esa emisora que te incitaba a echarte una cabezada. Así que decidí acojonar un poco a la "cosa esa" que iba a mi lado. Estiraba marcha tras marcha; en cierto sentido mi forma de conducir tan lenta y pesada a esas horas, apoyando paulatinamente el acelerador y con la ventana abierta, me recordaba a la de Magnus Walker y sus vídeos conduciendo 911s de finales de los sesenta por reviradas carreteras californianas.


    [ame="http://www.youtube.com/watch?v=blAWjBG5V9M&feature=colike"]Magnus Walker 1971 Porsche 911 Angeles Crest Hwy - YouTube[/ame]


    Ella se agarraba con nerviosismo a las voluptuosas formas de los baquets, y mientras que trazaba curva tras curva, traté de sonsacarle algo:


    - Bueno, ¿Y qué hacía usted un Lunes a las 4 de la mañana por estas carreteras?
    - Una emergencia... al parecer, no sé si la conoces... es de la planta... - de forma dubitativa trataba de encontrar una excusa coherente a una razón injustificada. - Sí, una señora de la octava, que ha entrado en paro cardíaco...
    - ¿Y desde cuándo llaman a la directora del hospital para algo como eso a estas horas de la madrugada? ¿No hay nadie allí que esté capacitado para realizar una reanimación? - dije muy alterado, buscando que ella se derrumbara y lo confesara todo... - desde luego, a mí nunca me han llamado para algo así, y mira que yo soy un "mandao"..., contar con la directora para estos casos es poco menos que un gran lujo.
    - ¿Sí? Pero esto era una ocasión especial... además, ¿No debería de ser yo quien te preguntara qué haces por aquí? Porque que yo sepa no te toca guardia hasta dentro de una semana.
    - ¿Yo? Padezco de insomnio, y me encanta conducir de noche. Hay algunos a los que nos gusta conducir, y sabemos hacerlo... - la conversación comenzaba a subirse demasiado de tono...
    - Ya, y hay otros a los que nos gusta lo que hacemos, y lo vivimos, y si tenemos que subir a toda pastilla a las 5 de la mañana para salvar una vida, lo hacemos...

    La sangre me hervía por dentro, ¿cómo podía tener la desfachatez de decir que salvaba vidas cuando dos horas antes yo había leído su informe de las perversiones? Ella seguía hablando:

    - Y además... ¿Que tiene insomnio? Si no le he visto con esa cara desde que llegó aquí, va prácticamente en vigilia... es usted un mentiroso, señor Ávalos.
    - No creo que esté usted en posición de llamar mentiroso a nadie ¡Asesina! - esto último lo dije en voz baja, con los dientes prácticamente pegados. Pero como venía siendo habitual en mí, siempre notaba mi voz más baja de lo que realmente era (para mí que estaba un poco sordo, pero los otorrinolaringólogos no opinaban lo mismo), así que ella me escuchó.
    - ¿Qué has dicho? - Dijo levantando el dorso del asiento, mientras que sus ojos atravesaban los míos, que seguían fijos en la carretera.
    - Lo que has oído...

    Mis brazos se engarrotaron, comencé a escuchar mis pulsaciones por el oído derecho, como cuando hacía deporte a alta intensidad o me ponía muy nervioso cuando alguna chica me pedía los apuntes o que le explicara matemáticas. Les respondía con un: "Sí claro, ningún problema" y trataba de explicárselo lo más rápido posible, para acabar con aquello cuanto antes. Luego no era capaz ni de preguntarle por sus nombres o por cómo les iba. En fin, mi vida siempre fué de fracaso en fracaso, lo de esa noche no era una casualidad.

    Se produjo un silencio incómodo tras aquello, que se prolongó en el tiempo. Tras dos minutos trazando curvas, ya despacio (estaba demasiado nervioso como para conducir rápido después de aquello), lo único que alcanzó a hacer fue mirar la hora en su reloj y comenzar a mover las piernas de forma nerviosa.

    Era vergonzoso, acababa de confesarle que sabía lo de sus "experimentos" con cobayas humanas, y ahí seguía, impasible ante mi último asalto. Por fin se atrevió a hablar: "¿Quieres que te diga la verdad?". Por un segundo, se me pasaron por la mente las últimas 24 horas, bueno, las últimas dos semanas. Aquello había sido intensísimo, desde el momento en que pregunté a Cristina por su cambio de Look... bueno, más bien desde que hablé con Paco en aquella barbacoa y me recomendó que cambiara el "chip" . Se me estaba quedando grande, y aquella ansiedad hizo que no supiera muy bien cómo responder a aquella pregunta. No sabía si quería seguir con todo aquello; sólo quería dar marcha atrás, y estar de nuevo sólo yo, mi coche, y una carretera desierta.

    Pero todo aquello no sólo me afectaba a mí, se lo debía a todas las personas que habían muerto por un puñado de Euros, a Paco y sus muchos esfuerzos por seguir averiguando cosas de ese rollo, y sobre todo, a Giorgio y Cristina, que estaban a unos días de firmar su testamento. Afirmé arriba y abajo con la cabeza, no era capaz de soltar una sola palabra a través de mis cuerdas vocales.
    El silencio continuó el resto del viaje, el hilo musical de la situación era mi amado seis cilindros bóxer. Llegamos al hospital cuando el cielo estrellado comenzaba a perder a sus brillantes compañeras, por el Este comenzaba a desteñirse ese azul oscuro, casi negro, y el primer rayo de Sol pintaba un lívido malva que informaba de que por Oriente Medio el día ya había comenzado. Salí del coche el primero, y ella bajó justo después. Con un leve "ven conmigo" proveniente de sus labios, me dirigí tras ella camino de la puerta principal.

    Subimos por el ascensor hasta la octava planta. Parecíamos dos sonámbulos vagando por el vestíbulo de un hotel agonizante, casi desmantelado.

    Llegamos a un pequeño laboratorio que había al final del pasillo. Entramos en él y la directora cerró la puerta. Dentro había una pequeña mesa y un par de sillas que estaban rodeadas de armarios de color blanco. Algunos estaban con los tiradores caídos, con las puertas rota o medio colgando.
    Se agachó y empezó a rebuscar en uno de los cajones de la punta abajo. Sacó una caja con el mismo sello de la empresa farmacéutica que había visto esa tarde y la abrió. Sin más dilaciones, y tras comprobar que estaban llenas de Amatoxina 10mg me dijo: "¿Qué sabes?"

    En ese momento, apareció aquel hombre robusto y primitivo que había traído las cajas unas horas antes (también tenía llave de aquella habitación, extraño cuanto menos) y tras él, la señora Ángela, la enfermera a la que le había dejado un recadito para la directora hacía apenas unos minutos. Ambos tenían cara de pocos amigos. El hombre, de hecho, no paraba de meterse la mano en los bolsillos, como escondiendo algo.

    Recé todo lo que sabía, y cruce los dedos deseando que todo aquello no fuera más que una simple coincidencia. Entonces él me puso la mano sobre mi hombro y dijo: "¿Pero no la has escuchado? ¡Que hables chaval!"
     
    Última modificación: 11/10/12
    A juan ma le gusta esto.
  3. Carlosupercars

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    Capítulo 16



    El sudor comenzaba a bajarme por la nuca, mojando el cuello de mi ya por sí sudada camisa. Mis pulmones sabían que no volverían a respirar el fresco de la mañana. Mi mirada estaba puesta en la mano que aquel monstruo había apoyado sobre mi hombro. Mi mente estaba puesta en toda aquella gente de la que no me había podido despedir, y en todas esas cosas que me habían quedado por decir...

    La enfermera entregó a la directora la carpeta azul que unas horas antes había cogido yo mismo del sótano. Esta comenzó a hurgar entre los papeles, comprobando que todo estaba en orden. Yo me encomendaba a todos los santos que conocía (no eran muchos, entre mis aficiones no destacaba la de acudir a misa), para que no se diera cuenta de la hoja que faltaba, que le había dejado a Paco en el buzón de su casa la segunda y última vez que había subido al hospital esa noche. Por si las moscas, preferí que él tuviera algo con lo que poder seguir luchando. Pero desgraciadamente, al igual que yo, ella consideraba ese folio muy importante, y como tal, notó rápidamente la ausencia de este:


    - ¿Dónde cojones está la hoja? ¿Dónde se ha metido la maldita hoja? - dijo entre gritos, de hecho, su voz retumbó en las paredes de todos los pasillos de la planta.
    - No... no la entiendo; ¿A qué se refiere? - aquel hombre retiró su mano de mi hombro, agachó la cabeza, y se mostró en posición de sumisión ante la señora Martínez, curioso cuanto menos, pues la doblaba en tamaño y, a pesar de ello, temblaba como un niño pequeño cuando su maestra lo manda al rincón.
    - ¡A las putas hojas de cuentas! ¿Acaso alguno de vosotros dos sabe algo? Porque sólo nosotros tres conocíamos de la existencia de la carpeta... O quizás haya alguien más... - dijo mientras que ella y sus dos acompañantes dirigían sus miradas furtivas hacia mí - creo que hace un rato que te pedí que me explicaras lo que supieras... y aún no has dicho "esta boca es mía".
    - Ni lo vas a oír, de mi boca no saldrá una palabra aunque de ello dependa mi vida - dije mientras que pensaba que no era el único que sabía de la existencia de esa carpeta, sabía que Paco tiraría del hilo si me hacían algo a mí.
    - ¿Tu vida? ¿Qué te crees, que tu vida depende de ello? Has visto demasiadas películas "del Hollywood ese", pero esto es Jaén, aquí las únicas estrellas que se ven son las que brillan en el cielo por las noches... Tranquilo que "semos" personas, no bestias - interrumpió de nuevo aquella mole indómita y maleducada.
    - Tu vida no sé, pero tu puesto de trabajo pende de un hilo, así que cuéntame porqué estabas en el sótano del hospital a las 4 de la mañana, metiendo las narices donde no debías... - añadió la directora, ya en un tono mucho más desenfadado.

    Me quité un gran peso de encima al saber que no querían hacerme daño, pero desde luego que, para no querer hacérmelo, lo habían disimulado francamente bien. Aún así, seguía desconfiando de ellos, o si no... ¿Para qué iba a subir la enfermera y aquel "gañán" hasta allí en plena madrugada? Si aquello carecía de importancia, no encontraba razón alguna para montar todo aquel escándalo. Confiado por su condescendiente nuevo trato conmigo, me animé a contárselo todo... quizá sólo se trataba de un mal entendido:


    - He encontrado esas cajas llenas de un líquido altamente tóxico para el organismo humano, y que están haciendo pasar por suero - hablé en tercera persona de todo aquello, como haciéndoles ver que creía que no tenían nada que ver con ellos -. También he encontrado esa carpeta, en la que hay una especie de macabro diario con fechas de muertes relacionadas con ese producto... no sé, todo es muy raro, ¿Vosotros sabéis algo?
    - Pero Carlos ¿Cómo has podido ser tan inocente? Todo esto ha sido un gran mal entendido... ¿Lo sabe alguien más? - la directora me sonreía de forma cómplice, casi maternal. ¿Acaso me había montado toda esa película yo sólo?
    - Pero, en Internet decía...
    - ¿Cómo que en Internet? ¿Un profesional como tú requiere de una herramienta de tan dudosa veracidad como Internet para conocer los beneficios de la Amatoxina? Está claro que te había sobrevalorado señor Carlos -frunció el ceño y giro la cabeza de lado a lado mientras cruzaba los brazos, en gesto de decepción -. Mira, esté señor que ves aquí es el accionista principal de Baliern, supongo que te sonará de algo, espero que al menos recuerdes la marca de los calendarios que nos regalan todos los años y que tú tienes puesto en la mesa del despacho.
    - Sí directora, la recuerdo de eso y de que se han pegado media tarde del Domingo, día laborable por excelencia, metiendo cajas con su logo por la puerta de atrás; todo muy transparente, sí señor -me puse un poco borde, más que nada para ponerme a su altura, pues ella no estaba siendo precisamente una prodigio de la cordialidad.


    Cuando le dije eso, por un segundo su gesto volvió a cambiar, su mirada de preocupación era fácilmente visible, y ésta era compartida por el resto de personas que nos encontrábamos en la sala, excepto yo, que una vez calmado mi nerviosismo inicial, había adaptado una posición defensiva-ofensiva desde la que me encontraba verdaderamente cómodo. Tras un breve periodo en el que la señora Martínez trató de recomponerse, ésta volvió con su discurso de encausada por la trama de "Los Sueros Fraudulentos":

    - Vale, te lo voy a contar todo, y de hecho, te voy a enseñar de primera mano nuestros avances. Antes de nada, decirte que no sé de dónde has sacado esa carpeta, pero te garantizo que no tengo nada que ver con ella, en esta, todo lo que hay es esto, hojas de cuentas con los números y las cifras económicas de los últimos meses - sabía que mentía, pero decidí dejarla que siguiera con todo aquello, a ver donde me conducía... pero desde luego conocía a la perfección su letra, y la carpeta era idéntica a la que había tenido entre manos durante horas -. Te explico, llevo un tiempo colaborando con esta empresa, de momento está en fase experimental, y nadie se atrevía a darnos autorización para su estudio con humanos, pues la Amatoxina es muy peligrosa si se usa en grandes cantidades. Pero vamos, lo mismo pasaba con el Botox hace unos años, y ahora no hay mujer de más de 30 años que no se beneficie de él. Si esto acaba con éxito, podríamos vivir mil vidas sin preocuparnos de llegar a fin de mes, y daríamos la esperanza a muchas personas de dejar de sufrir y de padecer dolor inútilmente. Ven conmigo, te enseñaré a qué me refiero, lo tengo todo en el sótano. Y mientras me pienso si te denuncio o simplemente te despido, porque vaya tela, "hijo mío".

    Hizo un gesto con la cabeza a los otros dos: a ese hombre de aire campechano (si me hubiera dicho que era el conserje de Baliern, me lo hubiera creído) y a la enfermera, a la que se le intuía un sujetador blanco rebosante de carnaza debajo del uniforme verde desgastado. Ambos salieron de la habitación sin rechistar, y se perdieron por los pasillos de la planta, mientras que la directora guardaba unas cosas en la carpeta y en el bolso y el aire congelado de la madrugada recorría la planta más solitaria de El Neveral.

    Tras unos minutos esperando a que recogiera todas sus cosas, ambos nos levantamos y nos dirigimos hacia el ascensor. Yo volvía a estar muy nervioso, me sentía avergonzado por el ridículo tan grande que había hecho, apenas atinaba a coordinar mis pasos sin sentirme como un perfecto imbécil. Y entonces, cuando el ascensor comenzó a cerrar la puerta, la directora le dio al botón de apertura de emergencia, y éste se abrió de nuevo por completo. Entonces, ella me preguntó:


    [​IMG]


    - Un momento... por casualidad, ¿No habrás tenido la genial idea de cambiarle el suero a nadie?
    - Pues, en realidad...
    - No sigas, Cristina, ¿Verdad? Justo cuando la investigación está en su mejor momento tenías que ponerte a hacer amiguitos e intentar a excederte más allá de lo estrictamente profesional.

    Bajamos por las escaleras a un paso ligero, total, sólo había que bajar un piso. Llegamos a la habitación 911. Abrió la puerta con mucha cautela, para evitar que ni Giorgio ni Cristina se despertaran. Y entonces se dirigió a mí: "Mira, mira con tus propios ojos la que has liado, hace unas horas estaba tan lustrosa, y ahora está otra vez retorciéndose de dolor". Se refería a Cristina, que estaba moviéndose muchísimo, soltando quejidos y sudando como nunca antes lo había hecho, y todo eso mientras dormía. ¿Acaso eran aquellas bolsas que le ponían de forma desautorizada la panacea de la medicina? No, entonces me fijé en un detalle de aquellos que habitualmente no habría tenido en cuenta, pero esa vez sí. Esa especie de trípode en el que se apoyaba la bolsa de suero, estaba en el lado contrario al que lo había dejado yo unas horas antes. Alguien lo había cambiado de sitio, y seguramente, también había tocado la bolsa del suero.

    Traté de parecer muy afectado y abochornado por aquella situación, parecía realmente arrepentido, pero era un mero espejismo, yo seguía convencido de que todo aquello no era más que un teatro de la directora y sus compinches. Se acercó a Cristina, le cambió la bolsa y en unos segundos dejó de moverse, y comenzó a dormir otra vez a pierna suelta. Entonces, la directora me recriminó nuevamente: "Con suerte, mañana no recordará nada del par de horas que ha estado así, quizás se despierte un poco condolida, pero eso es todo, ¡Anda! Acompáñame y te voy contando". ¿Un par de horas? ¿Cómo sabía que habían sido un par de horas? Podría haber sido todo un día, y ella, en teoría, no tendría que haberse enterado de nada.

    Mientras nos dirigíamos al sótano, empezó a contarme en qué consistía eso de usar toxinas altamente mortales para calmar el dolor en enfermos de larga estancia: "A ver, antes de nada, hay que dejar claro que la Amatoxina es muy peligrosa. Es la causa por la que muere mucha gente que ha tomado determinados tipos de setas silvestres, que contienen una alta concentración de esta toxina. Pero en pequeñas dosis, sirve para "atenuar" los reflejos del sistema nervioso en aquellos puntos donde tienen mayor actividad, que en el caso de nuestros pacientes, coinciden con los lugares donde tienen los dolores más intensos. Por así decirlo, es como si neutralizáramos los focos del dolor. ¿Te das cuenta de lo que esto significa? Las multinacionales nos lo quitarían de las manos: el resto de nuestra vida tumbados en una mansión en las Bahamas y con un negro abanicándonos, ¿Te lo imaginas? ¿Eh? ¿Te lo imaginas?"


    Yo no podía sentir más que asco con aquel discurso egoísta que se estaba montando. En ningún momento habló de personas, sólo le importaba el dinero que iba a ganar con todo aquello. Era su única meta, y lo conseguiría a cualquier precio. Cuando ya llegamos a la planta baja, se cercioró de que no nos había visto nadie, y tras hacerle el símbolo de la victoria con la mano a Ángela, la enfermera, ella y yo nos introducimos en aquel oscuro pasillo que conducía al sótano. En aquel momento, me pareció oír un ruido de un motor de admisión que se me hacía conocido, supuse que era otra evidencia más de las casi 24 horas que llevaba sin pegar ojo. Ya casi ni parpadeaba por miedo a no poder volver a abrir los ojos.

    En mi mente, una serie de pensamientos encontrados formaban una especie de tormenta de ideas que no dejaban en paz a mi conciencia. ¿Era esa mujer una gran zorra que jugaba a matar a su antojo o realmente estaba haciendo algo que pasaría a los índices de las enciclopedias médicas? En cualquier caso, no trataría mucho en averiguarlo, tras dar un par de empujones a la puerta, y girar la llave hacia ambos lados para tratar de forzar la vieja cerradura, abrió con dificultad la puerta, que también estaba descentrada y rozaba con el suelo.


    La sala, como de costumbre, se encontraba en la penumbra más absoluta, tras palpar la pared con sumo cuidado, encontró el interruptor de la luz y una parpadeante bombilla comenzó a brillar con dudosa efectividad, iluminando lo justo la habitación. Tras este primer instante de confusión, me invitó a entrar y a que me acercara a un gran estante que había al fondo, en el que ya estaba ella.
    Cuando me puse a su altura, me dijo "ahora vas a conocer toda la verdad, ten paciencia". Y se agachó para sacar algo del estante inferior, donde descansaba una enorme caja metálica. Tras tratar sin éxito de arrastrarla por el suelo, me ofrecí voluntario para sacar la caja yo mismo. Me agaché y... ¡Joder! Era realmente pesada. Con toda mis fuerzas, agarré aquel enorme armatoste por dos de sus esquinas y, mientras que la directora recuperaba su posición vertical, conseguí ponerla en la posición óptima para hurgar en su interior.


    Cuando paré de empujarla, y sin tiempo de ponerme erguido de nuevo, noté una extraña presencia detrás mía, y no era la directora, pues estaba a mí derecha. Apenas alcancé a girar la cabeza cuando me encontré de nuevo al supuesto "accionista principal", esta vez llevaba un extintor de estos metálicos entre los brazos. Sin poder reaccionar con suficiente celeridad, me propinó un golpe seco que me dejó fulminado instantáneamente. Un dolor intensísimo se apoderó de la parte derecha de mi cabeza , mis oídos comenzaron a producir un fuerte zumbido y yo era incapaz de mantener la vertical. Caí en redondo al suelo, ya inconsciente y con los ojos abiertos como platos.

    Un primer rayo de luz entraba por la única ventana que tenía la sala, y cayó directamente sobre mi retina izquierda, que se encontraba compartiendo el suelo con cabeza, tronco y el resto del cuerpo. La boca me sabía a sangre, y aquel golpe me había dejado K.O. Sólo alcancé a escuchar decir a ella: "Y ahora... ¿Cómo coño nos deshacemos de él?" a lo que el otro le respondió: "Pues no "cé", pero seguro que no es nada que no se cure con un poco de Amatoxina..."


    Y ambos comenzaron a reírse mientras mi cuerpo inerte yacía junto a lo que un día fue mí futuro. Y que de un golpe se había convertido en los últimos momentos en el mundo de los vivos y los últimos latidos de un corazón, podrido de latir.




    Capítulo 17



    Nunca había sentido un dolor así. Por primer vez en mi vida, fui consciente de lo frágil que era mi cráneo, mi cerebro y, en definitiva, mi cabeza. Sentía un extraño sudor frío brotando a través de mi cuero cabelludo. Era una sensación extraña, en ese momento apenas era consciente de que aquello no era sudor, sino sangre que se abría hueco a través de mi debilitado cuerpo. Aquellos dos cobardes me habían engañado, raramente me fallaba la intuición y, para una vez que no me había fiado de ella, me iba a costar la vida. No sé muy bien cuánto tiempo estuve inconsciente, pero cuando volví a abrir los ojos, las paredes blanquecinas de la sala tenían ya el color anaranjado típico de la luz del amanecer.

    El Sol incidía directamente sobre el gotelé preconstitucional de aquel tétrico lugar. Tras recordar qué hacía allí, y orientarme nuevamente dentro del espacio-tiempo, escuché a la directora y al supuesto alto ejecutivo hablando detrás de la puerta que conducía al almacén trasero donde Paco guardaba sus cosas:


    - Mira, tú te encargas de él mientras que yo voy a por los retrasados de sus amigos. Por los de la 711 no te preocupes, será una inesperada y terrible desgracia, se podrá hacer pasar fácilmente por un accidente, total, soy yo quien firmo los certificados de defunción - dijo ella mientras que yo comenzaba a percibir un fuerte olor a Diesel... Ogg, no aguantaba ese olor.
    - ¿Y con éste que hago? Estos bosques son muy grandes pero "no veas" para subirlo "a cuestas" por estos lares... -mientras decía esto, yo note que tenía el brazo apoyado en algo húmedo. Con las cervicales muy doloridas, y el cuerpo hecho un giñapo inútil, pude alcanzar a ver que tenía éste apoyado sobre un pequeño charco de sangre, que provenía directamente de mi espalda.
    - Mételo en la furgoneta, y súbelo a La Mella. El campo aún está seco, deja la furgoneta en el camino y ponlo en los árboles que hay justo al lado; métele este mechero en el bolsillo y deja el bidón a su lado, cuando lo encuentren se pensarán que no era más que un pirómano que ha caído en su propia trampa -por mí como si querían quemarme allí mismo; descubrí de dónde venía el fuerte olor a gasolina: estaba empapado de ella, ni siquiera se habían esperado a llevarme a ese lugar para echarme el combustible.
    - Joder, siempre me toca a mí la parte más dura, y al final no me llevaré nada de todo esto. Me estoy empezando a cansar, quiero mi parte ¡Ya! - el grito resonó por todo la habitación, y estoy seguro de que en el primer piso también se pudo escuchar algo.


    Tras ese grito se escuchó un gran "plasss" seguido de un: "A mí no me vuelvas a gritar, pedazo de mierda, harás lo que yo te diga o no verás un puto duro de todo esto, y seguirás siendo un desgraciado el resto de tu miserable vida".

    Tras esto, se abrió la puerta del pasadizo de nuevo, y ambos entraron en el sótano. Él entro con la mano puesta sobre una de las mejillas, en la que se podía distinguir con facilidad la marca roja de la palma e incluso, del anillo de compromiso de la directora. Le había metido una hostia brutal, y con cara de medio atontado (aunque yo tenía serias dudas de si lo era entero, pues para ser el presidente de una farmacéutica, no era precisamente un lince...; aunque bueno, hacía un buen rato que había dejado de creerme ese cuento), se acercó hacia mí mientras que la directora salía por la puerta que conducía a las escaleras de emergencia de la planta baja. Ésta, antes de salir, cogió un frasco pequeño de cristal de un armario y un par de agujas, no sé donde iba, pero no me daba buena espina. Me hice el muerto para que aquel personaje no me golpeara de nuevo.

    Me agarró por los pies y sin mucha delicadeza, comenzó a arrastrarme a lo largo de aquel interminable pasadizo. Cada escalón, cada irregularidad, cada pico levantado del suelo, hacía que mis heridas se abrieran y que mi ya de por sí maltratada nuca se empapara de aquel líquido elemento de color rojo, llegué a pensar que estaba dejando un rastro de sangre a mí paso. Mientras me llevaba hacia la furgoneta que tenía aparcada en la puerta del almacén, el hombre maldecía a la directora y se preguntaba una y otra vez qué estaba haciendo con su vida y por qué se había metido en ese follón, con lo a gusto que estaba él de repartidor.

    Otro misterio resuelto, al parecer el principal accionista de Baliern había sido relevado de su puesto y había descendido a conductor de furgoneta.

    Al llegar a ésta, me dejó tirado en el suelo mientras que abría las puertas y, tras un intento por meterme en la furgoneta a mí y mis 85 kilos, desistió, no sin antes golpear mi cabeza nuevamente con la bola del remolque, y aumentar un poco más si cabía, la inflamación de la zona. Tras un par de minutos tirado en el suelo, volvió con un palo metálico enorme y una carretilla de mano. Volcó ésta de medio lado y trató de empujarme hacia su interior haciendo palanca con el palo. Como era de esperar, no lo consiguió, demostrando una vez más que su mentalidad no era superior a la de una piedra. Tras abandonar su genial idea por falta de efectividad, y haciendo un último alarde de inteligencia prehistórica, agarró el palo y comenzó a clavármelo en las costillas, mientras gritaba: "Eh tú, despierta y sube de una vez". Yo traté de mantenerme como inconsciente, pero tras dejar trilladas mis costillas, comenzó a golpearme los tobillos: o hacía como que me despertaba en ese momento o mis esperanzas de salvarme aunque sea con una idea de última hora serían nulas...

    Así que comencé a moverme de lado a lado, tratando sobre todo de retirar el tobillo de la trayectoria del palo, o me lo rompería antes de poder subir al maletero. Con un paso torpe, y casi sin fuerzas para mantenerme de pie (pues el zumbido de los oídos y el dolor de cabeza eran mortales) conseguí retirar las manos del suelo y alcanzar una posición medianamente erguida.

    Inmediatamente después, me pegó una patada en el costado y caí sobre el duro suelo metálico de la Berlingo. Una vez más, fue mi cabeza la que se llevó la peor parte, absorbió prácticamente el impacto de todo el cuerpo. La boca me seguía sabiendo a sangre, y comencé a manchar toda la parte trasera con gotas de ésta. Él, como era de esperar, apenas se preocupó de mí, de hecho, estuvo a punto de pillarme mi ya deteriorado tobillo con la puerta cuando cerró ésta.

    Arrancó y comenzó a moverse. Yo tenía que pensar algo rápido, pues tanto Giorgio como Cristina estaban también a un paso de la muerte si no hacía algo pronto para remediarlo, cada metro que nos alejábamos del hospital mermaba sus posibilidades de seguir con vida. Puso rumbo a La Mella por un camino que conocía a la perfección, pues cuando era más joven me encantaba salir a correr o a despejarme un rato por aquel solitario paraje, sólo interrumpido por aquel oscuro hospital.

    Subimos como unos tres kilómetros y medio por una fuerte pendiente; cada bache o irregularidad del terreno la sentía directamente en mis riñones y cabeza. Traté de agarrarme a algo para disminuir ese efecto, pero no pude, pues él no paraba de mirar hacia atrás para ver si seguía inconsciente. Yo apestaba a Gasoil, al igual que él apestaba a colonia barata. Su respiración pausada y fatigada (típica de la gente con sobrepeso), y el sonido "tractoril" del motor HDI formaban parte de mi marcha solemne. Cada segundo que pasaba, estaba más cerca del fin. Observaba el bidón de Diesel que había junto a mí y un par de cajas con más Amatoxina. Aquello podría seguir así durante décadas, y nadie se enteraría de nada.

    Por fin llegamos a todo lo alto. A nuestros pies, se encontraba el hospital, del que nos separaba un barranco y un frondoso bosque de gran inclinación. Por mi mente pasaban la multitud de veces que había pasado por allí en mi adolescencia. Cuando aún era un ser sociable, incluso había traído a algún amigo junto a mí por esos parajes. A lo lejos se podía ver la ciudad de Jaén, y las sierras y paisajes cercanos a ésta. Paró en una pequeña explanada que coronaba el pico y me sacó de nuevo de la furgoneta como si fuera un animal muerto.

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    Llevaba en una mano el mechero, y cuando trató de tirar de mí con la otra (sin mucho éxito), lo metió en el bolsillo de mi camisa y comenzó a arrastrarme con las dos manos. Durante unos trescientos metros, su agotado, grasiento y sudoroso cuerpo me "remolcó" hasta la zona donde comenzaba el bosque. Se cagó en todos mis muertos y me pegó una última patada con sus desgastados náuticos.
    Tras esto, volvió hacia la furgoneta mientras que se secaba el sudor, muy despacio, pues a su cuerpo le había pasado factura tirar de mis 85 kilos y de sus, por lo menos, 110. Supuse que iría a por el bote de combustible, así que sabía que ésa era mi última oportunidad para ganarle el pulso a la muerte. Tras unos segundos dudando si rendirme y cerrar los ojos o levantarme y tratar de huir, mis piernas me respondieron y, tambaleante, conseguí ponerme en pie. Saqué fuerza, dignidad o no sé qué cojones saqué, y comencé a correr dirección al hospital. Cada paso que daba, mas me dolía la cabeza, los oídos y las magulladuras que tenía por todo el cuerpo. Seguía sangrando y cuando apoyaba el pie derecho, mi tobillo me daba un fuerte pinchazo.

    Cuando llegué al barranco (que me conocía a la perfección, había pasado un montón de veces por allí) escuché arrancar a la furgoneta. Así que supuse que ya había descubierto que me había fugado. Tenía que bajar cuanto antes al hospital, o Giorgio y Cristina estarían criando malvas en breves. Con el tobillo casi roto, con una brecha en la cabeza de 20 centímetros, y mis cabellos rubios teñidos de rojo, bajé por las rocas, agarrándome como podía a éstas con un margen de error de apenas unos centímetros. En el cielo aún se distinguían las estrellas que más apuraban la noche... que se mezclaban con el azul claro de un nuevo día.

    Además de llevar el cuerpo destrozado, el frío de esas horas calaba mis huesos. Tras conseguir superar aquel desnivel rocoso, llegué a la zona más frondosa del bosque. Bajaba por aquella pendiente muy pero que muy rápido, y cada 40-50 metros, frenaba cómo podía clavando mis pies en aquel suelo resbaladizo que estaba ya cubierto de las primeras hojas del Otoño, y mis zapatillas se iban llenando de tierra.

    Las tobillos, cabeza y oídos suplicaban que parara en ese mismo instante, o desfallecerían en cualquier momento, pero mi corazón me pedía ir aún más veloz, de hecho, según él, yo debería estar ya en la 911. Aquellos momentos de incertidumbre, con una mezcla de adrenalina y desfallecimiento fueron los más duros que recuerdo. Cada paso que daba se me hacía más y más difícil, pero yo seguía mirando el reloj que me regaló mi padre unos cuantos años antes. Los segundos pasaban, pero los minutos tardaban más. Bajaba literalmente volando, ni una cabra montesa podría haber bajado tan rápido. Pero aún así, seguía teniendo la sensación de que podía ir más rápido, así que olvidé lo de frenar con los pies a lo "surfista" cada 50 o 60 metros. Mis piernas adquirieron un ritmo vertiginoso, por un momento olvidé incluso el estado en el que me encontraba.

    Pero sólo fue eso, un segundo, cuando apenas me quedaban 500 metros de bajada para llegar a la puerta del almacén (que era la más cercana del hospital desde donde yo me encontraba), mi tobillo se rindió y escuché un crujido profundo y penetrante. Noté como si mi pierna derecha se hundiera en el suelo y el resto del cuerpo siguiera hacia delante por la inercia (como ya he dicho, mis piernas habían formado un torbellino independiente de mí difícilmente asimilable para el cuerpo, y más en mi estado). Caí de boca sobre una piedra afilada que me rajó la cara de arriba a abajo y me rompió un par de dientes. Di un par de vueltas de campana y cuando logré frenar, pude comprobar la gravedad de mis nuevas heridas.

    Un nuevo golpe en la cabeza hacía que aún sangrara mas, la herida se había abierto de nuevo y la hemorragia era aún más fuerte. Si antes la boca me sabía a sangre, ahora aquello había alcanzado otro nivel, brotaba de mi boca literalmente. Era increíble como en apenas en una hora había pasado de estar prácticamente nuevo, cansado, pero en buen estado, a estar completamente destrozado, si hubiera sido un coche estaría siniestro total. Miré hacia atrás para ver la distancia que había recorrido en la caída y pude ver la piedra cubierta de un velo rojo. Joder... parecía imposible que todo aquello saliera de mi. Y cuando volví a girar la cabeza, me encontré con que mi pierna tenía una nueva articulación, a la altura de la tibia. Me había partido la pierna: estaba completamente inmovilizado. No podía mantenerme de pie y, con esas heridas, no iba a poder aguantar más de un cuarto de hora sin desmallarme, si no menos, porque mis ojos llevaban un rato pidiéndome quedarse cerrados.

    No sabía qué hacer: a lo lejos, entre los árboles, se veía El Neveral y a medio camino, el carril por el que había subido un rato antes en la Citröen. De hecho, en ese momento la vi pasar por allí, a toda leche. Era lo bueno de ir campo a través, que había conseguido sacarle mucha ventaja. Pero después del desarrollo de los acontecimientos, dudaba mucho que pudiera volver ni tan siquiera a moverme de allí... quizás algún día mis padres llevarían flores a ese lugar; por lo menos, de esa forma, se podría aclarar todo. Pero no podía rendirme, Giorgio y Cristina estaban en mis manos, sólo un milagro podría sacarme de allí; mis piernas, desde luego, no.

    Y vaya si lo hubo: me senté debajo de un árbol, con la espalda pegada al tronco y, cuando estaba a punto de dormirme, bajó una ardilla por éste y me dijo: "Ey, ¿Te puedo ayudar en algo?". Yo le conté mi situación y, ella, muy preocupada, decidió llamar a sus amigos del bosque, había de todo: jabalíes, ciervos, linces... algún oso e, incluso, un hada (muy guapa por cierto, pero se me olvidó pedirle el número). Entre todos, fabricaron una cama con hojas y me llevaron hasta la mismísima puerta del almacén. Fueron muy amables conmigo, me invitaron a una tostada con jamón y una cerveza (aunque a aquellas horas no me apetecía mucho, me la tomé por compromiso) y me dijeron que todo estaba solucionado, la policía ya había llegado: la directora, la enfermera y aquel hombre tan malo ya habían sido detenidos, y mis dos amigos estaban bien. Luego me dijeron que descansara, pues estaría cansado después de todo el día conduciendo. Pero... ¿cómo sabían eso? No lo sé, no me dio tiempo a preguntárselo...

    Algo muy frío me cayó por la cabeza, abrí los ojos de inmediato y me desperté sobresaltado. Me encontraba en mitad del carril, apenas a 200 metros del almacén. Un par de chavales jovencitos que estaban corriendo por la zona me encontraron allí inconsciente. Me echaron toda una cantimplora por la cabeza, y conseguí orientarme de nuevo, no sin antes preguntarle un par de veces por el nombre del hada. Miré a mi reloj, apenas habían pasado 10 minutos desde la última vez que lo miré. Uno de ellos me había puesto su camiseta sobre mi cabeza, para taponar la herida. Me dijeron que iban a llamar a la ambulancia, pero yo les dije que llamaran mejor a la policía. Con tres palos que había allí y los cordones de sus zapatillas, consiguieron ponerme el pie recto mientras yo veía las estrellas: el dolor era insoportable. Pero gracias a eso yo pude ponerme de pie lo justo para conseguir llegar a la puerta trasera.

    Les dije que ni se les ocurriera acercarse por allí, pues era algo muy peligroso (ellos afirmaban enérgicamente que no iban a entrar, sólo con verme las heridas, podían intuir que aquello no era ninguna tontería). Me despedí de ellos en el mismo carril, mientras que ya tenían el número de la Guardia Civil marcado y estaba a la espera de que se lo cogieran. Yo entré como pude por aquella pesada puerta, en la que estaba ya de nuevo aparcada la Berlingo. Contuve el aliento e invertí mis últimas fuerzas en pasar la pierna por encima del escalón de entrada. Aunque los chavales me habían hecho un buen apaño, no conseguía levantar la pierna del suelo, iba cojeando y arrastrándola. ¡Dios! ¿Cuándo iba a acabar todo aquello? Me dolía cada músculo, cada hueso y cada centímetro de mi piel.

    No pude evitar llorar de rabia, me habían destrozado la vida, no quería seguir viviendo, y menos con las secuelas que me iban a quedar después de todo eso. Sólo quería morir, pero no quería hacerlo sólo, me iba a llevar por delante a todo el que pudiera. Las lágrimas discurrían por mi rostro mientras que avanzaba a duras penas con mi pierna, cara y cabeza destrozadas por aquel inmundo y oscuro pasillo. Era un "zombie", un muerto en vida, habían conseguido sacar de mí en media hora la rabia que llevaba acumulada encima desde hacía décadas. Me acordaba de las collejas en el instituto, de todas las veces que me habían rechazado, de cada vez que recogían mi currículum con cara de asco o de cuando alguien se reía de mí. Sabía que mi muerte estaba cerca, al final de ese pasillo, pero como dice esa socorrida frase, prefería morir luchando que vivir arrodillado.

    No sabía cómo iba a hacerlo, en un cuerpo a cuerpo estaba perdido, hasta un niño de cinco años podría conmigo. Pero el caso es que quería luchar, como un toro que sigue envistiendo incluso después de que el torero le clave la espada; desde el momento que sale a la plaza, sabe que está en desigualdad de condiciones y que va a morir, pero aún así no se rinde, muere con orgullo, como lo iba a hacer yo. Me vino a la mente el Adagio en D Menor de John Murphy. Sentía que iba a hacer historia, algo grande.



    [ame="http://www.youtube.com/watch?v=TBP853AzraU&feature=colike"]Sunshine - John Murphy (Adagio in D minor) Surface of the Sun - YouTube[/ame]


    Llegué a la puerta del sótano, que estaba entreabierta. Y dentro pude ver a la directora y a aquel desgraciado, ambos estaban discutiendo muy alto; yo esperaba con paciencia a que llegara mi momento:


    - ¿Cómo que lo has perdido? ¡Pero si estaba inconsciente! Maldito inútil zampabollos... el resto de mi vida en una celda de 2x2 por tu culpa...
    - ¿Por mi culpa? No ha sido a mí a quien han pillado pichándole esa mierda en las venas a dos pacientes -añadió él, en una especie de batalla en la que competían por el título de tonto del siglo-.
    - Por eso no te preocupes, sólo tenemos que esconder a uno más en este enorme bosque... pero lo tuyo tiene delito: tenía la cabeza abierta y había perdido mucha sangre. Pero claro, el gordo de los cojones no podía correr medio kilómetro para cogerlo, era mejor montarse en el coche y venir aquí a llorar... - en ese momento alguien llamó a la otra puerta, ambos pararon de discutir y ella fue con paso firme hacia la puerta, como teniendo la certeza de saber quién se escondía al otro lado.


    Cuando abrió la puerta, mi sorpresa fue brutal, era Ángela y, junto a ella, Paco (nuestro Paco). Y su cara era de completa tranquilidad... incluso sonreía. ¿Qué coño estaba pasando allí? ¿Estaba Paco metido en todo aquello? No tenía ni la más ligera idea, y mi cuerpo no podía mantenerse en pie mucho más tiempo, así que decidí seguir viendo todo aquello tirado en el suelo, de paso, me ayudaría a ocultarme. Paco entró y se dirigió a la directora, a la que le dijo: "Y ahora me vas a explicar qué coño le estabas pinchando a Cris...". No pudo acabar la frase, el repartidor le pegó un derechazo que lo tumbó. A continuación lo cogió en volandas y lo tiró contra la pared. Una vez estaba de espaldas, la directora sacó una pistola de un cajón, la cargó y la puso directamente sobre la nuca de Paco:


    -Voy a enseñaros a ti y a tu amiguito "el piloto" a meteros en vuestros asuntos - mientras decía esto pude observar como Paco comenzaba a llorar y seguía de rodillas y con la mirada puesta en la pared.
    - Por favor señora Martínez, no lo ha...haga, ¿qué van a hacer mi mujer y mis hijos? Y por favor no le haga nada a ellos, sólo son unos pobres desgraciados. Y Giorgio y Cristina... ¿Por qué la va a hacer eso? Bastante tienen ellos con lo suyo. Y a Carlos... - estaba muy nervioso, apenas podía decir dos palabras sin que se le trabara la lengua, y ella ni siquiera le dejó terminar la frase.
    - ¡Que te calles, nenaza! Eso te pasa por intentar hacerte el héroe... lo único que has hecho es darle media hora más a ese par de desgraciados. Y por Carlos no te preocupes que ya se lo estarán comiendo los gusanos - volvió a acercarle la pistola mientras que Ángela, la enfermera, se descojonaba y el otro la acompañaba a coro, compitiendo por ver cuál era más burro.


    ¡Mierda! Tenía que hacer algo, no iba a permitir que un solo inocente más muriera a costa del beneficio de esos tres. Abrí la puerta con sumo cuidado, lo suficientemente lento para que no advirtieran el movimiento de la misma, pero con la rapidez justa para que no chirriara como le pasaba a esas puertas antiguas.

    Fui desplazándome por debajo de las mesas y de la multitud de tarros de cristal que había allí. Ellos estaban en el otro extremo de la habitación, por lo que, o me daba prisa, o el gatillo estaría apretado para cuando llegara a su altura. Paco seguía suplicándole clemencia mientras que la directora metía mas el dedo en la llaga. Por su parte, el par de bobos de su particular séquito seguían con sus risas nerviosas y sin retirar la vista de la cabeza de Paco. Además de ser dos seres deplorables, también eran unos morbosos asquerosos sin escrúpulos.

    Conseguí ponerme detrás de una mesa a apenas un metro de ellos, mientras que éstos seguían con su particular ritual con el pobre Paco. De cerca podía observar cómo le temblaba la mano a la directora, se notaba que nunca había empuñado un arma. Con los tres de espaladas a mí, era el momento de pensar algo, pues no sabía cuánto tiempo tardaría en ejercer la presión suficiente para que la bala se accionara. Comencé a mirar a mi alrededor, vi un extintor, una barra de Hierro y poco más que me pudiera servir como arma. Pero entonces recordé mi estado, y la situación en sí. Si salía de allí con una barra en la mano, lo más probable es que me fallara la pierna y conforme me levantara, volvería a caer. Con un poco de suerte, conseguiría mantener la vertical el tiempo necesario para que la directora girara su arma y me disparara a mí primero, pero eso sólo le daría a Paco unos segundos más de vida, nada más.

    Buff... ¿Qué podía hacer? Entonces apoyé la mano en mi camisa y descubrí el mechero que un rato antes me habían metido en el bolsillo. ¡Claro! Había tenido la solución ahí todo el tiempo: justo al lado de ellos había un gran estante repleto de tarros con órganos y etílico e inflamable Alcohol.
    Cuando Paco pensaba tener todo perdido, y la directora le dijo: "reza lo que sepas", yo me levanté exprimiendo la últimas gotas de sangre que me quedaban y grité: "¡¡Paco corre!!". Después de eso, me abalancé sobre la estantería echando todo el cuerpo sobre ella. Por la tercera ley de Newton, la estantería ejerció una fuerza igual en sentido opuesto a la que yo había realizado sobre mí y todo el que había cerca. Comenzó a oscilar y los botes fueron cayendo uno tras otro.

    Sin más dilaciones, y una vez estuve seguro de que Paco estaba lo suficientemente lejos, saqué el mechero de mi bolsillo y simplemente le di al gas. El cóctel en el que yo estaba impregnado de alcohol y Gasoil hizo que me prendiera muy rápido, como si de una antorcha se tratara, y que el fuego se extendiera rápido por el resto de la estancia bañada en alcohol.

    Después de eso, poco mas hay que decir, los tres ardían entre gritos de dolor y suplicando que alguien los apagara. Yo, por mi parte, vi como Paco se alejaba del foco del incendio e iba a por el extintor. Yo poco tenía que hacer, no me quedaban gritos que dar, no me quedaban fuerzas para luchar, simplemente me tumbé para atrás y dejé que el fuego se apoderara de mí mientras que dirigía la vista hacia la pequeña ventana que había en la parte superior de la pared.

    Sólo alcancé a ver el cielo, con un color entre ocre y azul, que estaba coronado por una única estrella, que se resistía a marcharse. Y así, mirando al cielo y con el ruido del fuego como banda sonora, dejé este mundo con la conciencia bien tranquila, sabiendo que había salvado la vida de mi mejor amigo, prolongado un poco la de aquel señor italiano tan carismático y la de la que hubiera sido la mujer de mi vida. Sólo esperaba que todo les fuera muy bien a los que se quedaban en este mundo, y me preguntaba si en ese cielo en el que nunca había creído habría carreteras en las que conducir rápido sin miedo a las multas.

    Agarré con fuerza las llaves de mi 911, que aún estaban en mi bolsillo, comencé a escuchar las sirenas de la Guardia Civil y cerré los ojos cuando las llamas comenzaron a nublarme la vista. Me fui de allí con una sonrisa en la boca y pensando en cómo hubiera sido mi vuelta al Ring, si alguna vez hubiera conseguido ir: Cristina estaba a mi lado de copiloto, detrás mía, con su Golf iría Paco y justo en el Carrusel nos encontraríamos con Giorgio y su flamante Miura con matrícula de pruebas.

    Lo dicho, sólo espero que en el cielo haya muchas curvas, sino, aquello se me va a hacer eterno...



    Capítulo 18


    Cuando volví a abrir los ojos, todo estaba blanco. ¿Acaso era eso el cielo?

    Así que era verdad que había algo después de la muerte... En ese momento me arrepentí de no haber rezado más. Giré la vista hacia los lados, buscando algo que no fuera la claridad más absoluta. Aquello era demasiado "artificial", parecía un anuncio de lejía.

    Sólo podía escuchar pitidos, puertas abriéndose y cerrándose y gente hablando en un idioma que no conocía. Tras unos minutos tratando de acostumbrar mi vista a aquello, fui capaz de adaptar mis pupilas a semejante torrente de luz. Definitivamente, aquello era la sala de espera del cielo, había muchas sillas, las típicas de una sala de urgencias. Todas estaban vacías, menos la que estaba más cerca de mí, en aquella silla sí había alguien sentado, pero no alcanzaba a ver quién era, mis ojos aún necesitaban unos minutos más para poder empezar a ver con claridad. Como si fuera un objetivo fotográfico, traté de enfocar mi mirada hacía aquella persona, y me costó muchísimo. Solo percibía su olor, un dulce y delicado olor, y su respiración, con un compás digno de la mejor sinfonía jamás creada.

    Supuse que era Dios, que había tenido el detalle de atenderme personalmente; esperaba que su olor fuera más a viejo, y su respiración mucho más bronca, como si de un ronquido se tratara. Conseguí cuadrar por completo mi vista en aquella cosa: no era un hombre, sino una mujer, y era preciosa. Llevaba una chaqueta de cuero, y una camiseta blanca. Su cabello era largo y, al estar sentada no alcancé a verla de cintura para abajo.

    Un minuto más tarde alcancé a verle los ojos. Eran de un verde intenso y daban una luz especial a aquel lugar. Me sonaban mucho, y no sabía de qué. Entonces, cuando estaba a punto de preguntarle quien era, al tratar de hacer uso de mis cuerdas vocales, me di cuenta de que no podía, algo obstruía la salida de aire por mi boca. Comencé a desesperarme, quería hablar pero no podía, quería levantarme pero no podía, quería vivir, pero no podía. Cuando estaba al borde de un ataque de nervios, ella se acercó, pudiendo percibir aún mejor ese olor y esa respiración, esa maravillosa combinación propia de un ángel. Puso la mano sobre mi pecho (aunque apenas pude sentirla, me sentía como acartonado), y comenzó a hablar:


    - No intentes hablar, no puedes, no intentes moverte, no puedes. Llevo un mes esperando que te despiertes...


    Esa voz sí que sabía de quien era... ¡Era Cristina! Vaya por Dios, al final también ella había muerto... ¿Cómo era posible eso? Si yo vi como aquella gentuza ardía junto a mí, y gracias a Paco, aquella mujer no consiguió hacerle daño, quizás fue el cáncer lo que la mató, una pena en cualquier caso, comencé a llorar, pero ni lágrimas tenía. Ella continuó hablándome:


    - Escucha, no me queda mucho tiempo por aquí y no quiero darte muchas explicaciones, total, seguramente luego ni te acuerdes de esto. El caso es que quería decírtelo antes de irme. Sí, me voy, y muy lejos. La vida se ha portado muy bien conmigo, aunque ahora mismo se esté cebando contigo por mi culpa. Necesito devolverle el favor, llámalo Kharma, Ying-Yang o como tú quieras; el caso es que voy a estar mucho tiempo sin verte. Espero que si algún día volvemos a vernos, te acuerdes de mí, pues voy a estar en deuda contigo el resto de mis días. Antes de lo que piensas estaré de vuelta, te voy a dejar esto aquí, y simplemente, piénsatelo mientras que te recuperas, ¿vale?

    Me dio un beso en la boca, y se fue (tenía los labios secos como una piedra, no pude ni siquiera llegar a percibirlos). Yo traté de gritarle con todas mis fuerzas que se quedara, pensé en contarle todo lo que pensaba de ella e incluso traté de levantarme, pero nada tuvo efecto. Sin más, desapareció de mi campo de visión. Aún no tenía muy claro si estaba vivo o no, pero el caso es que se estaba yendo, y no sé porque, eso sonaba más a un adiós que a un hasta luego.


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    En ese momento, comenzó a dolerme todo, notaba mi piel en llamas, volví a sentir ese dolor en la cabeza y el pitido de oídos. Se me formó un gran nudo en la garganta, y una gran ansiedad se apoderó de mí. Alguien con una bata blanca se acercó y pocos segundos después, me entraron unas ganas locas de echarme a dormir. Y así lo hice, cerré los ojos de nuevo, y me eché una siesta en lo que supuse que sería el purgatorio. Creo que estuve así meses, quizá años, no soñaba, no comía, no veía, eso fue todo; una inmensidad de color negro, todo estaba muy oscuro, y una necesidad vital de acabar con aquello, aunque no podía hacerlo de ninguna forma. Si así iba a ser el resto de mi particular eternidad, estaba claro que no era lo que esperaba, hubiera preferido la opción de que no existiera nada...


    Pero un día, aquello terminó, sin más. Aquella tortura china llegó a su fin. La oscuridad se acabó, sólo tocaba acostumbrar de nuevo mi vista a aquella luz tan intensa. Supuse que aquello funcionaba como la cola de la carnicería: cogías número, esperabas una eternidad en aquella sala tan oscura, y luego te llamaban y te asignaba un lugar. Sólo esperaba que la zona racing no estuviera completa.
    De nuevo sentí aquellos dolores, aunque ahora era un poco menos doloroso, la cabeza apenas me dolía, los oídos estaban bien y en la piel sólo sentía un ligero escozor. Y lo más importante de todo: podía moverme, aunque fuera con dificultad. Esperé a que mis ojos empezaran a hidratarse y a parpadear con mayor rapidez, comencé a reconocer algunas sombras, como las de lo que parecían seguir siendo aquellas sillas donde antes se había sentado Cristina.

    Cuando por fin pude ver con claridad, giré la cabeza para el lado derecho, y acerté a ver una ventana, en la que sólo se veía un cielo nublado. La giré para el otro lado y me encontré con una cama de un hospital, yo, de hecho, estaba en otra. Entre ambas había una mesita hasta arriba de revistas. Conseguí incorporarme y levantar un poco la cama con el mando. Ya en una posición un poco más aventajada, volví a hacer otro reconocimiento del lugar: a mí derecha otra mesita de noche, con una flor marchita y un cajón entre abierto, un par de sillas y un sofá enfrente mía. También había un armario empotrado y, lo que parecía ser la puerta de un cuarto de baño.

    ¿Acaso seguía vivo? ¿Cómo era posible? Entre mis últimos recuerdos estaba el de yo ardiendo como una antorcha, no podía creérmelo. En ese momento no supe si alegrarme o entristecerme, porque bueno, estaba vivo pero... ¿Qué aspecto tendría? Esa era la cuestión. Comencé a observar mi propio cuerpo, estaba completamente vendado de arriba a abajo: piernas, brazos, tronco... todo excepto la palma de mi mano derecha. Estaba muy asustado, seguro que me había convertido en un monstruo. Comencé a hacerme a la idea de que, mi vida tal y como la conocía, no volvería a existir.

    Por la ventana sólo podía reconocer los edificios de una ciudad que no había visto en mi vida: era muy llana, de un tamaño inmenso y a lo lejos, podía distinguir lo que parecía el mar, y las enormes grúas típicas de un puerto.

    Cuando mi mente se colapsó de preguntas, la persona que estaba tumbada a mi lado comenzó a moverse. Parecía estar despertándose, así que esperé unos segundos a que se despejara por completo, antes de empezar a bombardearle con cuestiones varias.

    Empezó a toser... y dijo algo en italiano... ¡era Giorgio! No pude contenerme, y en ese momento sentí un gran alivio al ver que era él mi compañero de habitación, le grité: "¡Giorgio, hijo de puta!". Él se levantó y me dijo: "Hombre ragazzo, ya iba siendo hora de que despertaras... estos 5 meses se me han hecho eternos".

    ¿5 meses? ¿En serio llevaba así 5 meses? Tenía que enterarme de todo. Pero justo entonces, entró un médico, me dio la enhorabuena por despertarme tras tanto tiempo, y se fue a comprobar que todo marchaba bien. Y así pude, por fin, avasallé a preguntas a Giorgio:


    -¿Cómo que 5 meses? ¿Dónde estamos? ¿Qué es esto? ¿Cristina? ¿Y Paco? La directora... si... ¿Qué ha sido de ella?
    - ¡Ey, ey! Echa el freno chaval, que no soy una máquina. Vayamos por partes, estamos en Valencia, ¿Vale?.
    - Y... ¿Qué hacemos en Valencia? ¿Por qué no en Jaén?
    - ¿Jaén? Alguien quemó el hospital... quizá tú sepas algo más del tema -dijo con cierto tono irónico -, nos trasladaron a diferentes hospitales de la provincia, y del resto de Andalucía.
    - ¿Y por qué estamos aquí? ¿Ahora esto es Andalucía?
    - Noooo, a ver, déjame explicarte hombre. Tú quedaste completamente abrasado, así que tuvieron que traerte aquí, a la Unidad de Grandes Quemados del Hospital de la Fe, fueron los únicos que se atrevieron a tratarte.
    - Y tú... ¿Por qué estás aquí?
    - Bueno, fui, mejor dicho, fuimos trasladados a Málaga, pero ni yo ni Cristina soportábamos la idea de que murieras sólo, pues te habían dado 72 horas de vida, llegaste a tener 44 de fiebre. Diste la vida por salvar la nuestra (aunque a mí no me quede ya mucho) y era lo menos que podíamos hacer. Así que pedimos traslado, y tras unos días dándonos largas, lo conseguimos. Estuviste casi 1 mes aislado completamente, sólo podíamos verte a través de un cristal. Luego te subieron a planta y, por suerte, aunque quede mal decirlo, mi compañero de habitación murió, así que conseguí que te pusieran junto a mí. Cristina estaba un piso por debajo, pues cada día estaba mejor, pero en realidad, se pegaba casi las 24 horas del día aquí, junto a ti. Por la noche movía el sofá y lo ponía junto a tu cama, te agarraba de la mano y se quedaba frita. Se ganó más de una bronca por eso.
    - Pero... ¿Y ahora dónde está? - dije con un tono de preocupación.
    - Bueno, no sé si es bueno que te diga esto, y menos en tu estado pero, le dieron el alta, y dijo que la vida le había dado una nuevo oportunidad, y que tenía que salir a ayudar a los demás. Me dijo que te dijera que si algún día despertabas, no fueras a buscarla, que cuando llegara el momento, ella volvería.


    No me lo podía creer, después del día en que desperté y me encontré con ella, fueron las ganas de volver a ver su precioso rostro y de volver a oler esa fragancia las que me dieron fuerza para no rendirme y dejar de luchar. Y justo entonces, tras haber conseguido por fin despertar de aquel maldito coma, en vez de encontrarme con ella, me encuentro con la noticia de que no se sabe dónde está. El mundo volvió a venírseme encima, había hipotecado mi vida por una persona a la que probablemente, no volvería a escuchar, a ver o a soñar. De hecho, no sabía muy bien si esa chica había sido fruto de mi imaginación y si todo aquello que habíamos vivido no era más que un espejismo.

    Aunque estaba muy afectado, traté de parecer fuerte delante de Giorgio, aunque por dentro sólo tuviera ganas de prenderme fuego de nuevo, y dejar de una vez por todas ese sufrimiento al que llamaban vida. Seguí preguntándole, pues aún había otras muchas cosas de las que tenía que actualizarme:

    - ¿Y cuándo se fue? Y a todo esto... ¿Tú cómo estás? En teoría ya deberías... bueno, ya sabes - No me dejó terminar, me cortó de inmediato .
    - ¿Muerto? ¿Estar muerto? Pues sí, me dieron 6 meses de vida, y aquí sigo, aunque bueno, para ser realistas, no me queda mucho, creo que no llegaré al solsticio de Verano. De hecho, creo que mi cuerpo no ha dicho ya basta antes para despedirse de ti, tenía el presentimiento de que volvería a hablar contigo, mamoncete. Cristina se fue hace dos meses, ya debe andar lejos, sólo me comentó que iba a irse fuera de España.
    - Buff... madre mía, ¿Por qué me ha hecho esto? No lo entiendo, de verdad. Bueno, y con Paco ¿Qué ha pasado? ¿Y con la directora y sus cómplices?
    - No sé nada de ellos, de ninguno, sólo recuerdo que a las 6 y media o por ahí de la mañana, llegaron los bomberos y nos evacuaron rápidamente a todos. Vi a Paco al lado de una ambulancia cuando salimos, tenía los brazos quemados y restos de espuma de extintor. Le estaba explicando entre sollozos a un Guardia Civil cómo te habías prendido fuego y él había tratado de apagarte. Cuando nos fuimos de allí en el coche patrulla las tres primeras plantas ya estaban ardiendo. Es todo lo que sé del tema, después de aquello, y de la incertidumbre de los primeros momentos, pedimos el traslado de hospital y nos lo concedieron a cambio de que teníamos que estar completamente aislados del mundo, no podemos ver la tele, ni leer periódicos, ni nada. Llevo aquí casi 6 meses a base de leer revistas de coches y libros. Y de vez en cuando, Vicente, un médico muy simpático que tenemos, nos trae alguna película, eso es todo.

    Joder, mi mente no era capaz de procesar tanta información en tan poco tiempo, 6 meses y no sabía nada de ellos, era increíble. Casi preferiría haber muerto como un héroe a vivir como un ignorante. Así que decidí que lo mejor era salir a investigar sobre qué estaba pasando, seguro que podía encontrar un ordenador con conexión a Internet por algún lado.

    Me puse de pie a duras penas y entre gritos por parte de Giorgio diciéndome: "¿Dónde vas? ¿Estás loco? ¡Que te acabas de despertar de un coma!", bajé de la cama ayudándome de mis brazos y cojeando aún del pie derecho. Tenía que ir apoyándome en las paredes, para no caer al suelo. Ante las negativas de Giorgio, yo seguí para adelante, abrí la puerta de la habitación y salí al pasillo. Con una bata que me dejaba medio culo al aire (era de lo poco que no me había achicharrado) y con cara de llevar durmiendo una eternidad (no engañaba a nadie), empecé a pulular por el pasillo.

    Apenas di 10 pasos cuando una enfermera me agarró y dijo: "Hombre, si tenemos por aquí al héroe de Jaén, ¿Qué tal la siestecita? ¡Anda! Vuelve para adentro, que como nos vea el doctor Vicente nos va a echar una buena bronca". La chica (no parecía muy mayor, de hecho se le veía aún la ilusión en los ojos, era una novata. Ya se iría llevando desengaños con ese trabajo...) me acompañó de nuevo hasta mi habitación y, me dijo que tenía terminantemente prohibido salir de ésta. Apenas se despidió de mi cuando entró por la puerta el doctor Vicent, que apenas habría cumplido le treintena (todos eran muy jóvenes en ese hospital... ¡Qué envidia!):

    - Bueno Carlos, antes de nada, bienvenido al Hospital de la Fe, supongo que ya te habrá comentado tu compañero la situación, pero bueno, te lo voy a explicar yo mejor ¿Vale?. Además eres compañero de profesión, así que todo lo que te cuente, te sonará al menos. A ver, llevas 5 meses y unos 10 días en coma inducido. Estamos a 19 de Marzo, y durante este tiempo hemos estado tratando tus quemaduras de primer grado con injertos de piel. También te hemos estado curando todas las heridas y lesiones con las que venías, pocas personas he visto que entren aquí en ese estado y vivan para contarlo... el caso es que hemos hecho todo lo que hemos podido, pero tu mano izquierda, por ejemplo, estaba hecha un Cristo, con lo que te quedará una buena cicatriz y no recuperarás toda su movilidad. Aparte de eso, traías una gran brecha en la cara y otra en la nuca, la de la nuca la podrás disimular con el pelo, pero la de la cara va a ser más difícil...
    - Y, ¿Cuánto tiempo tengo que quedarme aquí, doctor?
    - Pues es muy relativo, pero yo creo que en un par de semanas te podremos dar el alta, de hecho, ahora te voy a quitar gran parte de las vendas. De todas formas, también depende de lo que diga la Policía Judicial, pues como recordarás... la cosa se puso fea. Pero bueno, de momento no puedo decirte nada del tema, ya te irás enterando de las novedades.

    Comenzó a quitarme el vendaje, con mucho cuidado, pues las quemaduras mas graves aún no se había cerrado. En apenas 10 minutos, pasé de ser la momia (tenía hasta la cara tapada) a parecer el típico adolescente que se ha pegado un golpetazo con la scooter. Tras realizarme las curas, y bajarme la dosis de medicación (pues ellos mismo me habían despertado del coma) se fue de la habitación deseándome buenas noches a mí y a mi acompañante italiano, quien, por cierto, estaba mucho más delgado y débil.

    Una vez nos quedamos solos, fui al baño a mirarme en el espejo para comprobar la gravedad de mis cicatrices. Pero la verdad es que para lo que podía haber sido, no estaba tan mal, habían hecho un gran trabajo conmigo. Me esperaba ser mínimo el nuevo Jorobado de Notre Dame, y en realidad, lo único visible que me quedaba era esa cicatriz en el rostro que me daba cierto aire de chico malo.

    Volví a mi cama y le pedí una revista de coches a Giorgio. Me dijo que cual quería, a lo que yo le respondí con:


    - Alguna en la que salga algo de Nurburgring...
    - Salir sale en todas, colecciono artículos del mismo jeje...
    - Caray, ¿En serio? Te tiene que gustar mucho ese sitio... por casualidad no tendrás alguna en la que salga...
    - Sí, la tengo, mira en el cajón de tú mesita de noche, te la dejé preparada para cuando despertaras.

    Y efectivamente, allí estaba, una Car&Driver del 2004 que rezaba: "Y esta semana, enfrentamos el todo poderoso GT3 RS con sus rivales más directo". Pero cuando saqué la revista... vi algo más al lado, era un pequeño estuche, que me sonaba de algo. ¡Y tanto que me sonaba de algo! Eran los anillos de compromiso que cogí de la habitación de Cristina el día que ésta trató de suicidarse. Lo cogí con cuidado y lo abrí, dentro había un sólo anillo y una carta que rezaba: "El otro anillo lo llevo yo, ¿Te pondrías este, por mí? Volveremos a vernos, te lo prometo".

    Lo volví a guardar en el cajón y de nuevo sentí cierto mariposeo en mi estómago, de nuevo tenía ganas de vivir. Abrí la revista y leí el artículo por completo. Tras enamorarme un poco más de ese circuito en el que nunca había estado, levanté la vista de la hoja y le dije a Giorgio:

    - Oye, ¿Qué te parece si nos vamos al Infierno Verde ahora?
    - Pues... me había hecho a la idea de que me iba a morir sin volver a ir, pero intentaré buscar un hueco en mi apretada agenda. Cuando quieras te pasas a por mí... al fin y al cabo, sabes donde vivo.


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    Ambos no reímos y seguimos con nuestro momento de lectura. Él se lo tomó a broma, pero yo lo decía muy en serio, y no iba a tardar mucho en llevar a la práctica nuestro pequeño compromiso. En el cajón encontré también mi móvil, y tras encenderlo, encontré un par de mensajes cuanto menos curiosos:

    +Recibido el 10 de Noviembre a las 07:45
    Carlos, soy Luis... ¿Dónde estás tío? Llevo media hora esperándote en el mirador de Despeñaperros, no tardes!!!

    +Recibido el 10 de Noviembre a la 10:30
    Carlos tío, no puedo esperarte más, si cambias de opinión y decides venirte dame un toque. Yo estaré por el Ring dando unas vueltas, y no es por darte envidia XD.



    Capitulo 19



    Aquella primera noche se me hizo eterna. No paraba de darle vueltas a todo lo que me estaba ocurriendo: mi mayor motivación personal, Cristina, se había marchado sin dejarme ninguna pista de donde iba. ¿Debía esperarla? ¿Cuánto tiempo iba a estar fuera, una semana, un mes, un año...? Por otra parte, Giorgio estaba muy desmejorado, de aquel carisma inicial con el que lo conocí poco le quedaba ya; desde luego, tenía que darle una alegría antes de que nos dejara. Y con Paco... ¿Qué coño había pasado con él? ¿Lo habrían despedido, o el hospital seguía funcionando? Buff... ¡Cuantas preguntas y que poca pocas respuestas!

    Y bueno... eso por no hablar de mí. ¿Quién se habría hecho cargo de mis cosas todos estos meses? La casa, mi preciado coche (la última vez que lo vi estaba junto a aquel coloso de cemento del que no sabía muy bien qué quedaba, quizá ya sólo cenizas), el gato, las facturas... madre mía, tenía que salir de allí como fuera. Pero no tenía nada, sólo mi teléfono móvil (con una esquina derretida por el fuego, pero bueno, a esos Nokia les pasa como a los Volvo, que son "for life"), aquel anillo y una rosa marchita. Ni siquiera tenía mi reloj, o las llaves del GT3, algo que sí me enfurecía, pues las llevaba en el bolsillo junto al móvil.

    Lo que tenía claro es que no podía entretenerme demasiado, en cuanto estuviera lo suficiente capacitado como para abandonar aquel sitio por mi propio pie, lo haría, y ya buscaría la forma de llegar hasta Jaén. Lo de si me daban el alta médica o no, era secundario. Pero desde luego, allí dentro, poca información podría recabar. Por fin conseguí conciliar el sueño, cerré los ojos con un poco de miedo, por si volvía a quedarme así otros 6 meses, pero el cansancio me estaba matando.

    A la mañana siguiente me desperté por el ruido que Giorgio hacía cuando tosía. Abrí los ojos y alcancé a verlo, estaba sentado en la cama, con un pañuelo en la boca. Aquel pañuelo estaba lleno de sangre: no me daba buenas vibraciones, así que pase de planes a largo plazo y decidí que había llegado el momento de marcharse.

    Durante todo el día estuve dando vueltas por el hospital, reconociendo cada pasillo, cada salida de emergencia, no quería tener nada fuera de control cuando llegara la hora D. Al mismo tiempo, empecé a soltar piernas, pues me había pegado casi 6 meses tumbado. De hecho, entre las cicatrices y quemaduras, pude llegar a distinguir enormes varices provocadas por la falta de movimiento. Pasé la tarde con Giorgio, hablando de su viaje por Europa con los Lamborghini, y de sus años robando piezas del señor Enzo Ferrari para sus coches. Y ya, a eso de las 8 de la tarde, cuando el Sol ya había desaparecido por completo, le comencé a contar mi plan:


    - Giorgio... sé que hay una cosa que te gustaría hacer...
    - ¿A sí? ¿El qué? - dijo preguntando más por compromiso que por no saber la respuesta.
    - Tanto tú como yo estamos enamorados de un sitio. Es nuestra particular Meca. Tú partes con la ventaja de que ya has estado, yo sin embargo no puedo decir lo mismo.
    - ¿Y qué me quieres decir con eso?
    - ¿Que qué te quiero decir? ¿Ya no recuerdas lo que te dije anoche? - pregunté con cierto aire de indignación.
    - ¡Ah! ¿Te refieres a eso? Borra esa idea de la cabeza anda. Ambos sabemos que eso es inviable ahora mismo. Tú, por suerte, podrás planteártelo en el futuro, cuando te mejores. Yo te estaré observando desde arriba con una gran sonrisa - dijo mientras se agarraba una esclava que llevaba colgando del cuello.
    - Giorgio, el cielo no existe, yo he estado muy cerca, y allá no hay nada, ¡Nada! No sé cuánto te queda, pero no tienes tiempo que perder. ¿No crees que llevas demasiado metido en un hospital? ¿Esperando el qué? ¿Tu muerte? No me seas estúpido y disfruta de lo que te queda viviendo al máximo, ahora mismo estás muerto en vida. Y que sepas que no hemos hecho esto antes porque yo no podía dejar de lado mi trabajo, pero ahora por suerte o desgracia, estoy de nuevo en el paro, no sé ni quien soy o qué opinión tiene la gente de todo lo que ocurrió. Tengo una hucha de cerdito en la que hay escrito en tinta indeleble "para Nurburgring" que, está esperando ser rota.
    - Llevas razón Carlos, pero no quiero que lo hagas, bastante has hecho ya por mí. Y si lo haces, hazlo tú sólo, yo no me lo merezco.
    - Eso es algo que no te incumbe. He decidido que te vienes conmigo y punto. Llámalo Kharma, Ying-Yang o lo que te dé la gana, pero me gustaría que algún día me hicieran algo parecido a mí. - Esa frase me recordó a ella, de hecho, creo que fue por ella por quien la dije.
    - Está bien, ¿Y qué tienes pensado que hagamos? - dijo incorporándose y echando el cuerpo hacia delante, sus ojos volvían a brillar como cuando le dejé mi 911.
    - ¿Tú? Nada. Esperarme leyendo revistas y recapitulando todo lo que puedas de "El Infierno Verde" - esto último lo dije mientras que sacaba una mochila de debajo de la cama con cuatro cosillas, me destapaba de la cama ya vestido de calle y me ponía mis gafas de aviador.
    -¿Pero dónde cojones vas? - dijo mientras me observaba yendo hacia la puerta.
    - A ti te lo voy a decir, ¡Para que te chives a estos! Jeje. En serio, tú sólo espérame, tardaré, a lo sumo, 48 horas, auf wiedersehen! - Y cerré la puerta de la habitación.


    Debía mantener la compostura en aquel sitio. Tenía que tratar de pasar desapercibido. Era más una cuestión de suerte que de estrategia que no me reconocieran. Lo más difícil era salir de aquella planta.

    Con la mochila cogida de un sólo asa, y los ojos cubiertos con aquellos cristales oscuros, avancé cabizbajo por todo el pasillo, intentando que nadie me mirara. Pasé todas las habitaciones, la recepción y los baños públicos de la planta. Y cuando estaba llegando a las escaleras, me encontré al doctor Vicente tomándose algo en la máquina de café. Traté por todos mis medios que no me reconociera, haciendo el mínimo ruido posible y disimulando la cojera. Pero él me vio, y empezó a gritarme: "¡Carlos, Carlos! ¿Dónde va? ¡No puede salir de aquí!". Yo hice como que la cosa no iba conmigo y seguí caminando hasta llegar a la puerta de las escaleras de emergencia.

    Él comenzó a seguirme, con lo que yo aumenté el ritmo, haciendo más evidente mi cojera. Abrí la puerta, y luego se la cerré prácticamente en las narices. Empecé a bajar a toda leche, el dolor me estaba matando y notaba que ni mis gemelos ni mis cuádriceps eran lo mismo que unos meses atrás. Veía la bata del doctor apenas un piso por encima. No sabía muy bien en qué planta estaba, así que simplemente seguí las escaleras esperando que en algún momento se acabaran.

    Cuando llegué a la planta baja, paré un segundo para recuperar el aliento y localizar la salida más cercana. Escuchaba los pasos de Vicente a apenas unos metros, con lo que actué rápido y me dirigí a una gran puerta de color rojo con el típico tirador de las salidas de emergencia. Al abrirla sonó una alarma y salí a una gran plaza. Seguía corriendo, pues a apenas 50 metros de mi venía aquel doctor con cara de estar un tanto enfadado conmigo.

    Sin saber muy bien dónde me dirigía, continué corriendo, sin más. Trataba de alejarme todo lo posible de ese lugar. Volví a rastrear de nuevo con la vista aquel sitio, pues él seguía detrás de mí, y cada vez más cerca. A esas horas, apenas había nadie por allí. No tenía ni idea de qué hacer para escapar. Entonces me encontré a un grupos de chavales que estaba haciendo trucos con sus bicicletas "Fixie". Había muchas, como unas diez, pero ellos sólo estaban atentos a los trucos que uno estaba haciendo, formando un corrillo a su alrededor. Yo me acerqué sigilosamente a una de las bicis, que estaba apoyada en una pared, y la cogí sin pensármelo mucho.

    Llevaba un manillar de carretera, con lo que erguí mi posición y empecé a pedalear como en mi época de ciclista. El Doctor Vicente dejó de perseguirme, pero le cogieron el relevo un par de chicos del grupo, cada uno con su respectiva bici. Comencé a pedalear casi al sprint e iba todo el rato mirando hacia atrás. Ellos gritaban: "¡Hijo de puta! Devuélvenos la bici". En una de esas ocasiones, al volver a mirar hacia delante, me encontré con unas escaleras, de, al menos, 15 escalones.

    Busqué el freno por todo el manillar, mas no lo encontré. Entonces recordé que esas bicis no solían llevar frenos normales, sino de contrapedal. Eché mis piernas hacia atrás con todas mis fuerzas, bloqueando la rueda trasera. Esto sólo hizo que mi control sobre la bici disminuyera, con lo que decidí dejar de frenar. Agarré el manillar con fuerza, levanté el culo del asiento, y cerré los ojos. La bicicleta comenzó a bajar escalones mientras daba botes, yo sólo me concentraba en mantenerla en vertical y lo más levantada posible de delante, para no darme de morros contra aquellos afilados escalones.

    Uno tras otro, conseguí salvar todos los peldaños y llegar a una gran avenida. Cuando bajé por completo las escaleras, miré para atrás para comprobar si aquellos dos chavales seguían persiguiéndome, pero no fue así. Ambos se encontraban en aún lo alto, parados. No se habían atrevido a bajarlas, y bien que hicieron, pues aquello fue un milagro. A día de hoy, aún me pregunto cómo hice semejante salvajada.

    No me sentía orgulloso de lo que había hecho, pero ya encontraría alguna forma de devolverles el "favor". Ya un poco más tranquilo, y a un ritmo un poco menos frenético, continué pedaleando por esa avenida, aunque no sabía muy bien dónde me conduciría. Recorrí como unos cinco kilómetros hasta que llegué a la majestuosa Ciudad de la Artes y las Ciencias. Una vez superado el shock inicial por semejante obra (nunca había pasado por allí), seguí pedaleando hasta llegar a un puente igualmente increíble y de un blanco muy puro.

    Desde allí, había unas vistas impresionantes del lugar, con un horizonte en el que se fundía la luz de la Luna reflejada en el mar con las enormes grúas del centro. Paré para tratar de orientarme y decidir qué iba a hacer. Junto a mí, a apenas unos 50 metros, se encontraba un señor mayor, con rasgos del Este de Europa, tocando el saxofón. La melodía interpretada era ni más ni menos que Baker Street, y si no lo era, se le parecía mucho. La interpretó de forma magistral, no le eché algo de dinero porque no llevaba nada encima, que si no, no hubiera dudado en pagarle la cena. Por un momento me olvidé del nuevo follón en el que andaba metido, y simplemente chasqueaba mis dedos al ritmo de la música.

    [ame="http://www.youtube.com/watch?v=LPfx40ikmQI&feature=colike"]Baker Street - Richi Jones on Sax - YouTube[/ame]

    Cuando acabó de tocar, pude de nuevo concentrarme en mi objetivo: llegar a Jaén. Supuse que la mejor opción sería coger un autobús, pues era lo más económico. Pero no sabía dónde estaba la estación, así que, viendo la poca gente que había por allí aquel frío Martes de Marzo, me animé a preguntarle al viejo saxofonista:

    - Perdone, ¿Sabe por dónde queda la estación de autobuses?
    - Si me echaras unas moneditas, le respondería encantado - dijo mientras guarda aquel oxidado saxo en la maleta.
    - ¡Qué más quisiera! Toca usted de miedo, de verdad, pero no llevo un sólo céntimo encima. De hecho, aún no sé cómo voy a pagar el billete de autobús.
    - Bueno, siendo así haré una excepción. Yo voy para allá, duermo allí. Y si me caes bien, lo mismo, hasta te enseño una forma una de viajar gratis.


    Le ayudé a cargar la maleta, me bajé de la bici, y comenzamos a caminar hacia de la estación:


    - Está un poco lejos, pero bueno, a mí me gusta andar, ¿Y a usted?
    - Bueno, digamos que llevo una eternidad tumbado, me apetece soltar las piernas -dije con cierto tono de "interesante".
    - Eso está bien. Bueno, ¿Y cómo que no tiene dinero, y lleva esa preciosa bici? No son baratas precisamente...
    - La bici es prestada, me la ha dejado temporalmente un amigo.
    - ¿Y qué vas a hacer con ella? Porque en el autobús te cobran un extra por llevarla...
    - No lo sé muy bien... necesito un sitio donde guardarla, o alguien que me la cuide. ¿Te gustaría tenerla un tiempo?
    - Pues vale, no estaría nada mal, me va a ahorrar más de una caminata. Me estás cayendo bien chaval, esta noche, el billete te sale gratis, cortesía de "Viajes Sergey".
    - Mmm... así que Sergey... yo soy Carlos, encantado - nos estrechamos la mano y continuamos por la orilla del Turia río arriba cerca de una hora, yo arrastrando la bici, y él la maleta.

    Llegamos a la estación a eso de las 11 de la noche, quizá un poco antes. Nos acercamos a un banco en el que había un perro durmiendo junto a un plato con comida. Al acercarnos, el perro se despertó y fue a saludar a mi nuevo amigo ucraniano. Él le dijo: "¡Hombre Dimitri! ¿Te alegras de verme? Mira lo que traigo para ti, espero que me lo agradezcas, que hoy no he comido por comprártelo... ¿Eh?" y le abrió una lata de comida y se la volcó en el plato. Entonces volvió la vista y se dirigió a mí:


    - Bueno, ¿Y tú dónde vas? - a esa hora la estación estaba prácticamente vacía, tenía miedo de pasarme allí todo un día esperando al siguiente autobús.
    - A Jaén, no sé si...
    - ¿Jaén? Andén 17, sale uno a las 1:30 de la mañana y otros a las 12:45 de la tarde. Creo recordar que el billete de ida son 38,43 euros.
    - Joder, ¿Te sabes todos los destinos, horarios y tarifas? - Dije con unos ojos abiertos como platos.
    - Bueno... más o menos, al principio era entretenido, pero ahora ya me aburre un poco. Se pueden pegar semanas sin actualizar ningún dato.
    - Pues la verdad que no es mala idea para ejercitar la mente. Bueno... ¿Y qué hago hasta que llegue la hora? ¿Cómo va eso de montarte gratis?
    - Hay muchas cosas que hacer por aquí... pero bueno, antes de nada, te explico mi "modus operande". A ver, vas a viajar con Alsa, ¿Vale?
    - Sí, hasta ahí lo he entendido, jeje...
    - Pues bien, lo que vamos a hacer es lo siguiente: cuando el autobús llegue a la estación, se abrirá la puerta de atrás para que los viajeros se bajen. El conductor estará ya fuera abriendo el maletero, o si no, ya lo entretendré yo. Así que, cuando estos hayan bajado, tú subes como si la cosa no fuera contigo, y te sientas; ahí acabará tú trabajo.
    - ¿Y no me pillarán? - dije con cierto escepticismo.
    - No, está todo controlado. El método que tiene el conductor para que no se le cuele nadie, es el de contar a la gente que hay montada, y cotejarlo con los billetes que hay vendidos. Yo me pondré cerca de tu ventana, si cuando el conductor se suba, te hago el símbolo de "Ok" con la mano, no hace falta ni que te muevas. Si ves que pongo el pulgar hacia abajo, agáchate.
    - Pues muy bien, todo comprendido.
    - ¿Sí? Pues nada, ven que te enseño esto - cogió el plato de plástico en el que había comido el perro, lo tiró a la basura, y comenzó a andar, seguido por su fiel compañero cuadrúpedo.


    Yo me puse a su lado y comenzamos a andar por el interior de la estación. El seguía sin soltar aquella maleta de cuero y yo seguía con mi mochila y aquella preciosa bici con ruedas de perfil alto. Bajamos una planta por debajo de la zona de los autobuses, y llegamos a una puerta en la que ponía: "prohibido el paso".

    Tocó tres veces seguidas a la puerta, siendo cada golpe un poco más intenso que el anterior, como si de un código Morse se tratara. A los pocos segundos, alguien que estaba dentro, dijo con una voz muy ronca: "¡Voy!" y a los pocos segundos, un hombre con gorro y pelo largo nos abrió la puerta. Y entonces, comenzaron a hablar entre ellos:


    - ¿Qué tal ha ido el día? ¿Has sacado mucho? - preguntó el hombre del pelo largo.
    - Que va tío, apenas 2 Euros, y me los he gastado en la comida del perro - dijo bajando la cabeza.
    - Bueno hombre, no te preocupes, no todos los días se saca dinero para comer. Coge una lata de las mías, bueno, una o las que quieras. ¿Y tú qué? ¿No comes nada, chaval? Tienes cara de no haber pegado bocado en días, me recuerdas a mí cuando estaba con el caballo... - dijo dirigiéndose a mí.
    - No, gracias, de verdad. No tengo hambre - en realidad estaba hambriento, pero no estaba dispuesto a que aquellos dos señores, que podían ser mi padre se quedaran sin comida, total, en apenas unas horas, tendría una nevera entera a mi completa disposición.


    Sergey cogió un rollo de papel higiénico cortesía de los baños de la estación y comenzó a limpiar el saxofón con suma delicadeza. Mientras tanto, comía con un tenedor pequeño degustando cada trozo de atún que se llevaba a la boca, como si de caviar iraní se tratara. Esa noche me llevé una gran golpe de la puta realidad, a veces nos metemos demasiado en nuestra propia burbuja y obviamos lo que está a apenas unos metros de nosotros. Por unas horas, yo me convertí en un indigente, aunque he de reconocer que aunque con hambre, estuve a gusto. En aquella habitación tenían de todo: una vieja tele, un sofá que se caía a trozos y una mesa a la que le faltaba una pata, pero se lo habían montado bien, estaban calentitos y entretenidos.

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    Estuvimos viendo una película (de coches, por supuesto) hasta la hora de mi partida. A eso de las una y cuarto salí al andén 17. Me acompañaron Sergey y el perrito; su compañero se había quedado frito. El autobús tardó unos tres minutos más en llegar. Cuando éste aparcó y los dos o tres pasajeros noctámbulos que quedaban a esas horas bajaron, yo lo di un fuerte abrazo a aquel ucraniano al que la vida no había tratado muy bien y al que prometí volver a ver y me subí por la puerta de atrás, como me había recomendado.

    Un vez en dentro, esperé en los asientos del final a que llegara la 1 y media. A eso de la 1 y 28, el conductor entró en el autobús, y miré por la ventana esperando la señal de aprobación de Sergey. Pero en lugar de eso, me encontré a este haciendo gestos desesperádamente para que me agachara. Y así lo hice, me apegué todo lo que pude al suelo y empecé a sudar y a ponerme muy nervioso. Sentía los pasos del conductor viniendo hacia mí, había muy poca gente en el autobús, y la mayoría durmiendo, con lo que una persona de más se notaría mucho. Cada vez estaba más cerca, lo escuchaba contando en voz alta: "1,2,3,4... señora, póngase el cinturón, 6, 7 y...". Vi sus zapatos de color negro brillantes a la altura de mi asiento, yo utilicé la técnica de "el bicho bola" combinada con la de la beata enfermiza: "Padre Nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu... ¡Me cago en Dios que no me acuerdo!"

    Por suerte mi depurada técnica funcionó, y pude alcanzar a distinguir en la oscuridad del bus como aquello zapatos cambiaban 180º su trayectoria y volvían por donde habían venido. Un vez escuché el autobús arrancar me puse de nuevo de pie y me abroché el cinturón. Por la ventana pude ver a Sergey con el pulgar levantado y sonriéndome.

    El autobús comenzó a maniobrar para salir de la estación, y yo le dije adiós con la mano a mis dos nuevos amigos. Pero Dimitri no estaba dispuesto a dejarme ir, así que comenzó a correr y a ladrar detrás del autobús. Incluso fuera de la estación, aquel chucho de color marrón seguía detrás. Al coger dirección Albacete, el autobús rodeo la estación, con lo que pasamos por la puerta principal de la misma. Allí estaba ya Sergey esperando a su compañero de fatigas y aprovecho para despedirme una vez más, ya con éste entre los brazos.

    Yo me fui con una sensación amarga de aquella estación, se les veía dos grandes personas, no merecían vivir así. Eché el asiento hacia atrás y traté de conciliar el sueño. Salí de Valencia sin un duro y con tres nuevos amigos, aunque uno de ellos ni siquiera fuera humano. El día siguiente iba a ser duro, así que cerré los ojos y trate de imaginar los de Cristina, casi sentía sus labios otra vez junto a los míos. Me sentí muy sólo, ojalá estuviera a mi lado, como aquella tarde que pasamos con el 911 por tierras jienenses. En unas horas, estaría de nuevo por allí, y tenía muchas cosas que averiguar...


    Capítulo 20


    Pasé la noche en aquel asiento de gomaespuma forrado con tela de "usar y tirar". Rodeado de gente humilde, en su mayoría magrebíes y sudamericanos. No cogía un autobús desde que iba a la universidad. Y sólo lo hacía cuando no tenía más remedio, y mi suministro de tuppers comenzaba a marcar la reserva. No era mi medio de transporte favorito, aunque cualquier cosa que pudiera circular sobre asfalto me hacía "tilín". Desde una carretilla de mano a una bicicleta, cualquier cosa con ruedas era objeto de mi culto y beneplácito. Y sobre todo me gustaba viajar de madrugada (si no era yo el que conducía, mejor; aunque bueno, mi primer coche se hizo de rogar, con lo que pasé mi juventud de bici en bici y de metro en metro). Aquella idea de salir de un sitio con la única iluminación de mis faros, y llegar al destino con las cumbres de las montañas pintadas del naranja del amanecer, era todo un placer para la vista y un fantástico despertar cromático digno del Olympo griego.

    También me vino a la mente la envidia "mala" que me entraba cuando veía a mis compañeros llegar en coche a clase. Se convertían automáticamente en casanovas, mientras que yo me gané a pulso el mote de "el tonto de la bici". Jeje, en fin, por suerte aquellos tiempos pasaron, ahora yo tenía un Porsche y ellos una monovolumen llena de sillitas para niño.

    A eso de las 8 de la mañana, con los primeros rayos de Sol, y con las montañas teñidas de ese naranja que tanto me gustaba, pude ver a lo lejos el Castillo de Santa Catalina dominando la ciudad de Jaén. Aunque como ya he dicho alguna vez anteriormente, ese sitio no era, ni de lejos, el ideal para mí, he de reconocer que esbocé una sonrisa al ver aquella silueta en el horizonte. Mis mejores y últimos recuerdos estaban allí, aunque las cosas parecían haber cambiado un poco.

    Aún con los párpados pegados (me había echado una buena siesta) y los riñones en un mundo más allá del físico (cercano a lo astral), comencé a estirarme con mucho ímpetu y a soltar berridos que despertaron a la mitad del autobús. Y en eso que me encontraba yo con la cabeza apoyada en el cristal, buscando los primeros reflejos del Sol para entrar en calor, cuando un zumbido ensordecedor pasó al autobús por el carril de la izquierda (lado en el que yo iba sentado; desde pequeño me ha gustado ponerme en el lado de la carretera, para no perderme un sólo coche, animal o cosa que pudiera ser de mi interés).

    Levanté la cabeza y traté de enfocar mi vista en aquella cosa. Era de color negro, y tenía un enorme alerón. Apenas habían pasado unos segundo cuando un segundo zumbido, aún más agudo, pasó por nuestro lado. Aquella mancha roja sí se me hacía familiar... ¡Era un Enzo, un Ferrari Enzo! Aquel coche era el que comenté al principio de estas páginas, el que no me atrevía a nombrar. Era la perfección: potencia, deportividad, belleza y armonía, todo en uno. Algunos dicen que es el Ferrari más feo de las últimas décadas, pero a mí me parecía, y me sigue pareciendo, precioso. Y tal y como apareció de la nada, desapareció en el cambio de rasante de la autovía.

    Y cuando comencé a recuperar la tranquilidad, y adaptarme nuevamente al torturador respaldo del asiento, un sonoro 6 cilindros volvió a provocar que me levantara. En esta caso era un Nissan GTR 2012 de color azul. Todo un matagigantes con piel de cordero. Tampoco tardó demasiado en desaparecer por el horizonte: entre que el autobús no podía pasar de 90, y aquel trío iba como mínimo, al doble de la velocidad máxima permitida, mi campo de visión los perdió de vista en un santiamén. Y entonces fue cuando me asaltaron multitud de preguntas a la cabeza, pues hasta ese momento, lo más "gordo" que había visto por Jaén había sido mi 911 y un Mercedes SL500. Quizá sólo estaban de paso, pero la verdad era que había muchas rutas alternativas para llegar a Marbella y la Costa del Sol, donde supuse que iban.

    Planteándome las posibles justificaciones a que aquellos bichos pasaran por mi tierra, el autobús entró a la ciudad. Recogí la mochila que contenía una muda y mi cartera (que por cierto, no tenía ni idea de quién me la podría haber traído al hospital), y me bajé del autobús en la estación, que se encontraba en el centro urbano. Me acerqué a la zona de los taxis, que estaba a la salida, para buscar uno que me llevara a casa, que era donde lo tenía todo. Un taxista con bigote metió mi mochila en el maletero de su Mercedes E320, encendió el taxímetro y me preguntó:

    - Bueno, ¿A dónde quiere que le lleve? - dijo mirándome por el espejo retrovisor.
    - A casa, llévame a casa.
    - Está bien, meto en el GPS la palabra clave "casa" y... sí, exactamente, cero resultados - menudo vacilón estaba hecho aquel señor, pero me cayó simpático.
    - Uy sí, perdona, vivo en Calle de...

    Arrancó el coche y salimos rumbo a donde le indiqué. Todo parecía estar como siempre, pero cuando encaramos la Avenida de Madrid, aquel zumbido que había escuchado minutos antes en el autobús, volvió a resonar en mis tímpanos. Comencé a mirar por todos lados, buscando su origen y, efectivamente, allí estaban los tres superdeportivos, yendo en sentido contrario al nuestro por la misma vía. Apenas los vi unos segundos, pero fueron suficientes para ver al que nos había pasado primero en la autovía, y que no tuve la oportunidad de reconocer: se trataba de un Bugatti Veyron.

    ¿Pero cómo podía ser eso verdad? Que circularan por la autovía aún tenía algo de sentido, pero que lo hicieran por el centro de Jaén era un fenómeno completamente paranormal. Los tres llevaban matrículas italianas y, evidentemente, formaban parte del mismo comboy. Con la emoción del momento, no pude evitar comenzar a pegar saltos sobre aquel asiento desgastado por kilómetros y kilómetros de uso. Al verme hacer eso, el taxista no tuvo más remedio que preguntarme:


    - Pero bueno, ¿Qué le pasa? ¿Y ese tembleque?
    - ¿Cómo que qué me pasa? ¡Que eso era un Veyron, un maldito Veyron aquí, en Jaén!
    - ¡Ah vale! Que lo dices por los coches...
    - Pues claro, ¿Por qué sino? - dije mientras me abanicaba con las manos; de la emoción estaba incluso sudando.
    - Hace mucho que no se pasa por Jaén, ¿Verdad?
    - Pues sí, como 6 meses, ¿Por qué lo dice?
    - No, por nada. Es que de un mes y medio para esta parte, se han empezado a ver muchísimos coches de este estilo, casi a diario. Atraviesan Jaén, crean una expectación de tres pares de cojones, y no se les vuelve a ver, sólo pasan una vez. Los primeros días yo también me emocionaba, pero ya casi que me he acostumbrado. Lo raro es que, aunque los coches cada día sean diferentes, siempre van de tres en tres, y conducidos por los mismos tíos. El tercer día traté de seguirlos, pero cuando salieron de Jaén con dirección a La Guardia, pillaron un ritmo endemoniado y no había huevos a pillarlos. Y eso que ese día eran coches más "normalitos", dos Porsche y un Mercedes, no me preguntes por los modelos porque no tengo ni idea de esos coches. Pero mi hijo me dijo que el Mercedes era de esos de las puertas que se abren "pa" arriba.
    - Joder, pues menudo misterio... algo gordo se tiene que estar gestando por aquí cerca.


    Paró en la puerta de casa y, cuando fui a echar mano de la cartera, me di cuenta de que no llevaba ni un euro encima, así que le pedí que esperara un minuto. Me acerqué a la verja y, con mucho esfuerzo (pues entre las quemaduras y las heridas, no estaba en mi mejor forma física precisamente), salté por el único hueco por el que sabía que no saltaba la alarma. Llegué a la puerta de casa y cogí las llaves que tenía guardadas detrás de una maceta. También podría haber llamado a Paco, que tenía una copia, pero preferí apañármelas yo sólo, ya hablaría con él más tarde.

    Abrí y lo que me encontré dentro me sobrecogió y de qué manera, toda la casa, absolutamente toda, estaba patas arriba. Los cajones por el suelo, todos mis papeles tirados, y un fuerte olor a cerrado inundaba la estancia. ¿Qué demonios había pasado? No tenía ni idea, pero debía averiguarlo. Me acerqué a la cocina, y cogí de un tarro 15 euros que fue lo que me pidió aquel señor por la carrera. No sabía quién había entrado, pero desde luego no buscaba dinero: aunque el tarro también había sido manipulado, no le faltaba ni un céntimo, y eso que había bastante, pues era donde guardaba la pasta para la gasolina.

    Salí a pagarle y volví a entrar. El taxista se quedó muy extrañado con la situación, pues no era muy normal que una persona entrara a su casa saltando una valla. De nuevo en el interior, y todavía con el disgusto en el cuerpo, pensé que lo mejor era llamar a Paco. Así que miré en la agenda del móvil (que por cierto, estaba casi sin batería, ya no le aguantaba como antes) y comencé a buscar su número. Pero no estaba; o yo, con eso del coma no recordaba muy bien si tenía su número, o alguien me lo había borrado.

    Así que, pensé que lo mejor era buscar su número. Pero claro, cualquiera encontraba las páginas amarillas entre aquel caos, así que lo mejor sería que lo buscara en Internet. Pulsé el botón de encendido del ordenador de sobremesa, y en vez de salirme el icono habitual de Windows 7, se me puso toda la pantalla en negro y comenzó a salir un mensaje con letras blancas, típico de la programación en lenguaje C. Decía algo como "Los acciones de tu pasado, condicionan tu futuro". Apenas me dio tiempo a acabar de leerlo cuando comenzó a reproducirse la canción de Peret, "El muerto vivo", en todos los dispositivos electrónicos de la casa, y a todo volumen. Desde el Home Cinema del salón a la televisión de mi cuarto.


    [ame="http://www.youtube.com/watch?v=Xu-BaGjjr0g&feature=share&list=LL8RkYOOofMOe5RxaoeNlnRw"]PERET - EL MUERTO VIVO.- 1967.wmv - YouTube[/ame]


    La canción en sí no era nada del otro mundo, de hecho me resultaba bastante graciosa, pero reproducida a todo volumen, con la casa prácticamente a oscuras y sabiendo que alguien había entrado allí, hacía que no me sintiera especialmente cómodo. De hecho, me sentía observado, alguien me quería decir algo, pero no sabía muy bien el qué. Lo que sí tenía claro es que no quería seguir allí metido, así que me acerqué al cuadro de luces y desconecté el paso de electricidad de toda la casa. Aquella cancioncita dejo de sonar y pude actuar con más tranquilidad.

    La mejor opción era ir directamente a la casa de Paco, y preguntarle a él qué había pasado desde el incendio. Estaba muy confuso. Así que cogí un billete de diez euros, unas monedas sueltas y cerré la casa a cal y canto. Me acerqué a la parada de autobús y esperé una media hora hasta que llegó el número 12, que iba a su barrio. Utilicé las monedas para pagarlo y en apenas 15 minutos llegué a la plazita que se encontraba junto a su casa.

    Aún estaba temblando, me entraban escalofríos sólo de recordar aquella canción, no sé porqué, pero había sentido que no era el único que estaba dentro de casa, era una sensación muy descorcentante. Sólo esperaba que Paco aportara un poco de luz a todo aquello, o que todo hubiera sido fruto de mi imaginación y sólo hubiera sido un sueño que había tenido mientras descansaba en el autobús camino a Jaén.

    Pero no, no desperté porque no estaba soñando. Encaré la calle de Paco y a lo lejos pude ver el Golf. Conforme me iba a acercando, me iba fijando en ciertos detalles de los que podía intuir que el coche no estaba siendo muy cuidado. De hecho, en la zona donde las ruedas se apoyaban, estaba creciendo el típico musgo que indica que un coche está abandonado y los frenos de disco tenían una capa considerable de óxido. Y cuando rodeé el coche, vi algo que jamás pensé que podía llegar a suceder: en el parabrisas, había pegado un cartel escrito a mano de "Se Vende" y justo debajo un "Razón en el 63520530".

    Era inasumible la cantidad de cosas que habían cambiado en tan poco tiempo, y con lo poco que me gustaban a mí los cambios, tengo que ser sincero y decir que la situación me sobrepasó. Sentí un agobio muy grande, como si estuviera cayendo a un pozo sin fondo. Pasé la mano de delante hacia atrás, dibujando con mis dedos aquella bonita línea, de lo que un día fue mi coche, mi niño mimado. Cuando terminé me senté en el bordillo de la acera y comencé a llorar desconsoladamente, no vi forma mejor de canalizar mi angustia.

    Cuando llevaba unos cinco minutos allí sentado, noté que una mano se apoyaba en mi espalda y, a continuación note una voz algo grave que me decía: "¡Pero bueno! ¿Y tú qué haces aquí? ¿Y por qué lloras?". Me giré y alcancé a ver que era Paco quien se apoyaba sobre mí, así que acerté a contestarle entre sollozos: "Paco, ¿Qué ha pasado? ¿Qué queda de mi vida?".

    Éste me dijo: "Es una larga historia, amigo. Anda, pasa y te la cuento con más detalles". Una vez en el salón, en cuya mesa había una vela (al parecer no tenían ni luz), Paco me sacó una cerveza algo caliente, y pidiéndome disculpas porque sin luz no se podía enfriar más, comenzamos a hablar:


    - ¿Qué coño pasa? ¿Por qué vendes el Golf? ¿Por qué no tenéis luz? - pregunté al borde de un ataque de nervios.
    - Mira Carlos, no me voy a andar por las ramas, que te conozco y sé que no te gusta, te comento la situación y luego te explico cómo hemos llegado hasta ahí: yo ya no soy jardinero, y tú ya no eres médico, puedes usar tu título como posavasos, no le encontrarás mayor utilidad...


    ¿Que qué? Mi corazón sintió un pinchazo, como un jarrón rompiéndose en mil pedazos contra el suelo.



    Capítulo 21​




    Aún no podía concebir la idea de que mi vida había dado un giro de 180 grados, y no precisamente hacia mejor. Aunque dentro de tanta decepción, al menos me sentí aliviado, por fin iba a hablar con alguien que me podría contar qué había pasado durante mi estancia en el purgatorio:


    - ¿Qué? ¿Cómo que ya no soy médico, y qué voy a hacer?
    - A ver... ¿Quieres que empiece desde aquel día? ¿Qué es lo último que recuerdas?
    - Puff... no sé, estaba envuelto en llamas... - dije tratando de quitar un poco de hierro al asunto.
    - Supuse que era eso lo último que recordarías. Bueno, pues nada, ve al baño si tienes ganas ahora, porque la cosa va para largo.
    - Lo único de lo que tengo ganas es de que empieces ya con todo esto. Deja de dar vueltas, ¡Coño!.
    - Vale, vale, tranquilo muchacho. A ver, te voy a contar lo que ha pasado desde mi punto de vista, ¿Ok?
    Empiezo desde que me despedí de ti, aquel... ¿10 de Octubre? No sé, ni idea. El caso es que nos bajamos Lucía, los niños y yo para casa, a eso de las 10 de la noche. Deshice las maletas, cenamos y nos fuimos a dormir, pues ese Lunes empezaba a las 6 y media.
    Me levanté al baño a eso de las 2 de la mañana, volví a la cama y, cuando estaba cogiendo el sueño, escuché el motor del GT3 al ralentí en la puerta, así que decidí salir a buscarte. Pero cuando abrí la puerta, sólo alcance a ver las luces traseras subiendo a toda hostia por el final de la calle. Supuse que querrías hacernos una visitillas, pero que al final, viendo las horas que se te habían hecho, decidiste no llamar al timbre. Giré para volver a entrar a casa, y fue entonces cuando me fijé que habías dejado algo en el buzón, pues asomaban un par de hojas por la ranura de éste. Lo abrí y me encontré con eso, dos o tres hojas creo. Una estaba escrita por ti y me explicabas a grandes rasgos todo lo que había pasado y lo que habías averiguado, y en la otra había una especie de gráfico, con nombres de pacientes, el día de su muerte y la cantidad de Aemata...
    - Amatoxina - le corregí.
    - Eso, Amatoxina, y además, estaba la firma de la directora, vamos, que era la última y definitiva prueba que necesitábamos para tenerlos agarrados por lo huevos.
    - ¿Y qué pasó después?


    No podía entender cómo se había podido torcer tanto la cosa, quizá yo debí tener más paciencia y no subir esa misma noche, aunque por otra parte, fue la falta de paciencia la que me salvó la vida... aunque no quiero adelantar acontecimientos.


    - ¿Que qué paso? Pues que te conozco y sabía que no ibas a dejar a Cristina y a Giorgio ni un minuto más en ese hospital, yo tampoco podría. Me fui a la cama, pero no podía dormir, estuve dándole vueltas a aquello durante, al menos, una hora, pero finalmente decidí que lo mejor sería subir al hospital. Como se suele decir: mejor prevenir que curar.
    Así que cogí las llaves del Golf, me cambié de ropa y subí cagando leches para arriba. No quería que cometieras ninguna estupidez. Fui lo más rápido que pude por las calles del barrio. Pero pronto tuve que pararme: me encontré el X3 de la directora estrellado contra los contenedores que hay subiendo al castillo, justo en el cruce con el hospital. Pensé que el golpe había sido reciente, pues aún tenía las luces de emergencia encendidas. Bajé del coche pensando que aún estaría ella dentro, pero de eso nada. Cuando me acerqué un poco, me encontré a dos pobres diablos durmiendo dentro, mientras que un tercero desvalijaba todo lo que podía.
    Me dieron muy mal rollo, así que decidí seguir hacia delante, con las llaves del Golf bien agarradas, no quería que siguiera el mismo camino que el BMW. Estaba muy asustado, lo primero que se me pasó por la cabeza, fue que te la habías cargado... y que estabas enterrando su cadáver por el monte.

    - ¿Qué? El único al que casi entierran esa noche fue a mí... menudos hijos de puta - dije con mucha indignación.

    - ¿Qué me estás contando? - dijo él con cierto tono de asombro, con lo que supuse que si él no se había enterado de por lo que había pasado, nadie lo había hecho.

    - Nada, nada... Ya te lo contaré más tarde, sigue contando tú, que es lo que importa ahora - traté que no se desviara del tema, quería conocer todo lo que pudiera, y cuanto antes, mejor.

    - Está bien, pero que no se te pase, ¿Eh?. Lo dicho, que llegué al hospital a eso de las 5, y lo primero que me encontré fue tu "pepinaco" aparcado en la puerta. Así que supe que no podía entretenerme, o esa noche, serías tu el que acabara en la cárcel, y no ella. Como no sabía muy bien dónde ir, subí directamente a la 911, esperando que estuvieras allí. Con la incertidumbre de qué coño hacía tu coche allí a esas horas, y el de la señora Martínez unos kilómetros más abajo estampado, llegué a la séptima planta en seguida, subiendo las escaleras de dos en dos - no pude evitar soltar una carcajada, de hecho, ambos lo hicimos. Ver a Paco y sus piernecillas subiendo hasta la séptima así, tuvo que ser digno de ver.
    - Perdona, perdona, sigue... es que me estaba imaginando...

    - Sí, sí, muy gracioso Michael Jordan. ¿Sigo o nos reímos de mi estatura lo que queda de día?

    - No, no, sigue Cervantes, que la narrativa es lo tuyo - la situación era bastante seria, pero nunca sienta mal quitarle un poco de importancia a las cosas.

    - Pues desde luego, la historia esta da para escribir un libro. Lo dicho, que llegué a la séptima, y al abrir la puerta de la 911, en lugar de ti, me encontré a la directora. Al principio respiré aliviado, al menos no te la habías cargado. Pero luego, al darme cuenta que aquello no era muy normal, la directora no era precisamente muy madrugadora, me alteré bastante.
    La pillé con las manos en la masa. Estaba poniendo una bolsa de aquella cosa a Cristina, mientras que Giorgio seguía durmiendo a pierna suelta. Ese cabronazo tiene un sueño profundo de cojones... la madre que lo parió. El caso es que al verme entrar pegó un gran salto, cogió la bolsa y se la escondió detrás. Yo me acerqué a ella y le pregunté que qué tenía mientras trataba de cogérsela. Ella me decía que no tenía nada con una sonrisa nerviosa.
    Y entonces entró Ángela por la puerta. Al principio me tranquilizó un montón, pensé: "Joder, menos mal, otra testigo más para follarnos pero bien a esta bruja" pero luego me di cuenta que llevaba algo en la mano derecha. Se acercó rápidamente a mí, apenas tuve tiempo de ver que se trataba de un táser, con el que me metió una descarga de cojones en el costado. Lo próximo que recuerdo fue que estaba sentado en una silla de ruedas y me llevaban a algún sitio, mientras que la directora le contaba a la enfermera que te habías escapado, aún no sé muy bien de donde.

    - Ya te contaré, ya...

    - Me bajaron al sótano y me dejaron en la puerta unos minutos, pero yo seguía muy desorientado, apenas sabía dónde estaba. Se fueron y comencé a escuchar a la directora y al hombre ese al otro lado. Estaban discutiendo muy fuerte. En aquellos minutos, aún no sé muy bien porqué, me empecé a sentir muy contento, incluso tenía una sonrisilla tonta. Yo creo que aquel par de putas me metieron algo. De repente, alguien agarró la silla por detrás, era Ángela. Empezó a decirme, en un tono muy cariñoso: "Hombre, si ya se ha despertado el chiquillo, pasa para adentro, que vas a firmar tu contrato. Te van a ascender a encargado de mantenimiento de todo el hospital, ¡Enhorabuena!"
    Prácticamente se me había olvidado que me habían metido con un táser unos minutos antes, así que, me levanté de la silla y, tambaleante, entré a aquella habitación bastante confiado. Apenas di tres pasos, cuando aquel gorila me metió un derechazo que me dejó tumbado. En un instante se me pasó toda la gilipollez que llevaba en lo alto, y recordé de nuevo qué hacía allí. Después de eso todo pasó muy rápido, cuando me fui a dar cuenta, estaba de frente a la pared, con una pistola en la cabeza, y acordándome de mi mujer y niños. Y cuando ya creía que mi momento había llegado, te escuché a ti por detrás diciéndome que corriera. Me giré y te vi todo ensangrentado, saltando de cabeza hacia una de las estanterías. Se cayeron un montón de tarros al suelo, y sobre ellos también. Cuando apenas me había separado unos metros, sacaste un mechero del bolsillo y toda la sala comenzó a arder.
    La habitación se transformó en una gran bola de fuego. Entre las llamas pude distinguir como te tumbabas mientras te quemabas vivo, sin soltar un sólo grito de dolor. Los otros tres mientras tanto gritaban como hienas en celo, pero me preocupaban muy poco, la verdad. Cogí un extintor, no recuerdo muy bien de donde, y corrí hacia ti, atravesando la pared de fuego. Yo también me hice daño, no te vayas a creer ¿Eh? - en ese momento se arremangó la camiseta de Cáritas que llevaba puesta y pude verle todo el brazo, estaba completamente consumido, todos los músculos habían desaparecido, apenas le quedaba el hueso y carne churrascada.

    - Me salvaste la vida, ¿Verdad? - No pude evitar que me saliera alguna lagrimilla, aunque no sabía muy bien si me había hecho un favor o una enorme putada.
    - Hombre... no sé que otras posibilidad de salir de allí habrías tenido, pero pocas, la verdad. La cuestión es que conseguí apagarte y sacarte de allí, aunque soltabas humo por los cuatro costados. Salí por la puerta del sótano contigo sobre mi espalda, y enseguida estábamos fuera del hospital. Allí estaban ya tanto los bomberos, como las ambulancias. Y también un par de patrullas de la Guardia Civil. A ti te subieron a una camilla y no te volví a ver hasta el día de hoy. A mí me llevaron al hospital provincial, y tras contarles todo lo que me había pasado, me dejaron ir a casa, aunque con una citación judicial bajo el brazo.

    - ¿Y qué pasó con la directora y los otros dos?

    - Pues la enfermera y aquel tío, aparecieron completamente achicharrados, salieron prácticamente en un urna, eran ceniza.
    - ¿Y con la directora? ¿Sobrevivió?

    - ¿Bromeas? Ni de coña, toda esa maldad que llevaba dentro sirvió como acelerante para el fuego. De ella no encontraron ni el más mínimos resto. La policía científica supuso que la temperatura que se alcanzó en ese sitio fue tal que se consumió, su cuerpo se volatilizó.

    -¡Joder! Bueno, y ahora explícame porqué cojones estamos en el paro... que es otra buena pregunta.

    - A ver, yo, es evidente; mi puesto de trabajo se quemó. Por suerte, todos los que había en el
    hospital fueron evacuados, los bomberos y la Guardia Civil lo hicieron de puta madre. El primer mes todos fueron entrevistas: salí en todos los periódicos y televisiones, y la gente comenzó a mandarte cartas a tu casa, y a hacerte visitas al hospital. Un cirujano muy famoso decidió hacerse cargo de tu caso. Mira - dijo mientras que comenzaba a sacar tacos y tacos de periódicos y recortes con noticias sobre el incendio y los avances que iba teniendo en mi recuperación - , he estado recopilando todo lo que he podido desde entonces, creo que podrán explicarte mejor que yo todo lo que ha pasado.


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    Comencé a hojear los periódicos, estaban ordenados cronológicamente. En los primeros todo eran halagos hacia mí y Paco. Pero de repente, los titulares dieron un cambio brusco, y comenzaban a ser del tipo "El Doctor Carlos, el médico que te mata" o "De héroe a verdugo, la jueza Ibáñez destapa toda la verdad". Joder, eso seguro que tenía algo que ver con la situación actual tanto mía como de Paco. Así que directamente se lo pregunté a él:


    - Pero, ¿Esto qué coño es?

    - Al mes y medio salió el juicio. Aún no sé cómo, la defensa de la directora (que en paz no descanse, esté donde esté) se montó una película que no se la creería ni mi hija de 7 años, pero que la jueza se la tragó enterita, de principio a fin. Es largo de explicar, creo que por hoy ha sido suficiente, pero básicamente, al final fuiste acusado de violar varias partes del juramento hipocrático, por lo que se te ha prohibido ejercer la medicina de por vida. A mí se me acusó de cómplice necesario, y actualmente estoy a la espera de una sentencia firme, lo mismo acabo en la cárcel, pues explícame tú a mí cómo voy a pagar la daños del incendio, creo que se tasaron en 50 millones de euros... En fin, estamos en mitad de un buen marrón, suerte que ya has despertado, porque tú estás de mierda hasta bastante más arriba que yo. Se te asignó un abogado de oficio que apenas hizo nada por defenderte, al fin y al cabo, tenías un pie en el otro barrio.
    No dejaron testificar ni a Cristina ni a Giorgio, que habrían aportado algo más de luz a todo esto. Y como ya te he dicho, el juicio hace meses que acabó, pero está a la espera de sentencia, crucemos los dedos para que esta lenta justicia tarde mucho en tratar nuestro caso. Mientras tanto, tenemos que idear algo para limpiar nuestra imagen, aunque no sé muy bien el qué... en fin, ¿alguna pregunta más?

    -Pues te parecerá una gilipollez, pero llevo pensando en él desde que desperté... ¿Dónde está?

    -No lo he visto desde aquel día, tío. Lo dejaste un poco apartado del hospital, ¿Verdad?.

    -Sí... bueno, se podría decir que sí.

    -Quizá hayas tenido suerte... ¿Quieres que subamos a comprobarlo? Pero prométeme que estás preparado para lo peor, por favor.

    -No hay nada que me apetezca más en este momento, prefiero encontrarme cuatro hierros quemados a seguir con esta incertidumbre.



    Mentía, me aterraba la idea de que a aquel precioso Porsche 911 GT3 RS por el que tantos sacrificios había hecho y tanto había luchado le hubiera pasado algo. Pero tenía que ser realista, si no se lo había cargado el fuego, lo habrían hecho los rateros, y si no, las inclemencias tiempo. Ese juguete abandonado 6 meses en el mismo sitio resultaba muy goloso. Sólo quería averiguar qué era lo que quedaba de mi sueño. Paco cogió las llaves del GTI y salimos a la calle. Era el momento de reencontrarse con lo que quedara de mi compañero de viaje.



    Capítulo 22

    Con la mirada fija, y ardiéndome los ojos con el abrasador Sol de medio día, traté de encontrar dónde estaba el fallo por el que el Golfete no quería arrancar. Paco seguía girando la llave de contacto, y el motor de arranque cumplía su función, ahí no estaba el problema.

    Aunque, teniendo en cuenta que llevaba casi cinco meses parado, el fallo podría estar en cualquier lado. Pedí a Paco que girara el contacto por última vez, me dolía el alma cada vez que aquel pequeñín trataba de despertar. Su delantera bifaro parecía estar más triste que de costumbre, las luces parecían estar cabizbajas y el viejo cuero desprendía un olor a cerrado, como cuando te montas en un coche que lleva años olvidado. Pero no tenía nada que reprocharle a Paco, sabía que amaba ese coche, si no lo había cuidado mejor, era porque no había podido.

    Y fue en aquel último intento de reanimación cuando se me vino a la mente lo que me pasó a mí años antes: cuando estuve en Inglaterra estudiando, el coche se pegó cerca de 6 meses parado, y al tratar de arrancarlo de nuevo, me pasó exactamente lo mismo que nos estaba ocurriendo a nosotros. Así que le pedí a Paco que sacara su caja de herramientas. Le saqué las bujías, se las limpié un poco y, como por arte de magia, arrancó.

    Sus ojos le volvían a brillar, y en su rostro pude ver una mínima muestra de ilusión. Le pegó un par de acelerones en punto muerto y dijo: "Está vivo, el muy cabrón vuelve a estar vivo". Me monté en el coche y le dije: "Venga, dale caña, que ahora es mí a quien le falta su máquina".

    Salimos calle arriba con Paco llevando el 16v cercano a las 7 mil vueltas. El sonido de la admisión chocaba contra las paredes de las casas y se extendía por todo el barrio. Pero no tardó mucho en dejar de pisarle, cuando apenas llevábamos un kilómetro, se le encendió la luz de reserva. Traté de tranquilizarlo: "Sigue pisándole, para subir al Neveral y bajar te llega, luego nos pasamos por la gasolinera, no te preocupes". Pero él prefirió bajar el ritmo, tampoco era muy de correr, supongo que se dejó llevar por la excitación inicial.

    Disfrutaba con el mero avance del coche a través de aquella pendiente: su sonido, el agarre, el cambio, el aire dándote en la cara... aquel corto trayecto resultó ser todo un placer, aunque no fuera yo conduciendo. Después de medio año postrado en una cama y ocho horas de autobús, era una sensación orgásmica para mis sentidos atrofiados por la falta de emociones.

    Pronto llegamos al final de la contoneante carretera, y encaramos aquel túnel de sauces llorones que conducía a mi ex-puesto de trabajo:


    - ¿Llevas la calefacción puesta?
    - No... ¿Por qué lo dices?
    - No sé, huelo como a quemado.
    -¡Ah! ¿Lo dices por eso? Pronto descubrirás el porqué...


    Lo que hasta entonces había sido la entrada a El Neveral, ahora se encontraba escoltada por dos enormes puertas metálicas de casi tres metros de altura (jamás había reparado en su existencia) cerradas a cal y canto. Y enrollada sobre éstas, una cinta policial presidida por una hoja del juzgado nº3 de Jaén, que prohibía la entrada a cualquier persona ajena a la investigación. Pero mi intuición me decía que hacía meses que la habían acabado, aquello estaba muy solitario. Desde allí no podía distinguir ni tan siquiera la silueta de aquel coloso, la jardineras de la entrada habían crecido exponencialmente (se notaba que ya no estaba Paco allí para cuidarlas) y servían de cortina natural para las miradas indiscretas.

    Sin más dilaciones, aún con cojera y con medio cuerpo vendado, decidí saltar la valla. Aquel sitio me importaba ya bien poco, pero aún guardaba algo dentro de mi propiedad, algo que no dudaría en recuperar...

    "Toma", le dije dándole mi chaqueta para que la guardara. Me acerqué a la puerta y agarré los barrotes con fuerza. Tomé impulso para subir mis dos piernas a la mitad de ésta y descansé un segundo. Tras esto, volví a la carga una vez más y conseguí saltar al otro lado, apoyándome sobre mi pierna mala. Tras ver las estrellas durante unos segundos, el dolor se calmó y pude volver la vista para contemplar la escena con perplejidad.

    Ante mí, se alzaba un mastodóntico esqueleto de hormigón oscurecido por las llamas. Lo que hasta entonces había sido un colosal hospital, símbolo de la decadencia de un sistema sanitario en continuo deterioro, era ahora un reflejo fantasmagórico de un pasado mejor. Esperé a que Paco saltara la valla para ir a explorar el sitio, en el que seguro que vagaban miles de almas en pena, entre ellas las de la directora y sus socios.

    Aquel color blanco (un poco sucio por la falta de mantenimiento) que tenía la última vez que lo vi, sólo se conservaba en las dos últimas plantas (la séptima y la octava). Paco se acercó a mí y trató de frenarme: "Pero vamos a ver, ¿No hemos venido a por el coche? No me metas en más líos, ¡Coño!". Pero yo seguía encabezonado en entrar, sin saber muy bien con qué intención.

    Paco volvió a cruzarse en mi camino y me arreó un buen tortazo. Me quedé paralizado, nunca lo había visto tan enfadado. Supe que era el momento de hacerle caso, sin más, le dije: "Llevas razón, lo siento", me tragué mi orgullo y nos dirigimos al parking de atrás, donde lo dejé aparcado.
    Giré la esquina de la antigua entrada de urgencias y me encontré con un parking rebosante de papeles, guantes y porquerías varias. Los restos de aquella madrugada eran visibles a cada paso que daba. Desde cascos a chaquetas de bombero formaban parte de aquel tétrico decorado de película de serie B. Lo que no conseguí localizar en un primer vistazo fue mi GT3. ¿Se habría quemado? ¿Estaría en el depósito municipal pudriéndose mientras esperaba una orden judicial que nunca llegaría?.

    También tengo que reconocer que no sabía muy bien dónde lo había aparcado, pero si no se lo habían llevado, estaba muy escondido. Entonces Paco aprovechó para pedirme disculpas:
    - Oye Carlos, de verdad que no quería...
    - No te preocupes, me lo estaba ganando a pulso, a veces olvido que no soy el único que vive con problemas.
    - Entonces, ¿Sin rencores?.
    - Pues claro tío, somos amigos para lo bueno y para lo malo, ahora más que nunca tenemos que estar unidos, cuatro tonterías no van a acabar con nosotros.


    Puse mi mano sobre su hombro, y nos dimos la vuelta por donde mismo habíamos venido. Cuando iba ya de vuelta al coche, con el corazón en un puño y el único amigo que me quedaba en la otra, y ya sin esperanza alguna, Paco dijo: "Espera un segundo... no recuerdo que hubiera nada ahí metido". Señalaba a un pequeño cobertizo que se encontraba entre los árboles del jardín, apartado de las pocas visitas que por allí pasaban.

    Paco se desvió del camino y fue hacía ese lugar, yo lo seguí sin apenas entusiasmo. La puerta estaba entreabierta y se podía distinguir algo tapado con una lona. Mientras nos acercábamos, Paco trataba de animarme: "Te juro que yo sólo tenía un par de bidones de fertilizante y unas cuantos sacos de abono, no sé qué puede ser eso". Aceleró el ritmo y abrió las puertas como si no hubiera tiempo que perder. Al hacerlo, pude ver con mayor claridad de qué se trataba: una tela muy basta, parecida a la de los sacos, cubría algo muy bajito y ancho. En la parte del fondo, la tela subía de nuevo drásticamente: esa cosa, tenía como mínimo un buen alerón.

    Mientras Paco pasaba al fondo por el lado izquierdo, yo pasé por el lado derecho con cierta dificultad, pues allí había el hueco justo para que entrara lo que demonios escondiera aquella lona. El olor a humedad y una sensación claustrofóbica inundaban aquel lugar. Al llegar a la altura de Paco, pude distinguir por debajo de la lona cierto color que me resultaba familiar: aquel rojo intenso, casi naranja, no podía ser de otra cosa que de una llanta de mi GT3. La bestia indómita había estado allí esperándome pacientemente hasta que volviera a por ella. Incluso con esa mierda húmeda y roñosa daba la sensación de estar en movimiento.

    No podíamos esperar más, Paco de una lado y yo del otro, agarramos aquel viejo harapo y se lo quitamos de encima a aquella impresionante carrocería. Estaba algo sucio, y tenía algún roce que no recordaba, pero a simple vista, nada grave. Mirándolo de delante a atrás, salimos de nuevo al exterior y contemplamos sus esculturales y musculosas formas a unos metros de distancia. A lo Neil Armstrong cuando piso la Luna, no se me vino una frase más original a la cabeza que: "Y este señores, es EL COCHE". Mi compañero asintió con la cabeza y se quedó babeando un rato a mi lado, nos faltó empezar a echarle billetes de 5 euros, a lo bailarina de stripteases.

    Tras unos minutos allí parados, Paco hizo la pregunta más inteligente de la jornada:


    - Bueno, y ahora falta un pequeño detalle...
    - ¿El qué? - pregunté extrañado, para mí aquello era completamente perfecto, no sé que más querría.
    - ¿Cómo lo vas a abrir? ¿Cómo lo vas a arrancar? Porque dudo mucho que te llevarás las llaves a Valencia.
    - ¡Mierda! Es verdad. En casa tengo una copia, mira que soy tonto, venir a por mi coche sin llaves...
    - Bueno, espera un segundo, ¿No dijiste que habías aparcado el coche en la parte de atrás?
    - Sí.
    - Bueno, pues alguien lo habrá movido ¿No?. Y las cerraduras no parecen forzadas - y eso demostraba que un listo de calle hace más que un ratón de biblioteca.
    - Llevas razón... ¡Lo mismo las ha dejado puestas!


    Nos acercamos corriendo hacia el coche, y comencé a buscar por todos lados. Antes de nada miré por las ventanillas ayudándome de la mano para tapar los reflejos. Pero las llaves no estaban puestas. Así que me agaché y rastreé todos los bajos del coche, desde los faldones a el hueco que había entre las ruedas y la carrocería, pero no dió resultado. Me fui entonces a la parte trasera y repasé de arriba a abajo el alerón y las salidas de refrigeración. Incluso comprobé los tubos de escape.

    Cuando estaba a punto de darme por vencido, escuché a Paco: "Carlos, ejem...". Me levanté del suelo y dije: "¿Qué quieres? ¿No ves que las estoy buscando?". El no dijo nada, se limitó a acercarse a la puerta del copiloto y agarrar el tirador; sin más, la puerta cedió y se encendieron incluso las típicas luces de ambiente de cuando se abren las puertas.

    Entonces se animó a hablar: "Y recuerda hijo, lo primero que tienes que hacer cuando buscas unas llaves, es comprobar que el coche no esté abierto. Uy que mal te ha sentado el coma...". Me limité a poner cara de situación e inclinar la cabeza en señal de reverencia hacia el maestro.

    Entré en el habitáculo, donde se mezclaba un extraño olor: mezcla de ambientador de pino, cuero y una casa cuando lleva 15 días cerrada y vuelves de vacaciones. Pero no me importaba, tenía unas ganas enormes de volver a sentarme allí. Agarré el volante y comencé a llorar. Pegué la frente en éste y no pude articular palabra en minutos. Ante la situación, Paco se fue a ver si encontraba alguna forma de abrir la enorme puerta de la salida. Yo desde luego no tenía pensado salir con el Porsche rompiéndola, royo película policíaca de los 90, aquel morrito me tenía enamorado. Si hubiera hecho falta, me podría haber quedado el resto de mi existencia dándole vueltas por el aparcamiento del hospital. Aunque me estaba pidiendo un sitio donde sacar a pasear sus cerca de 400 potros, al bóxer se le quedaba pequeño ese sitio.

    Cuando por fin logré quitarme las lágrimas de los ojos y volver a pensar con claridad (sentaba bien llorar de alegría, apenas lo había hecho antes), empecé a buscar las llaves, en lo que Paco volvía con alguna idea para sacarnos de allí a mí y mi caballero alemán. En el contacto no estaban puestas, detrás de los asientos tampoco, y en los huecos de la puerta, igualmente, la búsqueda fue en vano.

    Aunque realmente, tampoco sabía muy bien qué buscaba, porque las llaves de repuesto supuestamente estaban en casa. Pero claro, teniendo en cuenta que la casa estaba patas arriba, y que no era la única persona que había estado allí últimamente, di por hecho que esas eran las llaves que buscaba.


    Y cuál fue mi sorpresa cuando, al abrir la guantera, me encontré con las mismas llaves que llevaba en el bolsillo la noche del incendio. Pensaba que se habrían extraviado o directamente quemado. Y efectivamente, así era. La parte metálica (lo que era la llave en sí) estaba intacta, pero la zona de plástico, donde se encontraban los botones del mando a distancia y toda la parafernalia, estaba parcialmente quemada, dudaba mucho que siguiera cumpliendo su función. Pero lo que me sorprendió de verdad, fue lo que había debajo de las llaves: entre las revistas de coches y la documentación del Track Day en Ascari, encontré un sobre azul que no me conocía.

    Tenía la silueta de un Pegaso Z-102 dibujada a bolígrafo en el remitente, era lo único que había por fuera. Me decidí a abrirla y en su interior había una pequeña nota escrita a mano. Tenía letra de chica, y no era de la directora, así que supuse que sería de Cristina:



    "Tenía la batería K.O. Menos mal que soy medio ingeniera ¿Eh?. Pues nada Carlos, si estás leyendo esto significa que todo va bien, si lo está leyendo otro, te recomiendo que dejes las cosas donde están que Carlos está "mu loco".

    Lo cierto es que he vuelto a Jaén para coger unas cosillas antes de irme, y me he acordado de tu amado coche. Como supe que aún estaría por aquí, a la vista de cualquiera, he decidido traerme tus llaves de Valencia y al menos moverlo a un lugar más tranquilo. Espero que no le hayan hecho nada antes de que tú lo cojas, ahora mismo, doy fe que está perfecto, un milagro estando donde está. El regalo de Navidad te ha llegado también este año, aunque no estés despierto para verlo.
    Lo cierto es que lo que me acabo de encontrar en la guantera hace las cosas mucho más difíciles, no tenía pensado volver, pero esto lo cambia todo. Iré para contarte lo que voy a hacer, y te dejaré tu parte en el cajón. Espero que lo lleves puesto, yo no me lo quitaré hasta que te vuelva a ver.
    No puedo entretenerme mucho, ni quiero darte más pistas de dónde voy a estar, el avión sale en unas horas y aún tengo que llevarte esto.

    Jaén, 6 de Enero del 2014.

    Te quiero, Cristina."




    Apenas terminé de leer la carta cuando Paco llegó sudando y algo nervioso. Me preguntó por las llaves asomándose por la ventanilla, yo escondí la carta antes de que la viera y le dije que ya habían aparecido. Se marchó con un: "Perfecto, te espero en la puerta".

    Engrané punto muerto, giré el contacto y esperé a que todos las lucecitas de espera se hubiera apagado. Escuché la gasolina fluyendo desde el depósito hasta el motor y giré el contacto rezando para que arrancara. A diferencia de lo que cabía esperar, el coche arrancó a la primera, sin tomarse más tiempo de lo habitual y soltando su ya típico petardazo por los escapes. Tras tanto tiempo sin escuchar aquel particular ronroneo, mis oídos, eufóricos, le pedían más y más a aquellos 6 cilindros. Le pegué un par de acelerones en frío (algo no muy recomendable después de 6 meses parado) y entre carcajadas esquizofrénicas, engrané primera y salí muy despacito rumbo a la entrada.

    Allí me encontré a Paco soltando una cadena de la parte delantera del Golf y recogiendo los trozos de cerradura que había por el suelo. Al muy animal no se le había ocurrido otra forma más fina para abrirnos la puerta que tirando de ella literalmente con el Volkswagen. Con aquel modus operande tan fino y de guante blanco, a nadie se le habría pasado por la cabeza pensar que habíamos entrado a El Neveral... De hecho, cuando aún estábamos colocando la notificación y la cinta policial para que se notara lo menos posible, un Suzuki Vitara con los prioritarios puestos apareció de la nada por el camino que descendía de La Mella: era el momento de marcharse.

    Salimos de allí cagando leches, aparentemente sólo estaban patrullando, pero nunca se sabía. Comenzamos a descender por aquella carretera que parecía no retorcerse nunca lo suficiente. Ambos coches chirriaban en casi todas las curvas y para ir la pelotilla delante, no llevábamos mal ritmo precisamente. En seguida perdimos a la Guardia Civil del espejo retrovisor, pero nosotros seguimos a tope hasta llegar a Jaén, sólo por la escusa de conducir, ambos teníamos un mono importante de gasolina y goma quemada. Al llegar al cruce, Paco cogió la dirección opuesta a la de su casa, así que supuse que iríamos a la mía.

    Aparcamos a un par de calles, no sabía muy bien porqué ese día aquello estaba lleno de coches, y a algún genio se le ocurrió aparcar delante de mi garaje. Mi sorpresa fue mayúscula al comprobar que el mando a distancia seguía funcionando (que bien hechos están estos coches). Aún faltaban unos cien metros para llegar a la puerta, cuando aquella canción ya estaba sonando de nuevo. Peret me empezaba a caer muy mal, y aquella canción me daba mucho respeto. Al acercarme a casa, confirmé que el sonido venía de dentro.

    Era muy extraño, pues había dejado toda la casa sin luz unas horas antes. Al introducir la llave en la cerradura, un vecino (Juan), se acercó a mí con el pijama y las zapatillas de andar por casa y me dijo: "Carlos, a ver si apagas la música que aquí hay gente que quiere echar la siesta, vale que lleve toda la mañana sonando, pero respeta estas horas hombre...". Le pedí disculpas y entré al jardín. En la puerta de casa había una nota hecha con recortes de revistas pegada. Al acercarme, pude leerla con más facilidad: "El fuego purifica, pero tú ya estás sentenciado". Quité la carta con la mano, mientras que esa maldita canción seguía sonando en el interior. Entonces me percaté que tenía algo pegado por detrás. Era un mechero, que me resultaba muy familiar... ¿Quién cojones lo podría haber conseguido?


    Capítulo 23



    Paco aún estaba hablando con el vecino. Cuando acabó con la conversación, se acercó a la puerta de casa y se encontró con el panorama. Alzó la vista para leer la nota que tenía entre manos, y dijo: "No entres, voy al coche".

    Yo seguía paralizado; Peret sonaba formando la macabra ambientación de aquel ridículo espectáculo en el que se había transformado mi vida. Puse la insensatez muy alta, y me olvidé del sentido común y la responsabilidad; introduje la llave en la cerradura y empecé a abrir muy despacio la puerta.

    Cuando estaba a medio abrir, Paco vino corriendo desde la entrada con un bate en la mano al grito de: "¡Espera, loco!". Le hice caso y mantuve la puerta en esa posición. Se puso a mi altura y le pegó una patada. Pasó para adentro corriendo como si de un jugador de rugby se tratara. No supe cómo reaccionar. Lo escuchaba dentro de mi casa diciendo: "Sal cabrón, sé que estás aquí, te huelo."

    El caso es que no había nada ni nadie, todo seguía tirado por el suelo y la canción seguía sonando y sonando. Aparentemente, aquello estaba caóticamente ordenado, como por la mañana. Así que, apagué uno por uno todos los dispositivos electrónicos que reproducían la tozuda melodía y su repetitivo mensaje subliminal. Incluso la alarma de la nevera sonaba a su compás.

    Una vez volvió el silencio a mi hasta entonces acogedora morada, pude recordar la razón principal por la que había ido a Jaén: tenía en mi bolsillo el poder de dejar atrás mi monótona y aburrida vida. Saqué la llave semiderretida del 996 y la sostuve en mi mano durante unos instantes.

    Tras observar un buen rato el deteriorado logo de la marca de Sttutgart, las imágenes de viejas glorias recorriendo el anillo norte de Nurburgring a toda velocidad inundaron mi mente saturada de problemas e incógnitas por averiguar. Pensé que era el momento ideal para huir de todo aquello, sin más. Paco estaba en la cocina, había encontrado algo; yo desde el salón lancé una pregunta al aire:


    -¿Tienes algo que hacer los próximos... 15 días?
    - ¿Yo? Hombre, ¿Te parece poco la que se ha armado por aquí?
    - Sí...
    - Sí ¿Qué?.
    - Que me parece poco, que me da igual el tema.
    - Carlos, o el coma te ha sentado mal o tu mente vuelve a ser la de un adolescente sin oficio ni beneficio... ¡Madura hombre!
    - ¿Madura? Por comportarme como un adulto estoy como estoy. Aún no he podido disfrutar de mi coche como me merezco... ¿Te vienes a Nurburgring o te quedas en Jaén viendo cómo pasa el tiempo y los problemas van a peor? Además, se lo he prometido a Giorgio, ese viejo no va a morir sin dar una vuelta a ese sitio, y me he cansado de aplazar el viaje para más tarde...
    - Pero Carlos, mira la que hay liada aquí... - dijo ya mucho más tranquilo, prácticamente estaba dándome la razón.
    - Paco, me la suda que un puto enfermo entre a mi casa para ponérmela patas arriba y olerme los calzoncillos, me la suda Peret y me la suda qué va a ser de mí mañana. No quiero vivir aquí, todo me recuerda a ella... - un escalofrío seco me recorrió de arriba a abajo, mi alma pedía un respiro, y mi corazón la oportunidad de volverla a sentirla a mi lado.
    - ¿Y cómo pretendes hacerlo? Hace 5 meses que no me llega para echarle gasolina al coche, en mi casa no hay luz ni agua y hace dos semanas que Cáritas nos ha retirado la ayuda del comedor...
    - Por tu familia no te preocupes, aunque lleve meses sin cobrar un duro, el estar durmiendo ha hecho que no gaste demasiado. Aún me quedan unos ahorrillos con los que podremos ir y volver de Alemania de sobra. Y ellos se pueden quedar aquí, por mí como si os quedáis con la casa, ya te digo que no voy a volver si no es junto a ella. Aquí tienen agua, luz, Internet y una despensa hasta arriba de comida.
    - Está bien, iremos. Pero me niego a que ellos se queden aquí, lo menos que quiero es que una noche de estas entre ese hijo de puta y le haga algo a mi familia, son lo único que tengo.
    - Pero vamos a ver, ¿No te das cuenta que la casa le da igual? Es a mí a quien quiere, así que cuanto más lejos esté yo de tu familia, más seguros estarán.
    - Y... ¿Qué tienes pensado hacer con él? Porque tiene pinta de estar muy enfadado - dijo poniendo un tono muy serio nuevamente.
    - Pss... no sé qué quiere de mí o qué le he hecho, simplemente dejaré pasar el tiempo, lo mismo se olvida del tema o en una de sus jugadas le pillo con las manos en la masa, pero bueno, ¡Qué no te preocupes de eso ahora! Mañana a las 4 y media me recoges en la puerta de casa. Toma - le dije dándole un billete de 100 euros del tarro de la cocina -, llena el depósito y ponlo a punto. En no más de tres días el Golf va a ver dónde nació, y lo va a hacer a lo grande.
    - Tío... no puedo... - no le dejé terminar.
    - Sí, sí puedes. No digas nada, simplemente hazme caso y vete a casa, mañana hay que levantarse pronto. Y no te olvides de traerte a la familia aquí, ¡Nos vemos en unas horas!


    Él me dio un abrazo sin apenas darme tiempo a terminar la frase; volvía a sonreír, algo que bien valía todo el dinero de mi cartilla. Empezó a dar saltos y a decir: "Nos vamos a Nurburgring... ¡Nos vamos a Nurburgring!". Así mismo cogió las llaves del coche y salió a la puerta; eran cerca de las cinco de la tarde y el Sol comenzaba a dar un calorcito muy agradable, aunque en tres semanas aquello se convertiría en la sartén de España, menudo asco. Lo acompañé hasta que ya estaba sentado en el GTI, arrancó y cuando estaba ya metiendo primera para irse, corrigió y volvió a meter punto muerto: "Por cierto, en la cocina había un gato gris, el cabrón se ha ido por la ventana al verme".

    Volvió a meter primera, y lo vi salir de la urbanización pasando a escasos centímetros de los enormes baches que tenía la calle, ¡Menuda bajada le había hecho al Golf! No debí hacérsela, y menos en tierras jienenses, pero la verdad que la combinación de suspensión rebajada con el negro metalizado y las llantas de garganta multiradio, hacían que luciera elegante y agresivo incluso tras seis meses de abandono.

    Fue perderle de vista por el final de la calle e ir a la parte trasera de casa, donde daba la ventana de la cocina. Cuál fue mi sorpresa cuando me encontré a mi antigua mascota Godzilla al lado de un contenedor. Supuse que el pobre se había pegado 6 meses alimentándose de deshechos, era eso o morirse de hambre. Me acerqué a él (que estaba ya mucho más crecido que cuando lo dejé en casa aquella fatídica noche), y aunque reticente en un principio, finalmente se acercó a mi mano cuando puse ésta a su altura. Me la olisqueó un poco e incluso me dio un par de lametazos.

    Tras esto, se quedó mirándome fijamente con esos ojos tan penetrantes que tienen los gatos. Luego se dio media vuelta y fue de nuevo hacia el cubo de basura. De dentro salieron otros dos gatos, uno negro y otro marrón, y juntos (los tres) se fueron corriendo hacia otro contenedor que había a la vuelta de la esquina. Al parecer Godzilla había encontrado un nuevo hogar. Ya no me pertenecía, por suerte; las cosas habían cambiado tanto que creo que ni de él podría haberme hecho cargo. Al final de la calle se dio la vuelta y estuvo mirándome unos segundos. Tras esto, volvió la vista y siguió detrás de sus compañeros.

    Fue un alivio confirmar que seguía bien, y más después del estado en el que estaba la última vez que lo vi. Me fui para casa, con sensaciones contradictorias en mi mente, pero tranquilo con mi conciencia. Tras un par de horas viendo la tele y durmiendo un poco, ordené un poco la casa, sin encontrar una ínfima pista de quién o porqué me había destrozado la casa. Y por último, ya casi anocheciendo, me dirigí al banco para sacar algo de dinero para el viaje.

    Me encontraba en la sucursal de la Avenida de la Estación, con la tarjeta y, el Gt3 aparcado justo enfrente, en una zona de carga y descarga. Introduje el código PIN y elegí sacar la máxima cantidad de dinero posible desde la máquina: 600 euros si mal no recuerdo. Apenas había introducido los billetes de 50 en la cartera, cuando unos sonidos broncos y electrizantes comenzaron a escucharse entre las fachadas de la avenida.

    Guardé con nerviosismo la cartera y salí como una bala a la calle. Me asomé desde la acera y erguí mi cuerpo hacia delante, con el objetivo de divisar todo lo que pudiera de la larga avenida, una de las arterias principales de la ciudad y de sentido único. Había una gran cola de coches, hecho que no me permitió distinguir de cuál provenía ese grotesco y placentero sonido. Sin saber aún de qué se trataba, me monté en el Porsche y esperé paciente en las vías abandonadas del tranvía (que partían en dos la calle) a que fuera lo que fuera, pasara.

    Y no tardó mucho en llegar, y no se trataba de uno, sino que eran tres los integrantes de tan majestuosa orquesta sinfónica. Al parecer no era el único al que se le había ocurrido usar las infraestructuras a medio terminar de la burbuja inmobiliaria para uso personal. Un Ferrari 430 Scuderia, un 599 GTO y un Lancia Stratos avanzaban por las vías eludiendo aquel atasco típico de las tardes en Jaén. Al pasar a mi lado, no sólo no frenaron, sino que el 599 (que comandaba el terceto) aumentó el ritmo, llegando a engranar tercera marcha en una vía limitada a 50. Sus sonidos eran horrísonos, y usando un poco la intuición, no tardé en relacionar ese hecho con el de esa misma mañana y los demás que me había comentado el taxista.

    Los tres llevaban matrícula italiana, y tras ceder el paso al Lancia (que cerraba el grupo), salí detrás de ellos intentando averiguar el porqué de tanto "pepino" en aquel sitio alejado de la mano de Dios. Tras salvar el tráfico del centro, como era de esperar, cogieron la carretera de Los Villares, no sin antes saltarse un par de semáforos y un Stop. Se podría decir que llevaban una conducción 100 por 100 italiana.

    ¿A qué se debía tanta prisa? ¿Por qué, literalmente, iban huyendo de mí? Supe que mi coche no era rival para los dos Ferrari, que fue terminar el centro urbano, salieron como alma que lleva el diablo lanzados hacia la sierra sur de Jaén. Sin embargo, al Stratos le costaba más seguirles el ritmo, y eso que para tratarse de un clásico, su conductor estiraba al máximos las marchas y le daba una tralla digna de un piloto de pruebas. Era evidente que iba tocado (mecánicamente hablando); incluso a mí, que llevaba un coche con casi 30 años menos encima, y mucha más potencia y tecnología, me costaba ir a su rebufo. Aquel cacharro azul iba literalmente volando, mientras que los dos de Maranello eran ya sólo manchas rojas al final de las rectas.

    Sabía que esas velocidades ya eran peligrosas, y que si me pillaban yendo así, se me caería el pelo. Pero me sentía con las suficientes manos como para no perder a aquel monstruo del Grupo 4 en la zona más revirada del tramo. Fue al final de las curvas, cuando la herida que tenía en el pecho se volvió a abrir, sin haberle dado tiempo a cicatrizar.

    Dos curvas antes de llegar, mi corazón estaba ya puesto en ella, y mi mente a duras penas podía concentrarse en seguir la trazada. Exprimí el bóxer todo lo que mis piernas y brazos me permitieron, pero al pasar por el mirador, no pude evitar el acto reflejo de mirar hacia aquel banco donde nos sentamos meses atrás. Para mi sorpresa, se encontraba sentada en aquel monolito, pero en vez de estar observando la hermosa luz de la puesta de Sol fundiéndose con el Alto de la Pandera, sus ojos se encontraban clavados en los míos. Eran fijos y distantes y, no sé cómo, pero aún yendo a 200 kilómetros por hora y estando a más de 100 metros de distancia, mi vista no podía contemplar otra cosa que no fuera esa mirada penetrante.

    De repente, pestañeó. Ese pequeño gesto hizo que mi atención volviera a la carretera, aunque mis ojos me suplicaban seguir clavados en los suyos. Cuando se autoconvencieron que su trabajo estaba en el frente, a mis retinas les llegó la imagen de un tráiler de 25 metros clavando frenos y echándome luces, dirigiéndose directamente hacia mí. En apenas 48 horas de vida "real", mi cuerpo había estado en peligro de muerte más veces que en los últimos 32 años.

    Sin quererlo, me había metido en el carril contrario, aquellos ojos me iban a costar la vida... A mi derecha veía al Lancia frenando, supongo que para recoger mis restos del asfalto tras el impacto. De frente aquel Mercedes Actros enorme, y por la izquierda un pequeño espacio entre el remolque y el quitamiedos. Sin mucho tiempo para reaccionar, frené a tope y pegué un volantazo hacia la izquierda. La trasera comenzó a deslizarse en dirección al camión y cuando quise darme cuenta el guardarrail estaba a unos centímetros de la delantera engulle-mosquitos del Porsche.

    Llegado ese punto, agarré con fuerza el volante y giré a la derecha todo lo que pude. Milagrosamente, conseguí encararlo entre el camión y aquel quitamiedos. Ahora el problema volvía a estar en la parte trasera, que sobreviraba a izquierdas. Pude llegar a ver de frente los tres ejes traseros del tráiler, que se quedaron a centímetros de provocar un amasijo de hierros.
    Pero esa tarde mi ángel de la guarda iba de copiloto, conseguí sobrepasar el camión rozando aún los 100 kilómetros por hora. Una vez llegados a éste punto, lo único que quería era alejarme de aquella biga de hierro desafiante, con lo que seguí con las ruedas bloqueadas y girando a tope a la derecha. Mi ligero deportivo quedó atravesado en la calzada, entre una nube de humo proveniente de las ruedas. Me quedé bloqueado, ahora era mi corazón el que estaba a 200. El coche se quedó mirando en el sentido contrario a mi marcha. Por el espejo retrovisor pude ver al Lancia Stratos parado, pero no tardó mucho en volver a salir quemando ruedas de allí, en cuanto vio que seguía vivo.

    El camión se paró por completo, y se bajó alguien de él. Estaba acojonado, creía que el camionero vendría a pegarme o a liármela (con razón), pues íbamos como locos. Quería arrancar e irme de allí, pero no podía... Cristina estaba allí, a escasos cien metros, quizá era la última oportunidad que tendría para decirle lo que sentía. De todas formas, mi cuerpo estaba hecho una tabla, era imposible poder reaccionar ante ese hombre que se acercaba.

    Para mi sorpresa, lo único que hizo fue tocar en el cristal y decir:
    -¿Estás bien, chaval? Menudo recto que has hecho... - yo ante esto me relajé un poco.
    -Sí, perdona, es que llevo mucho buscando a la chica que hay sentada allí... en fin... no sé - la cara de aquel señor cambió un poco, se le pusieron los ojos como platos.
    - ¿Qué chica, amigo? En el mirador no hay nadie...

    No articulé una sola palabra más, me quité el cinturón y fui corriendo hasta el banco donde la había visto, de hecho, llevaba la misma chaqueta que cuando la vi durante mi coma. Pero allí no había nadie, nadie. Estábamos yo, el banco y la puesta de Sol que admiramos juntos unos meses antes. Me senté en él, esperando que en cualquier momento saliera de detrás de un árbol o una piedra y se sentara a mi lado. Pero no llegó; esperé y esperé hasta que la bocina del camión me hizo volver en sí: él también se marchaba. Paso a paso, estaba volviendo a ser aquel ermitaño que tanto criticaba Paco. Primero Cristina, luego el gato, ahora el camionero... el 911 seguía atravesado en la carretera, como si de una metáfora de mi vida se tratara. A lo lejos aún resonaban los tres italianos entre las cumbres de las montañas. Una vez más había librado a la muerte, y me sentía cansado por ello.


    [ame="http://www.youtube.com/watch?v=pY9b6jgbNyc&feature=colike"]Coldplay - Fix You - YouTube[/ame]


    Tras confirmar que allí no había nadie, me monté en el coche y aparqué en el mirador. Tras unos minutos relajándome y pensando dónde podría estar ella, o si ésta era real, encendí la radio, y sintonicé la emisora más melancólica que encontré. Con Fix You de Coldplay de fondo, arranqué y volví a la ciudad, sin resolver el interrogante de dónde iban esos coches y teniendo uno nuevo... ¿Estaba loco?

    Esos ojos, esos malditos ojos verdes me habían hecho volverme completamente loco, metódico y enfermizo. Tenía cientos de problemas, pero ninguno me importaba lo más mínimo. Todo se reducía a ella. Por ese día ya había pensado bastante, así que llegué a casa y me fui directo a la cama. Cuando ya casi había conciliado el sueño, un leve movimiento en las sábanas me volvió a descentrar: era Godzilla, el muy cabrón se había transformado en el dueño y señor de la casa, y quería dormir en mi cama.

    Con el calor de algo vivo a mi lado, pude volver a centrarme en soñar, que era mi principal objetivo en ese momento, al día siguiente iniciaría un largo viaje del que no sabía muy bien cómo iba a volver, pero seguro que marcaría un antes y un después en mi vida.



    Capítulo 24




    El sonido del 4 cilindros del Golf me sacó de la cama. ¡Mierda! Me había quedado dormido. Me levanté dando un salto de la cama y tirando las sábanas al suelo. Godzilla se despertó asustado y salió patinando pasillo para delante hasta que llegó a la cocina, por cuya ventana salió a la calle.

    Yo avancé por la habitación, con los ojos cerrados (típica costumbre que tenía cuando estaba en un lugar a oscuras) y con las manos por delante del cuerpo, tratando de encontrar el interruptor de la luz. Cuando por fin lo localicé, lo pulsé y, tras unos segundos acomodando mis retinas a tanta luminosidad, alcancé a ver el reloj de pared, que marcaba las 5 menos 20.

    Fui corriendo hacia el baño, me metí en la ducha con el agua todo lo fría que pude, y en dos minutos estaba ya secándome con la toalla. Preferí despejarme así que con un café hasta arriba de estimulantes. Llamaron a la puerta y una vez salí a abrirles, les invité a que entraran y exploraran su hogar para los siguientes 10 o 12 días. Yo me metí en mi cuarto y me puse a hacer la cama y preparar la maleta (la noche anterior, con el cansancio, se me pasó hacerla). Metí 3 o 4 pantalones, 7 u 8 camisas, y todos los calzoncillos y calcetines que tenía en el cajón de la mesita. Y en una bolsa independiente, escoltado por una tela de terciopelo y un olor a cuero sudado, mi amado casco de las tandas, que no tenía pensado quitarme en un semana.

    No necesitaba nada más: la maleta, el casco, mi cartera y antiinflamatorio para el dolor de las heridas. Salí al salón donde ya se habían quedado fritos Manuel y María, cada uno en un sofá. Lucía tenía su mano puesta sobre el pelo de la niña y Paco no supe muy bien dónde andaba. Muy bajito, para no despertarlos, le pregunté:


    - Bueno, ¿Y vosotros no os venís? - se lo dije más por compromiso que por otra cosa, sabía que a ella los coches no le gustaban demasiado...
    - ¡Qué va! ¿Cómo nos vamos a ir?
    - Pues no sé... a Manuel le gusta mucho esto, podría proponérselo.
    - Ojalá, pero tiene colegio. Mejor ni se lo preguntes, pobrecito, se va a quedar con mal cuerpo.
    - Bueno, pues nada, nos vamos ya. ¿Dónde está Paco?
    - Vale, que tengáis buen viaje. Él está fuera, no le gustan demasiado las despedidas. Pero bueno... se le ve muy ilusionado - dijo suspirando.


    Le di dos besos e hice lo propio con los niños, cerré la puerta de casa y salí a buscar a Paco. Al cruzar la verja de la entrada, me encontré al Gti ya arrancado, y a éste pasándole un paño por todo la carrocería. Al verme me preguntó: "¿Quieres que lo pase al tuyo también?". Yo le miré con cierto recelo... íbamos a hacer un viaje de dos mil kilómetros, ¿Acaso pasarle un trapo le iba a servir de mucho?. Al verme la cara, trató de justificarse: "Es que el coche tiene mierda como para parar un tren...". Un poco abochornado, le solté: "Coño, lleva 6 meses parado, ¿Qué quieres? ¿Que siga como recién encerado?".

    El Golf lucía perfecto, cualquier coche actual no podía hacerle sombra a tan portentosa máquina de la vieja escuela. A esas horas de la madrugada, aquellas luces amarillas a ras del suelo le sentaban realmente bien, y unido a la anchura que ganaba el conjunto con los separadores que le instalé hace unos años, hacían que más que un Golf Gti, pareciera una máquina de circuito, un verdadero track day car.

    Pero la verdad que poco tenía que hacer contra el coche que tenía aparcado justo detrás, incluso parado parecía rodar a toda velocidad. Los coupé me volvían loco, y la silueta de cualquier 911 era el sumun de la perfección. Sólo con mirarla, sabías que aquella bestia era una maravilla de la ingeniería, el reto automovilístico definitivo. Pasé mi mano de delante a atrás recorriendo su musculosa carrocería, ensuciándomela con la porquería de medio año de abandono.

    Estábamos listos para partir: me monté en el RS, me puse mis guantes de cuero para conducir y salimos dirección Valencia, donde nos esperaba el tercer mosquetero en discordia. La oscuridad más absoluta de una noche con Luna nueva pintaba el horizonte de un negro infinito, solo alterado por las luces de nuestros coches. Los primeros y monótonos kilómetros de autovía se hicieron eternos, no nos cruzamos ni un sólo camión, autobús o moto en todo el trayecto. Mi vista iba centrada en las luces traseras del Golf, que oscilaban arriba y abajo con cada pequeña irregularidad de la vía. Bajé la ventanilla para que el aire frío de la madrugada disipara mis ganas de cerrar los ojos. Pero el monótono ruido del escape de mi compañero de viaje, sólo alterado por un ligero petardeo cuando Paco levantaba gas, no hizo más que empeorar las cosas.

    Así que tras unos kilómetros de carretera nacional, cogí el walkie-talkie que me dio Paco para comunicarnos durante el viaje, y le dije de parar a tomar un café o algún refresco. Y lo hicimos en una pequeña posada que había en la travesía de un pueblecito al que llegamos tras pasar el límite de provincia. Con nuestros dos compañeros de viaje aparcados enfrente, y el Sol del Este iluminando la solitaria nacional, comenzamos a charlar mientras le dábamos unos sorbos sin demasiadas ganas a aquellos Capuccinos de máquina:


    - Bueno, ¿Y cómo vamos a sacar al viejo del hospital? - preguntó Paco, al fin y al cabo, aún no le había explicado nada del plan.
    - Pues creo que esa parte te va a tocar a ti, yo estoy fichado, me reconocerán en cuanto entre allí...
    - ¿Y cómo pretendes que lo haga en solitario? No conozco Valencia, y mucho menos sus hospitales... como para encontrar a Giorgio y sacarlo de allí sin que me pillen, ¡En menuda me vas a meter!.
    - Por eso no te preocupes, mira, si habitación es esta - dije mientras que le apuntaba el número y la planta en una servilleta de papel -, sólo tienes que entrar a la habitación y hacer como que vas de visita.
    - ¿Y luego habrá algo más?
    - Paciencia. Y una vez que el doctor pase a comprobar el estado de Giorgio, me das un toque al móvil. Yo mientras tanto estaré haciendo un par de recados que dejé pendientes por allí. Cuando veas que han pasado unos diez minutos, le das la ropa de la bolsa que te voy a dar y que se cambie. Luego que se ponga unas gafas y salid de allí con total naturalidad, por la puerta de urgencias mismamente. Lo montas en el Golf y cogéis dirección centro. Cuando llegues al L'Oceanografic, paras en una gran rotonda que hay y esperas a que llegue, si es que aún no lo he hecho.
    - No sé... todo suena demasiado fácil. Pero bueno, como tú pagas, tú mandas.
    - Pues sí, amigo, tú lo has dicho jeje.

    Le pagué a la camarera premenopáusica los 3 euros que nos pidió por el par de tazas mientras que ésta se quitaba las legañas de los ojos. Con unas ojeras que le ocupaban medio cara, nos deseó un buen viaje entre bostezos. Volvimos a arrancar y conducimos por la zona más divertida de todo el trayecto: una nacional muy ancha y con casi 20 kilómetros de curvas enlazadas. A esa hora el tráfico ya era mayor y en las cortas rectas con líneas discontinuas que había, exprimíamos al máximo nuestros motores para adelantar a los camiones y las colas que éstos formaban.
    Tras un rato de conducción pura y dura, llegamos a la circunvalación de Albacete, y fuimos por autovía hasta la entrada de Valencia. El viaje se hizo eterno, suerte que tanto al Golf como al Porsche le había instalado un detector de radares, lo que acortó bastante la duración del trayecto. Aún así, aquellas rectas parecían no tener fin.

    Ya en Valencia, me despedí de Paco al comienzo de la zona industrial, él cogió dirección al Hospital de la Fe mientras que yo seguí para el centro. Con un par de pitidos cortos y seguidos, nos dimos un hasta luego. Y en el siguiente cruce, perdí a la "pelotilla" de vista y me centré en encontrar parking cerca de la estación.

    Recorrí media Valencia por la avenida que transcurre paralela al Turia. Un par de coches por detrás mía venía un autobús de Alsa, así que decidí parar a la derecha y dejarle paso. Lo seguí y como bien había supuesto, se dirigía a la estación. Una vez me encontraba en las inmediaciones del recinto, busqué un parking público donde aparcarlo. En el interior del subterráneo había incluso un túnel de lavado. Cuando fui a aparcarlo, se me acercó un chico que no superaba la veintena; por su color de piel y el volumen de sus labios, supuse que sería subsahariano:


    - Amigo, yo lavo el coche, ocho euros. Como nuevo.
    - Buff... lo siento chaval, si es que no llevo dinero... - dije tratando de evadir a aquella mosca cojonera.
    - 5 euros amigo, el agua con jabón vale 4 euros, para mí sólo un euro. Por favor, para comer, lo dejo como nuevo - se llevaba las manos a la boca en gesto de hambre, sus delgados brazos daban fe de su situación.
    - Está bien chico, está bien. ¿Cuánto tardas?
    - Nada, 15 minutos amigo, sólo 15 minutos - en sus ojos podía leer la desesperación y en sus manos maltratadas, la vida de apenas un niño obligado a crecer antes de tiempo.
    - Pues venga, en un rato vuelvo, ¿Dónde pongo el coche? - él me respondió haciendo un gesto con la mano en dirección a la cabina de lavado a presión - ¿Te pago ahora o luego?
    - Ahora 4 euros para máquina, luego si te gusta como queda, otro euro.


    Llevé el coche hasta la cabina, y efectivamente, nada más y nada menos que cuatro euros costaba activar la puta manguerita. Cerré el coche y le di el dinero. "Espérame aquí, ¿Vale? Vuelvo en seguida."

    Salí del aparcamiento cuando el reloj marcaba ya las 10 y media de la mañana. Me acerqué a un señor que repartía periódicos gratuitos en un puesto de esos callejeros y le pregunté si había alguna tienda de las que buscaba por la zona. Sin mucho conocimiento, me dijo directamente que fuera al centro comercial que había al cruzar la calle, que habría una de esas, "por cojones".
    Subí a la cuarta planta siguiendo las indicaciones de la chica de información que había en la entrada (muy guapa por cierto, aunque no me dedicó ni una sonrisa). Allí me asesoraron en un par de minutos, y tras decirles lo que buscaba, me sacaron el único modelo que tenían. Saqué mi tarjeta, y en apenas unos segundos, mi saldo bancario bajó exponencialmente; menudo nudo se me quedó en la garganta después de ventilarme casi 200 mil de las antiguas pesetas.

    Salí de allí con aquel enorme bártulo camino a la estación. Entré por la puerta principal y bajé al sótano. Buscaba el sitio donde pasé la última noche en Valencia. Tras andarme dos o tres veces toda la planta, conseguí dar con el almacén donde habían establecido su residencia habitual mi amigo ucraniano y su cuadrúpedo compañero.

    Llamé a la puerta tratando de imitar el modo en que lo hacía Sergey, y sin mucho éxito, solo acerté a que Dimitri pegara un par de ladridos. Luego escuché a éste arañar la puerta con las pezuñas y, tras unos segundos, por fin pude oír una voz humana dirigiéndose al perro: "Tranquilo chico, tranquilo, ¿Reconoces ese olor? ¡A ver quién es!". El pomo de la puerta se giró y unas manos protegidas por unos guantes sin dedos me abrieron la puerta:


    - ¡Carlos amigo! ¿Qué tal el viaje? ¿Otra vez por aquí? Ya decía yo que Dimitri se olía algo... - se abalanzó sobre mí y me dio un fuerte abrazo mientras que el perro jugaba con mis pantalones. Para mi sorpresa, su olor no era ni vomitivo, ni asqueroso, ni a putrefacto, ni a nada con lo que habitualmente se relacionara a un vagabundo. Olía a colonia de bebé, de esa de euro el litro.
    - Pues nada, que pasaba por aquí y he dicho: creo que alguien me debía una bici... jejeje.
    - ¡Ah! Que vienes por eso... - bajó un poco la vista y la sonrisa desapareció de su rostro.
    - Ya te dije que no era mía, si no te la regalaba... pero se la tengo que devolver a mi amigo.
    - Está bien, está bien. Mira, aquí la tienes, ¿Cómo te la vas a llevar? - la sacó de detrás de un armario que tenía, estaba tapada con una manta y estaba muy limpia y cuidada, para mi sorpresa - te la he engrasado y todo.
    - Hombre gracias, es un detalle por tu parte. No te preocupes, he venido en coche, me las apañaré para meterla dentro. Oye, ¿Por qué no sales fuera un momento? Hay algo ahí que creo que te pertenece.
    - ¿A mí? Yo creo que no he dejado nada, será de las de la limpieza o de alguno de mantenimiento, a ver qué es... -se levantó del sofá y se asomó a la puerta sin demasiada expectación.


    Se encontró con un gran maletín aterciopelado de color negro. Al verlo, preguntó: "Carlos, ¿Qué es esto?". Yo preferí callar y no decir nada, era mejor que lo averiguara por él mismo. El perro se acercó moviendo el rabo de lado a lado y esperó expectante a que Sergey hiciera los honores. Al abrir la tapa se encontró con un nuevo y reluciente saxofón, dispuesto a jubilar a su oxidado y desgastado instrumento que ya se había ganado un descanso.

    Al abrirlo, el pequeño Dimitri comenzó a saltar alrededor del viejo ucraniano, como tratando de animarlo. Comenzó a pasar sus arrugadas manos por el reluciente cromado. Luego sacó un pañuelo del bolsillo y se lo paso por los ojos: se había emocionado. Me sentí muy orgulloso, había conseguido hacer llorar de alegría a alguien que casi podría ser mi abuelo, y al que la vida no se lo había puesto nada fácil. Un gesto tan pequeño como entrar en un centro comercial y meter una clave de cuatro dígitos en un tarjetero, había provocado que alguien tan grande como Sergey hiciera de su cara un mar de lágrimas.

    Aún agachado, observando el maravilloso instrumento, me decidí a ponerle mi brazo en su hombro y decirle: "A veces, los gestos mas desinteresados de la vida, son los que mayores recompensas traen, no cambies nunca, esto sólo será el principio. Gracias por guiarme cuando me perdí, gracias por darme lo poco que tenías. Me tengo que ir, adiós".


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    Me fui de allí con una sonrisa de oreja a oreja, mirando de reojo el reloj de mi mano izquierda, y aguantando la bici con la derecha. En aquella ocasión, el chucho no fue detrás mía, se quedó cuidando de su dueño. Cuando estaba a punto de subir las escaleras, me giré por última vez para decirles adiós con la mano. Sergey cogió al perro entre las manos y le dijo: "Ves chico, ahí va un ángel". Me guardé para mi todas las perrerías que había hecho a lo largo de mi vida y vi lo lejos que quedaba yo de esa definición. Llegué a sentirme mal, lo vi más como un gesto egoísta que altruista. Aquella mañana, volví a recibir más de lo di.

    Llegué al parking y me encontré con un GT3 muy diferente del que había dejado. Sus llantas, su alerón, sus bajos... brillaban como no lo habían hecho desde que lo tenía, y mira que yo lo mimaba. Lo rodeé con las manos en la cabeza, alucinando con cómo me habían dejado el coche en 10 minutos, ahora sí estaba listo para llegar al Ring con "dignidad".
    Entonces salió aquel chico del baño, secándose las manos con algo de papel y diciendo: "¿Está bien limpio? Un euro". Le dije que se lo daría, pero con una condición: que me ayudara a colocar la bici de alguna manera en aquella cosa. Comenzaba a verle las ventajas a las Citröen Picasso...

    Aceptó sin rechistar mi proposición y acabamos entre los dos de colocar la bici encima de techo y alerón (con la ayuda de un poco cinta de esa de las obras, que sacó él no sé muy bien de dónde). Tras esto, busqué en mi cartera y cogí lo poco que llevaba en metálico (20 euros). Me monté en el coche y bajé la ventanilla, el chico se acercó y me dijo: "Un euro, gracias". Yo le di el billete, y...: "No tengo cambio, lo siento, si no tienes euro, dame lo que quieras, 20 céntimos, 50...". Le respondí que el billete era para él y le dije: "Gracias a ti". Me fui sin darle tiempo a que me lo agradeciera, no me lo merecía; era lo justo. Me dejó el coche impecable, me ayudó con la bici y encima lo hizo de buen humor, ¿Qué más podía pedir?

    Saqué mi ladrillo-Nokia del bolsillo y busqué el móvil de Paco en la agenda: le di un toque, la operación "Liberad a Giorgio" había comenzado...



    Capítulo 25



    Dejé el Porsche aparcado a unos metros de la entrada para ambulancias, en zona amarilla. Rompí la cinta que sujetaba la bici a alerón y techo y la bajé con cuidado de no rozar la pintura. Supuse que los chicos de las fixies andarían por allí: seguro que alguno conocía el paradero de su legítimo dueño. Subí las escaleras con ella (aquellas que bajé apenas unas horas antes), era muy ligera; su sencillez y ligereza conseguían que fuera una peso pluma.

    Al terminar de subir, como era de esperar, me encontré a unos cuantos chavales con sus bicis. Me dirigí a ellos con la intención de darles alguna explicación y de paso pedirles disculpas por tan precipitado atropello, aunque estaba justificado (al menos bajo mi punto de vista). Pero cuando estaba a apenas unos pasos, uno de los adolescentes me señaló; el resto, hizo lo propio siguiendo la recta imaginaria que trazaba su dedo, dirigiendo sus amenazantes miradas hacia mí. De repente, todos comenzaron a correr en mi dirección. Yo, asustado, solté la bici y me dirigí hacia el refugio de mi 911.

    Bajé las escaleras casi tan rápido como la última vez, y me metí dentro en un santiamén. Acerté a meter la llave en el contacto tras unos cuatro o cinco intentos y salí de allí cagando ostias. Uno de los chicos traía una barra de hierro en la mano. Temí por la integridad de mi amado coche.

    Una vez encaré la enorme vía que conducía a L'Oceanographic, el walkie-talkie comenzó a pitar, señal de que Paco estaba intentando ponerse en contacto conmigo. Lo agarré con la mano derecha, pulsé el botón y dije: "¿Cómo va la cosa?". Al instante, para mi sorpresa, fue Giorgio el que respondió: "Mira para atrás, ragazzo".

    Alcé la vista hacia el espejo retrovisor, pero por el hueco que quedaba entre el alerón y la tapa del motor, sólo veía la matrícula de los coches que estaban más cercanos a mí. La verdad que ese espejo estaba más de adorno que otra cosa, la aerodinámica primaba en la factoría de Stuttgart; y si se tenía que poner un "hierro atravesao" en mitad del espejo para que el tren trasero no despegara del suelo, se ponía. Así que me ayudé del espejo izquierdo para ver algo.
    Circulaba por la derecha, mientras que el resto de borregos circulaban como venía siendo habitual por el carril izquierdo. Y entonces, entre los SUVs financiados a diez años y los monovolúmenes con complejo de deportivo, apareció la pelotilla zigzagueante, con sus luces bien bajas y su suspensión dura como una roca.

    Se colocó justo detrás mía, me dio luces y sonó de nuevo el walkie-talkie. En esa ocasión era Paco el que hablaba: "Señor Carlos, al volante del GTI va un italiano neurótico que lleva seis meses sin coger un coche, por su seguridad y la del resto de usuarios de la vía, le recomiendo que se ponga a su ritmo". Apenas acabó a la frase cuando escuché el berrido del cuatro cilindros al bajar de quinta a tercera en un instante; salió disparado de mi trasera y me adelantó como alma que lleva el diablo mientras engranaba de nuevo cuarta.

    El bóxer se puso celoso y no tuve más remedio que seguir al Golf; lo ayudé reduciendo también a tercera y realizando una conducción completamente "eficiente". Avanzábamos por el carril derecho mientras una horda de conductores estresados, furiosos y robotizados colapsaban los carriles izquierdos. Escuchaba sus risas por el walkie y yo, los acompañaba con mi sonrisa de matador saliendo por la puerta grande tras una faena exitosa. Nuestros motores rugían a 5000 revoluciones por minuto, ajenos a lo que sucedía a su izquierda: centenas, quizá miles de HDIs, TDIs, CDTIs y demás familias "calamarsianas" sonaban desacompasados al ritmo de su ralentí, esperando salir del atasco. Cogimos dirección Barcelona en un periquete; aquello de circular por el carril de vehículos lentos era un auténtico chollazo, deberían de cambiarle el nombre por el de carril V.I.P.

    Y tras esta pequeña tomadura de pelo a tan sana costumbre española, llegamos a la rotonda en la que cogimos la E-15, dirección norte. Al verla relativamente vacía, me tomé la licencia de entrar en segunda y pegar un buen "zapatazo" para que el cachorro deslizara sus patitas traseras y sacara la parte salvaje que escondía debajo de esa elegante línea, alterada sólo por un enorme alerón y unas llantas circuiteras. Paco y Giorgio comenzaron de nuevo con sus risas por el walkie al verme realizar tal maniobra y, tras unos segundos recuperando el aliento, Giorgio dijo: "Próxima parada, el infierno verde".

    Al decir eso, yo pensé para mí: "Sí, y mis cojones 33". Pero preferí no fastidiarle la sorpresa y darle el beneficio de la duda, mi silencio fue todo lo que recibió. El destino aún le tenía preparado alguna cosa más antes de ponerle la guinda al pastel; siempre por supuesto, contando con mi ayuda y la de Paco.

    Llegamos a las inmediaciones de Barcelona casi a las 3 de la tarde. Con un Sol cálido y agradable y las cocinas de más de un restaurante ya cerradas; nos paramos en la típica parada de servicio donde te cobran el agua a precio de Rioja. Lo primero que hice fue ir al baño, mi vejiga estaba al borde de la implosión. Mientras me lavaba las manos después de lo que consideré el mayor placer del día, Paco salió de otra de las puertas del aseo y se puso a mi lado. Aproveché ese momento sin Giorgio para comentarle el cambio de planes. Lo convencí con el pretexto de que era para darle una alegría al "viejo".

    Antes de comerme el bocadillo de lomo con pimientos que me había pedido, fui al multiservicio de la gasolinera y compré pastillas para el mareo y también para dormir. Confiaba que con las primeras no tendría que recurrir a las segundas, pero nunca se sabe. Llegué a la mesa donde estaban ya comiendo Paco y un debilitado Giorgio, y los acompañé devorando mi bocata, cuyo lomo estaba duro y correoso, por el rato que llevaba ya hecho.

    Durante la sobremesa, la pareja me contó cómo habían conseguido salir del hospital sin levantar sospecha alguna y de una forma bastante rápida. He de admitir que su método fue más profesional que el que utilicé un par de noches antes, pero yo no conté con vestuario ni batas, ellos sin embargo no podían decir lo mismo.

    El caso es que al final de la comida, ya cuando estábamos tomando el café, Giorgio se levantó para ir al servicio, momento que aproveché para "aliñar" su cortado. "¿No te habrás pasado?" preguntó Paco mientras que yo vertía el contenido de tres cápsulas en el interior de la taza. "Efectos secundarios: dolores articulares, cervicales y somnolencia. Vamos, que este va a dar el viaje de un tirón, y no vais a tener que parar porque esté mareado, eso fijo jeje...". Cuando terminé de decir esto, Paco me miraba con escepticismo, pero bueno, al fin y al cabo, allí el ex-médico era yo, así que sabía lo que hacía, al menos en teoría.

    El italiano se tomó el café de un sorbo, por lo que intuí que no había notado ningún sabor extraño. Esperé unos minutos más en aquel lugar, con el pretexto de ver el tiempo de las cuatro en la tele. Giorgio insistía en que quería seguir al volante del Golf, pero de eso nada, hasta que no se durmiera no saldríamos de allí. Finalmente, tras unos minutos aguantando, aquellas pastillitas empezaron a hacerle efecto. Los ojos se le cubrieron con un velo lagrimal y bostezaba reiteradamente. Finalmente, pronunció la frase que tan pacientemente habíamos esperado: "Buah, se me pegan los ojos, ¿Lo llevas tú un rato?".

    Paco aceptó de buena gana conducirlo y nos levantamos de la mesa. Me acerqué a la barra y como de costumbre, pagué lo de todos. Luego echamos gasolina y, mientras pagaba en el interior, pude ver a Giorgio cerrando los ojos. Por delante nos esperaban más de 1000 kilómetros hasta nuestro primer destino.

    Pero bueno, no lo hicimos del tirón. Hicimos escala en Mónaco para verlo aunque fuera desde el coche, pues el italiano seguía durmiendo como un tronco, cosa que entraba dentro de nuestros planes.

    Cuando volvió a abrir los ojos, lo hizo con la luz del amanecer. Salió del coche (que estaba parado) y se encontró con un lugar que le resultaba bastante conocido: un pequeño hostal llamado La Piola en el que habíamos parado a desayunar después de toda la noche conduciendo. Cuando entró al local, aún medio dormido y con cierto aire desacompasado, nos buscó entre la multitud de camioneros y demás conductores que había por allí y, fue directamente a por mí:


    - ¿Dónde me has traído, figlio di puttana?
    - ¿No hay que pasar por aquí para ir a Nurburgring? No vuelvo a hacerle caso al GPS... - la ironía y la interpretación eran dos facetas que dominaba de forma virtuosa.
    -Sois unos mamonazos... ¿Cuántas horas llevo durmiendo? ¿Qué hora es?
    - Pues son las 6 y media - dije como ignorando de qué iba el tema.
    - Joder... ¿En 3 horas y media hemos ido de Barcelona a Módena?
    - No Giorgio, es que no son las 6 y media de la tarde, son las 6 y media de la mañana - esto último lo dije con los dientes juntos, tratando que no me entendiera bien.
    - ¡¿Que qué?! ¿Me estás diciendo que llevo 12 horas dormido? - soltó un grito que se oyó en todo el bar. - No he dormido tanto en mi puta vida, ¿Qué coño me habéis hecho?
    - ¿Yo? Nada. Y en realidad han sido 15 horas... - alejé mi cara de su mano por temor a que me arreara un guantazo en cualquier momento, pues el gesto de mi rostro indicaba que estaba mintiendo como un bellaco.
    - A ver... ¿Qué me has dado? Ha sido en el café ¿Verdad? - Giorgio era ya un perro viejo, se las sabía todas el muy cabrón...
    - Nada, una pastillita de nada, para el mareo más que nada, no sabía si te iba a sentar bien tanto viaje... - al final iba a resultar que era buena gente y todo.
    - Eso es mentira, te ha echado tres, que yo haya visto. Te quería dejar en coma como h estado él - gracias a Paco, quedé como lo peor de lo peor y confirmé que no se podía fiar de mí.
    - Menos mal que Paco es un tío sincero, ¡La madre que te parió, Carlos!
    - Joder, que quería darte una sorpresa, ¿No te ha hecho ilusión?
    - ¿Ilusión? En esta zona no tengo ya a nadie. Sólo me quedan recuerdos y tumbas a las que poner flores. Pero bueno, te agradezco el gesto Carlos - se acercó a mí y me dio un abrazo, aunque no sabía muy bien si era sincero o por compromiso.


    Entonces Paco entró de nuevo en la conversación y dijo: "Bueno ¿Qué?, ¿Vamos a estar aquí todo el día o vamos a hacer algo? Es por ponerme cómodo y eso... ". Nos levantamos los dos de los taburetes de la barra, no sin antes preguntarle a Giorgio si quería algo, aunque después de 15 horas durmiendo, poca energía le hacía falta.

    Al salir del restaurante, ofrecí al italiano las llaves del Porsche. Apenas nos habíamos montado cuando un sonido muy gordo, a V12, comenzó a retumbar en aquellas enormes y llanas plantaciones de secano. Giorgio se bajó del coche y se asomó a la orilla de la nacional en la que quedaba aquel hostal. El ruido era cada vez más intenso y cercano. No sabía muy bien qué coche era, pero seguía engranando marcha tras marcha, y para cuando llegó a nuestra altura, podría haber despegado si hubiera querido.

    Giorgio se quedó esperándolo con los manos en gesto de victoria y poniendo una sonrisa cómplice al conductor de semejante máquina. Pasó por la puerta del hostal como un cohete, supongo que a unos 240 por una carretera limitada a 90. Era de color naranja y extremadamente bajo y ancho, mi Porsche a su lado parecería un Land Rover. Apenas superó el hostal cuando clavó frenos y redujo marchas como si no hubiera mañana. No supe muy bien porqué lo había hecho, pues se perdió tras los setos del restaurante y sólo podía escucharlo; pero el caso es que frenó en seco y en el ambiente solo sonaba ya el ralentí de 12 cilindros con sed de gasolina.

    Giorgio, al estar en la puerta, sí pudo ver porqué paro. Se volvió hacia mí y dijo: "Rápido, rápido, sube al coche". Me senté de acompañante mientras que él arrancaba y se abrochaba el cinturón. Salió de allí entre una nube de arena y polvo y obviando que Paco también tenía que seguirnos. Encaró la nacional en la misma dirección que aquella maravilla. Pude verla parada en mitad de la carretera, con las luces de emergencia puestas, como esperando. Era la quinta esencia de la automoción: lleno de vértices, líneas rectas y sonando a gloria. Por fin pude desvelar de qué modelo se trataba, era un Lamborghini Aventador.

    [ame="http://www.youtube.com/watch?v=YPqIBIHrHkc&feature=colike"]Lamborghini Aventador Commercial (FULL HD) - YouTube[/ame]

    Giorgio aceleraba, engranaba marcha tras marcha, íbamos muy rápido. Aquella obra de arte con matrícula estaba ya muy cerca, yo le grité: "¡¿Pero qué haces loco?! Que nos vamos a chocar...". Giorgio sonreía y se mantenía en silencio. Yo empecé a poner mis rodillas cerca del salpicadero, esperando la inminente colisión. Pero cuando ya todo parecía perdido, el Aventador comenzó a moverse, traccionando de una forma extraordinaria. En apenas unos segundos, se había puesto a nuestra velocidad, justo delante de nosotros. Pero eso no hizo que Giorgio levantara el pedal, seguía achuchando por detrás a aquel monstruo de 400 mil euros. Aquella recta parecía no tener fin, y si lo tenía, tampoco podríamos alcanzar a verlo con la silueta del Lamborghini justo delante nuestra.

    El marcador indicaba ya los 220 por hora, una velocidad completamente fuera de lugar en ese tramo. Pero ni Giorgio ni el Aventador iban a dejar su brazo a torcer. Y cuando parecía que le íbamos a dar caza, éste saco todo su potencial y empezó a coger distancia. En apenas medio kilómetro nos sacó unos 20 coches de ventaja. La velocidad seguía aumentando y ya rodábamos a 260 kilómetros por hora. Aquel anciano impedido se había convertido en un piloto sin alma ni miedo a la muerte. Pero yo sí se lo tenía, así que le pedí que parara de una vez, o aquel pique acabaría con nosotros.

    Levantó el pie y pudimos ver como el Lambo seguía acelerando y acelerando y perdiéndose más y más entre aquellos campos de maíz. Cuando volvimos a circular a velocidades terrenales, por el espejo retrovisor pude distinguir el Golf de Paco. ¡Menos mal! Hubiera sido imposible encontrarnos en plena Emilia-Romagna con nuestro vastos conocimientos de la cultura italiana. Tras tres kilómetros más de recta, una curva le puso fin. Y tras ésta, había un cruce que nos mandaba dirección Módena. Fue entonces cuando apareció misteriosamente por el retrovisor el deportivo italiano con ganas de más marcha. Adelantó al Golf y se quedó detrás nuestra, dando acelerones en vacío mientras Giorgio decidía qué camino coger, pues al fin y al cabo, era nuestro particular guía turístico.

    Tras un cuarto acelerón, dijo algo en italiano y se bajó del coche, en dirección a la mancha naranja que había en el retrovisor. Por un segundo pensé que iba a pegarle o algo por el estilo, pero nada más lejos de la realidad... Del Lamborghini se bajó otro hombre, también algo mayor, con una rostro que no evocaba absolutamente nada, era frío como el hielo. Se dieron la mano y comenzaron a hablar como si se conocieran de toda la vida. Tras unos minutos taponando el cruce, Giorgio volvió al coche y el otro hizo lo propio con el Aventador. Le dejamos paso y le seguimos, ahora a un ritmo más pausado.

    Circulamos por el centro de Módena detrás de aquel superdeportivo y escoltados por el Golf, que cerraba el trío de Ases. Lo curioso de aquella ciudad es que apenas algún adolescente giraba la cabeza para vernos pasar; la gente se tomaba aquello con la misma naturalidad que en Jaén se reaccionaba al ver la luz del día.

    Tras salvar los insufribles semáforos y lidiar con el violento tráfico italiano, salimos de allí por otra vía de doble sentido. Los tres adelantábamos a los camiones incluso viniendo coches de frente; los arcenes se convertían en improvisados carriles por los que se apartaban para esquivar la muerte en forma de choque frontal. El Aventador lo hacía con una facilidad pasmosa, apenas tenía que pisar un poco el gas para salir disparado a la trasera del siguiente tráiler. A Giorgio le costaba un poco más adelantar, pero con bajar de marcha el problema estaba solucionado. Por su parte, Paco estaba pasando un mal rato, le faltaba potencia, marchas y aerodinámica para seguir el endiablado ritmo que marcaba aquel señor de mirada distante.

    En unos minutos estábamos ascendiendo por una revirada carretera que se dirigía directamente al corazón de Los Apeninos. Aquel era el terreno natural del Porsche: en cada curva u horquilla su trasera se ponía juguetona y comenzaba a sobrevirar. Pero si allí era donde el 911 se sentía cómodo, también era dónde el Lambo había nacido. Ni que decir tiene que su tracción, rendimiento y comportamiento estaban a años luz de mi humilde alemán. Para ser sincero, hubiera dado un riñón por coger aquel toro por los cuernos.

    Cuando más estaba disfrutando, en una zona un poco más abierta en la que la sensación de velocidad era mayor, el Aventador redujo el ritmo y puso el intermitente derecho. Entre los pinos, salía un camino de gravilla no muy recomendable para coches con apenas unos centímetros de distancia con el suelo. Muy despacio, avanzamos a lo largo de un carril que no sabía muy bien dónde llevaba, dándole a Paco la oportunidad de ponerse a nuestra altura.

    Con la carretera ya desaparecida del espejo retrovisor, un pequeño granero con pinta de llevar años abandonado ponía fin a la vía. Levantó la angulosa puerta de tijera y salió del coche ayudándose de su brazo izquierdo. Nosotros le seguimos y también nos bajamos del nuestro. Aquel señor se acercó a mí (era mucho más bajo de lo que aparentaba detrás del volante), me extendió la mano, me dedicó una escueta sonrisa y dijo: "Valentino, piacere di conoscerle".

    Ahora que lo veía más de cerca, me recordaba mucho a alguien, y no sabía a quién... pero apenas me dio tiempo a pensarlo, pues los dos italianos comenzaron a hablar en su idioma natal, y a duras penas pude descifrar qué decían. Tras acabar con la conversación, aquel desconocido se acercó al coche nuevamente y sacó un juego de llaves de debajo del asiento del acompañante. Se acercó junto a Giorgio a la puerta del granero, y la abrieron entre los dos.

    La curiosidad me pudo y me acerqué a ver qué se cocía en el interior de esa vieja construcción. Di unos pasos muy despacio con temor a que descubrieran que estaba tratando olisquear en aquel rincón escondido de las miradas ajenas. Pensé que mis ojos me engañaban... ¿Cómo era posible que estuvieran ahí? Parecían llevar toda la vida escondidos: medio siglo esperando una segunda oportunidad, que nunca llegó.




    Capítulo 26


    Unos neumáticos, desinflados y medio podridos por la acción de la humedad y del paso del tiempo, sostenían dos maravillas dignas de estar en cualquier museo de arte contemporáneo. El óxido y la corrosión no conseguían eclipsar la belleza de dos automóviles que por sí solos eran un pedazo de historia de Lamborghini.

    Observaba a Valentino con su mano puesta sobre el hombro de Giorgio. Por primera vez desde que lo vi, su sonrisa no era por compromiso, sino sincera y desinteresada. Mientras tanto Giorgio no podía contener las lágrimas, que resbalaban por su rostro mientras trataba de secarlas con un pañuelo. Valentino señalaba cada detalle del Miura y del 400gt, ambos con un color mucho más apagado del que tenían cuando salieron de la fábrica y fueron entregados a Giorgio y su amigo Bob. No consiguió quitar su sonrisa a lo largo de todo el tour que dieron por el viejo granero, al igual que no quitó en ningún momento su mano del hombro de Giorgio.

    Cuando éste consiguió tranquilizarse, nos hizo un gesto a mí y a Paco para que nos acercáramos. Cuando nos pusimos a su altura, junto a una mesa llena de piezas de motor y un armario de herramientas, Valentino sacó unas llaves del bolsillo de su chaqueta y abrió ambos coches. Giorgio fue directo a sentarse en el asiento del Miura: su compañero durante miles de kilómetros en su viaje por Europa. Pude notar una ligera sensación de vacío al ver el reencuentro de ambos: Giorgio era apenas un crío cuando se sentó allí por última vez, y el Miura era un pre-serie que nunca consiguió la homologación necesaria para que alguien lo guardara en su garaje: era un coche de pruebas. Y medio siglo más tarde volvían a estar juntos; el Lamborghini estaba ya en el otro barrio, y a Giorgio poco le faltaba.

    Como el encontronazo entre dos hermanos bastardos, la sensación que inundaba el ambiente era la de que ninguno tenía nada que decirle al otro: uno llevaba toda una vida abandonado, con la única compañía de un 400gt de color verde que siguió su mismo camino. El otro llevaba medio año sólo, eso que yo supiera; nadie lo reclamaba, nadie lo precisaba, nadie lo necesitaba. Eran dos viejas glorias a merced del viento y de un destino que poco o nada tenía ya pensado para ellos. No pude evitar que incluso a mí se me cayera alguna lágrima ante tal choque de sentimientos; por una parte me daba rabia el hecho de que esos dos coches no volverían a circular, y que seguramente su descorchada pintura no volvería a ver la luz del día. Por otra parte, podía ver a un hombre con un pasado brillante, que se desvanecía en un bucle autodestructivo hacia el final de su vida.

    Ya un poco más calmado, y sentado tras el volante del 400gt, pude comenzar a unir cabos sueltos y, llegué a la conclusión de que, ese tal Valentino, era el que le quitó el puesto a Giorgio décadas antes como probador de Lamborghini. Pero de ser así, no entendía como existía tanta complicidad entre ellos, más que amigos, parecían hermanos. Giorgio no me había contado toda la verdad, quizá por eso no le gustó que pasáramos por su tierra. El caso es que mi personalidad curiosa se quemó junto a mi piel unos meses atrás, así que preferí disfrutar del momento y dejarme de preguntas incómodas para Giorgio.

    Tras unos minutos sentado allí, con un olor a polvo y cuero viejo bastante agradable, el italiano desconocido me tocó en el cristal y me invitó a salir del coche. Me despedí de aquella preciosidad de interior, pensando en la socorrida frase de "ya no se hacen coches como los de antes"; era magnífico, a diferencia de los coches actuales, allí dentro todo era espacio y lujo. Más que en un deportivo parecía estar en un yate. Era hermoso, simple, funcional y su puesto de conducción era muy bajo. Entre ambos asientos había un gran espacio donde se albergaba la enorme caja de cambios. En fin, eché un último vistazo a aquel interior orgásmico y pensé con tristeza que podrían pasar otros 50 años para que alguien se sentara allí.


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    Aún mantenían sus matrículas originales, de color negro con letras y números en blanco. Su estado completamente original hacía que fueran joyas de incalculable valor en el sitio y momento equivocados. Esa visión apenas duró unos segundos más, Valentino cerró las puertas del granero y aquello se volvió a convertir en un cementerio de dioses.

    Los tres nos dirigíamos a nuestros coches cuando aquel misterioso señor nos gritó: "Attendere un minuto". Se fue a la parte de atrás del granero mientras que le pedía a Giorgio que me tradujera. Tras explicarme que nos estaba pidiendo que lo esperáramos un minuto, escuchamos algo arrancar detrás de esas paredes. De un momento para otro, tras una nube de gravilla y polvo, salió un pequeñín de culo inquieto a toda leche. Se trataba de un Fiat 600 con algunas modificaciones. Se paró junto al Aventador y Valentino se bajó de él. Giorgio se llevó las manos al rostro: no podía creer que su primer coche, al que le perdió la pista mucho tiempo atrás, seguía con vida. Tenía un ronroneo increíble, traqueteaba continuamente, como si fuera a pararse... pero se aceleraba un poco (lo justo para subir de revoluciones) y volvía a sonar muy fino. Comenzó a darle vueltas como un loco, comprobando que cada detalle y cada componente estaban tal y como él los había dejado 40 años atrás en la casa de sus padres. Yo tampoco pude contener la curiosidad, y me acerqué a echarle un vistazo: suspensión más rígida y baja, pinzas de freno con el símbolo de Il Cavallino y todo el kit exterior de Abarth. Además sonaba mucho más bronco que el típico 600 que conservaba más de un abuelete en Jaén.

    Sin más, abrió la puerta del Fiat y se sentó en el asiento del conductor, no sin antes darle un abrazo a su amigo. Parecía un niño con zapatos nuevos, lo había visto sonreír antes, pero nunca con esa intensidad ni ese brillo en los ojos. Sólo pude pensar que "olé" por Valentino, le dio la alegría de su vida al viejo... fue entonces cuando volví a sentirme vivo por primera vez desde el coma. Paco arrancó el Golf, yo el Gt3 y el probador su Lamborghini.

    Pero Giorgio se volvió a bajar del 600, se acercó al Aventador y le comentó algo a su afortunado conductor. Tras esto, se bajó del coche él también y vino en dirección al mío; se puso enfrente y lo señaló, luego hizo el típico gesto de sacar músculos, dando a entender que parecía rápido. Entonces señaló nuevamente a la mancha naranja e hizo algo con los dedos, dando a entender que si quería cambiar de automóvil. Tras esto, yo también me animé a salir del coche, para asegurarme de que lo había entendido bien y no era otra cosa lo que me estaba pidiendo.

    Tras confirmar que era esa su voluntad, me hizo entrega de las llaves , mucho más complejas y conseguidas que las del GT3, que eran más bien sosas y simples (también más elegantes). Yo hice lo propio, le dejé las mías y lo invité a sentarse mientras le explicaba cómo funcionaba, pero evitó cualquier aclaración haciendo un gesto con la mano para que parara, mientras me decía, ya en inglés: "I know, dont worry".

    Llegó el momento de dirigirse al Aventador, que mas que un coche, parecía una obra de orfebrería grotescamente sobrecargada. Me encontré con la puerta abierta, con lo que me ahorré el tener que descifrar cómo diablos se abría, algo muy común en los deportivos más modernos. Sin más dilaciones, me senté en su interior, también repleto de relojes, botones y vértices innecesarios que daban la sensación de estar en una nave en vez de un coche; por un segundo, eché de menos la sencillez del Porsche. Al igual que la eché de menos a ella cuando miré al asiento del copiloto... pero en fin, Cristina era la siguiente tarea pendiente en mi agenda, esperaba no tardar demasiado en volver a tenerla cerca.

    Inserté aquella llave futurista (que no era una llave propiamente dicha, sino una especie de tarjeta) y pulsé el botón de Star/Stop. El espíritu de la marca del toro invadió al instante cada célula de mi cuerpo. Un cuadro digital sobrecargado con multitud de indicadores que podía modificar a mi antojo daban una idea de ese espíritu. No era ni elegante, no acogedor, ni funcional; era la obra más impresionista, ambiciosa y ostentosa en la que había tenido el placer de montarme, y me gustaba. Apenas tuve tiempo de reconocer todos los marcadores del cuadro, en especial el de la autonomía, que con 3/4 de depósito llenos apenas tenía para 200 kilómetros a un ritmo "tranquilo". No pude evitar soltar una carcajada y decir: "¡Es un puto Prius el hijo de puta!".

    El Fiat salió el primero dirección a la carretera, detrás fue el Volkswagen. Y tras ellos salí yo, muy despacio, tratando de acostumbrarme al tacto de aquella bestia, la cual no sabía muy bien con qué mapa motor iba configurada. Hice todo el carril en segunda para que no perdiera tracción, algo que al mío le costaba muy poco... ¡Y tanto que le costaba poco! Justo detrás, Valentino (Balboni, lo pude leer en la documentación y los aparatos que había esparcidos por todo el interior) iba con la trasera del coche de lado a lado. El bóxer resonaba entre los árboles, pegando acelerones que ponían a prueba su resistencia. Al principio iba preocupado por la integridad de mi amado 911, pero luego pensé: "¡Qué coño! Es Valentino Balboni, no Manolo el del bar " y me despreocupé por completo de él. Mi única preocupación era disfrutar de uno de esos momentos que contaría a mis nietos (si algún día consiguía tenerlos).

    En seguida llegamos a la nacional, el Micromachine salió el primero cediendo el paso a un tráiler que bajaba en dirección a Módena. Salió tras él y le siguió el GTI. Ambos salieron de allí muy rápido, engranando marcha tras marcha y desaparecieron tras el quitamiedos de la siguiente curva. A mí sinceramente me pareció que iban casi parados, y su aceleración me pareció una minducia al lado de los dos fuera de serie que aún quedaban por unirse al cuarteto...

    Miré con precaución a ambos lados de la vía (las ventanas del Lambo no eran precisamente una oda a la visibilidad), y salí dando un pequeño acelerón tras el cual cambié rápidamente a segunda y tercera. Pero el alemán que iba detrás (pilotado por un italiano con más kilómetros a sus espaladas que un taxista) no tenía ganas de andarse por las ramas. Salió del cruce inmediatamente después de mí, ya de medio lado. La nube de polvo del camino se fundió con el humo y las marcas de ruedas en el asfalto. Sin tiempo a reaccionar, me pasó como alma que lleva el diablo antes de llegar a la curva. La verdad que no terminaba de cogerle el punto a esa forma tan temeraria de conducir, pero el caso es que le seguí el ritmo.

    Volví a bajar a segunda, y apenas hundí el acelerador hasta la mitad, cuando la curva se me echó encima al instante. Giré el volante a tope, pensando que iba a darme de frente con el quitamiedos. Pero nada de eso, la macchina de Santa Agata se pegó al asfalto como una lapa, de hecho tuve que rectificar para no meterme en el otro carril. Al superar el par de curvas enlazadas, estaba ya pegado nuevamente al GT3, que se movía de una forma realmente bella al mando de unas manos de tal calibre. E inmediatamente delante de él, el Golf y el Fiat, pegado a las luces traseras del enorme remolque del tráiler.

    En el horizonte teñido por un Sol anaranjado de las primeras horas de la mañana, se extendía una recta no muy larga pero en la que merecía la pena intentarlo. Tuvo el detalle de poner el intermitente antes de invadir el carril contrario y ahogar el pedal hasta la altura de las alfombrillas. Yo no quise que se fuera sólo y en tercera acaricié el acelerador y sus 700 caballos hicieron el resto. Cuando quise darme cuenta, sólo tenía delante mi propio coche, y por el espejo retrovisor observaba al pequeño Fitito y su oscuro perseguidor iniciando la maniobra de adelantamiento. Pero no era momento de mirar a los espejos retrovisores, con un descenso de Los Apeninos por delante y media cuadra de esencia emiloromañola en el pie derecho, la menor de mis preocupaciones era lo que pasaba por detrás.

    Curva tras curva, el Porsche seguía paseando su trasera por el filo de los quitamiedos como si esa fuera su forma natural de desplazarse. Aunque ese hombre era un as al volante, mi corazón no aguantaría mucho más esas taquicardias, así que, como "ojos que no ven, corazón que no siente", en la siguiente recta con un poco de visibilidad (si a eso se le podía llamar recta), di gas y pasé a mi niño mimado. Ahora estábamos solos el Aventador y yo, en lo que sería una batalla épica por el control de la carretera.

    Fue entonces cuando tuve la oportunidad de exprimir al máximo todo el potencial que se escondía debajo de aquel trabajado capó. Contuve la respiración y una gota de sudor se escurrió por mi cuello. Bajé a segunda a unos 100 kilómetros por hora y un sonoro rugido despertó al espíritu de la automoción. El simple gesto de retorcer mis piernas en aquellos pedales me llevó a una dimensión hasta entonces desconocida para mí. Los vehículos que ascendían por aquella revirada ruta me echaban luces; en el rostro de los conductores se podía leer una mezcla de envidia hacia mi persona y admiración por la máquina que pilotaba. Sólo un Tsunami o la mirada penetrante de sus ojos grises podrían sacarme de aquella burbuja de emociones elevadas al máximo exponente. Cada acelerón me empujaba hacia el respaldo del asiento, cada frenazo hacía que aquellos cinturones de triple anclaje me sujetaran para no salir catapultado por el parabrisas, y aquellos enormes neumáticos, con el diámetro del Sol y la anchura del Amazonas me mantenían en la trayectoria curva tras curva.

    Un cóctel de tracción, agarre y potencia me mantuvo durante unos minutos en una dimensión a la que pude considerar mi particular cielo. Mis tímpanos gozaban con aquel sonido emitido a frecuencias hasta entonces desconocidas para ellos. Pero aquello se acabó pronto, apenas había superado el descenso de la cordillera cuando mi fiel Nokia hizo acto de presencia. Reduje mi velocidad, cercana al doble de lo permitida, subí marchas para reducir el ruido y conseguí cogerlo. Era Paco: "Alonso, da la vuelta, que te has pasado".

    Me encontré a los tres parados en la entrada de un viejo cortijo. Baje de aquel sueño con ruedas y me aproximé a ver lo que estaban haciendo. Me encontré con un emocionado Giorgio abriendo lo que un día fue la casa de sus padres. De ese momento pocos detalles hay que dar, simplemente metieron el 600 en un pequeño garaje que había a la entrada y cerró de nuevo la verja de la entrada. Entonces el viejo se acercó a mí y me dijo entre sollozos: "Ala, ya hemos visto lo que queda por aquí de mí, ¿Ya estas contento? Te agradecería que saliéramos de aquí ya...".

    Al principio no comprendía muy bien aquella reacción a los últimos acontecimientos (en mi opinión bastante positivos), pero el caso es que no le apetecía seguir por allí. Valentino me devolvió mis llaves, nos dio un abrazo y se marchó de allí a lomos de su toro naranja. Nosotros tampoco tardamos mucho en irnos. Giorgio se acercó a la cuneta, y cogió un par de violetas que habían nacido en un grieta del asfalto. Fue a la puerta y las dejó en un buzón de madera podrida. Dijo: "Una por mi madre y otra por mi padre", y se montó en el Golf con Paco; al parecer no estaba demasiado contento conmigo.

    De nuevo en el coche, sólo, pude comprender que aquel flaco favor que le hice, solo sirvió para reabrirle heridas que no habían terminado de cicatrizar. Volví a sentirme sucio, casi como un monstruo; me había dejado llevar por la lujuria y la soberbia, sin alcanzar a ver más allá de mi propio ombligo. Lo había llevado al sitio que un día fue su hogar, y del que hoy sólo quedaban cadáveres y restos de un pasado mejor. Mis ilusiones de ir a Nurburgring se habían esfumado, de hecho ya no sabía si me apetecía seguir conduciendo. Me paré en el primer hueco que pude, apagué el motor y cerré los ojos, tratando de escapar de aquella situación, buscando de nuevo mi propia burbuja.


    Capítulo 27




    Apenas pasé unos minutos allí sentado cuando el Golf vino de vuelta para ver qué me había pasado. Aparcaron justo delante y se bajó Giorgio del coche, en el que iba de copiloto. Se acercó a mi puerta, la abrió, y tras esto dijo: "Baja anda, y no te preocupes que no es para tanto". Me bajé desganado y me senté de acompañante. Me puse el cinturón y volví a cerrar los ojos.

    Estaba muy cansado y desanimado, todo se había puesto en contra y ni siquiera encontré las fuerzas para pedirle perdón a Giorgio. Arrancó y fuimos detrás del Golf. El ambiente era muy tenso y su conducción muy tranquila y relajada. Así que busqué como pude una posición cómoda en aquel baquet rígido como el cristal y traté de descansar un poco. Con el día apenas empezado, mis párpados se cerraron y mi mente fue desconectando con la ayuda del bóxer a solo 2000 rpm. No quise pensar cómo iría Paco, que llevaba más de 24 horas seguidas al volante.

    Cuando desperté de la siestecita, lo hice con un frío terrible y una extraña sensación de soledad. Conseguí enfocar mi vista, y me percaté de que seguía aún dentro del GT3: estaba a salvo. El coche estaba parado al lado de un Land Rover largo de color blanco, y el Sol de medio día incidía directamente sobre mi cara, razón por la cual me había despertado. Giorgio no se encontraba dentro, el asiento del conductor estaba vacío, pero las puertas seguían abiertas y las llaves en el hueco de mi puerta. Toqué el cristal, estaba congelado, razón con lo que entendí que fuera hacía aún más frío. Busqué mi chaqueta entre los harapos arrugados que tenía entre la jaula de seguridad y me la puse.


    Arropado por una buena capa de cuero y lana, salí al exterior, con las llaves en el bolsillo. El aire era muy denso y frío, aquella brisa congelada penetraba hasta lo más profundo de mi sistema respiratorio en cada inspiración. En aquel parking se acumulaban unos 10 centímetros de nieve en las zonas que no habían sido limpiadas. Además, una fina capa de hielo cubría todas las inmediaciones del Hotel Ristorante Perego, que era el único edificio que logré identificar. No me sentía muy cómodo, quizá porque me recordaba demasiado a los duros entrenos en altura que hacía en mi época de ciclista, y al frío que pasaba en los mismos.

    Busqué alguna pista de dónde podían andar aquellos dos (el Golf me lo encontré aparcado al otro lado del Land Rover), y me decidí a cruzar la carretera que partía en dos aquel pequeño pueblo compuesto casi exclusivamente por negocios (hoteles, restaurantes, bancos...). Y fue entonces cuando dos brazos me saludaron desde una cafetería que estaba justo enfrente. Eran ellos, así que busqué la puerta de aquella terraza acristalada y la empujé. Me senté en su mesa y comenzamos a hablar mientras miraba con deseo aquel plato de sopa caliente que les acababan de traer:


    - Es para ti, que seguro que tienes frío. No había forma de despertarte - dijo Giorgio, cosa que me sorprendió mucho pues, en teoría, estaba cabreado conmigo.
    - ¿Dónde estamos? - dije lanzando la pregunta al aire, evitando el contacto directo con Giorgio.
    - Pues nada más y nada menos que en el Passo dello Stelvio. Por esa carretera que ahí ves, - dijo Paco señalando por el cristal - han pasado todas las leyendas del ciclismo y los mejores coches del mundo.
    - ¿Y por qué nos hemos desviado tanto? El sitio es impresionante pero por los túneles habríamos tardado menos en llegar a Nurburg...
    - Pero bueno... ¿Dónde está el Carlos que se recorría 800 kilómetros en un día para dar tres vueltas a un circuito? ¿Dónde está el Carlos al que cualquier cosa relacionada con los coche lo sacaba de la cama de madrugada?
    - Pff... Pues no sé muy bien donde estará, es lo que tiene llevar 24 horas conduciendo, que uno le coge "tirria" al volante.
    - Bueno, yo llevo más que tú, te recuerdo que llevas 4 horas durmiendo. Y no por eso se me han quitado las ganas de llevar el GTI. Pero bueno, para eso estamos aquí, para descansar; allí vamos a pasar la noche - dijo señalando hacia un edificio de piedra con el típico tejado inclinado de las zonas alpinas.
    - Albergue Genzi...
    - Genziana, pero se pronuncia "gensiana" - me corrigió Giorgio, al parecer el viejo no era muy rencoroso (por suerte)...
    - Pero si son las tres de la tarde... ¿Ya nos vamos a quedar aquí? - dije mientras cogía la cuchara para engullir aquel plato caliente de sopa.
    - Hombre, no sé tú, pero yo tengo ganas de echar una cabezada, vosotros podrías hacer lo mismo o... ir a reconocer el terreno jejeje - en ese momento vi pasar un precioso Ferrari 360 Challenge Stradale por la puerta de la cafetería. De repente, se me fue todo el cansancio y la gasolina volvió a fluir por mis venas atrofiadas.
    - Pues yo no tengo sueño, habrá que ir a comprobar si la carretera esta es para tanto o es más el nombre que otra cosa... ¿Te apuntas Giorgio? - dije mientras sacaba las llaves del Porsche, tratando de firmar la paz entre nosotros.
    - Pues hombre, para arriba no he disfrutado demasiado de las curvas, habrá que volver a bajar, ¿No? - dijo Giorgio mientras me sonreía, definitivamente, habíamos recuperado nuestra amistad.


    Terminé con la sopa mientras ellos estaban ya con el postre. Pedí un café para aguantar las horas de luz que le quedaban al día, y pagué la cuenta. Luego nos acercamos al albergue y tras dejar las maletas en las habitaciones, hice lo propio en recepción. A golpe de tarjeta, nos instalamos en la cima de Europa y Paco se retiró a dormir a sus aposentos. El italiano y yo rehusamos a seguirlo; cogimos las llaves del GT3 y nos dirigimos a pasar un rato aceleraciones, frenazos y sobrevirajes entre placas de hielo.

    Cuando salimos, el coupé de Sttutgart tenía ya una buena capa de hielo en el cristal. Puse la calefacción al máximo mientras que con ayuda de un cartón y unas servilletas quitábamos todo el hielo que pudimos de los retrovisores y luna trasera. Incluso la tapa del depósito estaba congelada. Pero bueno, eso no era un problema, al parecer mientras que yo estaba dormido ya se habían encargado ellos de repostar.


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    Con el depósito lleno y toda la tarde por delante, le cedí las llaves a Giorgio. Al fin y al cabo era él quien mejor conocía la carretera, y quien más manos tenía, aunque aún no sabía muy bien el porqué... Fuimos por la cara Este del paso, en mi opinión, la más impresionante y revirada. Horquilla tras horquilla, el Porsche se ponía juguetón y perdía tracción con apenas apoyar un poco el pie sobre el acelerador. Pero "el viejo" conducía francamente bien, era él quien llevaba el control del coche, y no el coche el que lo controlaba a él.

    El Sol comenzaba a dar la sombra sobre aquel inclinadísimo valle, pero aún así Giorgio no aminoraba la marcha, seguía con un ritmo endiablado en aquella solitaria vía. Se podía ver incluso el brillo de las placas de hielo, pero él no levantaba el pie, simplemente hacía pequeñas correcciones con el volante. Sin apenas darnos cuenta, habíamos descendido por completo como unos 1500 metros verticales. La temperatura comenzó a aumentar, incluso tuve que apagar la calefacción. Las cumbres nevadas dieron paso a un bosque frondoso y una carretera mucho más ancha y segura. Nos pusimos paralelos a un río que llevaba a un pueblo encantador anclado en una colina repleta de árboles y prados verdes; faltaban Heidi y el abuelo.

    En una parada de autobús dio la vuelta y estacionó el 911 con las luces de emergencia puestas. Abrió la puerta y dijo: "es tu turno". Yo tenía unas ganas locas de conducir, así que me faltó tiempo para bajar del coche y ponerme tras el volante. Nos abrochamos los cinturones y puse el intermitente a la izquierda, como indicando mi intención de salir. Me cercioré por el espejo retrovisor de que no venía nadie y metí primera para volver a ascender al Passo dello Stelvio. Apenas me había incorporado al carril derecho cuando un 991 Carrera 4S de color negro nos pasó volando. Giorgio, con un rostro frío e insensible al adelantamiento de aquel hito de la tecnología (que se supera generación tras generación), dijo: "He leído que la versión más básica de ese es más rápida que la más radical de éste, habrá que comprobarlo, ¿No?". Encendió la radio y con Scala&Kolacny Brothers comencé a disfrutar, de verdad, aquella carretera.


    [ame="http://www.youtube.com/watch?v=axrqVfuGHh0&feature=colike"]Scala & Kolacny Brothers - Creep (Radiohead cover) - YouTube[/ame]


    Tardé muy poco en hacerle caso al jefe y metí segunda con el gas a fondo. El deportivo oscuro se alejaba a un ritmo vertiginoso, pero no tardó en estabilizarse hasta el punto en que fuimos nosotros los que nos acercábamos a él. Las primeras curvas eran muy rápidas, con lo que la tracción total del 991 no me supuso un gran handicap. Pero fue entrar en la zona más empinada y revirada y la cosa cambió. Con un mero movimiento de volante trazaba toda la curva sin desviarse un milímetro. A mí, sin embargo, cada metro me suponía un reto comparable, sólo, a un tramo del Grupo B en sus mejores tiempos. Correcciones de volante, dosificaba la potencia, frenaba con cuidado de no bloquear las ruedas... y conforme íbamos ascendiendo, la cosa se iba poniendo peor.

    Al principio sólo eran pequeñas placas de hielo en las que apenas perdía algo de tracción, pero luego las placas se convertían en verdaderos lagos helados y no había margen para el error. El arcén había desaparecido y se convirtió en un salto al vacío por el lado izquierdo y una pared de nieve por lado derecho. Mientras tanto el del 991 parecía ir de paseo, debió echarse unas buenas risas mirando por el espejo retrovisor como derrapaba, daba volantazos y morreaba en las curvas más cerradas. El caso es que me lo pasé mejor que él, aunque llegó un momento en el que lo tuve que dejar marchar, o mi máquina se convertiría en nuestra tumba. La tecnología y los controles computerizados habían ganado al conductor. Pero el 996 tenía algo que le faltaba a aquel ordenador con ruedas, esa esencia que hacía que no cambiara a aquel modelo por ninguno posterior, ni siquiera por su versión en el 997. La época dorada de la automoción estaba llegando a su fin, y con ella, una parte de mí que deseaba haber nacido 30 años antes.

    Pasamos la tarde entre subidas y bajadas, siguiendo a cualquier deportivo o moto que se cruzaba en nuestro camino y con una ligera sensación de mareo, algo inevitable cuando tu única compañía durante horas son las curvas y el olor a neumático quemado. Cuando el Sol se fue y la Luna cerró aquella carretera, nos sentamos a la luz de la chimenea y cenamos como dioses entre churrascos de ternera y un aire impregnado con matices de leña húmeda. Al abrigo de unas buenas mantas y una revista de coches, no tardé demasiado en quedarme frito a 2700 metros de altura, y más teniendo en cuenta las casi 48 horas que llevaba sin descansar y que con el estómago lleno, el sueño "aprieta" más.

    A la mañana siguiente tocaron a la puerta cuando aún no había amanecido: era la chica de recepción, y por lo poco que pude traducir, llevaba un rato llamando al teléfono pero yo no lo cogía. Al parecer, el bueno de Paco le dejó el recado de que nos despertaran a las 6 de la mañana. Con las legañas por bandera y todavía repitiendo el churrasco de la noche anterior, nos comimos unas tostadas enormes mientras observábamos el amanecer desde la terraza.

    Hicimos las maletas y descendimos por la cara Oeste, mientras observaba con tristeza por el espejo retrovisor un lugar al que tardaría mucho en volver. Fue una de esas experiencias que hay que vivir al menos una vez; todos los días se conduce, pero no siempre se tiene la suerte de circular por un lugar con tanta historia tras de sí. Me sentía un privilegiado, cuando veía el Tour de Francia o el Giro de Italia no pensaba que algún día podría conducir por allí. Así que salimos muy contentos de aquella cima y con un extra de motivación para llegar a La Meca: Nurburgring nos esperaba a apenas 700 kilómetros de allí.

    Tras dejar atrás las curvas de Suiza y Austria, llegamos a la frontera con Alemania. Por primera vez en la vida, el alemán me sirvió para algo más que presumir de éste cuando cenaba con amigos. Tras explicarle nuestras intenciones a un par de policías bastantes simpáticos, cogimos la A7 y nos adaptamos pronto a las costumbres alemanas: incorporarse a la Autobahn y que te pase una Opel Zafira a 200 kilómetros por hora, no tiene precio. Con un Golf muy hormonado y un Gt3 cortándole el aire justo delante, ni que decir tiene que la estimación de tiempo del GPS se quedó bastante "larga". Con casi hora y media de adelanto, llegamos a Adenau a eso de las 1 de la tarde. Antes de dedicarme en cuerpo y alma al anillo, pensé que lo más idóneo sería encontrar un buen lugar donde hospedarse los siguientes días.

    El ambiente circuitero se palpaba en cada metro de aquel pueblo: coches de todos los países, con matrículas, incluso, de otros continentes, habían peregrinado hasta allí sólo por él. Me animé a preguntarle a unos chicos que había parados en un semáforo, con un Honda Civic EG al que poco o nada le quedaba de serie. Me indicaron como llegar a unos apartamentos que quedaban muy, muy cerca de algunas curvas del circuito. Tras dejar nuevamente las maletas, y comer unas buenas salchichas acompañadas de una Kartoffelnsalat y unas buenas cervezas (esa tarde era para hacer turismo, no íbamos a conducir), cogimos un mapa de la zona que nos regalaron con el alquiler del apartamento y nos dirigimos a conocer aquello.

    Con los pies temblorosos, y un cosquilleo en la tripa que no podía explicar (quizá tendría algo que ver con la equilibrada dieta de las últimas horas), nos dirigimos a ver la curva que quedaba más cercana de los apartamentos, la curva Wehrseifen. Conforme íbamos acercándonos, el sonido de los neumáticos y de los motores reduciendo marchas me hacían andar más y más rápido. No era algo nuevo, me pasaba siempre que pisaba un circuito, desde que era apenas un "criajo". Pero aquella vez era diferente, no era el Jarama, o Ascari, o Cheste; no, era Nurburgring, "el circuito".

    Motivo de vivir de muchos y de la muerte de unos cuantos, esos 22 kilómetros 800 metros eran mi razón de ser, de existir, de soñar. Todos los sueños eran secundarios al lado de aquel, años, incluso décadas habían hecho falta para pisar ese suelo. Los árboles estaban cada vez más cerca, y tras ellos, una fina línea de asfalto por la que me había estado levantando todas las mañanas los últimos 32 años.

    El momento había llegado, iba a conocer el Infierno Verde. Dicen que el que va una vez, tiene que repetir, pero yo había estado viajando allí diariamente los últimos 25 años. La diferencia es que ahora aquello era real y no fruto de mi imaginación, no había que dejar nada plasmado en un papel, no era una fotografía, no era el sonido de un V8 reproducido en estéreo por los altavoces del ordenador. Aquello era real, se había hecho de rogar, pero por fin había encontrado sentido a mi existencia. Ese era mi sitio, que anularan la reserva de mi habitación porque no me iba a mover de allí en siglos.



    Capítulo 28​



    Mi corazón latía al borde de un ataque cardíaco. Mi espíritu infantil afloró tras una imagen de hombre "hecho y derecho". Cada vez que pasaba un Lotus, un Evo o cualquier coche al límite por aquella curva (en mi opinión una de las más difíciles del circuito), me ponía a saltar como cuando tenía 5 o 6 años. Agarraba a Paco y a Giorgio de la chaqueta y les decía: "¿Pero lo habéis visto, lo habéis visto? ¡Joder!". Paco acertaba a decirme: "Sí, tranquilo, ya lo he visto... Van rápido, ¿Eh?"; sin embargo, Giorgio no me decía nada, pero en sus ojos se leía una emoción incluso superior a la mía. Se lo tomaba con una madurez a la altura de su sabiduría.

    Las vallas que lo rodeaban estaban llenas de aficionados. Y es que, el fin de semana estaba a la vuelta de la esquina y el ambiente a touristenfahrten era latente. Mientras que en Jaén salíamos a la montaña o a tomar unas cañas; en Adenau cogían sus neveras y sus barbacoas y se ponían a la orilla del trazado para comer mientras comentaban las pasadas. Más allá de los GTs y deportivos, lo más habitual era ver los típicos utilitarios GTIs de los chavales jóvenes que, habían ahorrado durante toda la semana para darse un par de vueltas al anillo norte. No pude sentir más que envidia por aquella gente y su forma de vivir la automoción. El circuito era prácticamente una extensión de su cuerpo. En las zonas de aparcamiento, lo habitual eran los turismos que se podían ver por las carreteras españolas, pero en sus versiones más radicales. Un Ford Mondeo no era un simple Ford Mondeo Diesel, sino la versión más potente y deportiva (la ST220). Los BMW M, los Audi S y RS, GTIs y Porsches formaban parte de parque móvil de aquel pueblo. Desde luego, allí la Sin Plomo 95 y 98 se debían vender solas.

    No hay más que decir, aquello era tal y como lo había imaginado. Y por suerte podía incluso entender lo que hablaban entre ellos. Mis ganas de entrar en el circuito, aumentadas exponencialmente por mi estado etílicamente alterado, hacían que me llevara continuamente la mano al bolsillo para comprobar que las llaves del GT3 seguían allí. Lo único que no me iba a gustar de entrar al circuito iba a ser el no poder verlo pasar desde fuera. Cualquier adjetivo calificativo se quedaba pequeño para describir la majestuosidad de aquel legendario lugar. Ni siquiera de la imaginación de un genio, de la pluma de un escritor o del carboncillo de un pintor podría haber salido tan brutal combinación de curvas, rectas, ambiente y pasión por el motor. Todo eso no era fruto de una casualidad o de una locura transitoria; 100 años de historia abalaban aquel remanso de paz aliñado con el olor a neumático quemado y cerveza.

    Mientras tanto Paco estaba apoyado tras la alambrada, comunicándose por gestos con un par de alemanes de los que ya se había agenciado un par de cervezas. Por lo demás, Giorgio seguía saboreando cada respiración y cada instante en ese lugar como si fuera el último. No quería conversaciones, no quería que nadie se pusiera delante suya y le molestara. Se apartó de la multitud y se apoyo sobre la valla en la zona donde los coche pasaban de cuarta a segunda en 50 metros. Cada vez que veía un coche "de los de verdad" con los frenos al rojo vivo y 3 Gs de fuerza apoyados en la suspensión delantera, el italiano cerraba los ojos y sentía el aire que hacían al pasar. Luego los volvía a abrir para ver que tal trazaban la curva y tras comprobar que la habían salvado, los cerraba de nuevo mientras aceleraban a fondo. Especialmente lo hacía con los Aston Martin y los Mercedes AMG, al parecer el sonido a V8 era su favorito. Sin embargo, con los Porsche o los Nissan GTR su expresión no era tan intensa, tan "extraterrenal". Los 6 cilindros no eran su devoción, aunque a mi me pasaba al contrario, sobre todo con los GTR; eran mi perdición. Cada vez que veía a un Godzilla clavar frenos al máximo, sin deslizar lo más mínimo su tren trasero, y dos segundos más tarde salir traccionando al máximo hasta la siguiente curva... buff, era superior a mí.

    Pasamos el resto de la tarde de curva en curva, desde Adenau hasta el Karrussel. Y menos mal que vinieron unos comisarios de pista a decirnos que había acabado el día de tandas, sino Giorgio y yo habríamos estado allí toda la noche, esperando ver pasar al siguiente. Sin embargo, Paco se lo tomaba con más calma. Él se interesó también por las costumbres y gastronomía de la zona: sin saber una sola palabra de alemán, había conseguido vaciar la mitad de las neveras de los espectadores y conocer a casi todos los "pilotos" autóctonos; con decir que aquella noche sólo se comió un yogurt, creo que puedo dar una idea de lo que se bebió aquel día.

    Y fue al acabar de cenar, e irme a la cama, cuando me pasó una de esas cosas con las que moriré sin conocer explicación alguna: Apenas había cogido el sueño, cuando una especie de zumbido comenzó a descentrarme cada 6 o 7 minutos. Tras estar casi media hora con esa cosa rondando mis conductos auditivos, decidí levantarme a ver de qué se trataba. Corrí la puerta de mi balcón (encarado hacia el Ring; no había nada como tener vistas directas al cielo), y esperé a que aquel ruido volviera a hacer acto de presencia. Entre la pared de árboles que envolvían el circuito, pude ver un fino hilo de luz sobre las copas de los pinos. Al momento comenzó a escucharse muy bajito ese ruido desconocido hasta entonces para mí. El haz de luz venía directo hacia la zona que había justo enfrente de los apartamentos. Lo veía descender desde Metzgesfeld como un rayo. Aquella velocidad, aquellas fuerzas G a las que estaba siendo sometido el piloto debían de ser muy superiores a las humanamente soportables. En cierto sentido me recordaba a un coche de Scalextric. Al parecer las leyes de la física y la mecánica deberían ser revisadas después de que esa cosa saliera a la luz.

    El zumbido aumento sustancialmente al pasar por las cercanías de nuestro hostal. No sabía muy bien qué o cuál era la causa de hacer rodar aquella máquina a las tantas de la madrugada, pero estaba dispuesto a descubrirlo. Me puse las zapatillas de andar por casa, me até el nudo de la bata, y bajé a verlo de cerca. Cogí las llaves de la habitación y, tratando de no hacer demasiado ruido, descendí al piso de abajo. Salí a un calle solitaria, pero repleta de máquinas de circuito. Entre ellas mi preciado 911, que imponía un profundo respeto, incluso rodeado de coches de su nivel. Giré la vista y observé el reloj: faltaban unos tres minutos para que volviera a pasar. Así que me apresuré y fui hacia los árboles, con un paso torpe pero seguro, intentando que no se me salieran las zapatillas. Salvé los matorrales y penetré en el recinto del circuito. Me apoyé en las placas metálicas que rodeaban todo el circuito (y que según tenía entendido, no eran precisamente baratas en caso de tener un accidente), y esperé con cierta tensión el momento de verlo pasar. Según mi reloj, aún faltaba casi un minuto (si es que no había parado ya) para eso. Así que aproveché para reflexionar sobre todos los acontecimientos, al fin y al cabo, había vuelto a nacer hacía apenas 5 días. Y allí estaba, perdido en mitad de ningún sitio, sólo, pero con la convicción de que por fin estaba haciendo lo que siempre había reservado a mis sueños. Sabía que me quedaría sin dinero llevando ese tren de vida en menos de una semana, de la misma forma que no tenía ni idea de dónde se encontraba la única mujer que me había importado en los últimos 10 años, pero tenía la sensación de que todo iba a salir bien. Seguramente era por la magia y el embrujo especial que tenía Nurburgring a esas horas, y también por la ínfima vibración que tenía la valla: fuera lo que fuese, se estaba acercando.

    El traqueteo comenzó a aumentar, como lo hacen las vías cuando un tren se acerca. Pude comenzar a ver los reflejos de luz en los pinos, mientras que seguía esperando verlo pasar por una de las curvas más lentas del circuito (Wehrseifen); si en algún lugar lo iba a poder ver bien, sería allí. La luz se hizo más intensa, y la valla temblaba con una amplitud cada vez más y más sensible. Lo vi aparecer por el final de la curva, con unos faros que semejaban ir excavando el circuito a su paso. Cuando quise darme cuenta, aquel sonido ensordecedor estaba a apenas un metro de mí, sólo acerté a contemplar una silueta oscura y continua, sólo alterada por un pequeño piloto trasero de color rojo. Y como vino, se fue y desapareció en aquel mar oscuro teñido de sombras proyectadas por los árboles en una noche de Luna llena.

    No pude identificar qué era aquello, era más rápido que un fórmula 1, y mucho más bajo y ancho, aunque pareciera imposible. Decidí esperar en la calma de la noche, y muy de vez en cuando, escuchaba el berrido frío y seco de aquel informe objeto, salido directamente de las manos de Dios, pululando entre la copa de los pinos. De repente, algo tocó mi espalda. Giré el cuerpo para ver de qué o quién se trataba y, sin tiempo apenas de reconocer su naturaleza, comenzó a hablar en un alemán demasiado "profundo" como para poder entender algo. Pero no hacía falta tener unas grandes nociones del idioma germano para darse cuenta del tono de sus palabras: básicamente, me estaba pidiendo que me fuera. No quería alterarlo más de lo que estaba ni quería buscarme follones en un país con un sistema tan estricto. Así que le hice caso y salí detrás de él en dirección al camino, apartando como podía los matorrales del sendero.

    Conforme iba acercándome al camino, pude percibir el sonido de un V8 esperando en éste. Pensé que se trataba de un Mustang, o algún cacharro de estos americanos en el que aquel alemán malhumorado había venido. Pero cuál fue mi sorpresa cuando, en el camino, en lugar de un deportivo o un coupé, me encontré una enorme Mercedes Viano, con su correspondiente plaquita de V8 en las aletas delanteras. Con las luces de la misma, pude distinguir la cara de aquel misterioso sujeto, tenía la cabeza rapada, ojos pequeños y grises y era más bien bajito y rechoncho. De repente, se abrió la puerta trasera de la furgoneta, y de ella se bajaron dos tipos más, ambos muy altos y 100 por 100 arios. Comenzaron a hablar entre ellos, y conseguí entender como el primero de ellos trataba de tranquilizar a los otros dos, definiéndome como un turista "demasiado curioso". Sin más historia, el más bajo me recomendó que volviera al hostal y que no volviera a acercarme por allí de noche. Me cacheo de arriba a abajo, comprobando que no llevaba ninguna cámara u objeto tecnológico más allá de mi reloj de pulsera. Con una duda que aún hoy tengo: "¿Qué demonios era eso...?" y con un susto del 15 tras el encontronazo con aquellos tres (que seguro conocían algo más que yo del tema), llegué a mi cuarto de nuevo y, tras echar un último vistazo en la terraza y comprobar que aquel misterioso vehículo no seguía rodando, me fui a la cama. Con el mismo pijama, y a escasos centímetros de mis zapatillas, traté de conciliar el sueño. El día con el que había soñado los últimos 30 años había llegado, confiaba en estar suficientemente despejado.


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    Una mañana más, tuvo que ser la recepcionista la que me despertara. Mi escapada nocturna me había pasado factura y no tenía el cuerpo para madrugones, pero como venía siendo ya costumbre, a Paco le gustaba tomarse las cosas con tiempo, y nos obligó a nosotros dos a seguir sus horarios. Apenas eran las 8 de la mañana cuando ya estábamos desayunando algo en una cafetería completamente "diferente": todas sus paredes estaban repletas de pinturas de coches de carreras, fotos de Nurburgring, piezas de coches... en fin, una ambientación muy acorde con la zona. Mientras removía el café con una cucharilla, observaba un parking repleto de remolques, coches de alta cilindrada y, algunos más modestos. Desde el GTI de Paco hasta superdeportivos como un Caparo T1, allí nadie era más que nadie y todos los aficionados hablaban de igual a igual, independientemente de la marca de sus pantalones o del tamaño de su cartera. Yo estaba impaciente, no veía el momento de encarar el Karrusel por primera vez. Sólo buscaba una excusa para ir hacia la zona donde se sacaban los tickets.


    Terminamos con el desayuno y, tras unos minutos conversando con los del aparcamiento, nos dirigimos directamente a la entrada del circuito. Nos encontramos una larga cola de coches cuando aún faltaban unos 200 metros para la zona donde se sacaban los tickets para entrar. No sabía si aquello había sido un golpe de suerte o un problema, pues no quería dejar nada al azar en mi bautismo. Giorgio iba sentado a mi lado, y Paco detrás con su Golf. Estaba comentando lo pesadas que me parecían aquellas colas, cuando el italiano salió del coche y dijo: "Enseguida vuelvo". Yo esperé dentro y me puse una canción bastante relajada para entrar al circuito libre de nervios.


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    Aproveché esos minutos para pensar, algo que no me gustaba demasiado. A mí alrededor una multitud se congregaba entorno a los coches. Sin embargo, un silencio frío y solitario inundaba el interior del RS. Aun habiendo conseguido llegar al paraíso, aún estando a apenas unos minutos de conseguir la gloria, aún estando rodeado de los que consideraba mis mejores (y prácticamente únicos) amigos, aún así, seguía sintiendo que algo me faltaba. ¿Dónde estaría? ¿Se habría olvidado ya de mí? Cada vez que lo pensaba, un leve susurro surcaba mis oídos: era ella hablándome desde donde estuviera. Pero, sin embargo, sentía que ya no me quería, y que nunca lo había hecho. Fui un egoísta, nada de lo que le di fue de forma desinteresada, nada de lo que le dije, se lo dije siendo cien por cien natural. Me oculté tras una capa caballerosa y servicial, que poco o nada tenía de solidaria o real. Y era ese mismo papel, esa misma falsa imagen que había creado de mí, la que contenía mis impulsos y me impedía ir a buscarla. En esos momentos, alguien tendría ya su corazón mientras yo insistía en vivir del recuerdo de algo que nunca fue nada, pero que en mi mente recargué casposamente, haciéndome creer que realmente tras esos ojos verdes y su sonrisa cautivadora, había algo más que pena y sentimiento de culpa.

    Por suerte Giorgio no tardó mucho en volver, con lo que volví a esconderme tras aquel armazón de hierro y carbono que ocultaba mi débil y simplona personalidad. Se acercó primero al Golf y le dio algo a Paco. Luego entró en mi coche y dijo:


    - Mira lo que tengo, ¿Crees que tendremos bastante con 25 vueltas? Si quieres voy a por más...
    - Pero... ¿Qué cojones? ¿De dónde has sacado eso,tú sabes lo que vale? -dije abriendo los ojos como platos al ver un ticket de más de 400 euros en las manos del italiano.
    - Pss... pues si te soy sincero, no.
    - ¿Lo has robado? ¡Pero si no llevabas ni un puto duro!
    - ¿Cómo lo voy a robar? Mira, llámalo X, tengo ya unos añitos, no tengo que darle explicaciones a nadie, ¿Lo quieres o no?


    No dije nada y seguí para adelante, sin fiarme demasiado del viejo. Lo observaba con su brazo apoyado en el ventana, con la vista fijada en el frente y una sonrisa pilla que poco o nada me gustaba. Por un momento me pregunté quién demonios era quien iba sentado a mi lado. En un par de minutos, un viejo y demacrado con poca o ninguna esperanza de vida, había sacado 900 euros en vueltas a Nurburgring de la nada (a Paco le dio otro exactamente igual al mío). Mientras seguíamos en la cola, lo único que dijo fue: "Y recuerda que hoy comemos en el Eifeldorf Grüne Holl". Asentí con la cabeza y continuamos con aquella lenta procesión que precedía al espectáculo automovilístico más extremo al que podíamos aspirar los conductores de "calle".

    Cuando estábamos a apenas 10 coches de la barrera, unos comisarios del circuito comenzaron a señalar hacia nuestro coche. Pensaba que llevaba algo ilegal o no permitido para una touristenfahrten, pero luego me di cuenta que no señalaban nada del coche, sino que señalaban a Giorgio. Incluso lo saludaron un par de veces con la mano, como si lo conocieran. Se lo dije a él: "Creo que esos dos te conocen...". Él me contestó muy nervioso, casi antes de que acabara la frase: " ¿A mí? ¿De qué? Anda, sigue hacia adelante y hazme caso en todos y cada uno de los consejos que te dé, ¿Vale?". Asentí nuevamente y respiré profundamente, preparando mi cuerpo y mi mente para algo que llevaban esperando toda una vida. No sabía lo que el futuro me deparaba a corto plazo: sin curro ni dinero, y en mitad de un proceso judicial, desde luego no era muy halagüeño. Pero me importaba tres pimientos, podían quitármelo todo que me daría igual. Iba a estrenarme en el Infierno Verde, y lo iba a hacer a bordo de un GT3 RS de mi propiedad. Creo que aquel niño que iba a comprar el pan con seis años mientras soñaba con conducir un coche rápido estaría orgulloso de su "yo" adulto.

    Puse la tarjeta en el lector de infrarrojos y la barrera se abrió. Delante de mí un Insignia OPC aceleró como alma que lleva el diablo antes incluso de superar el eslalon de conos. Por su parte, era Paco el que estaba inmediatamente después de nosotros, algo que me tranquilizaba bastante. Los brazos me sudaban, las manos se escurrían del volante (y eso que aún no había trazado una sola curva) y un frío intenso recorrió mi cuerpo, como la primera vez que te montas en una montaña rusa. Mi vejiga me pedía parar en boxes, pero conocía mi cuerpo y sabía que era un indicio más de mi estado nerviosamente alterado.

    Las curvas comenzaban a sucederse una tras otra. No quería estrellarme o romper algo del coche, pero tampoco iba a ir despacio con semejante pepino. Lo único que pensaba era: "No dejes que el circuito pueda contigo, sólo son unas curvas y un poco de asfalto". Giorgio decía: "Esa la podrías haber pasado más rápido ¡Písale, Písale!". Las dudas acerca de ese hombre que se sentaba a mi lado seguían creciendo, lo conocía demasiado bien para llevar medio siglo sin pisar el circuito. O eso, o quería hacerme creer que lo conocía...

    El Golf pronto desapareció del retrovisor, Paco no tenía ese espíritu competitivo ni ese sentido del ridículo que yo tenía. Simplemente disfrutaba de su coche y eso era justamente lo que estaba haciendo. Mientras tanto, lo que veía cada vez más cerca era un Evo VII con matrícula francesa. Lo dejé pasar y decidí que me gustaba el ritmo que llevaba, así que traté de seguirlo. Pensaba que íbamos al límite, pero pronto se me fue esa idea de la cabeza al ver cómo nos pasaban los Caterham, los Lotus, los Porsche y algún motorista con más cilindrada que sentido común. Sabía que nunca iba a llegar al nivel de aquellos pilotos de fin de semana, pero me sentía más que emocionado con el ritmo que marcaba el Mitsubishi.

    Las curvas iban pasando y pasamos por varias zonas donde la multitud se amontonaba a ver pasar los coches. Yo seguía detrás de aquel japo de color amarillo que soltaba petardazos por su enorme tubo de escape cada vez que su conductor levantaba el pie. La vuelta se pasó volada, apenas tuve tiempo de disfrutarla; iba más atento de las luces de freno del de delante que del paisaje, las curvas y zonas míticas del circuito. Sólo el traqueteo del Karrusel consiguió desvelarme por unos instantes de la concentración más absoluta y profunda que había conocido. Cuando quise darme cuenta, estaba ya metido en la larga recta de antes de meta. Cortaba la respiración pensar lo que debía sentir un piloto cuando pisaba a fondo por aquella empinada subida durante más de un minuto, sabiendo que al pasar el cambio de rasante a más de 300 kilómetros por hora, le tocaba reducir rápidamente a unos 240 mientras se hacía con la tracción y el control del coche.

    Por suerte, aquello no era una competición, sino un día corriente de vueltas turísticas, por lo que a mitad de recta se acababa la vuelta. De no ser así, aquella curva escondida tras la pendiente se convertiría en la peregrinación diaria de cientos de viudas. Los conos comenzaron a formar un cuello de botella en el que se produjo también una pequeña retención. Pero a diferencia de las que estaba acostumbrado, pocos utilitarios diesel se veían.

    Llegamos al aparcamiento para tratar de recomponer la cordura perdida durante la vuelta, y esperar de paso a que el tranquilo de Paco acabara la vuelta. Pero algo empañó aquel momento extraterrenal en el que me encontraba...: La radio del Porsche se encendió, como por arte de magia, y el pánico invadió mi sudado cuerpo. Peret volvía a retumbar en mis tímpanos, "El muerto vivo" puso punto y final a mi profundo y excitante estado postNurburgring. Mis brazos temblaban, mis dedos no acertaban a bajar el volumen y mis ojos sudaban lágrimas sin que nada o nadie pudiera evitarlo. Esa canción me devolvió al mundo real, a una vida de mierda plagada de deudas, problemas e incógnitas. Pero no estaba dispuesto a que algún fracasado con demasiado tiempo libre me amargara la velada, así que quité el contacto y la radio dejó de funcionar. Volvía a estar a salvo, volvía a estar en el paraíso, con 24 vueltas por delante y la tarjeta justa para un par de tanques de combustible.

    Pero entonces, Giorgio pronunció mi nombre y señaló hacia el cristal, no podía creer lo que estaba leyendo, me sentía vigilado...
     
    Última modificación: 16/12/12
  4. Carlosupercars

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    Capítulo 29

    "D.E.P Doctor Ávalos" Rezaba el cristal empañado de la derecha. Mis manos temblaban tratando de encontrar el tirador de la puerta para bajar del coche. Giorgio mientras tanto me decía: "Tranquilo, será algún gilipollas... seguro que no es nada". "¿Y la canción qué? ¡¿La canción qué?!" Gritaba yo mientras salía en dirección a ningún sitio. Buscaba a alguien que no conocía de nada en un lugar repleto de gente. Desde luego fuera quien fuera, me conocía muy de cerca, pues nadie sabía que estaba en Nurburgring. Me preguntaba cuándo narices me habían puesto eso en la ventanilla y habían accedido a mi radio. Era una de las tantas incógnitas que llevaban reprimidas un tiempo y que habían aflorado de nuevo a 2000 kilómetros de los problemas.
    Mientras buscaba entre la gente, alguien me agarró del hombro y tiró de mí con fuerza. Era Paco, que me preguntó:
    - ¿Qué haces?
    - Estoy buscándolo, ¿Dónde te has metido pedazo de hijo de puta?- la gente me miraba confusa, pensarían que era un loco o un desgraciado al que habían robado el coche.
    Seguía avanzando entre los coches buscando algo que no existía, buscando a alguien que no conocía. El día se puso nublado y pude sentir un aroma hasta entonces desconocido para mí. Olía como cuando mi madre cocinaba cordero o cuando me pasaba descongelando carne en el microondas y se quedaba medio cocida. Era repugnante, estresante y nauseabundo, de esas cosas que su sólo recuerdo te produce una arcada.

    Trataba de encontrar el origen de ese olor entre tanta gente, ya casi se me había olvidado que estaba buscando a quien me había escrito eso en el cristal. Sólo quería hallar la fuente de aquel pestilente aroma y erradicarla de raíz. Pero entonces, Paco me volvió a agarrar y me dio un tortazo (me recordó bastante al de días antes en el hospital). Me quedé parado, mirando a mi alrededor. Desde los que iban en un utilitario con 20 años de antigüedad hasta los conductores de los deportivos más caros y potentes, se habían quedado mirándome fijamente. Yo seguía con mi cara de empanado, sin saber muy bien qué estaba haciendo. Pude ver como un par de vigilantes de seguridad que había cerca de la barrera se acercaban a ver qué demonios pasaba. Pero Paco les hizo un gesto con la mano, como tranquilizándolos.

    Me enganchó del brazo y me llevó en dirección al coche. Me puso en el asiento y dijo: "Ahora vas a hacer lo que tienes que hacer, ese tío será un triste o un envidioso con demasiado tiempo. ¡Mira a tu alrededor, joder! ¿De verdad crees que merece la pena preocuparte de esas cosas ahora?". En el interior, la aguja que marcaba las revoluciones estaba en el mínimo... ¿Qué estaba haciendo? Estaba en el cielo, no era creyente ni lo había sido nunca, así que si algo daba sentido a mi infructuoso paso por el mundo, era aquello. Giorgio agarró el volante y dijo: "Si quieres conduzco yo...". Pensé que no pudo decirlo en mejor momento, yo aún era incapaz de compenetrar la caja de cambios con el embrague, así que le di las llaves y le dije: "Todo tuyo".

    Cambié del puesto de conducción al de copiloto y me preparé para dar una vuelta desde un punto de vista más subjetivo. De hecho, creo que debería haber dado antes la vuelta de acompañante que directamente de conductor, pues corrí un gran riesgo al no conocerlo. El Golf salió delante nuestra. Paco llegó a la barrera, pasó el ticket y fuimos detrás de él. Para mi sorpresa, Giorgio no lo dejo atrás fue tener la oportunidad, sino que dijo: "Que sepas que yo, en circuito, corro sólo. Cuando voy acompañado, trato de divertirme" y continuó detrás de él todo lo que quedaba de recta y el par de curvas que la precedían, hasta llegar a la línea de meta "oficial". En ese espacio de tiempo, tuve la oportunidad de analizar un poco mejor las palabras del italiano: hablaba como si tuviera mucha experiencia dentro de los circuitos... curioso cuanto menos. Esa noche pondría las cosas en su sitio y averiguaría si me estaba ocultando algo, porque desde luego, el esfuerzo que estaba haciendo por él y "su último viaje" bien merecía un poco de sinceridad por su parte.

    Pero la aparente tranquilidad tardó poco en desaparecer. Apenas pasó la recta de meta, cuando vio a los primeros aficionados. El paseo agradable mutó a un "búscame las cosquillas" en un segundo. Tras decir algo del tipo: "Habrá que dar un poco de espectáculo, ¿No?" redujo a segunda y el Volkswagen se alejó un poco. Dejó pasar a una CBR que venía echándonos luces desde principio de recta y dio un volantazo a izquierdas muy por encima de las necesidades reales de la curva. Pude ver el verde césped que rodeaba al circuito e incluso la valla de seguridad que la noche anterior utilicé como apoyabrazos. Por un momento me vi estampado contra ella... ¿Se le habría ido la cabeza a Giorgio? De eso nada: una milésima más tarde, pisó a tope el acelerador y contravolanteó todo lo que pudo en el sentido contrario. El 911 comenzó a desplazarse lateralmente, alcanzando casi un ángulo de 90 grados con la tangente de la curva. La tracción trasera enderezó el coche mientras los aficionados se llevaban las manos a la cabeza. Una nube de humo los hizo desaparecer mientras nos dirigíamos hacia la siguiente curva, de nuevo respetando el relajado ritmo de Paco y su GTI.

    Rara vez me sentaba en ese asiento, estaba acostumbrado a ir con el volante entre las manos. Pero resultaba placentero sentir toda la deportividad, agarre y precisión del modelo más radical de Porsche detrás de la guantera. Lo notaba más bajo que de costumbre, y como si fuera sentado a bordo de la Interprise. Cada día que pasaba estaba más enamorado de ese coche, sentía que valía cada euro que había pagado por él. Sin embargo, no había curva cerrada en la que no temiera por la integridad del deportivo de Stuttgart. Aquel anciano que casi no podía tirar de su cuerpo, sacaba fuerzas de flaqueza y parecía un chaval al control del coche. Tenía una agilidad y coordinación pasmosas para su edad, y mucho más teniendo en cuenta el cáncer que tenía encima.
    Definitivamente, aquel humilde minero de las tierras sardas tenía alma de piloto en sus venas. Lo mejor vino cuando nos acercamos a Adenauer Forst. Llegó en tercera a unas revoluciones bastante bajas, luego metió segunda y dio un volantazo a la izquierda. Contuve la respiración pensando que nos íbamos a comer la enlazada, cosa que a los bajos del GT3 no le sentarían muy bien (eso de pasar los pianos de frente no era su mayor virtud). Pero nada de eso, unió la curva a izquierdas con la de derechas, con la trasera derrapando y el motor cortando y soltando petardazos como un Rotweiler enrabietado. En esa curva se congregaba la mayoría de público, pues era donde más coches se salían o donde los que más manos tenían se lucían. Y eso hizo Giorgio, quedó como el jefe.

    Me vino de nuevo la frase de "Yo corro sólo" que dijo un rato antes. Sentí que no importaba si no iba a dar una vuelta más al circuito, o si el coche necesitaría un cambio de ruedas después de aquello (al fin y al cabo, no me quedaría ni para gasolina tras el viaje), lo único que quería era seguir viendo a aquel hombre (que en cierto sentido me recordaba a mi padre) disfrutando de una segunda juventud al borde del precipicio. Según me había dicho el mismo, el Doctor Vicente ya había borrado su nombre de la agenda para dos semanas más tarde, lo que quería decir que seguramente no llegaría a Mayo.

    Aquel viaje se convirtió en una despedida, pero no en el sentido de un soltero cuando se casa, o un compañero de trabajo cuando lo trasladan de ciudad... no. Aquello era un "Adiós" en toda regla, pero no queríamos que se fuera de este mundo llorando o sufriendo, lo haría con una sonrisa en la boca y como le gustaba a él: conduciendo. Así que decidí que lo que nos quedaba de fin de semana sería con él al volante, y yo de acompañante o, ni eso, para que pudiera correr de verdad. El miembro más ilustre del terceto que habíamos formado no era precisamente un manco, eso estaba claro. Era increíble verlo trazar cada curva con tanta firmeza y seguridad, a la altura de cualquier profesional.

    Después de unas cuantas vueltas más con Giorgio al volante, nuestros estómagos comenzaron a sonar al ritmo de su particular ralentí. Así que decidimos tomar un "break" entre tanta gasolina y dejar de lado el asfalto por unas horas. Desde luego, aquel fue uno de los días más felices de mi vida, y no fue el más feliz por los hechos que acontecieron un rato más tarde...

    Comimos en el Eifeldorf Grüne Holle, un restaurante en el que te invitaban a comer con cualquier abono de Nurburgring (y el nuestro no era precisamente de los baratos). Mientras engullíamos la Kartoffelsalat y un Kurrywurst acompañados de unas Coca-colas (esa tarde tocaba seguir conduciendo, no podíamos permitirnos unas cervezas), se nos acercó un pequeño grupo de chavales. El más alto apoyó su mano en nuestra mesa y dijo: "Perdonad, ¿Son vuestros el GT3 RS y el GTI de atrás con matrículas españolas?". Yo asentí con la cabeza, pues tenía en la boca una combinación mortal de salchichas y patatas que tardaría una semana en terminar de masticar. Pero Paco estaba algo menos ocupado y fue el primero en comenzar a hablar con ellos:


    - ¿Sois españoles también? - dijo emocionado aunque, no comprendía muy bien el porqué de tanto ilusión, al fin y al cabo, había conseguido conocer gente de medio mundo a base de pedir cervezas...
    - Pues sí... por aquí estamos. ¿Habéis venido para lo de las tandas libres de esta tarde? Estamos unos cuantos españoles...
    - ¿Qué tandas libres? - dije yo extrañado, una vez que conseguí pasar aquella tremenda bola de comida a través de mi boca.
    - Pues nada, que esta tarde cierran el circuito al público, hay unas tandas organizadas para varios clubs europeos de Trackday-Cars. Va a ser muy especial, pues tendremos ambos circuitos para nosotros, tanto el anillo Norte como el Sur, y la enorme recta principal a nuestra entera disposición, sin conos ni finales de vuelta.
    - Joder, os lo vais a pasar bien... - dije con segundas (y parece que funcionó).
    - Pues nos han fallado un par de nuestro club... ¿Os apuntáis?
    - ¿Bromeas? Nada me gustaría más que eso...
    - Pues muy bien, esta tarde a las 4 y media os esperamos donde se coge el Ringtaxi, ese es mi coche - dijo señalando a un KTM X-bow que había junto a un 997 GT3 RS y un Caterham R500 también con matrículas españolas -, me buscáis y os doy los pases, ¿Vale?. Venga, nos vemos, que queremos ir a ver el museo del circuito antes de entrar.
    - Joder tío, muchas gracias. Espera un momento, ¿Cuál es tu nombre? Yo soy Carlos - dije mientras le extendía la mano.
    - Perdona, se me ha olvidado presentarme con las prisas... soy Jaime, encantado - me estrechó la mano.


    Hicimos tiempo hasta la hora de las tandas. Salimos del restaurante con la barriga llena y cafeína suficiente para conducir toda la tarde. Decidimos ir a empaparnos un poco del ambiente circuitero y fuimos a la zona del parking a ver las máquinas que se encontraban por allí. Giorgio seguía sintiendo cada instante como un regalo, trataba de absorber cada imagen y cada momento en sus retinas y en su memoria, sabiendo que sus posibilidades de volver a vivirlos eran nulas. Pero no se le veía triste o desanimado, llevaba aquello con un frialdad y naturalidad chocantes, nunca me había enfrentado a algo así, pero me gustaría que mi forma de superarlo hubiera sido parecida. El viaje hacía tiempo que dejó de tener sentido para Paco o para mí, era por y para "el viejo".

    Así que ya de camino a la zona de los Ring-taxis, mientras disfrutaba de cada arruga del volante y de cada cambio de marchas a bordo de mi estimado compañero mecánico, decidí dejar las cosas claras con Giorgio:


    - Mira, no sé quién eres de verdad o qué es de tu pasado. Y la verdad, no me importa demasiado. Si algo me has enseñado estos últimos meses es que lo que he hecho no configura mi presente ni mi futuro. Y eso es lo que me preocupa ahora: el presente. En realidad, si me hubiera preocupado un poco por el futuro no estaríamos aquí, pero bueno... - me cortó a mitad de la frase.
    - Carlos, tengo la sensación de que todo... - no le dejé terminar.
    - No, no hables. Déjame seguir, por favor. El caso es que quizá haya aprendido más en estos últimos meses contigo (y eso que la mayoría me los he pegado en coma...), que en toda una vida sólo y aislado del mundo y de lo que me rodea. Te has convertido en un padre para mí, bueno, miento, ¡En un hermano!, y no he encontrado mejor manera de agradecértelo que trayéndote aquí.
    - Algún día, más pronto que tarde, serás recompensado.
    - Ya he sido recompensado, el mero hecho de que tengas esa sonrisa me es más que suficiente. Ya puedo morir tranquilo aunque... bueno, sabes mejor que nadie que me falta algo...
    - Lo sé, prométeme una cosa antes de morirme.
    - No digas eso Giorgiro, sabes que aún te queda mucha guerra que dar - mentí piadosamente, más por compromiso que otra cosa, pues él era más que consciente de que su cáncer no tardaría mucho en acabar con él - ¿El qué?
    - No te preocupes por el futuro, preocúpate por ella, no la olvides - dijo apoyándose en mi hombro y con la mirada más emocionada y sincera que había visto jamás.
    - No hay minuto en el que no me acuerde de ella - dije mirándome el anillo del dedo -, y ahora prométeme una cosa a mí...
    - A ver... dime.
    - Que lo vas a conducir como si fuera tuyo, este finde, el 911 te pertenece - frené, puse el freno de mano, engrané punto muerto, y me bajé del coche; no sin antes hacerle entrega de las llaves.


    Me fui directo al Golf de Paco (por una vez era yo el que no tenía coche), y le invité a que adelantara a Giorgio, para poder guiarlo bien hasta la zona donde nos esperaba Jaime. Lo encontré con su flamante KTM y un par de casco de color blanco con la forma del de The Stig (el piloto de pruebas de un famoso programa de coches inglés). Bajé del Golf y le pregunté por lo que teníamos que hacer para entrar a las tandas. Me dio un par de pegatinas para que se las pusiera al Golf y al GT3 y en convoy entramos por la zona de las barreras al circuito, donde había un par de chicos controlando que todo el que pesara las llevaba pegadas en el parabrisas. En cuanto salimos de la zona acotada, aquel coche de carreras con matrícula salió disparado, dejando a nuestro humilde Golfete. Sin embargo, Giorgio no tardó en seguirle el juego y nos pasó en vuelo rasante por el lado izquierdo. Acelerando ambos como si no hubiera mañana, desaparecieron por el final de la recta mientras nosotros aún superábamos el cambio de rasante unos 500 metros más atrás. Lo primero que dijo Paco fue: "En cuanto lleguemos al Paddock, lo conduces tú, que esta gente está como una puta cabra".

    Sonreí, pues estaba deseando coger el Golf. Al fin y al cabo, fue el coche con el que aprendí de mecánica y a conducir, y me hacía mucha ilusión rodarlo en Nurburgring. Pero el destino había preparado otra cosa para mí: llegamos a los boxes del anillo sur (el nuevo), y allí había como un centenar de deportivos bastante moderno y radicales. En realidad, mi GT3 desentonaba bastante, y el Golf no pecaba ni con cola entre tanto "pepino". Lotus, Caterham, Porsche, Ferrari y demás marcas de prestigio formaban parte de aquel club tan elitista. Había matrículas de toda Europa, algunas no logré identificarlas con su país de procedencia. Aparcamos en batería al final del todo, en el único sitio donde había huecos libres. Giorgio y Jaime estaban ya fuera de los coches, hablando entre ellos, y decidimos unirnos a la conversación. Para mi sorpresa, era Giorgio el que le estaba dando consejos al chico.

    Lo veía gesticular con los brazos, fingiendo tener un volante entre las manos. Jaime lo observaba con atención, se notaba que el italiano sabía de lo que hablaba. Pero como ya le dije anteriormente, no me preocupaba su pasado, si quería llevarse ese secreto a la tumba, lo entendería. Yo mientras tanto, le daba vueltas a aquella especie de Fórmula 1 con matrícula. Era una mezcla entre un ordenador sumamente tecnológico y un coche sin más, con toda su esencia y sin más cosas que las sumamente imprescindibles.

    Era un volante, unas ruedas, y un motor. Nada más a excepción de unas diminutas luces y un par de paneles de color naranja que le daban el aspecto de "homologable":


    - ¿Te gusta? - me preguntó él sonriéndome.
    - Parece divertido, las cosas como son. ¿Es rápido? - a veces las preguntas con respuestas obvias delataban segundas intenciones en mis palabras...
    - ¿Por qué no lo compruebas por ti mismo? - dijo mientras me daba uno de los cascos blancos que había sobre el asiento.
    - ¿Me lo dices en serio? ¡Pero si ni siquiera me conoces!
    - ¿Y...? Sólo tengo que mirar tu GT3 para darme cuenta que eres bastante cuidadoso con los coches, además, yo voy de copiloto, que es normal que al principio este coche te de algo de respeto - los primeros coches de la fila arrancaron sus motores y comenzaron a entrar al circuito por la salida de boxes -. Bueno, ¿Entonces te animas?
    - No lo dudes - me monté de un salto en aquel asiento (por llamarlo de alguna forma) y traté de arrancarlo.


    Pero la cosa se resistía. En una pequeña pantalla digital monocolor, como las que llevan las motos, me salía multitud de parámetros que no entendía muy bien. El volante y los pedales se podían regular para adaptarlos a mi tamaño. Y el volante en sí, era más del estilo de un monoplaza que de un coche de calle. Tras navegar por el complejo menú de la pantalla (ayudado por Jaime, sino aún estaría tratando de encenderlo), conseguí arrancarlo, y un sonido muy fino, rítmico y acompasado despertó a aquella bestia de su pequeña siesta. Parecía mentira que un motor TFSI pudiera dar para tanto. Miré a mi izquierda, y vi a Paco, situado en la última posición de todo el grupo, con el casco ya puesto y haciéndome el gesto de "ok" con la mano. A mi derecha estaba mi flamante 911, que no era el más rápido ni moderno de la parrilla, pero a bonito no le ganaba ninguno.

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    Los coches comenzaron a salir y me animé a engranar primera y comprobar de qué era capaz ese juguete. Conforme me iba acercando a la línea en la que se acababa el límite de velocidad, engrané segunda y hundí el acelerador en el chasis monocasco de fibra de carbono. Grité: "¡Me siento Dios!" y seguí engranando marcha tras marcha. En 8 segundo rodaba a 200 por hora y tenía la primera curva encima. Clavé frenos y salí catapultado hacia la siguiente. El circuito nuevo me parecía una verdadera autopista interestelar al lado del ratonero y estrecho viejo Nurburgring. Y pronto llegué a él, cuando quise darme cuenta, tenía frente a mí el verdadero infierno verde, sus 10 metros de ancho se hacían muy estrechos rodando a aquel endiablado ritmo. Lo que no podía imaginar era que mi propio coche me adelantaría volando a ras del suelo, esquivando el Lotus Exige que tenía justo delante, y pasando entre un 430 Scuderia y un 911 GT2 sin pisar siquiera el freno.

    Supuse que eso era a lo que Giorgio llamaba ir rápido. No tardó en desaparecer entre el tumulto de deportivos a los que adelantaba como si estuvieran parados. Nosotros continuábamos sintiendo el aire por todo el cuerpo. El KTM se aferraba al suelo como una lapa. A diferencia del GT3, éste tenía una dirección muy precisa a la par que un mayor agarre. Mas que sobre asfalto, parecía que íbamos sobre chicle. Las rectas se hacían un poco largas (su velocidad punta no era muy alta), pero las curvas eran un nuevo mundo desconocido para mí hasta entonces. Llegabas muy rápido y con el motor en sexta casi al corte, clavabas frenos y reducías hasta tercera o segunda. El cinturón de triple anclaje te mantenía sobre la órbita terrestre y evitaba que el cuerpo se catapultara contra el chasis por la acción de las fuerzas G. Tras salvarla, encarabas la recta que conducía a la siguiente curva ahogando el pedal en una piscina imaginaria; mi cuerpo era empujado contra el respaldo y mi corazón volvía a latir tras comprobar que seguía con vida.

    Te sentías vivo a la vez que frágil. Estaba a unos segundos de una vuelta rápida y a unos metros de una muerte instantánea. Pero ese coche iba por donde yo le dijera, no me hacía extraños, no daba sustos, y lo mejor es que conservaba la esencia de la conducción: el cambio manual y la ausencia de elementos "superficiales" le daban el toque perfecto a una máquina digna de cualquier episodio de La Guerra de las Galaxias.

    La vuelta tocaba a su fin, y en la recta larga del anillo norte pronto lo puse a su velocidad máxima. Muchos coches a los que había adelantado a lo largo de la vuelta me dieron caza allí. Mientras que el X-bow no superaba los 220, los GTR, Aston Martin y demás coches de "nivel" pasaban por nuestro lado besando los 300 kilómetros por hora. Era muy entretenido verlos desaparecer por el cambio de rasante de final de recta mientras que parecía ir parado. Por supuesto, al llegar allí no levanté el pie; Jaime llevaba toda la vuelta dándome instrucciones de cómo trazar y a qué velocidad coger las curvas, le hice caso y pasé con el pedal a fondo, aunque mi corazón me pidiese que frenase.

    Tras pasar por la unión entre el viejo y el nuevo anillo, entré a boxes y devolví el control del coche a su legítimo dueño. Lo vi desaparecer por final de recta mientras esperaba a que Paco llegara: como de costumbre, iba de paseo y disfrutando de la conducción, no "haciendo tiempos". Vi aparecer al GTI a lo lejos, con la bajada de suspensión, las luces amarillas y ese sonido a admisión tan particular. Paró al lado mía, y se bajó del coche con una sonrisa de oreja a oreja. Yo estaba apoyado en el muro de boxes, viendo pasar a los demás, y disfrutando de su sonido al acelerar e subir de marchas. Paco también se apoyó y estuvimos un par de minutos viéndolos. De repente, una máquina que me resultaba familiar irrumpió por el comienzo de meta: miré mi reloj, por mis cálculos no harían ni 12 minutos que pasó por allí la última vez. Apuraba hasta la última revolución y cada resquicio de potencia antes de subir de marcha (cosa que hacía en milésimas de segundo). La mancha blanca pasó por la recta a una velocidad extraordinaria, y desapareció en un instante tras la primera curva a derechas, no sin antes soltar un fogonazo por los tubos de escape al bajar de marchas. Los pocos que había allí en ese momento, se quedaron boquiabiertos, apostaría que no habían visto correr a alguien así en unas tandas antes.

    Me fui corriendo a la zona del Paddock, donde tenían el ordenador con los tiempos por vuelta de cada coche. Los allí presenten se llevaban las manos a la cabeza, no podían creer que acabara de bajar el record de la jornada en casi un minuto, ¡No llegaba a los 10 minutos y medio! (Y eso que el primero era todo un Corvette ZR1 potenciado hasta los mil caballos).

    Dios, no podía esperar a que pasara otra vez. Quería que parara, darle un abrazo a lo victoria de Le Mans e interrogarlo hasta que me dijera cómo había aprendido a conducir así. Pero cuando estaba en mi particular momento de clímax, tratando de averiguar cómo sería una vuelta completa de mi coche a ese ritmo, pasó algo que me revolvió las tripas: Los walkie-talkies de los comisarios y demás responsables de pista comenzaron a sonar, se oía gente hablando a gritos y dando la señal de alarma. El coche médico (un Nissan GTR) salió a tope de un box cercano, con las sirenas encendidas y las luces de prioridad de paso. Un comisario se puso en mitad de pista con una bandera negra y comenzó a sacar de la pista a todos los coches que venían.

    Busqué a Paco, y le pregunté, por si sabía algo. Pero estaba tan perdido como yo, así que pululaba de persona en persona, a ver si algún español sabía algo del asunto. Tras unos minutos de tensa espera, el 997 GT3 RS compatriota hizo aparición. Paco se acercó a él y preguntó algo a su conductor. Se bajó del coche y comenzaron a hablar. Tenía la cara desencajada, y los ojos rojos. Tras unos segundos de conversación, pude ver como Paco se llevaba la mano a la boca y me buscaba entre la gente. Nuestras miradas se cruzaron, y me hizo un gesto para que me acercara. Al llegar, pude ver su cara empapada en lágrimas y el vello de todo su cuerpo erizado. Entre balbuceos, acertó a decirme:

    - Carlos, ha sido Giorgio... - le saqué las llaves del bolsillo y corrí hacia el Golf, sin dejarle tiempo para que terminara de hablar.


    Capítulo 30




    Me senté corriendo. Las manos me temblaban y el movimiento que había fuera sólo me ponía más nervioso. Trataba de buscar donde encajar las llaves. Tiraba del cinturón y de lo fuerte que lo hacía se quedaba bloqueado. Con el corazón en un puño, salí de allí todo lo rápido que pude. Un par de comisarios se pusieron en mitad de pista para cortarme el paso, pero yo seguía directo hacia ellos: o se apartaban, o los atropellaba.

    Cada vez que tenía que frenar, lo sentía como un pérdida de tiempo, así que apuraba al máximo. Bloqueaba las ruedas delanteras y estuve a punto de hacer un "recto" un par de veces. Pero en ese momento no miraba por mi integridad física ni por la del coche. Le di una tralla al motor como no había tenido otra en su vida. Ya en el Nordschielfe, comenzó a oler a quemado, el embrague no aguantaría mucho más a ese ritmo. El salpicadero parecía un festival de luces, desde la temperatura del aceite hasta la del motor comenzaban a subirse demasiado. Pero no me importaba, sólo quería llegar al lugar del percance y comprobar que todo se había quedado en un susto.

    Los kilómetros seguían pasando y no había ni rastro del coche o Giorgio. Rebasé Flugplatz, Ex-mühle y Bergwerk, y lo único que me encontré fue con una ambulancia que también se dirigía al lugar de los ocurrido, a la cuál adelanté. Y por fin, tras recorrer más de 10 kilómetros, y superar Klosterfal, me di de frente con el "percal". Había una Opel Zafira, también del circuito, atravesada en mitad del trazado, con las luces de emergencia encendidas. Paré el Golf inmediatamente detrás de ella, y corrí para ver qué había pasado. Los casi 200 metros que me separaban de la curva del Karrussell eran un espectáculo. Centenares de aficionados estaban con sus cámaras y móviles, grabando y echando fotos de lo ocurrido. El Nissan GTR estaba aparcado a lo lejos, junto a un par de BMW Serie 5 F10 Touring, también con sus respectivas luces prioritarias en el techo. Un señor con un chaleco reflectante trató de agarrarme para que no me acercara más a la zona. Le pegué un empujón, cayó al suelo y seguí corriendo como si de un sprint final se tratara. Sobre la hierba, un Helicóptero de emergencias estaba parado, sus rotores no giraban y parecía no tener prisa por irse, cosa que no me gusto lo más mínimo.

    [ame="http://www.youtube.com/watch?v=o8-rCpI-uAw&feature=colike"]Scala and Kolacny Bros - U2 With or Without You - YouTube[/ame]
    (La recomiendo para esta parte)

    Cuando llegué a la altura del GTR, pude ver unas marcas de neumático que comenzaban justo después de una mancha de aceite. Paré un segundo para tratar de recuperar el aliento y orientarme un poco. Seguí con la vista las marcas del suelo: iban directas al centro de la curva, ascendían por el peralte de la misma y se perdían en los árboles que había tras la valla; la cual tenía un golpe tremendo y estaba empapada de fluidos de motor. Miré hacia la izquierda, y pude ver una de las llantas traseras de mi 911 sobre la calzada, aún con la mitad del eje trasero enganchado: había sido arrancado de cuajo del resto del coche. El Sol del atardecer incidía en mis ojos, creando un ambiente crepuscular que me invitaba a pensar que estaba soñando y en cualquier momento despertaría de aquella pesadilla. Un nudo en la garganta me impedía respirar al ver aquella rueda naranja informe abandonada en mitad del circuito.

    No sabía si dirigirme hacia la zona donde la valla estaba más destrozada o comenzar a pellizcarme hasta que abriera los ojos en mi habitación del hostal de Adenau. Me decanté por la primera opción, y comencé a andar muy despacio, como con miedo, hacia la "zona 0". Observaba la oscura marca de los neumáticos en el asfalto, mi cuerpo comenzó a temblar, y mis tímpanos escuchaban sonidos injustificados de frenazos y colisiones. A duras penas, superé el inclinado peralte, mientras que los allí presente me miraban emocionados. A excepción de un par de insensibles, todos habían bajado sus cámaras y me miraban con ojos tristes, como comprendiendo que no formaba parte del equipo de emergencias ni de la organización de Nurburgring. Por fin pude llegar a la valla y ver con claridad lo que se escondía tras ella: un reguero de troncos destrozados, piezas de motor y guantes de látex conducían a la jaula de color naranja del GT3, que era lo más entero que quedaba de él. Salté sobre el bloque motor, el capó abollado y otro par de ruedas, y me quedé a escasos diez metros del chasis y puertas, que a duras penas hacían intuir la silueta original del coche. Un médico trató de impedirme de nuevo el paso, mientras que un grupo de otros 10 o 12 rodeaban el amasijo de hierros tratando de hacer un milagro.

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    Sabía que no saldría de aquella, pero aún guardaba la esperanza de que siguiera vivo, al menos para despedirme de él. Un calor intenso invadía mi cuerpo, especialmente mi cabeza y mis pies. Era algo parecido a lo que sentía siendo un niño cuando una chica se me acercaba, pero aumentado exponencialmente, y desde luego, con un toque mucho más tétrico y violento que en aquellas ocasiones. Aparté hacia un lado a aquel hombre uniformado y me dirigí a la puerta derecha del coche, donde se agolpaba la mayoría del equipo de sanitarios. Los empujaba para que se quitaran, pero no me dejaban; formaron una coraza con sus cuerpos prácticamente impenetrable sin usar una violencia desmesurada. Grité su nombre, buscando alguna señal de vida desde el interior del armazón de aleaciones en el que se encontraba su cuerpo. Pasaron unos segundos interminables, en los que alguno de ellos tuvo el detalle de mirarme con gesto de compasión. Un fino hilo de voz surgió de repente, cuando apenas esperaba ya nada de aquel tumulto humano: "¡Carlos, amigo!". Tras eso, comenzó a hablar en una lengua en la que nunca antes lo había escuchado hablar: en alemán. Apenas dijo diez palabras, pero fueron suficientes para que aquellas personas, que luchaban por salvar su vida, cesaran en su empeño y se echaran a un lado, para dejarme acercarme a él por última vez.

    Lo que vi era dramático, tras una puerta arrancada de cuajo, y un interior completamente deformado y con sus escasos airbags saltados, descansaba Giorgio, aún atado al asiento gracias a los arneses de seis puntos. Su pierna izquierda estaba parcialmente amputada, y los trozos desmembrados de músculos y huesos se perdían entre el acero aún caliente del chasis destrozado. Temblaba de arriba a abajo, convulsionaba y tenía el rostro aún más pálido de lo que su fuerte tratamiento lo dejaba. Giró la cabeza hacia la izquierda, retirando la vista del frente y me miró a los ojos, con una intensidad más bien nula y con evidencias claras de que se iba a marchar en breves. Con una voz casi de ultratumba, me dijo: "Acércate, hijo". Le hice caso y miré con estupor como todos se alejaban del lugar, algunos incluso quitándose los guantes y la mascarilla. Ellos habían tirado la toalla, mi nivel de alemán y mi "fino" oído no dieron de sí lo suficiente para entender qué les había dicho, pero tuvo que ser algo contundente, pues cambiaron de actitud en cero coma.

    La carrocería de color blanco, se veía teñida del rojo de su sangre. A su lado, la sangre que donaba cada vez que me lo permitían, me parecía una cantidad despreciable. En mis años como profesional de la medicina no había visto cosa igual, y me tocó vivirlo de cerca, de una de las personas a las que más quería. Trate de hacerme el fuerte mientras le agarraba la mano, pero las lágrimas me salían solas. Desde lo alto de la curva, ya al otro lado de la valla (dentro del circuito), el grupo de médicos nos miraban horrorizados, sabiendo que poco más podían hacer por él. Lo primero que hice fue fijarme en su pierna (o en lo que quedaba de ella), pero aparte de eso, estaba sangrando por los oídos, y por debajo del casco blanco, brotaba el sudor, casi a chorros. Estaba ardiendo, estaba desangrándose, estaba muriéndose, pero sonreía. Sin más, comencé a hablar con él, exprimiendo sus últimos segundos en la conversación más profunda y transcendental que se me ocurrió:

    - Ey tío, no te preocupes, te vas a poner bien, ya verás - lo mejor que se me vino para arrancarle unas palabras.
    - No me voy a poner bien, ¡Voy a morir aquí! En el bosque del Karrusel... ¿No es maravilloso? - apoyo su cabeza contra el respaldo, cerró los ojos y continuó con su enorme sonrisa.
    - No te puedes ir Giorgio, no así - retiré un momento la mirada de su rostro, no podía soportar aquella visión. Lo que había detrás de mí era aún peor. No pude evitar recordar las tardes en el jardín limpiando con mimo y delicadeza cada detalle del coche. Ahora estaba todo roto en mil pedazos, estaba desintegrado, mi vida deshecha y mi mejor amigo me agarraba cada vez con menos fuerza la mano.
    - Siempre soñé con este momento. Siento mucho lo del coche, no quería estrellarlo, no sé qué ha pasado.
    - ¡Al coche que le den por culo! Por favor, aguanta un poco más, seguro que los bomberos vienen en seguida y te sacan de aquí - en realidad mentí, mi coche era más que eso. Había dado sentido a mi vacía vida, y era el único colchón económico que tenía para salir de aquella situación. No me estaba despidiendo de un amigo, me estaba despidiendo de dos. Pero quise hacerle ver que me daba igual, quería que muriera con la conciencia tranquila.
    - No me mientas, sé que era lo más importante para ti. Escucha, en mi bolsillo izquierdo hay una cosa, es toda tuya - busqué en el pantalón y me encontré con una pequeña llave, acompañada de un llavero de plata con unas coordenadas - no sé si te servirá de algo, pero te las has ganado.
    - Giorgio, no cierres los ojos, ábrelos por favor, ya mismo vienen... - me soltó del brazo y, escuché por última vez su voz, y aquel acento italiano tan particular.
    - ¿Hueles eso? Me gusta ese olor. Me están esperando por allí arriba, no puedo entretenerme más. Gracias por permitirme morir en el cielo, no voy a cansarme mucho en el trayecto, está aquí al lado. Me has dado todo cuanto tenías, ahí tienes todo lo que yo tengo - agarré fuerte la llave mientras le dedicaba una sonrisa -, no sé si será suficiente. Y recuerda, no esperes a tener 70 años y una enfermedad terminal para disfrutar de la vida, vive mientras puedas. Adiós amigo, adiós.
    - Adiós, buen viaje, y no corras mucho. - soltó una leve carcajada y cerró los ojos. La sangre dejó de fluir de sus oídos, y su respiración, profunda y pausada, cesó rápidamente. Su temperatura corporal bajó, y en unos minutos, su piel se quedó fría, casi congelada. Los rayos de Sol pasaban a través del cristal roto en mil pedazos, y daban a su rostro un tono anaranjado, parecía estar durmiendo.


    Dejé de llorar, pude tragarme el nudo de la garganta y volví a respirar con facilidad. El silencio circulaba entre los árboles y sólo se rompió con la llegada de un camión de bomberos. De él se bajaron cuatro o cinco hombres con casco y sus respectivos uniforme. Entre dos llevaban una motosierra y otro traía una enorme palanca. El primero en llegar a la altura del coche, me agarró del hombro y me tiró hacia atrás. Estuve como medio minuto tirado en el suelo, aturdido y mirando a aquel mar de hojas que formaban las ramas de los pinos. Los escuchaba hablar entre ellos, nerviosos pero bien compenetrados. Yo pensaba para mí mismo: "¿Pero qué hacéis? Él ya se ha ido, ahí dentro no hay nada". Me levanté mientras que ellos seguían cortando lo poco que quedaba del coche: apenas el chasis y un par de paneles de la carrocería. Me dolía como si me estuvieran cortando a mí, así que me di la vuelta y traté de no pensar demasiado en ello.

    Fue entonces cuando se me volvió a cortar la respiración; por primera vez, Paco no llevaba la razón. No era un envidioso, no era alguien aburrido, no era un bromista, era un asesino. En la base de un árbol, junto a un trozo de freno de disco perforado, descansaba aquella macabra garrafa de aceite Mobil. De su interior salían un par de rosas blancas. Y sobre la etiqueta, un post-it en el que ponía: "Te dije que ese cacharro no me gustaba... Lo que el fuego no mata, te matará a ti". Aquel olor llegó de nuevo hasta mí, accedió a mis conductos nasales y, al llegar a mi estómago, me obligó a vomitar. Nunca lo había sentido tan cerca; me apoyé en un pino y regurgité todo lo que había comido los dos últimos días. Mientras estaba allí, con la cabeza muy cerca del suelo y con la sensación de que mi esófago era un grifo sin cerrar, la sentí a unos centímetros. A aquello sólo se le podía definir con una palabra: miedo. Sabía que era ella, me lo había estado diciendo a través de Peret esos últimos días, no estaba muerta.

    No sabía qué esperar de aquella situación, o bien un golpe que acabara con mi vida, o bien la clemencia al ver que me había dejado sin nada. Una voz, lúgubre y bronca, pero muy aguda al mismo tiempo, comenzó a hablarme, pude sentir su aliento en mi nuca: "No vas a morir, tranquilo.
    Primero tendrás que ver morir a unos cuantos más, no se preocupe, Doctor Carlos". Aquel fétido olor comenzó a disiparse tras eso, se hizo más y más débil hasta que desapareció. Pero su sólo recuerdo me hacía seguir vomitando, mientras que de fondo escuchaba el sonido de la motosierra contra el chasis de acero y unos pequeños matices de lo que parecía un motor bóxer. Una mano se asentó en mi espalda, pero no fui capaz de levantarme para ver quién era. Tras unos segundos, me agarró del brazo y tiró de mi con fuerza, para que me pusiera erguido por completo. Era Paco que, a pesar de mi olor a vómito y mi cara de zombie, me dio un abrazo con toda la sinceridad del mundo mientras que no podía evitar llorar conmigo.

    Tras un par de minutos, sin dejar de consolarnos mutuamente, o más bien, compartiendo nuestro dolor, fui capaz de articular unas palabras: "Aléjate de mí, si no quieres acabar como Giorgio". Él no dijo nada, no podía siquiera hablar. Lloraba desconsolado como un niño al que se le rompe su juguete o se le cae un helado al suelo. Era comprensible, incluso a mí, que no era precisamente un sentimental, se me hizo imposible no llorar.

    Nos sentamos junto a la valla, apoyando nuestras espaldas en ésta. Desde aquella posición, teníamos una vista privilegiada del accidente. Paco y Jaime trataron de sacarme de allí en un par de ocasiones, pero no quería dejar a mi coche, bueno, a lo que fue mi coche, allí. Pude ver cómo los bomberos terminaban de aniquilar lo que quedaba de él. Partieron el chasis en dos y acabaron con lo poco que quedaba de aquella majestuosa silueta. Como un toro al que clavan una navaja cuando no han podido con él, mientras sangra agonizante en el suelo, a mi 911 le dieron la estocada final. Atravesaron su esencia, su corazón, que descansaba tras esa coraza que formaba la jaula de seguridad, y salió volando detrás de Giorgio, para acompañarlo en las curvas que encontrara por allí arriba.

    Lo vimos todo, desde como sacaban al italiano de allí, hasta como contaba Rafa (el chico del 997) lo ocurrido a los comisarios. Pude hacerme una imagen mental de lo ocurrido, casi como si lo hubiera vivido yo en primera persona, mientras se lo narraba a ellos:

    "Encaré la recta y, justo al salir, me pasó el Rs a toda ostia. Era con diferencia el más rápido de las tandas; iba muy fino, no molestaba a nadie ni ponía en riesgo al coche, simplemente conducía a otro nivel... como si fuera sobre raíles. Pero, no sé, de repente, cuando ya había acabado de adelantarme, lo vi hacer un movimiento extraño, como si hubiera algo sobre la calzada. Clavó frenos y giró hacia la izquierda, o al menos, la dirección lo hizo. Porque el coche siguió recto. Llevaba las ruedas bloqueadas y se puso de medio lado. Trató de enderezarlo soltando el freno pero nada funcionó.
    Sólo por la forma en que trató de controlar la situación, se pudo ver reflejada la desesperación que sentiría en aquellos momentos. Tras eso, llegó a la curva y cogió el peralte de frente. Se levantó del suelo y chocó con la rueda trasera en la valla. Luego desapareció tras ella y sólo podía escuchar el sonido de las vueltas de campana. Somos frágiles como el cristal: entras siendo el más rápido, y sales con los pies por delante."

    Rafa fue el único testigo del accidente, y me aseguró por activa y por pasiva que no había visto nada ni nadie arrojando aquel aceite sobre el asfalto. Sus ojos reflejaban el pánico de haber visto algo así, tras unos minutos más con nosotros, cogió sus llaves y se dirigió con mucho miedo hacia su flamante 997 GT3 RS. Salió muy despacio y sin hacer ni por un momento alarde de la potencia que se escondía tras el capot. Estaba traumatizado; fue una de esas experiencias que hacen replantearse a uno si de verdad merece la pena invertir tanto esfuerzo, dinero e ilusión en algo que te puede acabar enterrando. Aquella tarde de Abril, con el Sol ya bajo las copas de los árboles y la suave brisa del Norte, el viejo Nurburgring hizo honor a su leyenda, y se cobró una nueva víctima.


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    Vimos a una enorme furgoneta de color negro llevarse su cuerpo. Minutos más tarde, fue una grúa la que se llevó aquel montón de chatarra salteada con trozos de carbono al desguace. Una especie de sábana enorme lo cubría, pero no era suficiente para esconder un bella silueta que nunca más volvería a lucir. Paco sacó el Golf del circuito, y lo dejó en la explanada cercana. Después vino a por mí y me dijo: "Carlos, creo que es el momento de irse". La oscuridad reinaba ya en el circuito a esas horas de la tarde, pero mis pupilas se habían adaptado a la ausencia de luz y seguía distinguiendo cada poro del asfalto. Me levanté y lo seguí hasta el coche. Se dispuso a arrancarlo pero le pedí que esperara un poco más. Me senté sobré el capot y simplemente observé la belleza del trazado, sin más. Le dije: "Ven, siéntate aquí un minuto. Al fin y al cabo, no lo volveremos a ver, disfruta de estás vistas, ahora que aún puedes". Me hizo caso y, tardó poco en romper el silencio:


    - Al final, se ha ido haciendo lo que quería... ¡Puto viejo! - como de costumbre, trató de quitarle hierro al asunto, aunque estuviera peor que yo - Y tú... ¿Cómo estás?
    - He tenido días mejores... ¿Alguna vez lo has perdido todo en 10 minutos? No creo que comprendas por lo que estoy pasando - como era costumbre en mí, incluso en los momentos más duros, saqué mi vena egoísta.
    - Te recuerdo que mi vida acabó allá por un ¿6? de Octubre, cuando todo salió jodidamente mal y mi lugar de trabajo durante 20 años se volatilizó, literalmente. Y no sólo eso, tres grandes amigos desaparecieron de repente; de dos de ellos no he sabido nada hasta 6 meses después y de la tercera... en fin, ¡Qué te voy a contar! La vida nos está poniendo a prueba, o luchamos, o dejamos que pueda con nosotros.


    Mientras que él decía eso, yo jugaba con la llave que me había dado Giorgio. A Paco le picó la curiosidad y no pudo aguantar las ganas de preguntarme por ellas:


    - ¿Y eso qué es?
    - Pues no sé, la última del señor Giorgio. Me ha regalado lo que sea que abre estas llave. Supongo que será la casa roñosa de sus padres en la que estuvimos el otro día... en fin, lo mismo me da para pagar las facturas atrasadas, o para pagarme un buen abogado, que lo voy a necesitar - en aquellos momentos estaba fuera de mí, no era más que un desagradecido hablando "en caliente" de más.
    - Déjame verlas.


    Se las di y, entre los árboles, se comenzó a escuchar algo que me resultaba familiar. Me levanté de un salto del capot, y me acerqué a la valla, para verlo pasar de cerca. Paco se metió las llaves en el bolsillo y me siguió. Su cara era de completa perplejidad, mientras que yo seguía observando venir a aquella cosa. Llevaba unos faros amarillos, de los de la vieja escuela, y circulaba muy pegado al suelo. Una mancha clara apareció entre los pinos, y fue directa hacia el Karrussell.

    ¡Era Giorgio con su Miura! Sonreí al verlo pasar y lo saludé con la mano derecha. Giró como un rayo, y desapareció, sin más. Pero me dio tiempo a ver una sonrisa en su rostro, aquella que no perdió ni en el momento de su muerte.

    Capítulo 31


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    Yo tenía una sonrisa tatuada en el rostro. Me quedé allí apoyado, esperando volver a verlo pasar. Esperé y esperé, pero el circuito estaba cerrado, era de noche y allí no había ni un alma. La sonrisa se transformó en nerviosismo, y el nerviosismo, en llanto. Me estaba transformando en un loco. En unos meses, había pasado de tener la vida resuelta, a no tener nada. Una casa pagada, un coche bonito, un trabajo y una buena reputación. Ahora el coche estaba en la chatarrería, en la casa se acumulaban las deudas y lo único que siempre podría poseer, mi título, también me lo habían arrebatado. ¿De quién era la culpa? ¿Mía? ¿De Paco? ¿De Giorgio? No lo tenía muy claro, pero sabía que aquellas visiones no eran normales, me faltaba algo, y esa carencia, estaba acabando conmigo.

    Me iba a convertir en un vagabundo que bebe vino de cartón para entrar en calor y recoge chatarra para pagarse el tabaco. O con un poco de suerte, acabaría siendo un cuerpo triste, con polo por dentro del pantalón, olor a colonia barata y tomando carajillos por las mañanas en el Bar Manolo. La incertidumbre acerca del presente, y sobre todo, el futuro, me hacían recordar esos tiempos de mi adolescencia, en los que nadie me precisaba, nadie me necesitaba ni se acordaba. En breve, me volvería a convertir en aquella sombra invisible que fui, pero con una pequeña diferencia: no tenía toda la vida por delante.

    Por suerte, Paco vino para romper con aquel bucle autodestructivo en el que se habían convertido mis pensamientos. Se puso a mi lado, y muy bajito (algo raro en él), me dijo: "Ey, ¿Nos vamos ya?". Bajé la cabeza, estiré los brazos tirando de la valla, y me levanté soltando un leve suspiro. Paco me echó la mano por el hombro, y caminamos juntos hacia el coche. De camino a éste, le pregunté: "No ha pasado ningún coche, ¿Verdad? Me estoy volviendo loco...". El negó con la cabeza, dando fe de mi estado de enajenación mental.

    Montamos en el GTI, y con ese ronroneo tan típico de la admisión, marchamos rumbo a la zona del parking, donde nos dijeron que estaría el coche, los del seguro, y el cuerpo de Giorgio. En el trayecto, Paco trató de consolarme:


    - No estás loco... yo también lo he visto, son diferentes formas de encajarlo. Parece que fue ayer cuando estábamos observándolo desde la 711 mientras se bajaba de la ambulancia, ¿Eh?. Las vueltas que da la vida, madre mía - agarró el volante con las dos manos y movió su cabeza de lado a lado.
    - ¿Cómo que tú también lo has visto? - le respondí extrañado.
    - Sí, pero yo no he sido tan presuntuoso. Simplemente he visto al viejo andando con un señor de traje y corbata, con su brazo echado sobre él.
    - ¿Que qué? ¿Y quién era? - por un momento, olvidé lo complicado de la situación, y abrí los ojos como platos, esperando una contestación coherente a tan alienado relato
    - No sé, no le he visto la cara... ambos iban de espaldas, y han desaparecido por la curva posterior al Karrussell, no me preguntes de dónde has salido porque no lo he visto. Creo que era él...
    - ¿Él, quién? - dije subiendo un poco el tono de mi voz.
    - El circuito, no sé, ha sido algo involuntario, no me preguntes a mí por algo que ha hecho mi subconsciente...
    - ¿El circuito?
    - Sí, el circuito, ¿Tú nunca has atribuido un rostro o un tipo de persona con un lugar?
    - Madre mía, estamos como unas putas cabras - No pude evitar escupir un poco de saliva de la carcajada que metí, éramos expertos en buscarle la parte graciosa a los momentos más difíciles y complicados.


    No tardamos en llegar al aparcamiento, eran casi las 10 de la noche, y la comitiva de deportivos, presididos por la funeraria y la grúa con los restos del GT3, formaban un paisaje macabramente atractivo. Paco aparcó cerca del restaurante (un poco apartado de donde estaban ellos), y nos dirigimos andando hacia el lugar. Para mi sorpresa, allí había muchísima gente, muchos de los coches allí aparcados, ni siquiera eran de los tanderos de la tarde. Todos se arremolinaban alrededor de la grúa, observando los restos del Porsche, que habían sido destapados para el reconocimiento de un perito del seguro.

    Tenía el coche a terceros, y se había estrellado dentro del circuito, por alguien que ni siquiera estaba puesto como conductor habitual. Así que, no tenía esperanza alguna en recuperar ni la más ínfima cantidad de dinero que había invertido en ese coche. Varios años de trabajo duro y horas extras descansaban sobre aquella plataforma, y toda un una vida de ilusiones junto a ella. No pude evitar sentir un dolor de cabeza muy grande cuando me acerqué a él; todo el mundo se apartó, en señal de respeto, y yo cogí un trozo de lo que fue carbono del alerón, me lo guardé en el bolsillo, y nos dirigimos a la Volkswagen Transporter donde tenían su cuerpo guardado.

    El conductor estaba echándose un cigarro, era delgado y extremadamente alto. Iba trajeado y, tenía algo que no me resultaba demasiado germánico. Efectivamente, mi intuición no me falló y resultó ser italiano. Al fijarme en la matrícula de la furgoneta me di cuenta que ésta también era italiana. Así que me resultó bastante más fácil hablar con él:

    - Disculpe, ¿Dónde lo llevan? - le pregunté, cruzando los dedos para que me entendiera.
    - ¿Español? ¿Eres Carlos? - dijo para mi sorpresa.
    - ¿Habla español? ¿Cómo sabe mi nombre?
    - No, por nada, un curso de Verano... ya sabe. El nombre, me lo ha dicho alguien, no sé muy bien quien - lo miré con recelo y opté por creérmelo, parecía que eso de que te engañara un italiano era una especie de costumbre ancestral, que pasaba de generación en generación.
    - Vale y... bueno, ¿Que dónde se lo llevan?
    - No nos vamos a mover mucho. Al tanatorio de Adenau, está aquí mismo.
    - ¿Cómo? ¿No se lo llevan a Italia? ¡¿Y su familia, y sus amigos?! - me indigné un poco, supuse que su seguro de vida sólo cubría el traslado al tanatorio más cercano, y por eso lo enterrarían allí.
    - Mire, no estoy autorizado para hablar con usted de esto... espere un momento - salió corriendo de allí y se acercó a un Lancia Thesis de color negro que acababa de aparcar justo detrás del Golf.


    Tocó a la ventanilla del conductor y tras unos segundos de espera, salió de su interior un hombre con gabardina y con la cabeza afeitada. Llevaba unos guantes de cuero para conducir. Se acercó directamente a nosotros y, tras quitárselos, me extendió la mano:


    - ¿Carlos Ávalos?
    - Sí, soy yo, ¿Qué pasa? - tanto tinglado me comenzaba a dar miedo.
    - Soy Paolo Lombardo, el abogado de Giorgio.
    - Vale, eso está muy bien, pero ¿Por qué no se lo llevan a Italia, con los suyos? - estaba ya un tanto cansado de tantas vueltas para una pregunta tan sencilla.
    - Porque era su voluntad.
    - ¿Cómo que era su voluntad? - sin haberme percatado de ello, estaba hablando con otro italiano con un gran conocimiento de español.
    - Quería que sus cenizas fueran esparcidas aquí, y así será. Mañana será incinerado y le darán sus cenizas, haga lo que quiera con ellas, pues dijo que quería que fuera usted quien las tuviera. Ha puesto toda su confianza en usted.
    - ¿Que qué? ¿Y desde cuándo tenía eso puesto? - dije bastante confuso, me sentía como si aún no hubiera despertado del coma y siguiera sin enterarme de nada.
    - Desde ayer, me llamó anoche para ver si podía cambiarlo - menudo mamonazo Giorgio, qué capacidad tenía para ocultarme cosas. Hasta muerto seguía siendo un "crack".
    - No puede ser verdad... bueno, ¿Hay algo más que deba saber? - dije esperando cualquier cosa de ese tío.
    - De momento no, ¿Tiene la chiave?
    - ¿La qué?
    - Sí, eso que sirve para abrir puertas...
    - ¿Las llaves?
    - Eso, eso, las llaves. ¿Las tiene?
    - Sí, me las dio justo antes de, bueno, ya sabe... ¿De qué son?
    - No estoy autorizado para hablarle de eso, lo siento, ya lo comprobará usted mismo - mi cara de estupefacción no se me fue en toda la noche. El reloj marcaba las 11 y a aquellas horas, por Europa central, empezaba a hacer frío.


    La Transporter arrancó y salió dirección a Adenau. Todos los deportivos comenzaron a arrancar al verla salir. Nosotros hicimos lo propio y nos fuimos para el Golf. Le cogí las llaves a Paco y arrancamos. Tuve que cederle el paso a unos cuantos coches, hasta que un Lamboghini Gallardo LP560-4 nos cedió el paso y pudimos seguir a aquella enorme procesión "racing". Apenas nos separaban unos cuantos kilómetros del tanatorio, pero fue uno de los viajes más mágicos que he hecho nunca. Era increíble ver a todos aquellos coches, rodando uno tras otro, y respetando las distancias. Aunque por ellos solos podían provocar un bombardeo de decibelios, todos iban con un sutil ronroneo, como si estuvieran tristes por la muerte de aquel hombre al que ni siquiera conocían.

    Aquella línea de luces rojas, cuyo principio y fin se perdían en las curvas y en los cambios de rasante, sólo se vio interrumpida una vez: por el espejo retrovisor, observaba un grupo de luces aproximarse muy rápido, mientras que de frente, un camión de 6 ejes se aproximaba directamente hacia ellos. Clavé frenos, para que el primero se colocara delante mía, y evitar así una colisión. Me apegué todo lo que pude al arcén, y un Maserati Quattroporte me pasó como un rayo y se quedó a escasos centímetros del Ferrari 360 CS que me precedía. Detrás de mí, se quedaron otro par de luces, bien pegadas al igual que el Maserati, parecía que llevaban prisa.

    Fue cruzarnos con el tráiler, y el del Quattroporte pegó un "zapatazo" que pasó a diez coches en un santiamén. También éste llevaba matrícula italiana, y el par de berlinas que se quedaron detrás de mí, tampoco tardaron mucho en adelantarme. Un Mercedes S65 AMG y un Rolls Royce Phantom (ambos italianos), surcaron a velocidades ultrasónicas aquella carretera bidireccional como si de una autobahn se tratara, y pronto alcanzaron al Maserati. Era evidente que lo de aquel trío de superberlinas, no era una casualidad, lo que no sabía aún muy bien era dónde se dirigían.

    Tras este pequeño episodio, el resto del camino siguió como un astral séquito de dioses, a la altura del funeral un apasionado como Giorgio. Por primera vez, deseé que lo que decía La Biblia fuera verdad, y él nos estuviera observando desde el cielo con su particular sonrisa.

    La Luna iluminaba el bosque que rodeaba la carretera, y creaba un verdadero mar de reflejos y sombras atravesado sólo por el fino ronroneo de las máquinas frías, distantes y traicioneras, que nos habían reunido allí para despedirnos de un grande. En el tanatorio, no cabía un alma, los coches se agolpaban a la entrada y en los alrededores. Sin embargo, el Lancia del abogado nos estaba esperando a unos metros del follón, y nos abrió paso hasta una plaza libre que quedaba a sólo unos metros de la puerta. Los aparcamientos más cercanos, estaban ocupados por los tres coches oscuros que nos adelantaron como locos unos minutos antes. Todos llevaban los cristales traseros tintados, se notaba que eran de ese tipo de vehículos que se disfrutaban más desde los asientos de atrás.

    Aquel hombre con gabardina (el abogado), nos acompañó toda la noche. Nos estaba esperando en la puerta, y nos quedamos los tres toda la noche en una habitación aislada del resto de la gente. Mientras que esperábamos a que trajeran al viejo, tanto Paco como yo nos quedamos dormidos, estábamos rendidos. Cuando desperté, no estábamos solos en la sala... delante de nosotros, mirando a través del cristal en el que se encontraba el ataúd de Giorgio, había unas 10 personas. Todos iban de estricto luto; había una señora mayor bastante afectada, un par de hombres de unos 50, sus respectivas parejas, y cuatro o cinco niños, bastante revoltosos. Hablaban en italiano, así que poco o nada pude entender, pero se notaban que eran de un círculo bastante cercano a Giorgio por la emoción de sus rostros y el nerviosismo de sus gesto.

    Me levanté de aquella dura silla, que me había dejado la espalda bastante dolorida. Con las manos en los riñones, y aún con cara de zombie, traté de hablar con ellos. Puse mi mano sobre la mujer (todos estaban de espaldas, mirando a su féretro mientras que los niños me hacían caso omiso), y al girar su rostro hacia mí, sonrió y, los demás, hicieron lo mismo. Me disponía a hablar con ellos; uno de los señores ya me había extendido su mano (pude ver en su muñeca un Bulgari, de esos que no son precisamente baratos), pero entonces, por aquella puerta azul, mas típica de un hospital que de un tanatorio, entró el tal Paolo. Al vernos hablar entre nosotros, comenzó a decirle cosas en italiano, como recriminándoles algo, en un tono bastante elevado. Los acompañó hacia la puerta, se la abrió, y los invitó a salir. Él se fue con ellos, pero no pudo evitar que la señora mayor me diera un "Grazie mille" antes de irse.

    Fue entonces cuando vi a Giorgio por primera vez después de lo sucedido. Su maquillaje ocultaba todas sus heridas, y parecía estar echándose una siesta, de aquellas que se daba cuando estaba en El Neveral. Estábamos bastante cerca de la puerta, con lo que pude escuchar el sonido de los dos V12 (el del Rolls-Royce y el del Clase S) y el V8 del Maserati arrancando y saliendo de allí en cuestión de segundos. Puse la palma de la mano sobre el cristal, y sonreí. Él había dejado de sufrir, y lo había hecho disfrutando. Pero no se me olvidaba el pequeño detalle de que, para ello, se había llevado por delante mi 911. Paco abrió los ojos, y al verlo allí, se lo tomo más a la tremenda que yo. Se levantó sin decir nada, se acercó al cristal y dijo: "Así que es verdad que está muerto... aún me cuesta hacerme a la idea". Se volvió a sentar, y pasó así el resto de la noche. Yo, mientras tanto, observaba el cristal que había al otro lado de la sala, sabía que allí era donde estaba el resto de la gente. Aproveché la pequeña cabezada que se dio el abogado para abrir la puerta e ir a verlos.

    Al salir de la habitación, me encontré con un pasillo a oscuras; bueno, para ser sincero, no estaba en penumbra del todo. Lo iluminaba un fino hilo de luz, proveniente de unas lámparas colgadas del techo con escasa luz. Intuí que sería tarde para tener así las luces, miré mi reloj y, efectivamente: eran las cuatro de la mañana. Busqué entre la multitud de puertas, cuál era la que conduciría a aquella sala que había tras el cristal. Tras pasar por el servicio de caballeros, el de señoras y el cuarto de la limpieza, hallé la puerta de aquella sala. Era extraño, porque estaba cerrada.

    En los pocos velatorios que había estado, la puerta estaba abierta, como invitándote a pasar. Allí era todo lo contrario, pero bueno, quizá fuera más alguna costumbre de aquella cultura que otra cosa. Al entrar, me encontré una gran cantidad de sillas y sofás, todos ocupados. Había al menos 100 personas allí, todas hablando y sin respetar el más mínimo silencio por el difunto. Había un par de televisores encendidos, en los que se reproducía una especie de Power Point cutre con fotos del circuito antiguas. Y a la izquierda, al fondo de la sala, el cristal tras el cual descansaba Giorgio. Lo curioso es que, alrededor de él, se había creado una especie de marco con fotos, recortes de periódicos, copas, medallas y multitud de flores. Definitivamente, Giorgio me había engañado. Ahora sólo quedaba averiguar quién era en realidad, aunque si tanta gente vino a despedirlo, no sería precisamente un ogro.

    Pero cuando me dispuse a ir hacia el cristal (desde tan lejos y con los ojos medio adormilados, era complicado enfocar aquellas fotografías), una mano me agarró firmemente, tanto que casi caigo al suelo ante semejante fuerza. Me giré para ver quién era, y me encontré con aquel italiano con gabardina que tantos problemas me estaba dando. Lo atravesé con la mirada y traté de liberar mi brazo, ante su negativa, comenzamos a discutir, ante el silencio de los allí presentes:


    - Quiero saber quién coño era su cliente. O me suelta o le suelto, usted verá.
    - A Giorgio no le gustaría que hicieras eso, de hecho me pidió que no te trajera aquí. Por favor, señor, hágame caso, cada cosa a su debido tiempo - cada vez estaba más mosqueado, aunque he de reconocer que cada vez que me decían algo relacionado con el viejo, mi yo malo se rompía en cachitos y podían manejarme a su antojo.
    - ¿Cómo que Giorgio no quería que viniese aquí? ¿Se estrelló a propósito? No me lo creo, él no sería capaz de algo así; sabía cuánto amaba ese coche, y lo que me había costado conseguirlo.
    - Mire... sólo es mi cliente, le digo lo que él me ha dicho, y créame, que todo tiene una explicación, pero cada cosa a su tiempo. Mire, vamos a seguir fuera con esta conversación, por favor, no es el momento ni el lugar para ello.


    Le hice caso y ambos salimos de la sala. Cruzamos aquel oscuro pasillo y, tras equivocarme de nuevo con la puerta, entramos en la pequeña sala donde Paco y yo llevábamos toda la noche. Se sentó en un sillón, y yo en el que había justo enfrente. El ex-jardinero se había vuelta a quedar dormido, y yo, ya un poco violento, le dije a Paolo: "Ahora, me vas a contar todo lo que sabes de Giorgio". Se empezó a poner muy nervioso, se limpió el sudor con un pañuelo y, su pie derecho, comenzó a temblar reiterada y nerviosamente. Cuando parecía que iba a contarme algo, llevó su mano al bolsillo, e hizo como que le sonaba el teléfono. Dijo: "Discúlpeme un segundo" y salió de la habitación llevándose el móvil a la oreja, no sin antes darle un buen golpe al sofá donde estaba Paco, sacando a éste de su profundo sueño. Lo esperé y lo esperé, tratando de vencer el pulso a mis párpados cansados, pero tras más de una hora confiando en que volvería, éstos me ganaron la batalla y caí en un estado de vigilia del que no tardé mucho en despertar.

    Con la primera luz del día, mientras que unos cálidos rayos de Sol entraban por la ventana y incidían directamente sobre mi cara, un ruido abismal, salvaje y atronador, a la vez que celestial, me levantó del sillón. Corrí hacia la puerta, sabía de dónde provenía el sonido y sabía qué lo originaba. Motores bóxer, VTEC, V8, y V12 estaban despertando a todo Adenau con su particulares gritos al máximo de revoluciones. Era fascinante ver a todo el aparcamiento, que anoche estaba en calma, tranquilo y en silencio, llamando a las puertas del cielo a través de aquel desquiciante y seductor contoneo de cilindros. Desde luego, habían despertado a Giorgio, y estaría partiéndose desde allí arriba. Las lágrimas no pudieron evitar deslizarse desde mis ojos hacia el resto de mi cara, y no me importó. Pero cuando aquello estaba pasando de ser apasionante a desagradable para cualquier mecánico (éramos tanderos, no chonis de polígono dejando nuestros coches al corte indefinidamente), un sonido agudo y ensordecedor, dio el toque final a la banda sonora de aquella particular marcha fúnebre. ¿De dónde provenía? Del final del parking. ¿De qué? Aún no lo sabía, pero no tardé demasiado en descubrirlo.

    Lo escuché engranar primera y salir a fondo por la carretera que esa misma noche nos había traído hasta allí. Se trataba de todo un Pagani Zonda Cinque, que pasó a nuestra altura a mas de 100 por hora. Como venía siendo costumbre, en todo lo que acompañaba a algo misterioso o extraño, el superdeportivo nacido en el triángulo de Módena llevaba placas italianas. Detrás de él, salió toda la comparsa de coches que habían acompañado a Giorgio durante toda la noche. Pude sentir el compañerismo casi enfermizo que había en aquel lugar, y que formaba parte del hechizo que te hacía volver una y otra vez al Infierno Verde. Fue una lástima que tuviera que pasar algo tan triste para vivir aquello de primera mano.

    Pronto todos desaparecieron y el aparcamiento se quedó vacío. Sólo quedaron allí nuestro Golf y el Thesis del abogado. Miré a mi izquierda cuando aquel espectáculo automovilístico tocó a su fin y me encontré con él, que estaba fumando un cigarro mientras observaba con indiferencia el paso de los "monstruos". Dio una calada y dijo: "Una persona sigue viva mientras que su recuerdo lo esté". Después se fue para adentro y me dejó sólo. Segundos más tarde, salió Paco abrochándose los botones de la camisa, y gritando: "¿Qué pasa? ¿Qué pasa?". "Ya nada, hijo mío, has llegado tarde" le dije mientras me reía de él. Éste puso cara de Poker, tratando hacerme creer que le daba igual.

    Entramos de nuevo en el tanatorio, para pasar allí el resto del día, hasta que nos entregaran sus cenizas, unas horas más tarde. A las 4 y media, se llevaron el ataúd. Observé por última vez su rostro: ya no volvería a disfrutar de su sabiduría, de sus historias, ni de sus cosas. Lo dejé marchar, aún sin conocer quién había sido. Porque sí sabía quién era: un amigo, un padre y un hermano, que pasó junto a mí los momentos más felices, los más difíciles y los más aburridos; prefiero no imaginar lo que son seis meses al lado de alguien que no se mueve, no habla, ni da compañía. Él me acompañó al final de un período, yo lo acompañé al final de su vida, lo veía justo. Aproveché un descuido de los encargados del féretro, para meter dentro las llaves quemadas del 911. Éstas, simbolizaban la despedida de mi otro compañero de viaje, éste sin alma ni sentimientos, pero que me hizo sentir más de lo que nadie había hecho antes.

    Esperé paciente a que me entregaran la urna, tiempo que aproveché para reflexionar qué hacer con sus cenizas. Llegué a la conclusión de que en su pueblo natal no se sentía a gusto, no lo vi feliz allí ni un momento. En Jaén tampoco es que tuviera mucho, más allá del recuerdo de una de las épocas más duras de su vida. Sin embargo, allí había reído, llorado y vivido, como no lo había hecho en años. Se transformaba tras el volante de un coche, ¿Y qué mejor sitio para conducir un poquito de cada uno... que Nurburgring? Pues eso, aquel era su sitio y allí se iba a quedar. Salió un señor con traje del tanatorio, me hizo un gesto con la mano para que entrara. Tras firmar unos documentos en alemán, de los que no entendía "ni papa", me entregaron las cenizas, en la clásica urna de madera.

    Salí de allí con ésta bajo el brazo, bien agarrada, para que no se me cayera. Paco me esperaba con el motor arrancado. Me senté en el asiento de la derecha, me puse el cinturón, y dejé a Giorgio en el asiento de atrás:

    - ¿A dónde vamos, Carlos? - me dijo.
    - A dar una vuelta.
    - Vale, pero... ¿A dónde?
    - ¿Cómo que a dónde? ¿Te estás quedando conmigo?
    - ¿A Nurburgring? ¿Ahora? - su cara fue un poema.
    - Sí, no veo un momento mejor para ir - me puse las gafas, y moví la cabeza al ritmo de "Highway to Hell".


    [ame="http://www.youtube.com/watch?v=Xv24N8H1KyI&feature=colike"]ACDC Highway to Hell with lyrics - YouTube[/ame]


    Me hizo caso, y salimos de allí, orientándonos por un cartel en el que ponía "Nordschleife Circuit" con una línea debajo. Miré mi reloj, eran las siete y 12, faltaban 22 minutos para que se cumpliera un día de su adiós. Apegué la urna a mi boca, y muy bajito, casi susurrando, le dije: "Vamos a por la vuelta rápida, amigo".



    Capítulo 32​


    Los kilómetros al circuito se pasaron con un incómodo silencio, sólo roto por el molesto sonido de la radio buscando una emisora que llegara con buena cobertura. A diferencia del día anterior, cuando llegamos a la zona del parking y las barreras, allí no había ni un alma. Era bastante raro que no se hubiera formado ninguna de esas colas para entra, tratándose de un Domingo por la tarde.

    Estaba desierto, el paisaje era fantasmagórico. Con un cierta sensación de terror, pánico o, más bien, confusión, pedí a Paco que aparcara por allí cerca, para poder, al menos, analizar la situación. Bajamos del Golf y, aparentemente, todo estaba en orden, lo único que faltaba era la gente. Miré mi reloj, faltaban 15 minutos para que se cumpliera un día, y no quería llegar tarde. Me acerqué un segundo a la barrera, para comprobar que estaban operativas y que, efectivamente, podíamos entrar al circuito.

    Iba ya de camino al coche (Paco me estaba esperando dentro), cuando un sonido que me resultó familiar volvió a atronar entre aquel silencio demoledor que reinaba en el lugar. Lo escuchaba al otro lado del edificio de BMW Motorsport (donde se encontraban los Ring-taxi), así que la curiosidad me pudo y me acerqué a admirarlo como se merecía, y de paso, intentar que su conductor me diera alguna pista más sobre el pasado de Giorgio, que seguro que algo sabía. Cuando rodeé por completo el edificio, me encontré con aquella bestia arrancada, sin nadie dentro y con una nota puesta en el parabrisas.

    No pude evitar acercarme para ver qué ponía en la nota, que estaba escrita a mano: "Giorgio, amico. Per l'ultimo giro, Horacio". Aquello me superaba; cuando el dueño de una marca de coches hiperexclusivos manda el mejor de sus productos, para que tus cenizas den una vuelta al circuito, es que eres importante. Observaba el Pagani, dejado a su suerte a apenas unos metros de su entorno natural. No tardaría mucho en desaparecer de allí, pero sabía que aquello no era una casualidad, seguro que estaba siendo vigilado. Paco vino por detrás, y dijo: "¿Y esto? ¿Qué es? ¡Menudo avión!", yo, le respondí sin más: "Esto, amigo mío, es lo que te hace inmortal". Se acercó al coche, y lo miró por dentro. Yo hice lo mismo y observaba aquel sobrecargado interior, digno de una catedral gótica. Yo pude contener mis ganas de abrir la puerta, paro Paco no las contuvo, y abrió el lado del conductor.

    Fui corriendo hacia donde estaba, lo agarré con fuerza y le cerré la puerta. Entre el ronroneo de aquel V12 AMG, comenzamos a discutir acaloradamente:


    - Pero, ¿Qué te pasa? - dijo - ¿No te das cuenta que nos lo están dejando?
    - ¿Y qué? Creo que a Giorgio no le gustaría... - dije tratando de justificar el no subirnos a una obra de arte de dos millones de Euros.
    - ¿Cómo que no? ¿Estamos locos?
    - Piénsalo Paco, ¿Quién ha estado a su lado estos últimos meses? ¿Un Pagani Zonda o nosotros y nuestra humilde forma de vivir? Mira, no sé de qué va todo esto, hace tiempo que me he concienciado de que Giorgio no es quien creíamos que era pero... ¿Y si este coche tiene algo oscuro detrás? ¿Y si alguien nos estuviera poniendo a prueba? A Giorgio lo mataron, cualquiera podría ser el siguiente, ya sea tumbados en una cama o a bordo de un coche con mayúsculas. Además, no es nuestro, y no es precisamente un Ibiza lo que llevamos entre manos. En serio, no podemos dejar nada al azar, lo siento; ahora si quieres, súbete a él, pero no cuentes conmigo.
    - Está bien Carlos, no quiero discutir contigo en estos momentos, es lo mejor. Venga, vamos a despedirnos de Giorgio y nos vamos de aquí - dijo resignado.


    Ambos nos dirigimos de nuevo para el GTI, pero no podíamos evitar observar con recelo a aquel animal de 678 caballos que nunca más tendríamos la oportunidad de verlo, y mucho menos, de conducirlo. Su majestuosidad, agresividad, y sobre todo, aquel toque misterioso que lo envolvía desde que lo vi esa misma mañana, hacían de él la esencia del automovilismo, eso que sólo entendemos los que tenemos gasolina por sangre. Si tenía el vello de por sí erizado tras ver aquello, no fue menos cuando volví a ver el Golf, con la urna de Giorgio sobre mi asiento. "Bueno, el momento ha llegado, ¿Estás preparado?" le dije a Paco. Asintió con la cabeza y tras un "Pues vamos a ello", ambos nos montamos en el coche y nos dirigimos a la salida del circuito.

    Paco buscaba nervioso en la guantera el abono. "¿Dónde coño lo habré metido?" Decía mientras buscaba con dificultad desde el asiento del conductor. Lo ayude, ya que tenía la guantera más a mano. Busqué y busqué pero no aparecía por ningún sitio. Miré el reloj, y eran ya 19:12. Eché un vistazo general, y tras buscar un poco en mi puerta y en la zona del centro, delante de la palanca de cambios, lo encontré de refilón bajo los pies de Paco. La cogió él con la manos temblorosas, tras indicarle donde se encontraba. Arrancó y nos dirigimos hacia las barreras. Tras comprobar por última vez que éstas estaban en funcionamiento y que, efectivamente, el Ring seguía abierto, pasó el ticket por el lector y, ante nosotros, se abrió aquel infinito infierno de curvas, rectas interminables y un seductor color verde que te puede llevar al otro barrio si lo subestimas. Ese cóctel mortal es el que nos llevó a cruzar aquella barrera una y otra vez a lo largo de todo el fin de semana, el que me llevó a no descansar por las noche los últimos 30 años.

    Salió en primera, muy despacio, pasamos el camino de conos y siguió engranando marchas, pero con relativa tranquilidad, sin prisas. El circuito daba miedo: éramos nosotros (Paco, Giorgio y yo)y el coche, contra él. ¿Quién ganaría? Nadie lo sabía, pero estábamos dispuestos a averiguarlo. Trazábamos curva tras curva, recorríamos metro tras metro, pero aquella lúgubre luz del atardecer seguía siendo nuestra única compañía. La radio del GTI, por fin, se decidió a sintonizar una emisora audible, Lamb se convirtió en la banda sonora de lo que restó de vuelta.


    [ame="http://www.youtube.com/watch?v=JILPiwXQ-2Q&feature=colike"]Lamb - My Angel Gabriel - YouTube[/ame]


    Bajé la ventana al pasar por meta, abrí la urna y dije: "Adiós amigo". Introduje la mano en la ceniza, que aún estaba algo caliente, pero se podía tocar. Cogí un gran puñado de ceniza y saqué mi mano derecha por la ventana. Paco dejó de prestarle atención al circuito, solo tenía ojos para lo que yo estaba haciendo. Abrí un poco la mano, y dejé escapar la ceniza poco a poco. Por el retrovisor, podía ver una blanca nube que brotaba de mi mano y se iba alargando.

    El aire incidía directamente en mis ojos, pero no me importaba. Actuaba en equipo con la ceniza, que me los resecaba y me impedía ver con claridad. Mi particular conductor también se atrevió a coger un puñado, y mientras que con la mano derecha dirigía el coche, con la izquierda iba trazando una fina línea gris sobre el Ring. Se podría decir que, a partir de ese momento, Giorgio tuvo el circuito a su entera disposición, en cierto sentido, me daba envidia ver el lugar donde pasaría el resto de sus días; se lo había ganado.


    El Infierno Verde seguía a nuestra entera disposición, ni un sólo coche, ni una sola moto, ni un sólo espectador... parecía que el mundo se había puesto de acuerdo para prestarle esa tarde el circuito al italiano. Pero cuando ya había perdido toda esperanza de encontrarme a algo o alguien sobre aquel trazado, tras pasar la recta de Schwedenkreuz y la curva de Ademberg (ya pasado el kilómetro 7), el milagro ocurrió: llegamos a las curvas enlazadas a más de 160 kilómetros por hora; Paco redujo y bajó unos 100 kilómetros por hora. Encaramos la primera curva a izquierdas, al igual que hicimos la mañana del Sábado, sólo que entonces iba en un 911 GT3 RS con Giorgio al volante y con el coche de medio lado. Ahora íbamos en un sencillo Golf con sus restos en una urna.

    Pero había algo en común entre los dos días: Adenaur-forst estaba repleto de gente, allí no cabía ni un alfiler. Y lo mejor de todo, los allí presentes parecían relajados, tranquilos... hasta que nos vieron aparecer. Todos se levantaron, y rompieron el silencio con un estruendoso aplauso que hacía sombra al motor del 16v del Volkswagen. No sabía muy bien si el aplauso se dirigía hacia nosotros o simplemente, se habían confundido de persona. Pero yo cogí un gran puñado de ceniza, saqué la mano por la ventana, tratando de acercarla todo lo posible al cielo, y la abrí, dejando un gran pedazo de Giorgio junto al calor de la gente.

    Con una gran sonrisa, ensombrecida por lo triste de la situación, Paco aceleró hacia la siguiente curva, aunque ambos nos quedamos embobados mirando por el espejo retrovisor a la multitud. Tras perderla de vista, el circuito volvió a convertirse en un remanso crepuscular. Pero la calma cada vez duraba menos; apenas pasaron dos kilómetros hasta que una nueva masa de gente, esta vez en Wehrseifen, nos esperaba de nuevo, como si de unas estrellas de la televisión se tratara. Había carteles en las vallas, con multitud de frases que hacían alusión al viejo, como "Go fast, Giorgio" o "The Ring has lost his King, R.I.P". Definitivamente, todo aquel "tinglado" se había montado por él, mi cuerpo sólo quería preguntarles y satisfacer su curiosidad. Pero mis ojos seguían atentos del reloj, quedaban tres minutos, sólo tres minutos, y aún nos quedaban unos cuantos kilómetros. Así que dejé los enigmas para más tarde, y animé a Paco a que aumentara su ritmo. Las ruedas comenzaban a chirriar en las curvas, y el motor era exprimido como una naranja hasta las 7000 revoluciones; Paco sacó su lado más racing, y yo opté por dejar de echar ceniza por la ventana. Le puse la tapa a la urna y reservé lo que quedaba dentro para "La curva".

    No nos encontramos a nadie más en los siguientes 4 o 5 kilómetros. He de reconocer que yo iba enganchado al tirador de la puerta, estaba incluso asustado. Pero seguía mirando de reojo al reloj, que movía sus manecillas más rápido de lo que lo había hecho nunca. En realidad, el resto del mundo seguiría girando si llegáramos un minuto tarde a la curva, pero nos lo tomamos como algo personal, y sería una ofensa no llegar a tiempo.

    Y al final, llegamos hasta pronto: a las 7:21 habíamos llegado a la curva que precedía al Karrusell. Pero Paco seguía rodando a fondo, y tuve que gritarle que bajara el ritmo, al encontrarnos un Sirocco R en plena curva. Ya más tranquilos, enfrentamos la recta que nos conducía al mágico peralte que había acabado con Giorgio. Y no podía creer lo que mis ojos veían. Aquel Volkswagen era sólo un pequeño avance de lo que nos encontramos allí: coches aparcado en doble fila a ambos lados del circuito, sobre el césped. Desde un Audi R8 o un 911 Turbo, hasta verdaderas leyendas vivas como un RUF Yellow Bird (creo que era el mismo que surcó todo Nurburgring de lado años atrás) o un Ferrari F40. Sus conductores formaron un hilo humano que apenas me dejaba ver las maravillas que se escondían detrás de ellos. Sólo un insensible no se emocionaría con algo así, sólo Dios tenía ese poder para congregar a gente, incluso después de muerto. Me sabía mal tirar la ceniza con la gente a escasos metros, así que pedí a Paco que parara y miré el reloj: habíamos llegado a tiempo, hacía un día exacto que Giorgio voló para no volver.

    Alcé la vista, lo buscaba entre las nubes; los allí presentes me imitaron, y miraban al cielo sin saber muy bien a qué o quién. Lloré de alegría, por primera vez en 32 años, me sentía importante y protagonista de algo más que mi propia vida (a veces ni de eso estaba muy seguro). Saqué al viejo del coche, lo agarré entre las manos, y ambos nos dirigimos a la parte de fuera de la curva, donde las flores y las velas se amontonaban a la orilla de la valla. Todo el mundo me observaba, como esperando un milagro o que sacara oro de aquella urna. Había desde chavales muy jóvenes (algunos verdaderamente emocionados), hasta cincuentones alopécicos a los que poco o nada les importaba disimular su barriga.

    Salté por encima de la valla metálica, aún abollada por el accidente. Tras ésta, aún quedaban restos de la tragedia. Me había hecho a la idea de que había muerto, pero no había tenido el tiempo suficiente para digerir la muerte de mi compañero de viaje, mi amada maquina, metálica, fría y distante, pero con un corazón que podía cambiar el sentido de giro de La Tierra por él mismo. Trozos de carbono, de aluminio, de cuero e incluso una pinza de freno con el anagrama de "GT3 RS" yacían en un profundo agujero, escarbado en el suelo por mi 911 cuando chocó contra éste a... ¿200? ¿230? Prefería no saberlo. No quería estar mucho tiempo allí, ni mi alma ni mi conciencia me lo permitían, así que abrí la urna, y deje volar lo poco que quedaba de Giorgio en el mundo de los vivos.

    Introduje la mano en la ceniza, mientras que una duda transcendental atormentaba a mi mente... ¿Por qué éramos tan frágiles? Era increíble saber que lo único que había quedado del viejo, aparte de su recuerdo, era eso: ceniza. Seguía vivo en nuestro interior, allá donde la razón, las leyes de la física y la biología no son bien recibidas. En ese lugar en el que sólo hay sitio para nuestra pasión y nuestro deseos más sinceros. Allá donde somos inmortales, donde no morimos sino que nos transformamos, allá donde el gesto más ordinario se hace extraordinario y la obra más majestuosa pasa desapercibida. Pero... ¿Quién era más frágil? No lo sabía muy bien, Giorgio llegó allí para morir, y lo consiguió. Sin embargo yo, de momento, no había conseguido nada; había llegado con lo único que tenía: un objeto que va más allá de un simple coche (20 años de esfuerzos, superación y hacer lo que la gente me decía que no era capaz lo avalaban) y la compañía de un grande a mi lado. Ahora volvía completamente sólo.

    La emoción pudo conmigo, y me derrumbé. Aquel polvo gris comenzó a empaparse de mis propios fluidos, las lágrimas brotaban nuevamente de mis ojos. Aquella masa muda, quieta y distante, rompió el silencio en un clamoroso aplauso que hizo levantar el vuelo a los pájaros que había en los árboles. Una nueva mano se introdujo en la urna, era Paco que trató de ayudarme; a él también se le veía afectado. Cogió un buen puñado, y comenzó a esparcirlo por toda la zona. Le di la espalda, y caminé hacía el lugar exacto donde el día anterior descansaba el chasis doblado del coche, con Giorgio en su interior. Los aplausos continuaban de fondo, y alguno se animó a saltar la valla metálica para dejar las flores aún más cerca del "epicentro". De nuevo una mano me interrumpió, mientras sacaba más ceniza de dentro (ya casi no quedaba): "Joder Paco, espera un segundo para meter la mano". Le miré a los ojos... no podía creérmelo, hasta él había venido. Ese tal Valentino también quería despedir a su amigo. Lo dejé que cogiera un poco de ceniza, y juntos, cubrimos toda la zona con un fino velo agrisado, que poco tardó el viento en levantar y permitir que alzara el vuelo.

    Paco vino, le dio la mano al italiano, y entre los tres, agarramos la urna y le dimos la vuelta, dejando caer lo poco que quedaba en su interior. Ambos observaron unos segundos como se extendía por el suelo y, tras ello, se dieron la vuelta y comenzaron a hablar, cada uno en su idioma, mientras se dirigían de nuevo al trazado. Yo aguanté allí más tiempo, escarbé un poco con el pie, y deje la urna semienterrada. Me lleve la mano izquierda (la que no había usado para esparcir las cenias) a la boca, le di una especie de beso, y la apoyé sobre la tierra que la cubría. Me levanté, di la vuelta, y anduve en la misma dirección que aquellos dos. Giré la vista por última vez, dije: "Ahora sí, adiós amigo" y salté la valla, con la esperanza de volver a visitar ese lugar algún día.

    El aplauso se hizo aún más intenso, Valentino se montó en un Gallardo de color naranja, con una plaquita que rezaba LP550-2 y nosotros nos dirigimos al Golf. Antes de montarme, les hice un gesto de reverencia a los allí presentes, agradeciéndoles el enorme gesto que habían tenido con Giorgio, que seguro que estaba viéndonos igual de emocionado que nosotros.

    Era el momento de marcharse, arranqué (ahora me apetecía conducir a mí) y pusimos rumbo a casa. Detrás de nosotros, en primer plano, iba el italiano con su flamante Lamborghini (parecía que tenía uno para cada día), y detrás de éste, el resto de coches. Aquello sí que era un cortejo fúnebre, y no la típica funeraria con la viuda y el resto de familiares detrás de ésta llorando. Se marchó como vivió: con olor a gasolina y bujías por doquier. Unas curvas más tarde, nos encontramos con un chico grabando el paso de los coches. No veía el momento de llegar a casa y buscar el vídeo en Internet, sería épico. Miraba por el espejo retrovisor y veía a todos aquellos deportivos, con los faros encendidos y rodando a escasos centímetros del suelo. ¿A quién no podría gustarle aquello? Era extraordinario.

    Pero la vuelta acabó, y con ella, nuestra estancia en Nurburgring. Con la de cosas malas que me habían pasado allí, no veía el momento de volver. De hecho, no me había ido y ya echaba de menos aquel ambiente, aquel olor, aquella puesta de Sol.

    Un comisario de pista nos mandó fuera del circuito una vez terminamos. Eran las 8 de la tarde, el circuito se había cerrado. Ahora era yo el que trataba de saborear cada instante allí, quería memorizar cada imagen a la perfección para poder cerrar los ojos y viajar de nuevo allí cada vez que me sintiera mal. Ascendimos la pequeña rampa que había junto a la sede de BMW Motorsport, y miré hacia la izquierda, buscando el Pagani que, misteriosamente, había desaparecido. Mis ojos seguían recorriendo aquel lugar de lado a lado, no querían perder esas vistas nunca más. Me suplicaban un minuto más, y luego otro, y otro. Pero el tiempo se acababa, y era el momento de volver a Jaén. Cuando estaba ya pensando en cómo salir de allí y cuál sería la ruta más rápida, una visión fantasmagórica, como un espejismo, me hizo frenar en seco.

    Paco me gritaba: "¿Qué haces? ¡Vuelve aquí!". Pero yo ya estaba hechizado por aquella silueta, por aquellas curvas que un día fueron mías, que un día, formaron parte de mi vida. Un GT3 RS, idéntico al mío, con las mismas llantas, los mismos colores y el mismo interior, estaba aparcado en la puerta de un bar. Le pasé mi mano de delante a atrás, como lo hice cuando me lo encontré intacto en el hospital. Dibujé su forma con los brazos, mientras que un señor de unos 60 años me miraba desde el otro lado del cristal estupefacto, mientras se tomaba un café. Supuse que era el dueño, pero no me importó, al fin y al cabo, no lo estaba dañando, sólo admirándolo.

    Paco salió del GTI, me agarró y me llevo de vuelta. Estaba taponando la salida de los demás coches, y aunque parecían ser bastante pacientes, no tardaría demasiado en crearse el caos. Agarré el volante mientras que por el rabillo del ojo observaba "mi" 911. Le eché un último vistazo, y miré al frente. Nurburgring se había acabado, y con él, la diversión, la economía feliz y la sonrisa permanente. Era el momento de volver a una realidad aplastante, esa en la que no era nadie y no tenía nada; era el momento de volver a casa.

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    http://911memoriasdeunfuturoincierto.wordpress.com/
     
    Última modificación: 24/11/12
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  5. Carlosupercars

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    Capítulo 33

    Dejamos atrás las enormes autobahn, dejamos atrás Luxemburgo, dejamos atrás Lyon y la Costa Azul. Cuando quisimos darnos cuenta, Nurburgring no era más que un mero recuerdo del que poco o nada quedaba ya, aunque hubiéramos dejado mucho allí. Volvía a ser un espejismo, un coloso inalcanzable a años luz de nuestras monótonas y aburridas vida. Nos turnábamos conduciendo, para no tener que pagar una habitación. Fui con un Porsche y la cartera llena, volvía sin nada.

    Pasando Narbonne, la aguja del combustible marcó la reserva. Aguantamos a pasar la frontera, pues en Francia la gasolina era bastante más cara, y paramos en una Shell de la provincia de Girona. Mientras que Paco llenaba el tanque, fui a mear a un baño que había detrás del establecimiento. Me encontré con un hombre sin camiseta, viejo, barrigudo y bastante deteriorado. Estaba enfrente del espejo del lavabo, con toda la cara llena de espuma de afeitar y con unas legañas que llegaban hasta el suelo. Supuse que era algún camionero que comenzaba su jornada de trabajo, al fin y al cabo, eran ya casi las 8 de la mañana. Me dirigí al retrete, solté como pude los dos litros de agua y el casi medio de Redbull que llevaba dentro y me fui a pagar la cuenta:

    - Lo del Golf negro, por favor - dije mientras le extendía la Visa y me preparaba para meter el código.
    - Muy bien - me dijo la chica que me atendió, que masticaba chicle a un ritmo trepidante, y miraba con gesto de asco a la cola que se le había formado. Estaba claro que la atención al cliente no era lo suyo...
    - Pongo el PIN, ¿No? - dije mientras tecleaba el poco seguro 1-2-3-4 que usaba para todas mis tarjetas, contraseñas y demás claves.

    Un pitido y una luz roja dieron la señal de que algo iba mal, muy mal.

    - Perdone, pero esta tarjeta está sin fondos... ¿No tiene otra? -seguía masticando indiferentemente ante mi cara de sofoco y lo embarazoso que resultó tener detrás a otras 10 personas.
    - No, no puede ser... pero si aún me tendrían que quedar por lo menos... - miré el calendario de mi reloj, eran las 8 de la mañana de un Lunes 28, día en el que me cobraban gas, agua, luz, internet y demás gastos - ¡Mierda! Espere un segundo, por favor.
    Salí a la calle, con todos las miradas clavadas en mí y con un nerviosismo que apenas me permitía articular palabra. Abrí el maletero y, busqué en un bolsillo de mi maleta la cartilla del banco, donde había guardado un par de billetes para los sitios donde no aceptaran tarjeta. Cogí un billete de los verdes y volví al interior, donde un hombre mayor recriminó mi tardanza y a punto estuvo de darme con el bastón por un par de minutos de espera. Le habían entrado casi 70 Euros al coche. Salí de allí con una sensación muy extraña en la boca del estómago, ya no recordaba lo que era tener serias complicaciones económicas; los buenos tiempos habían acabado, ya me veía durmiendo en la calle.

    El resto del viaje lo hice sin correr nada, rara vez pasaba de las 3000 revoluciones. Metí quinta, pasé al modo "eficiente" y aguantaba detrás de los camiones y autobuses todo lo que mi paciencia me permitía. El mero hecho de que me cortaran el aire era para mí como un fondo de pensiones.

    Estuve todo el trayecto dándole vueltas a la cabeza, haciendo números, pensando cómo podría administrar aquellos escasos 50 euros para que me duraran lo más posible. A base de macarrones con tomate, bueno, tomate no que era una "delicatessen", me podría alimentar durante casi dos meses, como hacía en mi época de estudiante. En Valencia cogió el coche Paco, y yo me dediqué a darle vueltas a aquel trozo de carbono que un día perteneció al alerón de mi GT3. Sólo el centro tenía ese brillo de la laca que le ponían para protegerlo. Las esquinas y todos los bordes estaban fracturados, se distinguían las diferentes capas del carbono, superpuestas, e incluso las fibras entrecruzadas de éste. Si lo cogía con demasiada fuerza, escuchaba un crujido que me invitaba a parar de hacerlo. Me prometí a mi mismo que, aunque durmiera debajo de un puente, conservaría ese cachito de "mi historia" conmigo; para recordar lo que un día fui, y contar a mis compañeros de lumbre mientras compartimos un cartón de vino, que una vez tuve un Porsche.

    Llegamos a Jaén ya anocheciendo, y con un dolor de riñones que no se lo deseo ni a mi peor enemigo. Me quedé dormido, pero Paco me despertó a tiempo para ver el Castillo de Santa Catalina desde la distancia, con sus características luces naranjas ya encendidas y el Sol escondiéndose por el Oeste, tras La Mella desde nuestro punto de vista. Un cartel que rezaba "Jaén 8.5 km" puso fin a aquel sueño, a aquella visión ideal de un mundo caótico, rancio y caduco al que poco o nada le quedaba de aquella pasión que lo hizo crecer, que lo hizo desarrollarse. Paco apagó la radio, y comenzó a hablarme:


    - Bueno, nos pasamos por mi casa primero y me dejas allí, ¿Vale?
    - No hombre, nos pasamos por la mía, que tienes que recoger a Lucía y los niños... ¿O es que ya no te acuerdas? Además, ¿Qué pretendes? ¿Qué vaya andando de tu casa a la mía? - Paco puso cara de extrañado.
    - ¿Cómo? No señor, ahora el Golf es tuyo, ¿no querrás que me lo quede yo? ¡Te recuerdo que estás sin coche!
    - ¿Y? ¿Tú tienes para mantenerlo? Porque yo no...
    - Pues anda que yo... -dijo con cierta resignación.
    - Escucha... ¿Tiraste el cartel de "se vende"? Creo que nos va a hacer falta.
    - ¡Qué va! No lo tiré, lo guardé por si las moscas.
    - Pues... me parece que nos vamos a tener que despedir de nuestro compañero, ya vendrán tiempos mejores. Y si no, pues siempre nos quedará el recuerdo ¡Qué menos!
    - Jejeje, sí, ya ves. ¿Cómo nos vamos a olvidar de esas tardes de parranda con nuestras máquinas? -lo decíamos con cierto tono bromista, pero entre líneas, se podía leer una tristeza, que a ambos nos carcomía por dentro. Pero la reprimíamos con buen humor para autoengañarnos y, sobre todo, creyendo engañar al otro.
    -Y la pasta te la quedas tú, que yo no la necesito, con mis macarrones blancos seré feliz. Pero eso sí... a las barbacoas de mi casa traes tú la comida, ¿Eh?.


    La conversación fue interrumpida por un zumbido hipnótico proveniente de lo más profundo de la tierra, el coche comenzó a temblar y de repente... ¡Zas! Nos pasa el Pagani Zonda Cinque a toda velocidad por el carril izquierdo (no le vi la matrícula, pero supuse que era el mismo, pues ver dos Cinque distintos en 24 horas era razón más que de sobra para gastarme los 50 euros que me quedaban en boletos de lotería):


    - ¿Qué cojones? - dijo Paco - ¿Lo sigo?
    - Sí hombre, síguelo, dale al botón del turbo, que está detrás del volante.
    - Espera... que no lo encuentro - decía mientras que palpaba todo el volante en busca de un botón inexistente. No sabía muy bien si era por el cansancio o por las horas al volante, pero estaba un poco "espesito".
    - ¿Qué haces? - solté mientras lo miraba con cara de no creer lo que estaba viendo.
    - ¡Coño! Pues buscándolo. Dime dónde está que se nos escapa... - seguía en sus trece.
    - Pero qué inocente eres... ¿De verdad te crees que un puto GTI con 20 años tiene un botón "Turbo"? Se nota que te gusta "A Todo Gas"... madre mía.
    - Entonces, ni lo intento ¿No?
    - ¿Cómo lo vas a intentar? - decía mientras que no pude evitar troncharme de la risa - ¡Pero si ya ni se le ve! El cabrón debe de ir a unos 300, como lo cace un radar se le va a caer el pelo. ¿A dónde coño irá?
    - Ni idea, pero madre mía como están estos italianos de la cabeza.

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    Busqué en la radio alguna emisora decente, y traté de olvidarme del coche. Al fin y al cabo, tendría que ir haciendome a la idea de que la época de la gasolina y los coche rápidos se había acabado. Era el momento de volver a los orígenes, a cuando no tenía nada y me imaginaba que llevaba un Ferrari 355 cuando en realidad iba sobre una bicicleta destartalada. Entramos en Jaén, atravesamos todo el centro (aquello seguía como siempre) y dejamos a la derecha el castillo y lo que se escondía detrás: El Neveral. Un escalofrío recorrió mi cansado cuerpo, y no pude evitar acordarme de ella. El incendio, las guardias interminables, la directora... todo se quedaba en nada al lado de lo sobrenatural de sus ojos verdes, de su melena falsa y de su sonrisa eterna. No me quedaba nada, pero seguía siendo un soñador entre cuerdos, y ella seguía siendo una esperanza entre la aplastante realidad. Tuve la tentación de pedirle a Paco que parara al pasar junto a la catedral, sabía que entre aquellas calles adoquinadas, se escondía su antigua casa, en la que seguro, podría encontrar alguna pista sobre su paradero. Pero me miré al espejo y, aunque de por sí no fuera precisamente una eminencia, mi excepcional estado me hacía aún más desagradable a la vista. Por si las moscas, preferí esperar a descansar un poco para acercarme por allí a recabar información, mejor dejarle un margen de horas, a que me viera con esa cara.

    Pronto salimos del estrecho y bullicioso centro y, tras un manto de edificios de hormigón (último resquicio de la burbuja inmobiliaria que tan intensamente afectó a mi ciudad), una cortina verde se abrió ante nosotros, y nos dirigía directamente al Pantano del Quiebrajano. Fue por eso mismo por lo que elegí esa ubicación para mi humilde morada, aquellas curvas, y aquel clorofílico color me recordaban en cierto modo a Nurburgring, era mi particular Infierno Verde, y mi circuito de pruebas durante años. Saboreé ese trayecto de forma diferente, sabiendo que podrían pasar años, e incluso décadas, para volver a pasar por allí en un coche mío.

    Pero en ese momento, vi casi peor la situación de Paco, era más mayor, y sus posibilidades de encontrar nuevo trabajo se limitaban a rebuscar chatarra o a introducirse en los negocios turbios que se movían por su barrio. Casi prefería lo segundo, pues eran cuatro bocas que alimentar y ningún dinero el que entraba en su casa.

    Tras unos contenedores de basura y el Citröen C5 de mi vecino, me reencontré con mi pequeño rincón en el mundo que, de momento, podía decir que era mío. Un buzón rebosante de cartas y las risas de María y Manuel al otro lado de la valla me recibieron. Llamé al timbre, y tras esperar unos segundos, Lucía nos abrió. Se fue directa para Paco, le dio un beso y lo continuó con un largo abrazo. Sus hijos salieron al instante e hicieron lo mismo, María lo agarró y éste la cogió en brazos. Manuel, por su parte, fue un poco menos expresivo, y tras ver que su padre no le hacía mucho caso (tenía un claro overbooking), vino hacia mí y, tras darle un par de besos, comenzó con las preguntas incómodas:

    - Ey, ¿Dónde está el Porsche? - me recordaba a mí con su edad, me costaba un poco memorizar los nombres de las personas, pero las asociaba al instante con sus coches.
    - Buff... está en el taller, es que tuvimos un golpecito.
    - ¿Pero se ha roto mucho? Yo quería una vuelta - dijo con un semblante serio y, algo sensible. Le dio más pena por el 911 que por la vuelta en sí.
    - No, ya verás, en dos semanas estará arreglado - rompí a llorar como un crío, y para que ellos no me vieran, me metí en la casa, y me quedé sentado en el césped, al otro lado de la pared de ladrillos, pudiendo aún escucharlos.

    Dejé de escuchar el monótono sonido de Lucía besando a Paco y, cómo ésta, comenzaba a hablar:

    - ¿Do, dónde está Jorge? - era incapaz de pronunciar Giorgio la pobre - ¿Viene en el otro coche verdad? ¡¿Verdad?!
    - No cariño, sólo hemos venido Carlos y yo... No quiero hablarlo delante de ellos.
    - ¡Oye! Venga para dentro ahora mismo, que tenemos que hablar de cosas de mayores.

    Los dos entraron mientras se daban empujones y se revolcaban por el césped. De hecho, ni siquiera se percataron de que yo estaba allí tirando, deshaciéndome en lágrimas, mientras observaba mi garaje vacío, y aquel elevador con ganas de sostener algo más que polvo. Mirándolo bien, seguro que podría sacarle algo, lo justo para pagar unas cuantas facturas. Pero ese no era el tema, Paco y Lucía continuaban hablando:
    - No pudimos hacer nada, ¡Iba como un loco! Nadie pudo pararlo...
    - Pe... pero ¿Y Carlos? ¿Y su casa? ¿Y su coche? ¿Sabes la cantidad de cartas que le están llegando del banco? - ahí dejé de llorar y comencé a escuchar con mayor atención lo que estaban hablando.
    - ¿Qué me estás contando? No creo que esté tan mal... - trató de tranquilizarla.
    - Le van a embargar la casa, si eso no es estar mal, que baje Dios y lo vea. Y a nosotros también. Paco, os lo habréis pasado muy bien, pero ese dinero nos habría venido de perlas, ¿Sabes?

    Un silencio errático, irrompible, se apoderó de la tarde-noche. Mi corazón comenzó a resonar en mis oídos, mi temperatura corporal subió; mis miedos, comenzaban a hacerse realidad. Todo el camino estuve dándole vueltas a esa posibilidad, pero nunca creí que llegaría tan pronto esa situación. Confiaba en tener tiempo para esperar un milagro o, simplemente, que mi suerte diera un giro de 180 grados. Pero no, cada vez estaba más hundido en la mierda, estaba en un pozo muy profundo, en el que ya apenas entraba la luz.

    Me levanté y me acerqué al garaje. Mientras observaba las fotos de la evolución del Golf, de todas las modificaciones que le hice, y de mis días de tandas con el GT3, Paco y Lucía entraron al jardín, ambos sin decir ni una palabra, y con aparente prisa. Arranqué la foto en la que se me veía junto a un señor con traje y corbata, entregándome las llaves de mi deportivo el día que subí a por él a Madrid. Hice una bola con ella y la tiré a una papelera con retales de cuero y trapos empapados en aceite de motor usado. Me sentía culpable de no haberle dado un trato digno: apenas lo disfruté un mes antes de que se quedara encerrado en aquel oscuro almacén casi 6 meses. Y luego lo maltraté durante una semana, terminando éste sus días chocando contra unos troncos centenarios a 200 kilómetros por hora. Acabé arrancando todas las fotos en las que salía él, ya fuera hechas por mí, o de recortes de revistas y periódicos que coleccioné cuando aún suspiraba por poseer uno. Me senté en una silla, con la mirada puesta en los corchos de la pared, en las herramientas, en las manchas del suelo, en aquel ambiente embaucador que de la noche a la mañana querían arrebatarme, y no sabía muy bien el por qué, pues en teoría, estaba libre de deudas.

    Salieron unos minutos más tarde; Paco arrastraba una enorme maleta, mientras que Lucía llevaba de la mano a sus hijos. Ya desde la puerta, Paco me gritó: "Mañana te traigo el coche, gracias. Hasta luego Carlos". No sabía muy bien qué le había dicho Lucía, pero parecía como si tratara de evitarme, como si no quisiera tener demasiado trato conmigo, a sabiendas de que yo lo había hecho disfrutar como nadie esa última semana, y sin pedirle absolutamente nada a cambio.

    Escuché como arrancaba, y se marchaba calle arriba con su particular sonido. Yo me quedé un rato más allí sentado, observando las agujas de mi reloj de la Ruta 66, intentando detener el tiempo, sin demasiado éxito. Tras una hora más con la mente en blanco, un gato de color negro irrumpió en el jardín, y me despertó de aquel estado de trance. Pensé: "Mierda, Paco se ha llevado mis cosas en el coche", me levanté con la excusa de buscar unas zapatillas cómodas, y entré en casa. Las paredes se me venían encima, su rompedor mutismo, su oscuro pasillo, servían de metáfora a mi situación en aquellos momentos.

    Busqué en la despensa algo para comer. Encontré una bolsa de patatas fritas que llevaban mes y medio caducadas, y cogí una Heineken caliente del mueble de la cocina. Encendí el televisor, y estuve toda la noche haciendo zapping entre la aburrida programación de un Lunes por la noche. A partir de las 12, entre películas de serie B, porno cutre y teletienda, me decanté por poner a la gran bruja Lola, y ver durante horas como absorbía las pensiones de cuatro abuelas trasnochadoras. Una bolsa de patatas, una cerveza caliente, y el mando de la tele. Esa sería mi rutina a partir de aquel momento, mi nueva vida, era un triunfador. Me quedé dormido casi a las cuatro de la mañana, y me sentí tentado a llamar a aquella señora para ver si sabía dónde había dejado las llaves de Giorgio, que desde luego, en los bolsillos de mi pantalón no estaban.

    La melodía polifónica de mi Nokia me despertó a eso de las 5 de la tarde del día siguiente. "Llamada entrante: Paco Jardinero":

    - Carlos, tienes que subir a ver esto, ¡Por Dios!.

    Saqué los 40 Euros que me quedaban en la cartera, llamé a un taxi, y recé para que me diera para pagar la carrera. No sabía muy bien qué quería, pero lo descubriría bien pronto...


    Capítulo 34



    El día se convirtió en noche, la nitidez en niebla, y el calor primaveral en un frío seco y pobre en oxígeno. Ya no recordaba lo traicionero que era aquel puerto. La subida a La Pandera (el pico más alto de la provincia de Jaén) siempre te tenía preparada alguna sorpresa. En mi etapa de ciclista, era muy típico subir con un Sol y calor asfixiante, y bajar con los dedos congelados y la lluvia congelada taladrándome los huesos. Al Toyota Prius se le hacía demasiado empinada aquella pendiente del 18 por ciento, su motor de combustión apenas conseguía avanzar a mas de 30 por hora. Aunque el taxista, tampoco tenía prisa:

    - ¿Y a qué sube usted por aquí a estas horas, alma de Dios? - preguntaba mientras me miraba de reojo por el espejo retrovisor, sin prestar demasiada atención a lo poco o nada que la niebla nos dejaba ver en el frente.
    - Aún no lo sé... me está esperando un amigo. ¿Por cuánto me va a salir la carrera, jefe? - traté de desviar la conversación a mi terreno, no sabía muy bien a qué subía allí, pero tampoco quería que nadie ajeno a nosotros supiera más de la cuenta.
    - Poco hombre, poco - dijo mientras que el taxímetro iba ya por los 65 euros, y subiendo - tenga en cuenta que llevamos casi 40 kilómetros.

    Seguimos el resto del trayecto hablando de banalidades varias. La niebla era cada vez más intensa. En la zona donde los árboles se acababan y comenzaba el secarral de matojos y roca caliza (la nieve desde Octubre hasta Mayo tenía la culpa), un fantasmagórico viento del Norte movía las antiguas señales con fuerza. Hacía años que no pasaba por allí, y no pude evitar sentir cierta nostalgia por la época en la que ya viejas glorias del ciclismo ascendían por allí a 200 pulsaciones por minuto; esa época en la que yo, un adolescente con granos y pocos amigos, trataba de emularlos con un bote de Aquarius y un par de chocolatinas para la vuelta.

    Respiré profundamente para aguantar las lágrimas, era increíble como la edad, en vez de coraje y valor, me había dotado con una dosis de prudencia y acomodamiento que me estaban llevando a gastarme lo que me quedaba de dinero en un taxi. Mi "yo" quinceañero, mi "yo" auténtico, no habría dudado ni un segundo en recorrer esos 40 kilómetros de subidas interminables a lomos de su flaca. Miraba el reloj que me regaló mi padre en la muñeca izquierda, y mi anillo "de compromiso" en la mano derecha. Tendría que darle alguna de esas dos cosas para que me dejara bajar del coche... y no sabía muy bien cuál. Conocía la carretera a la perfección, poco o nada quedaba para llegar arriba del todo, donde Paco me estaba esperando. Apenas tres kilómetros que se convirtieron en una encrucijada entre el cariño de alguien "sangre de tu sangre", y un amor platónico, imposible, que me mantenía a este lado del mundo.

    Con un remordimiento que me atacaría por las noches el resto de mi vida, eché mi mano derecha sobre la muñeca, y me quité el reloj. Una sombra pequeña y rechoncha surgió entre la densa niebla, y se aproximó a nosotros mientras que el taxi se paraba, pues una alambrada le impedía seguir avanzando por aquella carretera dejada de la mano de Dios. Me dispuse a entregárselo, junto a los 40 euros que llevaba en la cartera. Paco abrió la puerta del copiloto, y le preguntó al taxista:

    - ¿Qué se debe, maestro?
    - Pues 70 con 32. Pero si os tengo que bajar ahora, os hago precio.
    - No, no se preocupe que bajar ya bajamos nosotros. Tome - dijo mientras le entregaba cuatro billetes de los azules -, quédese con el cambio.
    - ¿Pero qué haces Paco? Deja eso coño - dije un poco alterado, aunque volví a agarrar el reloj con fuera, parecía que al final no tendría que dárselo.
    - Carlos, hazme caso, no nos va a hacer falta - puse cara de sorpresa, no sabía muy bien qué quería decir, pero no estaba dispuesto a tardar mucho más en averiguarlo.

    El Prius dio la vuelta, y desapareció en la niebla silenciosamente, con su motor eléctrico otra vez funcionando. Por delante le esperaban unos cuantos kilómetros de energía cinética y potencial para recargar baterías. Y ante nosotros, se extendía aquella barrera de alambre que escondía tras de sí una base militar abandonada, en la que muchos decían haber visto cosas extrañas (yo entre ellos). Sabía que quedaba un buen trecho hasta la zona de los edificios y la antena, pero echamos a andar y, charlando, el trayecto se hizo bastante ameno:


    - Tío, ¿Para qué narices me has hecho venir hasta aquí? - dije tratando de resolver aquel enigma.
    - Carlos, estoy acojonado, esto se nos va a hacer muy grande - en sus ojos se veía cierto miedo, pero brillaban de una forma diferente, como si hubiera algo que le ilusionara.
    - ¿A qué te refieres? - ambos comenzamos a respirar con mayor dificultad, la carretera se hacía de nuevo más empinada, y teníamos que apoyar nuestras manos en las rodillas para seguir avanzando.
    - Ya lo verás por ti mismo.
    - ¡Joder, Paco! Basta ya de tanto misterio ¿Que a qué coño hemos venido? - después de estar a punto de entregar el reloj de mi padre para llegar hasta allí, no estaba para muchas tonterías.
    - La paciencia es la madre de todas las ciencias... ¿Acaso no notas que te falta algo? - comenzamos a esquivar los montones de nieve que se resistían a derretirse ya casi en Mayo.
    - Sí, me falta un coche, un sueldo, ahorros, comida en la despensa... ¿Por?
    - No, recuerda, ¿Seguro que no te falta algo más? - Paco era bastante cómico cuando trataba de hacerse el interesante.
    - ¡Ay! Yo que sé... ¿Qué? ¿Qué más me falta?
    - A ver... haz un poco de memoria. Sábado por la tarde, está anocheciendo en Nurburgring, y ambos estamos encima del capó del Golf observando el circuito vacío, asumiendo que nuestro viejo se ha ido...
    - ¡Mierda! Es verdad. Las putas llaves, ¿Dónde cojones las habré metido?


    Paco se echó la mano al bolsillo, y sacó aquella llave de éste, enganchadas a ese llavero tan peculiar:


    - Vigila a quién vas dejando tu herencia, que para algo que tienes, lo vas a perder también.
    - Pues llevas razón, la casa esa roñosa no la va a querer ni Dios, pero bueno. Por lo menos el llavero es de Plata, ¿Verdad?
    - Sí, es de plata - comenzó a observarlo a apenas unos centímetros de sus ojos, estaba claro que él no distinguía la Plata de un plato de cocido.
    - Lo empeñaré. Seguro que me dan algo por él.
    - Pero, ¿Qué dices? ¿Tú sabes lo que lleva inscrito aquí? - dijo señalando a las coordenadas que ya leí en su momento.
    - Sí, es muy original el tío. En vez de ponerme la dirección de su casa (o lo que queda de ella), me pone sus coordenadas, un genio vamos - notesé el tono irónico.
    - Carlos, deja de dar cosas por hecho. O esto sólo será una pequeña sorpresa para los palos que te vas a llevar en la vida... ¡Detente un segundo!


    Puso su brazo por delante de mi pecho, y ambos nos quedamos parados ante aquel enorme edificio, abandonado y solitario, en mitad de ninguna parte. Era oscuro, y el musgo comenzaba a crecer a través de sus paredes. Apenas alcanzaba a ver el último piso, la niebla era mucho más densa; el día se había convertido prácticamente en noche. Me miró a los ojos, y dijo: "Carlos, estamos a 37 Grados, 37 Minutos, 53 Segundo Norte, 3 Grados 46 Minutos y 29 Segundos Oeste". Le arranqué la llave de la mano, y leí las coordenadas del llavero. Un escalofrío me recorrió de arriba a abajo. El pánico escénico pedía que corriera a perderme entre la niebla. ¿Qué me había ocultado el italiano? ¿Por qué tenía las llaves de aquel tétrico lugar? Nunca me había dado buena espina ese edificio y, ahora, al menos en teoría, era mío:


    - ¿Y para qué coño quería esto Giorgio? Buff... menuda faena, a ver quién es el chulo que lo vende.
    - No hables antes de tiempo, si te he hecho subir hasta aquí, no ha sido para darte un disgusto precisamente. Y da gracias a que me dio por mirar las coordenadas, que sino, a saber lo que podría haber pasado con lo que hay aquí.
    - ¿Qué hay aquí? ¿Eh? Me estas asustando, Paco.


    Me mantuvo la mirada un par de segundos. Luego, se acercó al edificio y lo rodeó, mientras que yo lo seguía a unos pasos de distancia. El Golf estaba aparcado en un lateral, y a su izquierda, había una gran puerta metálica (la típica de los garajes). Estaba bastante nueva para lo deteriorado que estaba el resto de aquel coloso de piedra y hormigón, con todas las entradas tapiadas, a excepción ésta. Paco giró la cabeza por última vez, y observó a aquella mastodóntica antena que daba cobertura a toda la comarca. Introdujo la llave en la ranura, la giró, y subió el portón a modo de persiana. En ese momento, en ese instante, el mundo se paró. Mi corazón no sabía si dejar de latir, y mis manos volvían a pellizcarme nerviosamente, tratando de despertarme, con la diferencia de que aquella vez, era yo el que no quería salir de ese sueño.

    Cuando la puerta llegó arriba del todo, chocó violentamente contra el techo, y una cortina de polvo se dejo caer hasta el suelo. Cuando mis ojos se adaptaron a la oscuridad del interior y retiré con las manos las partículas que me entraron en éstos, la imagen que llegó a mis retinas me hizo dudar sobre la existencia. Un fino hilo musical acompañaba en el interior de esa nave, creo recordar que era Pavarotti. Aquella silueta, agresiva, desafiante, y a ras del suelo, me produjo taquicardias. Y cuál fue mi sorpresa cuando me percaté de que no estaba sola, sino que andaba acompañada de unos cuantos amigos más. Muchas cuestiones, muchas preguntas fueron resueltas en un momento. Pasé de sentirme confundido, a sentirme sabio; y cuando Paco me hizo entrega de las llaves, me sentí Dios.


    [ame="http://www.youtube.com/watch?v=TOfC9LfR3PI&feature=colike"]Nessun Dorma (Pavarotti, NY 1980) - YouTube[/ame]


    Con miedo, me atreví a cruzar la pared imaginaria que delimitaba el exterior con aquella colección, a la altura del más exigente fetichista del motor. La trasera del Zonda nos dio la bienvenida a una nave repleta de leyendas; algunas cubiertas por un manto de polvo, como era el caso de unos cuantos clásicos de Le Mans y el Grupo B que podía ver al fondo, y otras por terciopelo que disimulaba su verdadera identidad. Pero aún con esas fundas por encima, podía distinguir cualquiera de los modelos que se escondían debajo. Esas curvas, esas líneas, esos vértices, hacían que incluso borracho, con un ojo tuerto y unas gafas de culo de vaso puestas, pudiera distinguirlos.

    Eran dioses que habían descendido desde el Olimpo para que los humanos pudiéramos admirarlos. Eran dignos de cualquier museo, de cualquier mansión y de cualquier trazado mítico. Sin embargo, ahí estaban, a dos mil metros de altura, sin nadie en treinta kilómetros a la redonda, y con sólo una fina tela para protegerse de aquel frío, se les veía tan "humanos":

    - ¿Los destapo? - preguntó Paco.
    - No, espera. Por favor, espera - dije fatigado.


    Me temblaban las piernas, no podía hablar, y apenas andar. Avancé lentamente, con miedo a que aquel desafiante Pagani saltara hacia mí en cualquier momento. Él comenzó a hablar de nuevo:


    - Que cayado se lo tenía el muy cabrón. Parece que la suerte vuelve a estar de tu lado... ¿Eh?
    - ¿Alguien más sabe esto?
    - ¿Bromeas? No, nadie sabe absolutamente nada. He llegado hará cuestión de una hora, he visto el "tinglao", y te he llamado inmediatamente. No he querido tocar ninguna cosa hasta que tú llegaras.
    - Has hecho bien, y espero que no digas nada, al menos de momento. Este sitio no es seguro para ellos, al menos no lo será si alguien sabe lo que se encuentran aquí. Llevabas razón, esto se me va a hacer muy grande. ¿Cuántos hay? ¿60? ¿70? Madre mía... vamos a tener que deshacernos de alguno si queremos mantenerlos durante algún tiempo. -dejé de hablar, junto a lo que parecía un Porsche, vi un corcho en la pared con multitud de fotos y, bajo éste, una mesa de hierro, como las que tienen en los talleres.

    Me acerqué inmediatamente, quería saber de qué iba todo aquello. Aún no tenía ningún dato real sobre Giorgio, lo mismo era un traficante, o un ladrón de coches, y aquella era su guarida secreta... igual nos habíamos metido en un lío. Dejé de montarme películas, y comencé a observar las fotos, algo que me costó, sabiendo las bestias que tenía a mi espalda. Algunas fotos eran muy antiguas, estaban en blanco y negro, y apenas tenían la nitidez suficiente para distinguir la forma de algún coche. Otras, sin embargo, parecían ser mucho más recientes, tenían una calidad increíble y estaban incluso retocadas. Parecían estar ordenadas cronológicamente, así que no tardé en seguirlas de arriba a abajo; quizá alguien quería contarme una historia a través de esas imágenes.

    Me costó mucho distinguir algo en la primera foto, pero pude reconocer a un niño montado sobre un coche a pedales fabricado "artesanal". Ni que decir tiene que estaba en blanco y negro y que por las vestiduras del crío, eran muy antiguas. Continuaba con otra foto, también en blanco y negro, en la que se veía a dos muchachos (les eché unos 16 o 17 años) en la puerta de una especie de industria, con un par de palas sobre el hombro y toda la cara manchada de carbón. Sin embargo, los ojos del del de la derecha me resultaban familiares; sostenía un pitillo en la boca y tenía una sonrisa de oreja a oreja, algo que me extrañó para su aparentemente complicada situación. Las fotos iban pasando, y con ella, la calidad de las mismas y la edad de ese chaval. En la cuarta o quinta foto, aquel adolescente se había transformado ya en todo un hombre, y posaba algo más serio y con un traje reluciente junto a un yate en el puerto de Livorno. Y en la séptima foto, fue cuando me di cuenta de que ese hombre no era otro que el gran Giorgio. Me había engañado en muchas cosas, pero no pudo ocultarme aquella personalidad salvaje y eternamente joven que mostraba foto tras foto. Ahí estaba el tío, con unos 40 y tantos, bastante más pelo en la cabeza que cuando yo lo conocí, al lado de un Ford GT 40 en la recta de Nurburgring. Era la última foto en blanco y negro que había, pero no cabía lugar a dudas, ese era él.

    ¿Y el resto? Pues fotos y fotos junto a coches de ensueño, lugares de ensueño (Mónaco, Niza, París, Dubai, Singapur... había visto mundo el "viejo") y mujeres de ensueño; bueno, eso no. En la tercera foto aparecía con una chica rubia que llevaba un vestido blanco, momento en en que él aún no tenía nada. Sin embargo, las fotos iban pasando, pero ella seguía a su lado. Ambos más viejos, más arrugados y más deteriorados, pero juntos. Parecía ser que estuvieron unidos hasta que Giorgio llegó a Jaén. Al menos en eso no me había engañado el italiano...

    Terminé de ver las fotos, con una emoción que nunca antes había sentido, ni siquiera cuando llegué a Nurburgring. Aún no tenía claro quién había sido ese hombre, pero de lo que no tenía dudas, es de que yo había compartido esos últimos meses con un grande. El final de su etapa, lo había vivido a mi lado. En más de una ocasión, me ofendió que él no me contara la verdad, pero ahora, con el desarrollo de los acontecimientos delante de mis ojos, no pude sentirme más que un privilegiado por haber vivido todo aquello junto a ese hombre. Los millones de euros que había allí encerrados, no valían nada al lado del valor de aquella persona, y de la amistad que había forjado con él.

    Paco se puso a mi lado, y comenzó a llorar como una magdalena al ver aquellas fotos; al parecer, él tampoco las había visto. Lo vi especialmente afectado al descubrir que se había mantenido al lado de la misma mujer toda la vida. Yo también me derrumbé, al recordar a Cristina y su desconocido paradero. Sólo tenía una cosa clara, y era que a partir de ese momento, todo mi tiempo, esfuerzo y salud, lo invertiría en ella. Mis problemas financieros se habían acabado, pero no había dinero en el mundo que compensara su ausencia. Todos mis miedos, toda la incertidumbre acerca de mi futuro, bueno, de nuestro futuro, habían desaparecido. Mi espalda y mis riñones se quitaron un gran peso de encima. Sólo pude hacer una cosa: puse mi mano sobre la última foto en la que se veía a Giorgio (era de ese mismo Sábado, aún no sabía cómo demonios había llegado hasta allí), miré al techo, respiré profundo, y grité: "Gracias, amigo".

    Y fue al bajar la vista, y fijarla sobre aquella desgastada mesa, cuando me encontré con una última sorpresa: había un sobre blanco con una pequeña nota en su interior. No tenía remitente ni destinatario, lo único que tenía era un enorme "Para Carlos" escrito a Pluma en el reverso. Un enorme nudo se me formó en la garganta, volví a respirar profundo y, con un fuerte garraspeo, conseguí tragármelo. Cogí fuerzas para sacar aquella nota de su interior, la desdoblé y tomé el aliento una última vez, antes de comenzar a leerla:

    Nurburgring, 25 de Abril del 2014​

    "Querido Carlos,

    Si estás leyendo, es que ya estoy muerto. Al final de mi vida, puedo hacer un análisis bastante exhaustivo de la misma, y lo único que pensarás al final, es que ha sido demasiada corta.

    Te preguntarás quién soy, te preguntarás porque te elegí a ti, o porqué pasé mis últimos momentos alejados de mi mundo y de mi gente. Pero no estoy aquí para hablar de mí, sino para hablar de ti. Aún recuerdo la primera vez que te vi, asomado junto a Paco por aquella ventana, intentando averiguar quién sería tu nuevo paciente. Podría haber llamado a mi chófer en ese mismo momento, y desaparecer de allí rumbo a una clínica privada. Pero decidí quedarme allí un poco más, simplemente para ver qué tipo de personas erais. Todo lo que ha pasado después, lo recuerdas mejor que yo y mi deteriorada memoria. Pasé de ser un terminal, a decidir cuando quería morir. No tenías la obligación de sacarme de allí, no tenías la obligación de dejarme tu precioso GT3, no tenías la obligación ni de revisarme los análisis. Sin embargo, le diste alas a éste enfermo moribundo, e incluso sacrificaste tu vida para alargar sensiblemente la mía.

    Fue entonces cuando supe que eras la persona indicada. Pasaba día y noche observándote, allí postrado, con esas quemaduras y esas heridas que te tuvieron pendiendo de un hilo durante meses. Sabía que lo cosa iría para largo, y que a mí no me quedaba mucho. Pero mi conciencia no me hubiera permitido morir en paz de haberte dejado en ese sitio sólo. Y sin embargo, ahora miro por la ventana, y veo tu 911 aparcado a unos metros de nuestra Meca, de ese lugar al que he vuelto una y otra vez estos últimos 40 años.

    Podría haber sacado mi Visa Oro en cualquier momento, y habría llegado aquí por mis propios medios en un visto y no visto. Sin embargo, he presenciado un milagro: has compartido conmigo tu coche, tu salud y, ahora, lo poco que aún te queda. Ahora es el momento de saldar cuentas, y de que te pague a ti con la misma moneda. Cuando estabas en coma, sólo te movías unos segundo al día, y era justo cuando escuchabas el sonido de un motor en la tele; lo llevas en la sangre, no hay otra explicación para ello.

    Las llaves, y este lugar, no son más que algo simbólico. Te dejo todo cuanto tengo, podría haberlo repartido con otras personas a las que también les hace falta, pero sé que eso, lo harás tú por mí. Esperé 6 meses para compartir contigo esto que estamos viviendo, y que mañana viviremos aún con más plenitud. Lo que no sabes es que pasado mañana ya no estaré aquí, todo está planeado, y espero no causarte más problemas, que bastante has tenido ya.

    No puedo decirte mucho más, sólo agradecerte este tiempo que he hemos vivido juntos. Me voy de este mundo sabiendo que tengo un par de amigos más con los que compartir lo que sea que haya después de la vida. Y también me llevo de aquí el recuerdo de tu coche, y estas curvas. En ningún Enzo, Veyron o Pagani he sentido lo que sentí al conducir tu 911. No tenía entre manos un mero automóvil, lo que estaba manejando era un proyecto de vida, 30 años de ilusiones que, estoy seguro, conservarás para los restos. Cuida de mis niños como yo cuidé del tuyo, y recuerda que, la vida no se acaba ahí.

    No esperes a tener 70 años, y cuatro pelos en la cabeza, para darte cuenta que no todo es el dinero y los bienes materiales. De eso ya no tendrás que preocuparte más, date un respiro y preocúpate por lo que ambos sabemos. Lucha por ella como luchaste contra aquel 991 en el Passo de Stelvio, lucha como cuando llevábamos a Valentino a medio metro de nosotros. Y recuerda, que en esta vida, no se es más feliz cuanto más se tiene, sino cuanto más se comparte. Me lo ofreciste todo, y ahora llega el momento de que seas tú el que disfrute. Pero recuerda, no la dejes para luego, RECUPÉRALA.

    Volar a ras del suelo te mantendrá vivo,
    Giorgio.

    Pd. Mira en el cajón."




    Así que era verdad: todo aquello, ahora era mío. Me sentí muy aliviado al saber que lo de mi coche no lo hizo a propósito, y que lo valoraba tanto o más que yo. Le hice caso a lo último que ponía en la carta, y abrí el único cajón que tenía la pesada mesa. No pude evitar dar un grito de júbilo al ver cerca de un centenar de llaves allí metidas. "Coge la que quieras socio, esto hay que celebrarlo" le dije a Paco. "No, no, de eso nada, yo me bajo en mi Golfete y que le den a este montón de chatarra" me contestó para mi sorpresa. Era otro romántico, como yo. Preferíamos nuestros coches a todo aquel montón de caballos y tecnología. Saqué el trozo de carbono que tenía en el bolsillo, y no pude evitar acordarme de mi 911. Pero los tiempos de lágrimas, de pasarlo mal, y de vivir de la nostalgia, se habían acabado. Estaba viviendo un sueño, y sólo me quedaba un pequeño detalle para sentirme pleno, y eso lo solventaría en cuanto pudiera.

    Miré a mi alrededor, y allí seguían todos aquellos monstruos devoradores de asfalto esperando una oportunidad. Mas la mayoría, estaban muy lejos de la salida. Cerca de ésta sólo estaban el Zonda y un par se siluetas que conocía más que de sobra. Sonreí al ver que debajo de una de las fundas se encontraba un 911, no sabía muy bien de qué modelo se trataba, pero estaba cansado de emociones por ese día y sólo quería salir de allí para hablarlo con la almohada. "Paco, ¿Por qué no dejamos para mañana lo de destaparlos y todo eso? Es que estamos ya un poco cansados, y a estos hay que tratarlos con mimo, con cariño, como si de regalos de cumpleaños y Navidad se trataran" le dije buscando alguna excusa. "No puedo estar más de acuerdo contigo, ¡Arreando!" dijo él entre bostezos.

    Busqué en aquel cajón alguna llave con el emblema de la marca de Sttutgart. Me encontré con nada más y nada menos que cuatro llaves, pero una pertenecía a un modelo demasiado antiguo, otra a uno demasiado radical, y otra a uno demasiado "exclusivo". Por descarte me quedé con las llaves mas "terrenales" y comencé a destapar a aquella maravilla con mucha suavidad, como si estuviera desnudando a una mujer.

    Por sus faros, intuí que se trataba de un 997, y al destaparlo por completo, comprobé que se trataba de nada más y nada menos que un GTS. El Coupé me cortó la respiración, y sabía que aquello era sólo el principio. Evitaba mirar hacia el resto de coches, porque me ponía malo sólo de recordar sus cifras. Paco me esperaba tras la puerta. Me metí en aquel interior tan aristocrático, que poco o nada tenía que ver con mi ya desaparecido GT3. Introduje la llave y, al girarla, aquel ronroneo en bajas me recordó que llevaba un corazón muy similar al de éste. Una cámara trasera, y multitud de sensores de aparcamiento, me facilitaron el salir de allí "de culo", sin rallar el coche ni joderle algo al Pagani descansaba a su izquierda. Paco me indicaba desde fuera con la mano, cual gorrilla esperando su propina. En su vida no había hueco para sensores, cámaras ni lujos varios fuera del alcance del padre de familia medio. Pero eso iba a cambiar pronto, él sería el primero en notar los cambios, se lo merecía como el que más.

    [​IMG]

    Al salir afuera, me sorprendí al ver que ya se nos había hecho de noche, y que la densa niebla había dejado paso a la cúpula estrellada en su estado más puro e intenso, alejada de la contaminación lumínica y del mundanal ruido. Si de día aquello daba miedo, de noche aún más, pero a bordo de un gran turismo de esas características, se llevaba de otra forma. Paco bajó el portón, le dio dos o tres vueltas a la llave, y le asestó un par de golpes con la pierna, cerciorándose de que estaba cerrada a cal y canto. Se montó en su, ahora sí, Golf, y le dejé que pasara delante.

    Apenas recorrimos 200 metros (no había tenido aún la oportunidad de buscarle las cosquillas al 997 en las curvas), cuando el teléfono del coche comenzó a sonar. La pantalla central, me indicaba la llamada entrante de un número oculto. Con cierto recelo hacia quién estaba al otro lado de la línea, descolgué el teléfono con ayuda de uno de los muchos botones del volante:


    - Dígame.
    - ¿Carlos Ávalos?
    - Sí, soy yo. Dígame.
    - Soy Paolo Lombardo, ¿Me recuerda?



    Capítulo 35



    Frené en seco. Los frenos carbocerámicos y los enormes neumáticos hicieron su trabajo y detuvieron el coupé en unas décimas de segundo:

    - Claro que lo recuerdo... espero que ahora tenga algo que contarme. ¿Puedo saber ya quién era su cliente?


    El Golf de Paco seguía moviéndose, pero pude ver como se le encendían las luces de freno antes de desaparecer en la siguiente curva tras un montículo de tierra y piedras graníticas.


    - Podría estar horas hablándole de Giorgio, era un tipo "activo", no sé si me entiende. Sólo llamaba para cerciorarme de que todo marcha tal y como él quería. Si ha cogido este teléfono supongo que algo habrá notado ya. Permítame una pregunta, Carlos, le puedo tutear, ¿Verdad?
    - Por supuesto, faltaría más - dije poniendo mi cara más seria e intelectual, obviando el pequeño detalle de que me encontraba sólo dentro de aquel gt, nadie me estaba viendo.
    - Ya me dijo el señor Fallaci que seguramente cogerías este coche... pero, ¿Por qué lo has cogido? ¿Por qué lo has elegido de entre todos?
    - Si le soy sincero, no sé cuáles son los demás coches; algo intuyo, pero al cien por cien seguro no tengo nada. De todas formas, tengo pánico por lo que me puedo encontrar, sólo he visto el Zonda y, créeme que estoy asustado, mucho.
    - Bueno, ¿Y qué? Si estrellas uno, pues coges el siguiente... eres jodidamente rico, ¿Qué más te da? ¿Para qué coges el más barato?
    - Mira Paolo, hace dos días no tenía donde caerme muerto, y aún dudo que esto me esté ocurriendo. Quiero ir poco a poco, o esto se me irá de las manos. De cualquier forma, se nota que no es usted un apasionado de los coches...
    - Pues no, la verdad.
    - Yo no conduzco, sueño. Y créame, que no se necesitan mil caballos ni un millón de euros para arrancarme una sonrisa. De hecho, estoy deseando colgarle para hacer rugir al juguetito - comencé a tomarme demasiadas confianzas con ese hombre al que no conocía de nada, parecía que llevara toda la vida hablando con él, y no sabía muy bien el porqué. Quizá fuera por mi estado eufóricamente alterado...
    - Pues no le entretengo más. Sólo una cosa antes de colgarle: mire el buzón de su casa, seguramente le deje más claro unas cuantas cosas - comenzó a escucharse el típico ruido del móvil alejándose de la oreja.
    - Ey ey, espere un momento - dije gritando un poco
    - ¿Algo más?
    - Sí, claro: ¿Quién eres? ¿Qué vas a hacer ahora? ¿Para quién trabajas?
    - Pues señor Ávalos, -volvió a hablarme de usted- estos últimos 20 años he trabajado casi a tiempo completo para Giorgio. Ahora estoy de vuelta a Italia, mis padres me esperan en Florencia. No sé si es a eso a lo que se refiere...
    - Sí, bueno, era a eso. Escuche, ¿Tiene algo que hacer estos días? - dije mientras pasaba la mano sobre todos aquellos materiales nobles que cubrían el salpicadero.
    - No gran cosa, mañana debo llevar a mi padre a rehabilitación, pero aparte de eso... ir a la Oficina de Empleo - dijo entre carcajadas.
    - Me gustaría hablar contigo en persona, ¿Te podrías pasar por aquí... en cuanto puedas?
    - Hombre, ¿Me está pidiendo que me haga dos mil kilómetros para echar un café? No podría rechazarlo - volvió a soltar una carcajada; al final, iba a resultar ser un tío simpático y todo...
    - Sólo café no, también le puedo invitar a unas magdalenas, pero de las baratas que uno no se hace rico regalando cosas.


    Mi chulería reprimida comenzaba a aflorar, pero no era nada grave, al menos de momento.


    - Entonces, ni me lo pienso... el próximo Jueves podría estar por allí, ¿Le parece bien?
    - Me parece perfecto, y no tarde que se nos enfría el café... ¡Paolo!
    - ¿Qué?
    - Nada, que un abrazo, perdona pero la cobertura me está comenzando a fallar, luego hablamos.
    - Está bien, nos vemos el Jueves, si no hablamos antes, claro. Ciao!
    - Hasta luego.

    Corté el teléfono sin necesidad de soltar el volante y, ante mí, se extendía el solitario camino asfaltado que conducía a la carretera de Los Villares. Trece kilómetros de fuertes pendientes, baches excavados hasta límites insospechados, y curvas reviradas con poco margen al error. En mi pie derecho, 435 "potros" de esencia automotriz, en el izquierdo, el control de unos frenos diseñados para sacarte los ojos de sus cuencas, y la obligación de ayudarte del punta-tacón para dominar aquella caja manual de seis velocidades.

    Pisé embrague, engrané primera, acaricié el acelerador, y salí de medio lado con el motor bóxer empujándome a la altura de los riñones. Los faros xenon convertían la noche en día. Sombras y luces se fundían en aquella solitaria carretera; adelanté a Paco en el primer hueco que encontré y descendí con todo el asfalto a mi entera disposición. Apenas entraban dos coches en paralelo por aquella estrecha carretera, pero no podía resistirme a seguir acelerando, a apurar las frenadas al máximo, a pasar los baches entre las cuatro ruedas a base de volantazos. Los bajos rozaban continuamente, en todas las curvas, y al salir de estas, la trasera se ponía juguetona; yo aceleraba a tope, y el coche se ponía a 8000rpm en un santiamén. Por el retrovisor, sólo era capaz de distinguir una nube de humo blanco, similar a la niebla que vi cuando subía en el taxi. Sólo contravolantear me libraba de chocarme contra un oxidado quitamiedos o de caerme por un barranco. Bajé ambas ventanillas para escuchar con mayor claridad a los 6 cilindros retumbando entre colinas, baja vegetación y la banda de buitres que por allí vivía, casi en solitario. Al dirigir la mirada hacia el asiento del acompañante, recubierto de cuero por delante, y de carbono por detrás, sabía que a aquello le faltaba una cosa: ella.

    Volvía a sentirme libre, no había nada comparable a ponerse detrás de un volante, alejarse de la multitud que te juzga, y huir rumbo a ninguna parte. Dejando que la gasolina fluya a través de tu sistema sanguíneo, no sin antes atropellar a la cordura y dejarla abandona en alguna cuneta vacía. A esa velocidad, se me podría haber cruzado "la muerta de la curva" que no me habría dado cuenta. Creía que pasarían lustros hasta que tuviera la oportunidad de volver a conducir un coche "de verdad", sin embargo, allí estaba, volando a ras de suelo y sintiendo un leve aleteo a la altura del estómago. Iba rápido, muy rápido, pero no tenía prisa; estaba sudando, pero no estaba cansado. Era de noche, pero, aquel coche, rompía la oscuridad con un fino hilo de luz blanca, y el silencio con un sonido que se estaría escuchando en media comarca.

    La inercia, ayudada de un liviano y nervioso propulsor 3.8, me hizo llegar pronto a la A-6050, una carretera bastante más concurrida y que unía Los Villares con Valdepeñas de Jaén. Paré el coche, y lo dejé aparcado en un pequeño apeadero que había a unos centenares de metros del cruce con la subida a La Pandera. Era de esperar que Paco tardara en llegar, pero jamás pensé que podría haberle sacado tanta ventaja en tan pocos kilómetros. Los minutos que pasaron hasta que éste llego, me los pasé dando vueltas alrededor de aquella máquina. Incluso parada, seguía haciendo ruido: podía escuchar los trozos de gravilla desprendiéndose de los bajos, los fluidos enfriándose y el leve crujido de los materiales dilatados por el calor volviendo a su estado natural. ¿Cómo podía ser tan hermoso? Ese gris oscuro, al que sólo le hacía sombra esas llantas negras, me había eclipsado, me tenía enamorado.

    No podía evitar ver a mi difunto Gt3 en aquellas líneas, y es que eso era lo que me gustaba del 911; daba igual que fuera un 963, un 996 o un 991, cualquier persona con un mínimo de cultura automotriz, sabía que se trataba de un Porsche 911. En cierto sentido, me sentía como un marido infiel, no podía parar de recordar mi antiguo RS. Daba igual los coches que tuviera, lo potentes que fueran o los millones que costaran, ninguno podría remplazarlo, aquello era amor. Cuando quise darme cuenta, el 4 cilindros de Paco comenzó a rugir entre los árboles, y vi esas luces amarillas (nada que ver con las de mi actual montura) deslizándose a través de aquel empinadísimo y solitario valle. La oscuridad de aquel lugar se iluminó con aquel "cacharro", y con ella, mi leve sensación de inseguridad.

    Pasó de largo dando un pitido, yo me monté en aquel yate con ruedas, y me dispuse a seguirlo hasta Jaén, donde nos despediríamos hasta la mañana siguiente (a ambos nos costaría conciliar el sueño esa noche). Aquel paseo hasta la capital puso el broche a uno de esos días en los que merece la pena levantarse. Lo de menos era el dinero, o los coches; seguía sin saber de dónde sacaría la pasta para mantenerlos, y con casi total seguridad, me tendría que deshacer de la mayoría. Mientras me tomaba un vaso de leche con Colacao, y bañaba galletas María en éste, decidí que aquella vida no era para mí. Me gustaba cocinar, fregar los platos y poner la lavadora. No había razón alguna por la que aquello tenía que cambiar, nací pobre, y moriría pobre. No era merecedor de la fortuna y el trabajo de otros, simplemente me cobraría la deuda que contrajo inconscientemente Giorgio conmigo (ese 997 le sentaba muy bien a mi casita, y sobre todo, al garaje), y seguiría con mi vida. De los ricos sólo envidiaba los coches, aunque siempre tuve una premisa por si algún día tenía la suerte de coleccionarlos: "No tengas más coches de los que puedas lavar".

    Estaba ya en la cama, digiriendo aquel manjar, digno de cualquier magnate, cuando a mi mente llegaron las palabras del señor Paolo... ¡Mierda! Había olvidado mirar el buzón, no sabía muy bien que había dentro, pero seguro que era lo suficientemente interesante como para sacarme del sobre. Mi reloj de pulsera descansaba sobre la mesita de noche. Encendí la lámpara que tenía sobre ésta y miré la hora: eran las 1 y cuarto de la mañana. Pensé en vestirme o en, al menos, ponerme el pijama; aunque siendo las horas que eran de un día laborable, nadie quedaría ya en la calle. Con mis zapatillas de andar por casa, y los calzoncillos medio rotos que me compró mi madre años atrás (era completamente independiente, pero ese ritual siempre se lo dejaba a ella), salí a la puerta a comprobar la correspondencia.

    Inserté la pequeña llave y giré la cerradura. Al abrir la trampilla, decenas de cartas cayeron al suelo. La mayoría no me interesaban, eran del banco o avisos de facturas sin pagar. Me agaché al suelo con la esperanza de que entre todas esas cartas encontrara algo relacionado con lo que me dijo el abogado. Pero solo encontraba eso, papeles, y trámites burocráticos que sólo servían como combustible para la chimenea. Y cuando parecía que aquello no podía ir a peor, distinguí un motor diesel a unos cientos de metros. Yo pensé en seguir a lo mío, al fin y al cabo, no estaba haciendo nada malo. Se acercaba, y aquellos matices "tractoriles" me dieron una nueva idea de de quién se trataba: era un HDI. Efectivamente, el coche que se dirigía hacia mí a un ritmo trepidantemente lento no era ni más ni menos que el de mi vecino. La puerta automática de su garaje comenzó a abrirse, y yo no sabía si correr o quedarme allí con la esperanza de que no se percataran de mi presencia. Y entre todo aquel tumulto de papeles, me encontré con la sorpresa. Era un sobre enorme, con un buen taco de folios en su interior, y sin ningún sello ni remitente. Fuera quien fuera el que me lo mandó, me lo trajo personalmente, no usó el servicio de correo ordinario.

    De lo que no me percaté es de que mis vecinos seguían por allí. Ojeé el sobre con cierta cautela, para comprobar si tenía algo que me diera una pista sobre su contenido. Mi vecino estaba a apenas unos metros de mí, con el C5 sobre la acera esperando a que la puerta se abriera por completo. Giré la cara hacia él, y vi sus ojos clavados en mis calzoncillos blancos que pedían una jubilación a gritos. "Buenas noches" dijo tratando de disimular un poco su estupefacción. "Hola, buenas noches" le contesté. La puerta terminó de abrirse, y comenzó a avanzar en dirección al interior del chalet. Pero me dio tiempo a comprobar que el padre no era el único que no podía creer lo que estaba viendo: madre, hijo mayor e hijo pequeña me miraban fijamente, boquiabiertos, sin llegar a concebir que ese ser inmundo era el doctor respetable al que habían tenido por vecino hasta entonces.

    Dejé la mayoría de cartas allí mismo, ni me importaban ni quería leer lo que en éstas se decía. El fin de mes y las deudas se habían acabado para mí, al menos en un corto y medio plazo. Pero lo que sí cogí, y por nada del mundo quería soltar, era aquel misterioso sobre. Cerré la puerta del jardín y me dirigí al interior de casa, pero algo me hizo que tomara unos segundos extra para realizar tal cometido: aquella canción, aquella maldita canción, volvió a sonar al otro lado de la verja. Tras aquellos setos que rodeaban el perímetro de mi pequeña finca, Peret volvía a retumbar con su ya archiconocida melodía. Por un momento, creí que lo mejor era meterse para adentro, cerrar a cal y canto puertas y ventanas, y esperar a que pasara a noche. Pero saqué fuerzas de flaqueza, dejé el sobre junto al felpudo de la entrada, y volví a la puerta de entrada, tras la cual, se escondía lo que fuera que reproducía aquella casposa cantinela.

    Cogí las tijeras de podar, agarré el pomo, y lo giré con cautela. Abrí un par de centímetros la puerta y, para mi sorpresa, aquella canción se fundió con el sonido de un motor, también diesel. Alguien acompañaba su trayecto en coche reproduciendo aquello en su equipo de música, y, casualmente, se había parado frente a mi casa. No... ¿A quién quería engañar? La casuística tenía ciertos límites, y hacía tiempo que "El muerto vivo" los había superado. Tiré de la puerta con fuerza, abriéndola por completo en décimas de segundo, y alcé las tijeras con la mano que me quedaba libre, para tirárselas a la cabeza de quien estuviera merodeando mi casa a esas horas. Pero cuando salí por completo a la calle, lo único que tuve tiempo de ver fue a un BMW X3 desapareciendo a toda velocidad por el final de la calle, girando por un camino que se perdía entre los olivos. Era de color rojo, y sabía perfectamente a quien pertenecía; aquella guerra parecía no tener fin, y me di la vuelta con la sensación de que todo aquello acabaría muy mal. Y fue al girarme cuando me di cuenta de que el buzón estaba diferente: por la ranura por donde se introducían los sobres, asomaba una especie de tubito de plástico que se perdía en el interior de éste. Entré en casa a toda prisa y traje de vuelta las llaves del buzón, lo abrí temblorosamente, y pude comprobar que se trataba de una bolsa de uso médico, como las que utilizábamos para el suero en el hospital. Le di la vuelta por el lado de la etiqueta y, como presagiaban mis temores, se trataba de una bolsa de Amatoxina, vacía y usada. Estábamos echando un pulso en el que, de momento, ella me llevaba la delantera. Pero no iba a rendirme, ni la muerte de Giorgio, ni la del resto de pacientes de El Neveral serían en vano, pillaría a esa hija de puta aunque fuera lo último que hiciera, y lo sabía.

    Me metí la porquería esa en el bolsillo, y fui de vuelta a casa. Le di dos vueltas a la cerradura de la puerta de la calle, e hice lo propio con la de la casa. Me asomé por última vez por la ventana de mi cuarto, comprobando que todo estaba tranquilo allá afuera, y traté de conciliar el sueño, sabiendo que el día siguiente iba a ser largo y muy positivo, a pesar de aquel pequeño contratiempo. Pero las dudas asaltaban mi mente, y estuve horas dándole vueltas al tema, tratando de atar cabos, tratando de relacionar acontecimientos, pero era incapaz, seis meses fuera de juego me habían dejado totalmente perdido en aquella partida en la que lo que estaba en juego era mi vida, y la de los que me rodeaban. Sabía que aquello no me haría ningún bien, así que, me levanté de nuevo a eso de las cuatro de la mañana, me tomé un café bien calentito, y me dispuse a analizar todos los pormenores de aquel sobre, aparcando a un lado el otro tema.

    Me senté en el sofá, ya con éste entre mis manos, y encendí la pequeña lámpara que usaba para leer. Rompí la solapa del mismo con las manos, y lo abrí sacando sin demasiado cuidado todos los documentos que había en su interior. En el primer folio, había impresa una nota en la que Paolo (el abogado) me explicaba lo que me encontraría en aquellos documentos, dejándome al final de la página los números de algunos gestores y de algunas empresas. Mi estupefacción iba aumentando con el paso de las hojas, tanto que el tema de la Amatoxina se me olvidó por completo. Ahora toda mi atención estaba puesta en aquellos documentos que, a grandes rasgos, me explicaban todo lo que sería mío a partir de ese momento.

    Al parecer, el viejo había dejado algo más que una colección de deportivos a mi nombre. Tenía decenas, quizá cientos de empresas, que habían sido vendidas por cantidades astronómicas en los últimos meses, incluso una vez que Giorgio se encontraba ingresado en el hospital. Pasé con mayor rapidez esas páginas, pues me abrumaba ver tal cantidad de cifras significativas seguidas del símbolo del euro. Al final del todo, me encontré otra nota impresa, también firmada por el señor Lombardo, en la que me explicaba que, de todo eso, poco o nada estaba a mi nombre, devolviéndome al mundo real y provocando que respirara aliviado, pues no sacaría tiempo ni fuerzas como para gestionar todo aquello.

    Al final de la nota, había un fragmento del testamento oficial que dejó Giorgio, en la que decía:
    "...Y a mi amigo Carlos Ávalos, le dejo la razón por la cual viví, mi colección y mis propiedades favoritas. Le dejo, además, la causa por la cual soy quien soy, mis astilleros de Livorno y, además, le dejo un pequeño depósito para que no tenga que volver a preocuparse de pagar la gasolina o la comida de sus amigos..."

    Aquello era otra cosa, no había nacido con el don que Dios le había dado a Giorgio para los negocios, pero me sentí capaz de gestionar aquello por mí mismo. En sí, en aquellos documentos, no ponía nada concreto sobre qué era mío y que no, seguía teniendo muchas dudas. Oficialmente, a mi nombre, seguía sin tener nada, pero me quedé algo más tranquilo y, las dudas que me quedaban, se las preguntaría a Paolo en persona cuando viniese. El sueño, por fin, inundó a mi cuerpo casi a las cinco de la mañana, y allí mismo, entre los papeles y la jarapa del sofá, me quedé frito.

    Pero no tardé demasiado en volver a despertarme, una pesadilla con mucho fuego, accidentes y pérdidas humanas interrumpió mi descanso cuando el Sol apenas se había dignado a salir. Barajé la opción de volver a dormirme, pero las llaves del GTS me miraban desafiantes desde la repisa de la cocina, y pensé que era el momento de volver a aquel templo escondido en el techo del mundo, a mil metros sobre el resto de los mortales, y con un corazón capaz de desafiar a las leyes de la física y de la razón humana. Un vaso de té y un par de naranjas fueron mi desayuno, pillé la primera camiseta que encontré y unos pantalones vaqueros, y puse rumbo al cielo.


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    Mientras conducía por aquella carretera, supe que Giorgio no podía haber elegido un lugar mejor para guardar su colección: cada vez que quisiera coger un coche, tendría que subir por el mismo puerto que subía en bici cuando era apenas un crio. Era muy fácil que aquello se te subiera a la cabeza, pero verme subiendo con la cabeza de lado a lado, con las gotas de sudor cayendo por mi nariz y barbilla, y al borde de una "pájara", mantendrían mis pies en el suelo, y dejarían ese poso de humildad sin el cual, aquello duraría bien poco. Observaba aquel cronómetro que había en mitad del salpicadero, observaba las costuras del cuero y las juntas de éste con los acabados en carbono, y sabía que aquello era sólo el principio. Pero cuando volvía a poner la vista en el frente, veía a aquel adolescente al que sus piernas le pedían que se bajase de la bici, pero su corazón le pedía que siguiese hacia adelante. Sabía que algún día, sería él y no sus piernas las que decidirían a qué ritmo subir, soñaba con ir tras un volante y no tras un manillar. Y ese día había llegado.

    A las 8 y 57 (hora del Porsche), hice cumbre y bajé para abrir la valla que quedaba a unos cientos de metros de la base. Tras pasar al otro lado, y cruzar de nuevo la cadena que la mantenía cerrada (en teoría había un candado, pero hacía años que todo el mundo entraba allí de la misma manera, tendría que solucionarlo...), conduje hasta la puerta del almacén. Para mi sorpresa, el Golf de Paco estaba ya por allí, pero la puerta del garaje, no estaba aún abierta. Apenas había salido del coche, cuando éste me dio una colleja y dijo: "Sabía que no tardarías mucho en venir". Yo estaba algo confundido, pues no sabía de dónde había salido ni qué estaba haciendo:

    - Bueno, ¿Y tú de dónde sales?
    - Estaba dando una vuelta, contemplaba las vistas mientras que llegabas. Sabía que no ibas a tardar.
    - Pero... ¿Y por qué has venido tan pronto?
    - No sé, no podía dormir, mira lo que traigo - se le veía muy emocionado mientras sacaba algo de la guantera.
    - ¿Qué es eso?
    - ¿Cómo que qué es eso? La banda sonora de 60 segundos... ¿No la has visto?
    - Sí, sí la he visto... pero, ¿Para qué la quieres?
    - La habré visto un millón de veces... quiero parecerme a Nicolas Cage cuando tiene un almacén repletos de cochazos, ¿Puedo o no? - dijo poniendo cierto tono chulito-humorístico.
    - Pues, si te hace ilusión...

    Puso el Golf junto a la puerta del garaje, metió el CD en el reproductor, subió el volumen, y nos dispusimos a abrir la puerta que conducía a la cuarta dimensión. Tras ésta nos encontramos el mismo panorama del día anterior, el Zonda Cinque nos recibía mientras que el resto de coches esperaban pacientemente escondidos tras sus respectivas fundas.


    [ame="http://www.youtube.com/watch?v=hJkm5R40Hj0&feature=colike"]Moby - Flower (gone is 60 seconds intro) - YouTube[/ame]


    Me sentía como un niño en una tienda de caramelos, era realmente afortunado, unos días antes, el mero hecho de tocar uno de aquellos coches me hubiera supuesto estar sin lavarme las manos un tiempo, ahora eran todos para mí. "¿Cómo lo hacemos?" dijo Paco. Yo le contesté que no sabía bien cómo empezar a destaparlos, pues cada uno se merecía por sí sólo ser contemplado durante días, pero allí había una verdadera sobrecarga de trabajo. Así que, sin más, comenzamos, de delante hacia atrás.

    El primero fue el que había justo delante del Pagani, con una funda de color Rosso Corso, por lo que pude intuir que se trataba de un Ferrari. Un 599 GTB para ser exactos. Cuando se la quité, estuve indiferente durante unos segundos pero, de repente, me di cuenta de lo que tenía delante y de que tardaría días en destaparlos todos; no era merecedor de todo aquello, no me gustaba que me regalaran nada. Tras unos minutos parado, observando su interior en color crema, su clásica pintura roja, sus tomas de aire y sus líneas majestuosas, Paco se puso delante mía y trató de "reactivarme":


    - Oye, que no tenemos todo el día, ¿Vamos a destapar el resto o no?
    - Buff... no puedo, no soy capaz. ¿Sabes lo que vale cada uno de estos? ¿Sabes que cada coche que destapamos vale más de lo que podríamos haber juntado con toda la vida trabajando? No soy digno de tales máquinas, no puedo seguir con esto, lo siento.
    - ¿Qué no? Puedo yo, que cobraba cuatro veces menos que tú... Mira, es normal, todavía me estoy haciendo a la idea de que estás podrido de dinero, entiendo que a ti aún te cuesta más. ¿Quieres que hagamos una cosa?
    - ¿Qué quieres que hagamos? - dije con cierta incertidumbre.
    - Prácticamente sabes qué hay debajo de cada funda, lo sé hasta yo que no soy un gran entendido. Coge las llaves del que más ilusión te haga coger y nos vamos a conducir un rato. Más tarde, con el paso de los días, vamos destapando el resto. No hace falta que te apures ni que te agobies.
    - Lo veo bien, si te soy sincero, hay uno que me lleva quitando el sueño desde que era un chavalín...
    - ¿A sí? ¿Cuál?
    - Ese - dije señalando hacia uno también protegido por una funda roja, aunque mucho más bajo y ancho que el 599.
    - No tienes mal gusto, ¿Lo sacamos? Sólo tenemos que mover el Pagani y el 599. Menos mal que no lo han dejado al fondo, ¿Eh?


    Cogí aire, y me dirigí al cajón de las llaves. Las manos me temblaban, estaba a punto de conducir ese coche con el que había suspirado desde que vio la luz, allá por 2002. Cuando aún tenía acné y jugaba a la Play Station, me hice la promesa de que no moriría sin conducirlo. La primera vez que lo vi, casi me da un infarto, y ahora, estaba al borde de un ataque de nervios. Podría estar horas narrando todo lo que experimenté en los apenas 20 metros que recorrí con el Zonda y con el 599, pero eso sería quitarle atención al verdadero protagonista de aquel día, a aquella bestia inmunda, sin complementos inútiles, sin razón de ser. Algunos decían que era uno de los Ferrari más feos de la historia, pero cuando quité aquella suave tela de algodón que lo cubría, alcancé el Nirvana en milésimas de segundo. Dije: "Ya me puedo morir tranquilo" y, a continuación, abrí esas puertas de tijera que tan bien se integraban con la espectacularidad del modelo. El Ferrari Enzo era más que un coche, era arte sobre ruedas, no tenía un ángulo feo, no tenía nada que no me gustase. Una vez lo admiré por fuera, me atreví a meter el pie derecho en el interior, forrado de carbono, oscuro y frío; distante y pasional.

    Lloré de emoción cuando me senté del todo; el par de veces que lo había tenido cerca anteriormente, tuve que reprimir mis ganas de saltar el cordón de seguridad, meterme en su interior, y huir en dirección al fin del mundo con él si hubiera hecho falta. Ahora era todo mío, y tendría todo el tiempo del mundo para disfrutarlo. Los coches alemanes estaban muy bien, y podrían ser más elegantes, fiables y discretos que éste, pero en ellos no tenía la sensación de estar pilotando un nave espacial, no tenía la sensación de que era Dios.

    La llave roja era el único toque de color que tenía, y tras un tiempo recapacitando sobre dónde estaba y qué estaba a punto de hacer (con Paco esperando fuera pacientemente dentro del GTS), la inserté en la ranura, y apreté el botón de Star/Stop que tenía en el centro de la escueta consola central. El sonido más bronco, demoledor y siniestro que mis tímpanos habían percibido jamás surgió de aquella máquina con aspecto frágil a la par que amenazante. Aquella obra de ingeniería pedía a gritos unos kilómetros de asfalto, y sabía cómo dárselos. Un simple gesto sobre la maneta izquierda hizo que todo cambiase; con un paso muy lento y con las indicaciones de Paco por el espejo retrovisor, fui capaz de sacar de culo a aquella bestia de su guarida secreta. A la luz del Sol, pude contemplar su deportividad, su escasa distancia al suelo y sus proporciones con total nitidez. Me enfrenté a aquel puerto comandando el grupo. Entre la voluminosa toma de aire del lateral, y el minúsculo alerón, podía ver a Paco tras el volante de aquel precioso GT. Se le veía feliz, y yo estaba pletórico. Temía hacerle daño a aquella monada, sabía que el más mínimo acelerón podría provocar que el V12 se volviera loco y nos diera un disgusto. Así que los 30 kilómetros de bajada, con sus baches y curvas ciegas, me los pasé con el pie derecho alejado del pedal; la gravedad hizo un trabajo espectacular esa mañana.

    Pero al llegar a la parte más baja del valle, ya en Los Villares, la A-6050 se convirtió en una vía ancha, con buen asfalto y unas curvas que eran una delicia. ¿Cuál era el problema? Que no podíamos seguir bajando eternamente, y con las buenas condiciones de la carretera también vino una buena subida en la que la gravedad pasó de ser mi aliada a mi enemiga. El sudor brotaba de mi pelo y de detrás de las orejas. El leve ronroneo del V12 en cuarta de la bajada se transformó en un ensordecedor quejido en segunda y con las siete mil revoluciones en el marcador. Como el subidón que le da a un drogadicto al inyectarse una dosis letal o a un saltador cuando no se le abre el paracaídas, yo sentí una fuerte descarga que recorrió mis piernas, mis brazos, mi corazón y mi cabeza.

    Paco se quedó muy atrás en aquel apretón, pero los cilindros seguían pidiendo más y más, y mi cuerpo tampoco quería que parase. Una curva a derechas me hizo reducir un poco el ritmo, y sus enormes ruedas pusieron al Enzo en la trayectoria adecuada para encarar la siguiente. Eso de no tener que retirar las manos del volante para cambiar de marcha, aquel sonido cada vez que subía de las tres mil, aquellos petardazos cuando subía y bajaba de marchas, eran completamente adictivos. Le arreaba al máximo, sintiendo la aceleración de un F1 a mis espaldas; clavaba frenos para pasar la curva (si era rápido acelerando, aún lo era más reduciendo) y volvía a pisar a fondo como si mi vida dependiera de ello hasta la siguiente; casi se convirtió en algo automático.
    Cuando quise darme cuenta, tenía el cartel de Jaén a escasos 300 metros. Dejé paso a todos los coches a los que había adelantado en la vertiginosa subida (algunos me echaron luces, otros me pitaron y, otros, directamente, se pararon a echarle fotos) y esperé a que llegara Paco.

    Cuando lo vi a aparecer por el final de la recta que había dejado atrás, engrané primera de nuevo con aquella delicada leva, y reanudé la marcha ordenando a mi pie derecho que no corriera más de lo debido. Me metí en la primera calle a la derecha para evitar todo el centro y sus difíciles peraltes. Con la única compañía de un motor y un millón de euros en cachivaches, llegamos a la circunvalación a esa hora en la que la gente aún estaba trabajando. Las carreteras estaban a plena disposición de parados como nosotros que no tenían nada mejor que hacer un Miércoles por la mañana que probar sus juguetitos en las rectas interminables de la A-44 dirección Madrid.

    Entre Puticlubs oscuros, campos de trigo y pueblos de nueva construcción semiabandonados, 700 caballos de sustancia italiana y un bóxer alemán, se abrían paso por aquella solitaria vía intercomarcal. No era capaz de mantener ese coche por debajo de los 160-180 por hora, y a Paco no parecía costarle mucho seguirle, de hecho, en un momento, incluso trató de adelantarme. Pero ahí fue cuando pensé "por encima de mi cadáver", y le apreté las tuercas al superdeportivo, tratando de sacarle los colores, por todos los medios posibles. Exprimí tercera y cuarta; "esto justifica lo del millón de euros", pensé para mí. Pero es que, en quinta, el coche (por llamarlo de alguna forma), seguía empujándome contra el asiento. Nunca había pasado de 260km/H, pero esa bestia me puso a 290 en apenas 10 segundos. Las señales, los puentes y las líneas de la calzado que en el autobús tardaban lustros en llegar, pasaban a un ritmo de infarto, formando una especie de túnel del que, si me salía, estaría muerto. Mi corazón me pedía más adrenalina, mi cabeza me ordenaba que parara, y mis pies seguían anclados ahí abajo, a kilómetros de una posición terrenal. Me decanté por hacerle caso al corazón, miré al frente y traté de mantenerme todo a la derecha que pudiera. Superamos la cifra psicológica de los 300 con la sexta ya metida, y con el velocímetro sin ninguna gana de parar de girar. Pero a lo lejos, muy a lo lejos, divisé un camión de Shell que me hizo levantar el pie inmediatamente. Y es que, a esa velocidad, muy lejos significa dos segundos, y no me apetecía jugar a colarme entre un camión de gasolina y un guardarrail. Paré en el siguiente cambio de sentido, y comencé a respirar extenuado, como cuando sales de la piscina después de ver cuánto aguantas debajo del agua. Paco aparcó detrás de mí, toco en el cristal y dijo: "Schumacher, ¿Nos damos la vuelta o qué?".


    Vi su aire de señorito al montarse en el Porsche, se estaba acostumbrando pronto a todo aquello. Yo seguía sintiéndome muy pequeño a pesar de que hubiera salido victorioso de mi primer pulso con aquellas maravillas; sabía que debía ser prudente si quería permanecer en el mundo de los vivos. El viaje de vuelta fue más tranquilo, dejé a Paco delante, abriendo paso, mientras yo agarraba, aún sin creer lo que me estaba pasando, aquel volante cortado por su mitad posterior, con sus detalles en carbono y multitud de botones para configurar el mapa motor. Entramos a Jaén por el Norte. La zona del polígono, se encontraba colapsada a aquellas horas. En la retención, todos los ojos se clavaban en mi coche, y en mí. En sus miradas, se podía leer la admiración que sentían por aquel coche, pero también la envidia que sentían hacia mí. Era curioso, porque los niños se volvían locos al verlo, y pasaban de quién fuera el que iba dentro. Pero en el mundo "superior" de los adultos, el coche pasaba a un plano secundario, y era más el resentimiento que otra cosa lo que se podía ver en sus caras.


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    Paco se fue por la circunvalación, pero yo, en el último momento, cambié de idea y me metí por todo el centro. No pude evitar, incluso a los mandos de una nave ultrasónica, acordarme de ella, y no quería esperar más para volver a verla. En la zona de la catedral, el Enzo era muy torpe, y sus enormes zapatos patinaban en las calles adoquinadas. La atención de la gente, acrecentada por el ruido que despedía semejante pura sangre, sólo me ponían más nervioso y hacía que mi atención no estuviera al cien por cien puesta en el coche. Trataba de mantenerme serio ante tanta expectación, como si estuviera acostumbrado a todo aquello, pero no pude evitar mostrar más de una sonrisa a mi paso por la ciudad. Dejé el coche aparcado frente al chino de la última vez. Me percaté de que aquellos criajos de la tienda no se acercaban a él y lo cerré, vigilando que nadie raro estuviera por los alrededores. En seguida, los allí presentes sacaron sus móviles e inmortalizaron aquel momento histórico; un Enzo en Jaén, ¿Quién lo podría haber imaginado?


    Me acerqué al portal, y llamé a un número al azar, pues no me acordaba bien del piso. "Correo" grité al contestarme una señora. Tras abrirme, subí por las escaleras hasta su puerta. Me coloqué un poco el pelo, humedecí mis labios, y crucé los dedos para que todos fuera bien. Cerré el puño, y con los nudillos, toqué tres veces en la puerta. El ansiado momento había llegado; la puerta se comenzó a abrir...



    Capítulo 36


    - ¿Quién es? - escuché la voz de María desde el otro lado de la puerta.
    - Señora, soy Carlos, ¿Se acuerda de mí? - dije yo.
    - ¿Cómo no me voy a acordar de usted? Váyase antes de que llame a la policía.


    La puerta se comenzó a cerrar, tenía puesta una cadena que impedía que se abriera por completo. Estaba confuso, y no sabía muy bien cómo reaccionar. Sin pensármelo mucho, metí el pie entre ésta y el marco, y encajé como pude el impacto de la misma:


    - O me deja que cierre la puerta o comenzaré a gritar, usted verá - en su voz comencé a percibir cierto aire de nerviosismo, incluso de miedo.
    - Pero, María ¿De verdad sabe quién soy? Soy Carlos, el médico de Cristina ¿No se acuerda de mí?
    - ¿Qué pasa? No mató a mi hija y ahora viene a por mí, es eso ¿No? Créame que conmigo no va a poder, son ya muchos años los que tengo encima...
    - ¿Por qué dice eso? Por favor, no cierre la puerta. No he venido aquí por usted, es por ella... ¿Dónde está?
    - A ti te lo voy a decir. Está muy lejos, y no la vas a volver a ver en tú vida, ella también lo sabe todo. Le conté todo lo que salió en el programa, te odia...
    - ¿Qué? ¿Cómo que me odia? ¿Qué programa? - empecé a sentirme muy sólo de nuevo, volvía a estar sin razones por las que vivir o luchar, ¿De verdad me odiaba? No podía rendirme aún... - Déjeme entrar por favor, estoy muy perdido, no sé de qué me habla.


    La voz comenzó a fallarme, hablaba entrecortado, y apenas podía pronunciar dos palabras sin que me faltara el aire. Algo muy grande dentro de mí se estaba yendo, eso que me hacía seguir luchando, no sé si era la ilusión o las ganas de vivir, pero me sentía muy mal:


    - Ni se te ocurra volver a poner un pie en mi casa, y ya me puedes dar una buena razón por la que no debo llamar a la policía - dijo acentuándose aún más que tampoco ella estaba disfrutando con todo aquello.


    Me sequé un par de lágrimas con la mano derecha, y la introduje por el hueco de la puerta. Sabía que en esa mano, tenía algo que ella recordaría. Tras dejarle unos segundos para que la observara, la volví a sacar y me limpié un poco más la cara, pues las lágrimas seguían brotándome involuntariamente. Para mi sorpresa, no sólo no me abrió, sino que cerró la puerta por completo. Notaba la presencia de su vecina cotilla mirando tras la mirilla; aquello debió ser uno de los momentos más interesantes del día para ella. Me di la vuelta y comencé a bajar las escaleras. Cuando iba por el tercer escalón, escuché un leve sonido metálico. Me di la vuelta esperando un milagro o algo, y para mi sorpresa, sucedió. Aquel sonido era el de María quitando la cadena de la puerta, y tras hacer esto, la abrió por completo, y dijo:


    - ¿Quién te ha dado eso?
    - Me lo dio ella, justo antes de marcharse. Fue la única vez que desperté en seis meses, ¿Sabe? Quizá sea por ella por la que hoy siga aquí.
    - Ven, acércate -dijo ella escondiéndose tras aquel portón de madera maciza. Subí de nuevo hasta el soportal, y sin decir ni media, me agarró la mano y me la observó durante un buen rato.
    - Por favor, tiene que contarme qué le han dicho de mí, le garantizo que no le voy a hacer nada.

    Dejó abierta la puerta por completo, y me invitó a pasar mientras que ambos nos secábamos la cara con un pañuelo. Me condujo al sofá del salón, y se fue a preparar un café. Yo era observado, casi ametrallado, por aquella mirada penetrante, proveniente de las fotos que había esparcidas por todo la sala. Me sentí aliviado al volver a ver esos ojos, ya casi ni recordaba cómo eran, al fin y al cabo, de ella sólo tenía su recuerdo, y nada más. Miré hacia la cocina, y comprobé que no venía. Me levanté del sofá, y me fui directo a una foto que había sobre la mesa, formando una especie de collage con decenas de fotos de gente que no conocía. La cogí, era pequeña, de apenas 10 por 10, pero me bastaba para observar aquellos ojos cada vez que me apeteciera. Me la metí en el bolsillo de atrás de mis pantalones, y me senté de nuevo con el tiempo justo para que María no me pillara con las manos en la masa. Puso ambas tazas sobre la mesita de enfrente del sofá, se sentó en éste, y comenzamos a hablar:


    - Dijeron cosas horribles de ti en la televisión, espero que no me estés engañando. Comprende que no puedo creerte, y más sino has sacado un momento en todo este tiempo para venir a hablar conmigo.
    - ¡¿Cómo?! ¿Pero sabe dónde he estado todo este tiempo?
    - En teoría estaba en la cárcel... ¿Se ha escapado?
    - Llevo seis meses en coma, no sé qué le habrán contado a usted... -dije un poco enfadado.
    - En la televisión dijeron que ya se había curado de las heridas, y que estaba en la cárcel.
    - Pero... ¿Qué es eso de la tele? ¡Por Dios! Hace apenas una semana que desperté, no sé a qué se refiere...
    - Es un poco largo, pero bueno, ¿Tiene tiempo?
    - Todo el del mundo, y dudas aún más, así que, empiece cuando quiera... -dije mientras le daba un sorbo al café.
    - Hace cosa de dos meses... quizá más, hicieron un especial en el canal 5 sobre el incendio del hospital y todo eso. Ya sabe... el típico este que se pegan tres horas debatiendo, o más bien, discutiendo entre ellos, para cinco minutos de interés. El caso es que emitieron un reportaje, en el cual, explicaban como habías estado durante años trayendo Ama... Amatico...
    - Amatoxina señora, Amatoxina.
    - ¿Lo ve? No debería haberle dejado entrar, es usted un monstruo, váyase ahora mismo - dijo mientras se levantaba del sofá.
    - Por favor, cálmese, luego le contaré la verdad, pero por favor, tiene que contarme lo que dijeron en ese reportaje, le juro por su hija, que es lo más que tengo en esta vida, que todo es mentira - le agarré de la mano para que no se alejara.
    - Está bien, pero que sepa que no me fio un pelo. Voy a estar atenta a usted cada segundo que pase en mi casa - dijo mientras se volvía a sentar, a la vez que me miraba directamente a los ojos, pudiendo contemplar ese verdor que había heredado su hija -. Como le iba contando, comenzaron a explicar cómo durante años habías cambiado cada vez que te daba la gana el suero por esa cosa, cómo desconectabas a los enfermos cuando te daban demasiado trabajo, e incluso decían que ibas al hospital a deshoras, y sacabas a algunos pacientes, como hiciste con mi Cristina.


    Una punta de flecha se clavó en mi estómago. No podía entender cómo había degenerado tanto el asunto, cómo habían sido capaz de convertirme en el verdugo de toda esa historia, ni cuáles habían sido sus fuentes para conseguirlo. Siguió hablando:


    - Y después dijeron que por eso quemaste el hospital. Que la directora y los otros te pillaron con las manos en la masa, y decidiste acabar con ellos...
    - Pero, ¿Cómo puede ser eso? Si... si Paco lo vio todo, lo sabía todo. Giorgio me dijo que Cristina estuvo a mi lado mientras que estuvo en el hospital, porque también sabía que yo no era ni un asesino, ni un egoísta ni nada de lo que han dicho de mí. Sé que es difícil creerme, pero es la verdad.
    - ¿Cómo que Cristina estuvo a tu lado?
    - Sí, estuvo conmigo en Valencia, o eso es lo que me han contado, no sé, yo estaba en coma.
    - Pero si en el programa dijeron que estabas en la cárcel... en una habitación de máxima seguridad. ¿En serio has estado en Valencia? Con razón no me dejaban ir a verla, apenas hablé un par de veces con ella en tres meses, y cuando volvió, no era la misma - sus manos comenzaron a temblar, y agarraba nerviosamente todos los anillos que llevaba.
    - ¿A qué se refiere? - me dejó bastante intrigado.
    - No voy a seguir hablando con usted, sabe dónde vivo yo, pero no dónde está mi niña, ni se lo voy a decir. Es un asesino hasta que se demuestre lo contrario.


    Tenía el móvil cogido, con el 112 ya marcado y sus ojos estaban rojos y húmedos. Apenas reconocía a aquella mujer asustada que llevé al hospital medio año atrás, todo había cambiado mucho, muchísimo. O pensaba algo pronto, o aquella conversación se acabaría sin conocer su paradero:


    - Escuche, ¿Quiere que le cuente mi versión? Bueno, corrijo, ¿Quiere que le cuente la verdad?
    - No me apetece escucharle, ha estado años ocultando esto a todo el mundo, y tiene un gran don de palabra, seguro que sabe cómo convencerme.


    Me saqué el móvil del bolsillo, las llaves del Enzo (ya casi me había olvidado de él), la cartera y cualquier cosa que llevara además de mis vestimentas, las puse sobre la mesa, y le dije:


    - Escuche, deme sólo una oportunidad. Deje que me defienda, por favor. Le contaré absolutamente todo, con pelos y señales, no le podré ser más sincero. Tiene aquí todo cuanto tengo, si quiere, deje el número marcado en los dos números, y si no me cree, llame a la policía, no ofreceré resistencia; pero por favor, escúcheme.


    Esperaba que con eso ya tuviera su confianza, pero ni aún así. Lejos de ablandarse, cogió ambos móviles, uno en cada mano, y se cruzó de brazos:


    - Buena idea - dijo -, tiene mi tiempo, y yo los teléfonos a mano, a ver qué hace. Pero vamos, no te creeré antes a ti que a la televisión - sentí asco al oír esa última frase. Aquella mujer fuerte y con carácter que conocí en el hospital se había convertido en una maruja cuyo oráculo era la televisión, y su Dios un presentador afeminado de un programa amarillista. Pero era mi última oportunidad, sería complicado recuperar a la María que había conocido, pero cosas más difíciles había conseguido en el último año, así que me puse al lío:
    - Está bien, a ver por dónde empiezo. ¡Ah sí! Aún recuerdo cuando llego Cristina, ese día subí con mi coche nuevo (en el que se montó usted), y iba muy contento...


    Estuve cerca de una hora hablando; se lo conté todo, desde cuando me dio Cristina el anillo, hasta cuando Giorgio murió en Nurburgring, pasando por cuando desconecté a la señora por voluntad propia. Aquella historia habría dado para escribir un libro, eso desde luego. Quise ser totalmente franco con ella, para que juzgara si merecía o no saber dónde estaba su hija. Cuando acabé de hablar, aquella tensión con que comenzó a escucharme, paso a interés, para luego transformase en emoción. Se quedó cayada unos segundos, como esperando que siguiera contando la historia. Así que tuve que decirle: "Y ahora estoy aquí, tratando de convencerle de que no soy un asesino", momento en el cual, volvió en sí de aquel viaje por el pasado, y me dio un abrazo, agradeciéndome todo lo que había hecho por los demás, incluyendo a personas de su propia sangre.

    Respiré aliviado, y ya no sabía ni por qué le había contado aquello. Me mantuve cayado unos segundos, mientras que la mujer que había conocido tiempo atrás volvía ser ella de nuevo, y comenzaba a odiar con toda su alma a "la caja tonta" que tenía delante. "Es curioso, porque no había nadie de seguridad en el hospital, lo mínimo hubiera sido algún guardia o alguien vigilando que no me escapase, si tan peligroso soy..." le dije ya mucho más tranquilo y teniendo un trato bastante más sincero con ella. "Hay algo que no me cuadra en todo esto, no sé, pero me huele a chamusquina... Pero lo prometido es deuda" dijo ella mientras se levantaba de la mesa. Esperé allí sentado, esperando a ver qué estaba haciendo o qué pasaría a partir de entonces. Se me hizo eterno, pero finalmente, salió con una caja blanca de cartón entre las manos:

    - Apenas estuvo aquí un par de días, me dijo que no podía esperar más, que era por no sé qué del Kharma - no pude evitar sonreír al recordar sus cosas, y sobre todo, al recordar el discurso parecido que me echó a mí cuando la vi por última vez.
    - ¿Qué es eso?
    - Me dejó un montón de documentación, e incluso tuvo que renovarse el pasaporte, sólo lo había usado para Australia, y de eso hace ya mucho... mira, es todo cuanto sé de dónde está y qué hace.

    Comenzó a sacar sobres, documentos y panfletos de aquella caja. Los fue poniendo a lo largo de toda la mesa, y diciendo: "Échale un vistazo", se fue de allí, desapareciendo por el pasillo que conducía al resto del piso. Comencé a observar esos panfletos, con el logo de una conocida ONG en la esquina superior derecha. Estaban en inglés la mayoría, todos hablaban de lo mismo: Voluntaria de India. ¿De qué iba todo aquello? Me estaba asustando mucho todo aquello; por una parte, tenía el consuelo de tener a María de mi lado, por el otro, sabía que Cristina estaba al otro lado de la Tierra, en una superficie compartida con más de mil millones de personas. Sus ojos eran inconfundibles, pero no sabía si sería capaz de distinguirlos entre tanta gente.

    Cogí las llaves, la cartera y el teléfono móvil, pues parecía que aquella señora volvía a confiar en mí, y seguí leyendo papeles. Conforme iba repasándolos, iba cerrando el círculo, pero aún así, me parecía una obra faraónica ir hasta allí, encontrarla, convencerla de que no era quien le habían contado, y volver a casa. Pero tenía por delante toda una vida, y no pararía hasta conseguirlo. Devoraba aquellas hojas como si de comida se tratara, estaba hambriento de conocer más... María volvió a los 15 minutos, hablando cuando aún no se había sentado:


    - Pues sí hijo, a Bombay que se ha ido la niña... no hubo forma de pararla. Pero bueno, está muy contenta; hablo con ella cada dos semanas, y cada vez le queda menos para volver. Mira, aquí tienes toda la información del sitio donde está - abrió un sobre de los que aún no había mirado -, es un orfanato del centro. A ver quién es el chulo que se mete ahí... lo he visto las noticias, y aquello da miedo.
    - María, ¿Me puedo llevar esto conmigo? Se lo devolveré en unos días... se lo prometo.
    - ¿Para qué lo quieres, hijo?
    -Voy a ir a por ella, no puedo esperar a que vuelva.
    - ¿Estás loco? Es como buscar una aguja en un pajar, te vas a perder, lo sé. Además, deberías saber una cosa... - dijo frunciendo el ceño. No me gustaba nada la cara que puso.
    - ¿El qué? ¡Dímelo! - dije un poco alterado.
    - Está un poco decepcionada contigo, lo sabe todo, vio el programa. Dijo que no quería volver a verte...
    - ¿Pe... pero cómo? Mira, me da igual, se lo explicaré igual que te lo he explicado a ti, seguro que lo entiende.
    - ¿Tú crees? - no parecía muy convencida.
    - Sí, de hecho, no quiero perder el tiempo, lo siento, pero me tengo que ir ya, gracias por todo.


    Me acompañó hasta la puerta, me dio dos besos y, cuando ya estaba bajando las escaleras, llamó mi atención por última vez:


    - ¡Carlos!
    - Dígame - le dije parando en el cuarto o quinto peldaño.
    - Sé que esto te lo tendría que decir su padre, pero como yo ha cumplido esa función desde que él murió, así que...: sólo te quería decir que cuentas con mi apoyo y beneplácito para esto que vas a hacer.
    - Gracias María, eso me dará fuerzas, tenlo por seguro.
    - ¡Ah! Y te puedes quedar con la foto - dijo dedicándome una sonrisa cómplice, casi maternal. No se lo tomo muy mal, teniendo en cuenta el hecho de que, literalmente, se la había robado.

    Seguí hasta la planta baja, sonriendo por aquella última frase que me brindó. Ya estaba dándole vueltas a la cabeza, maquinando algún plan para llegar hasta allí. Tenía una dirección, y un pasaporte fosilizado por falta de uso en casa; eso, y todo lo que Giorgio me había dejado. Volví a sentir ese cosquilleo de emoción al ver aquella preciosidad aparcada en la calle, a centímetros del suelo y casi medio metro por más bajo que cualquier coche que tuviera alrededor. Me moría de ganas por cogerlo, pero mis tripas comenzaban a emitir un sonido muy bronco, digno de cualquier V8 americano. Busqué algún sitio donde comprar algo para comer; miré mi cartera, y apenas llevaba 4 o 5 euros. Con eso me daba para retomar mi dieta de estudiante, a base de grasas saturadas e hidratos de carbono. Me acerqué a un Kebab que había en la misma calle, y me pedí un Döner de pollo con mucha ensalada, como de joven me gustaba.

    Ya no recordaba lo mucho que me gustaban, y mientras que me lo comía en la misma barra del establecimiento, acompañado de una Coca Cola, el indio que se encargaba de aquello, comenzó a hablarme:

    - ¿Es tuyo? - dijo señalando al Enzo, que estaba rodeado de gente echándole fotos y tocándolo de arriba a abajo
    - Sí, es mío ¿Te gusta?
    - Sísí, muy chulo. Mucho dinero, ¿No? - dijo con el típico acento de los que trabajaban en aquellos sitios.
    - Pss... no te creas - dije tratando de no ostentar demasiado, pues sabía que eso no me beneficiaría.
    - ¿Por qué comer aquí? Tú restaurante bueno.
    - Bah, esto está mucho mejor, ¿no crees? - dije mientras le dejaba los 4 euros sobre la barra.

    Salí de allí y me abrí hueco entre la multitud, pero cuando iba a abrir el coche, me percaté de que no tenía ni un duro encima, y el Enzo no era precisamente un híbrido, debía repostar si quería llegar a La Pandera con él. Así que, lo dejé allí unos minutos más, recordando las palabras de Paolo en la carta: "Le ha ingresado un pequeño depósito para mantenimiento y demás". Me acerqué a la primera caja que vi, introduje la tarjera y puse mi PIN, esperando ver que mi saldo había dejado de estar en números rojos. Casi me da un jamacuco cuando vi el "pequeño depósito" que me había ingresado: 100.000.000 euros. Saqué 200 de ellos, tratando de contener la emoción, y me dirigí de nuevo hacia el coche, tembloroso y descoordinado, tratando de disimular mi emoción. Me sentía muy emocionado, a la par que valioso; en esos momentos, yo tenía una mina de oro en la cartera, y cualquiera de los allí presentes mataría por tener en su poder a ésta.

    Traté de ser todo lo educado que pude con los allí presentes, abrí la puerta con dificultad (parecía un famoso o alguien importante; obviando el detalle de que era al coche, y no a mí, a quien admiraban), y todos se dirigieron a la parte trasera, esperando a que lo arrancara. Yo volvía a estar a salvo, en aquel habitáculo de carbono, rodeado de tecnología y pasión. Arranqué entre el júbilo de la gente, y me largué de allí con el torpe caminar de cualquier superdeportivo por el centro de Jaén; los bajos rozaban cada par de metros, las caras de emoción de la gente se fundían con las del dolor al verlo estrellarse contra el asfalto. Y desde dentro, me sentía como el mismísimo Schumacher, con las levas en el volante; cada vez que bajaba o subía de marcha, el coche me daba un tirón muy fuerte, me extirpaba los riñones, desde luego, la comodidad brillaba por su ausencia. Cada giro con el volante, era un placer incomparable con nada, pero salir de aquel caos, fue un placer aún mayor.

    Dejé atrás un instituto y la pequeña ermita que ponían fin al término municipal de Jaén, cosa que también significaba otra cosa: fin de la restricción de 50 por hora. Recordé lo que acababa de ver en el banco, y no pude más que gritar de júbilo mientras hundía mi pie derecho en el acelerador. Mi grito y el motor a 8000 rpm se fundieron en uno, formando una banda sonora desagradable pero intensa al mismo tiempo. Apuré segunda, tercera, y casi cuarta. Cuando quise darme cuenta, estaba rodando a 230 kilómetros por hora, pensé: "Nadie habrá ido nunca tan rápido por aquí", pero luego se me vino a la mente la imagen de Giorgio con mi GT3, difícilmente habría superado su listón...

    El resto del trayecto fui muy rápido, le había perdido el respeto a aquella bestia, algo que me daba un poco de miedo; un coche así puede pasar de hacerte la persona más poderosa en kilómetros a la redonda a convertirse en tu tumba. Pero es que aquello era adictivo, aquella sensación de planear a ras del suelo, por una carretera revirada pero con buen asfalto y bastante ancha. Desde la línea continua hasta el arcén, la calzada era mía. En aquella burbuja sin equipo de sonido ni elevalunas eléctrico, la vida se veía a otro ritmo: al ritmo de la luz. Todo el mundo debería sentir algo así al menos una vez en la vida, yo lo sentiría el resto de la mía. Era un jet entre tractores y motores diésel; ellos soltaban humo negro, yo, un sonido celestial cada vez que las mariposas de los escapes se abrían.

    A esas velocidades, fuera de toda legalidad y sentido común, no tardé demasiado en llegar a aquel templo oculto tras kilómetros de soledad y niebla. Como era de esperar, allí arriba ya estaba Paco, con el GTS aparcado al lado del garaje y la puerta del mismo abierta. Me dio miedo asomarme a ver qué estaba haciendo, algo se intuía, pero no sabía si atreverme a dar el paso. Con el nerviosismo in crescendo, me atreví a entrar. En 32 años de existencia, mis ojos no se habían deleitado con un espectáculo cromático medianamente comparable a aquello. El muy mamón ya había destapado todos los coches, buff... ¿Qué puedo decir de aquel momento? La mayoría de ellos no los había visto en la vida, y ahora eran todo míos: Bugatti Veyron, Jaguar XJ220, Porsche Carrera GT y 918 (además de una extensa gama de 911s, el viejo era todo un fetichista), Koenigsegg... recibían la comitiva de naves interestelares. Sin duda, aquello era el Olimpo.

    Cuando mis ojos se acostumbraron a aquellos colores, a esas curvas, a esas ruedas, a esos alerones, a esos faros que me miraban desafiantes... comenzaron a buscar a Paco. Escuché ruidos al fondo (era una nave bastante larga, las bestias estaban aparcadas en cuatro filas, que se extendían hacia el interior), así que fui hasta allí, abriéndome paso entre deportivos de todos los niveles, épocas, colores y tipos. Desde un Maserati Gran Turismo hasta un Ferrari Fxx azul cielo matriculado (sí, matriculado; era el único que no llevaba matrícula italiana, sino alemana, seguramente por algún tema de homologaciones). Aquello era el tesoro de Alí Babá, tendría que contratar a alguien para que se quedara vigilándolos por la noche con una escopeta entre las manos, o evitarme terceros en todo aquello y encargarme personalmente del tema.

    Me lo encontré sentado, admirando las que con toda seguridad, eran las piezas más valiosas de la colección: un Porsche 917 y un Ferrari 250 GTO. Había una gran cantidad de clásicos, incluso un Pegaso Z-102; estaba abrumado, extasiado. Lo que más me alegraba de todo aquello es que tenía toda una vida por delante para conocerlos a fondo, a todos y cada uno de ellos. No sólo había dinero allí dentro, aquellos coches rebosaban refinamiento y buen gusto, no tenía una sola crítica hacia ninguno de ellos, no había ninguna horterada a lo jeque árabe ni ninguna ostentación innecesaria. Además, todos tenían algo en común: su pulcro estado. Ni los nuevos ni los viejos tenían un sólo arañazo, un desconchón en la pintura o el mínimo indicio de suciedad o polvo en el interior. Haría falta mucha gente para mantener todo aquello en perfecto estado, suerte que tenía aquel "pequeño depósito" a mi disposición. Le puse la mano sobre el hombro, mientras que él seguía con el culo puesto sobre una caja de patatas, ensimismado mirando aquel trozo de historia con ruedas, con los ojos lacrimosos y la boca medio abierta:


    - Joder, cómo te gustan los cacharros estos ¿Eh?. Menudo carroza estás hecho...
    - Perdona, pero no he podido evitar destaparlos - dijo mientras seguía con la vista puesta en aquel dúo - ¿Eres consciente de lo que tienes delante?
    - No soy consciente de nada de lo que ha pasado estás últimas 48 horas. Escucha, sigues en paro, ¿Verdad?
    - Llevo parado dos horas delante de estos dos; si es a eso a lo que te refieres...
    - Jeje, escucha, ¿Te gustaría encargarte de esto?
    - ¿Cómo? No te entiendo.
    - ¡Sí! ¿Qué si quieres encargarte de esto? ¿Te gustaría trabajar aquí, para mí, bueno, para ellos?
    - Nada desearía más en este mundo - dijo mientras seguía sin quitar la vista de estos dos.
    - Bueno, pues vamos a celebrar que soy tu jefe ¿No?
    - Yo de aquí no me muevo - seguía embobado, completamente fuera de sí; al parecer, para él ese par de coches eran lo que para mí el Ferrari Enzo, incluso más.
    - Que sí hombre, hazme caso - dije mientras lo levantaba de aquella caja en la que estaba sentado -, además, ahora te voy a dejar unos días a solas con ellos ¿Eh? Cuídamelos...
    - A sus órdenes.
    - Bueno, ¿Cuál quieres coger hoy? - dije mientras abría el cajón de las llaves.


    Pasamos la tarde subiendo y bajando los 10 kilómetros que separaban la cima de la A-6050. Cogíamos un par de coches, y le dábamos un poco de caña por aquella solitaria carretera. Sólo nos atrevimos con los menos potentes, los superdeportivos apenas los cogimos para moverlos de sitio, eran obras de arte, y los tratábamos como tal.

    Volvimos a ser niños, con juguetes caros, pero niños al fin y al cabo. No se nos borró la sonrisa en toda la tarde. A día de hoy, no puedo evitar emocionarme al recordarnos a mí y a Paco subiendo hasta La Pandera; él con Toyota GT-86 blanco y yo con un GT3 RS 4.0. No había curva en la que no los pusiéramos de lado. Yo con mucha tensión, con los brazos engarrotados y sudando como un pollo ante colosal derroche de potencia; él con un brazo fuera del coche, cogiendo el doble de ángulo que yo, y pegándose a mi culo como un SUV por la autopista.


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    Pero el día llegó a su fin, y sabía que a mí lo que me tocaba entonces era hacer maletas y acostarme pronto para madrugar al día siguiente. Daba igual que fuera un médico con apenas margen para llegar a final de mes, o un multimillonario con dinero para rellenar mil colchones; mi destino era levantarme pronto y descansar lo justo, me tomaba muy a pecho lo de "El que mucho duerme, poco vive". Así que, a eso de las ocho de la tarde, y tras haber pasado por nuestras manos una veintena de coches, decidimos que era el momento de volver a casa. Yo me iría a dormir, y él invitaría a Lucía y sus hijos al mayor banquete de sus vidas, cortesía de "el tito Carlos". Se dispuso a coger el Golf, yo lo agarré y le dije:


    - Pero, ¿Qué haces?
    - Pues... irme a casa.
    - ¿En eso? ¡Venga ya! Una cosa es que le tengamos cariño, y otra es que seamos gilipollas. Coge el que te salga de los cojones de los que hay allí adentro, que este se ha ganado una jubilación, mañana lo metes con los otros clásicos...
    - ¿Sí? ¿Me dejas uno?
    - ¿Cómo que si te lo dejo? Son tuyos tío, esto para mí sólo no sirve de nada, toma, guárdamelas estos días, que yo voy a estar un poco lejos... - le dije mientras le daba las llaves de aquel sitio.
    - ¿A dónde te vas?
    - A por ella...
    - ¿Qué? ¿La has encontrado?
    - No lo sé, a eso voy, lo más seguro es que vuelva sólo, pero tengo que intentarlo.
    - Joder, bueno, ya me contarás.

    Se fue hacia adentro, y a los dos minutos, un rugido de un V12 ahuyentó a unos cuantos buitres que había en lo alto de la enorme antena. Un Mercedes CL 65 AMG salió de allí; era inmenso, Paco se veía diminuto dentro de aquel barco. Dijo: "Es que tienen que venirse los niños también... jeje", y le pegó un acelerón que por poco no se despeñó ladera abajo. Yo dejé a un lado la comodidad y el lujo, y me conformé con la mitad de cilindros. Me decanté por un Nissan GTR 2012 de color azul, con las llantas oscuras y el interior en cuero granate, yo mismo lo hubiera configurado así si hubiera tenido la oportunidad de comprarlo.

    El viaje a Jaén fue un espectáculo, el enorme Mercedes era bastante torpe en los primeros kilómetros, pues la estrecha y serpenteante carretera no era su entorno natural. Pero a Paco parecía no importarle demasiado, en las horquillas podía ver su sonrisa de oreja a oreja, y es que, a lo bueno, uno se acostumbra pronto. Aunque yo tampoco podía hablar, mi cara de pánfilo era un tanto patética, pero no me importaba, tenía a Godzilla y otro centenar de fieras para defenderme de las críticas y las miradas juzgantes. Al llegar a la A-6050, y sus cerca de 30 kilómetros hasta Jaén, la cosa cambió. La tracción a las cuatro ruedas del GTR, y su menor tamaño, no eran rival para aquel devorador de kilómetros. Nos quedábamos detrás de algún coche o camión, y segundos más tarde, salíamos zumbando carretera adelante entre rugidos infernales; el subidón de adrenalina era tal que yo y el coche formábamos uno. Me recordaba a una persecución de mafiosos en alguna película de El Padrino, o a la legendaria escena de la película Bullit. No se puede describir con palabras, ese sonido, ese elegante GT de color negro adelantando coches a un ritmo endiablado, seguido de mi japo y sus 550 caballos de potencia nipona... se me eriza el vello sólo de pensarlo. Algunos lo llamaran temeridad, yo, estilo de vida. Algunos no verán más que cuatro ruedas y un motor, yo, una razón para vivir.

    Recorrimos juntos el centro, dando el cante allá por donde pasábamos, acelerando en cada semáforo, dejando admirados a los niños, y matando de envidia a sus padres. Pero llegó el momento de despedirnos, y entre farolas encendidas, cogí dirección a mi más que humilde morada, para preparar maletas y echar otro vistazo a los documentos que me mandó Paolo: había algo en Livorno que me interesaba, y mucho...

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    Y a él fue al que me encontré nada más llegar a la urbanización. Con los guantes de cuero para conducir puestos, un puro en la mano, y esa gabardina que no se quitaría no para dormir, esperaba apoyado en el Lancia frente a la puerta de mi casa. Bajé del Nissan y le estreché la mano:


    - Espero que no haya venido hasta aquí para una tontería... - dijo.
    - No, en absoluto. ¿Qué tal el viaje?
    - Largo... - no era un hombre muy cercano, quizá todos los italianos eran así...
    - Bueno, ¿Y qué le parece esto? ¿Le gusta Jaén?
    - He estado en sitios peores - definitivamente, no tenía un gran don de gentes, pero bueno, era comprensible, llevaba muchas horas conduciendo, y estaría cansado.
    - Pues, creo que tendrá que acostumbrarse a este sitio...
    - ¿Por qué lo dices? - dijo mostrando al menos un ínfimo gesto de curiosidad.
    - Eres abogado, ¿No?.
    - Sí, eso dicen...
    - Pues tienes trabajo para rato. Pasa machote, y te cuento mientras nos tomamos un café.



    Capítulo 37


    Un GTR en la puerta de casa, un par de refrescos y una bolsa de frutos secos fue todo lo que nos hizo falta para hablar durante horas. Estaba cansado, e impaciente por irme a la cama. Ni los coches, ni el dinero, ni las partidas de golf me darían un mínimo de satisfacción hasta que no consiguiera restablecer el orden y los logros de mi antigua vida. Sentía como si no fueran míos, pues la diferencia entre un regalo y un capricho es que, lo segundo te lo ganas, lo primero simplemente llega. A mí me llegó, y sabía que era una oportunidad que el destino me había dado para hacer algo grande, pero eso no quitaba que yo había sido alguien los últimos 32 años, y eso nunca lo olvidaría.

    Y ese hombre que tenía sentado frente a mí, en la mesa de la piscina, tenía la potestad de devolverme el nombre que forjé con sudor, tesón, y algo de suerte, a través de aquel viaje. En él estaba medio testigo de esa particular carrera de relevos para recuperar mi dignidad; la otra mitad estaba a más de 8 mil kilómetros de distancia, entre un caos de edificios, cemento y gente. Se me caía el mundo encima sólo de pensar que estaba sola allí, sin nadie cerca que la pudiera ayudar si necesitaba algo; estaba asustado, y mucho. Pero eso era algo de lo que me ocuparía en no mucho tiempo (mi conciencia no me permitía tomarme un descanso mas allá de lo que el cuerpo me exigía), Paolo había venido desde muy lejos, y lo menos que podía hacer era explicarle el por qué de aquella visita relámpago:


    - Bueno, pues usted dirá... ¿Para qué quería verme? - dijo mientras pelaba un cacahuete - lo mínimo que podría haber hecho es ponerme algo de caviar ¡Hombre! - no llegué a comprender si lo decía en serio o no.
    - Aún no he tenido tiempo de asimilar todo esto... ¡Cómo para empezar a gastar dinero a lo loco en tonterías! Nací pobre, y moriré pobre, Paolo - me remangué el desgastado puño de mi camisa y puse una servilleta bajo la pata de la mesa (los años no le pasaban en balde y estaba un poco coja).
    - Sí, pero de conducirlos sí ha tenido tiempo - dijo señalando con la mirada lo que se podía intuir entre los matojos: 550 machacantes bajo una piel azul oscuro.
    - Soy pobre, que no tonto, recuerda. Y no me llames de usted hombre, ¡Qué somos de la misma quinta! Además, me da a mí que vamos a coger confianza... entonces, no te gusta mucho Jaén ¿No?.
    - Depende de para qué...
    - Jeje, parece que ya te vas oliendo algo, ya veo que tonto no eres... espera un segundo, por favor - Me levanté y puse rumbo al interior de la casa.


    Junto a la cómoda de la habitación, descansaba aquella maraña inmunda de documentos que tan bien ordenados había recogido la noche anterior, y que ya formaban parte de mi personal y caótica jerarquía de catalogación. La llevé al jardín, junto con la caja llena de recortes de periódicos y noticias sobre "la trama" que Paco había recopilado. Se me iban cayendo los papeles por el pasillo; algunos los pisaba, otros se libraban de mi 43, y otros directamente servían como mopa para un suelo que necesitaba una limpieza a fondo urgente. Los separé en dos montones bien diferenciados, uno a cada lado del plato, y proseguí con la conversación, que duró hasta la media noche:


    - A ver, lo tenía por aquí... a ver si lo encuentro - dije mientras rebuscaba entre los papeles las escrituras con las cosas que estaban a mi nombre.
    - Venga, que no tenemos toda la vida - me miraba por encima del hombro y con cierta arrogancia. Pero no me lo tomé a mal, parecía más algo intrínseco de su carácter, de su personalidad, que un mal gesto.
    - Ey, ey, un respeto que soy tu jefe - dije con cierto tono bromista.
    - Perdón, perdón, no iba en serio. Sólo era por hablar de algo... - si hubiera sido un dibujo animado, habría visto el símbolo del dólar corriendo a través de sus ojos; o era un gran profesional, o muy avaricioso.
    - Es broma, hombre, no te lo tomes a mal. ¡Ah mira! Ya lo he encontrado. A ver, es que he leído aquí, - señalé un pequeño párrafo en italiano sobre las propiedades del difunto Giorgio - que esto también es para...
    - Sí, sí, ningún problema, a tú entera disposición -me cortó en mitad de la frase, seguramente, se conocía aquellos textos de memoria.
    - Pues me viene de perlas, en unas horas tengo que salir de viaje ¿Sabes?
    - ¿A sí? ¿Y eso? Quizá me pille de paso en el camino de regreso y pueda acercarte - dijo mostrándose incluso amable conmigo.
    - No Paolo, tú de aquí no te mueves.
    - ¡Ah! ¿Pero no me habías llamado para preguntarme eso?
    - ¿Bromeas? ¿Pero quién te crees que soy? ¿De verdad piensas, que te iba a hacer venir hasta aquí para esa mierda de pregunta? Hombre, ¡Por favor! - puse mi atención hacia el otro taco de papeles.
    - ¿Entonces? ¿Para qué he venido? - dijo mostrando aún más de atención en la conversación.
    - Pues, para esto; - le mostré una revista amarillista que ocupaba toda la portada con un montaje fotográfico en el que se me veía introduciendo una caja de Amatoxina en el hospital, mientras se me caían un par de billetes de 500 euros del bolsillo del pantalón, a modo de calicatura - quiero que recuperes mi honor, y te lleves por delante a estos hijos de puta. Aquí tienes mucha información, lo mismo te sirve de ayuda para saber de qué va el tema...
    - Conozco tu caso a fondo, lo llevo siguiendo desde hace meses, no necesito todo eso, pero gracias. Sólo necesito saber una cosa más... - dijo mientras se rascaba la barbilla.
    - ¿El qué?
    - ¿Lo hiciste?
    - ¿Cómo que si lo hice? ¿A qué te refieres?
    - Sí, ¿Que si lo hiciste? Vamos a ganar seas culpable o no, sólo quiero que seas sincero conmigo... - se le veía muy confiado, o era un buen abogado, o se le daba bien jugar al Póker. De ser así, se estaba marcando un buen farol.
    - No, no por Dios. No sé cómo lo habrán hecho... pero te juro que no tengo nada que ver...
    - Está bien, no necesito más explicaciones, tú ya no tienes que preocuparte de nada, tranquilo. Esto es un juego de niños al lado de en las que me metía nuestro amigo Giorgio. Ese hombre era lo que vosotros llamáis "un tiburón para los negocios".
    - Bueno... pues cuando vuelva, hablaremos de honorarios...
    - Yo no hablo de eso hasta que no termina el juicio, así me aseguro de no cagarla mucho...
    - Me gusta tu forma de trabajar... me gusta. Se hace un poco tarde, y aún tengo que preparar las maletas y descansar unas horitas. Esta será tu casa de aquí en adelante, cualquier cosa que necesites, me lo pides. De momento te haré una transferencia para gastos laborales -le guiñé un ojo-, ahí dentro tienes el ordenador y los juzgados están en...
    -No necesito ir al juzgado, todo cuanto me hace falta lo tengo ahí dentro - dijo señalando a su Lancia, que estaba justo delante del Nissan - y no necesito dinero, me basto y me sirvo yo solito, pero gracias.
    - Madre mía, lo tuyo no son las indirectas ¿Eh? ¡Que te des un gustazo hombre! No te conozco de mucho, pero sé que te lo has ganado, al fin y al cabo, te has andado media Europa por Giorgio... Bueno, lo dicho, saca tus cosas del coche e instálate en el cuarto que hay junto a la cocina - era el mío (el único que había en la casa), pero me daba igual, iba a estar fuera un tiempo, y ya tenía pensada una nueva residencia para cuando volviera (o volviéramos).


    Fui al baño mientras que Paolo se instalaba en su nuevo cuarto. Por el espejo de encima del lavabo, lo veía yendo y viniendo cargado de cables, móviles, tablets y demás objetos tecnológicos, mientras yo me cepillaba los dientes. Tenía un auténtico arsenal, y yo, apenas era capaz de navegar por internet y manejar el GPS del coche. En una de esas idas y venidas, aproveché para entrar un segundo a mi cuarto, y coger ropa y la maleta donde la guardaría. Mientras veía las noticias en un canal 24h, ordené todas mis cosas y me tomé un vaso de leche con Colacao para conciliar mejor el sueño. Sólo me faltó una cosa por meter en el equipaje: su foto. La apoyé sobre un marco que había en la mesa del comedor, me tapé con una manta vieja, y concilié el sueño mientras la observaba desde el sofá.

    Dormí bien, muy bien, pero poco. Lo justo para recobrar una ilusión que, no recordaba desde mi infancia cuando iba a la playa con mis padres o de excursión con el colegio. Eran apenas las 5 de la mañana, pero tenía la misma energía que si llevara durmiendo días. Los ojos me brillaban como nunca antes lo habían hecho, y sentía ese placentero vacío en el estómago, que no tenía ganas de calmar comiendo algo. Sólo quería lavarme la cara, cambiarme de ropa, y salir de allí, no importaba a donde ni con qué motivo, buscaba conducir, durante horas y horas, solos yo, él y unos cuantos de los 32 millones de kilómetros de carretera esparcidos por el mundo.

    Estaba ya saliendo por la puerta, cerrando sin hacer demasiado ruido, cuando me acordé de la foto, no podía ir a ningún lado sin ella. De hecho, no sé cómo había aguantado todo ese tiempo sin la misma. Programé el GPS (1800 kilómetros por delante), puse la foto en el espejo retrovisor, le miré a los ojos por última vez, y pulsé el botón. A centímetros del suelo, detrás de un motor creado en una cámara aséptica, y justo delante de un par de maletas, la felicidad hizo acto de presencia y se sentó de copiloto. Aluminio, iridio y un toque de carbono fueron suficientes para despertar el miedo en la urbanización. Aquellas luces blancas surcaron las solitarias y oscuras calles a su particular velocidad de crucero. No veía el momento de ver amanecer dentro de aquella cosa, no veía el momento de parar, sólo quería empezar el viaje una y otra vez, y eso que apenas había salido.

    Las calles de Jaén eran más naturales a aquellas horas; apenas un barrendero o un mendigo rompían la calma de sus rincones. Las luces naranjas de las farolas sólo encontraban compañía en su propio reflejo sobre las baldosas. Y yo tampoco la encontraba en aquella maldita radio plagada de música clásica, chill out y videncia radiotelefónica. Me decidí por dejar una emisora un poco más comercial, que de madrugada hacía un especial de canciones románticas. Cuatro trasnochadores llamaban para dedicar canciones a mujeres que jamás tocarían; unos psicópatas, vamos. Pero hubo uno, un tal Jose, que me cayó bien. Dijo algo de que estaba de guardia en una obra y, pedía las canciones una detrás de otra. Con Tracy Chapman de fondo, abandoné Jaén; pronto se convirtió en una mancha de luz en el espejo. No sé que tenía la noche, que me encantaba. Ese toque misterioso de no saber qué había más allá de mis faros... era algo inexplicable. La monótona autovía sólo era alterada por las luces de pequeños pueblos a lo lejos, de camiones con productos perecederos (los amos y señores a esas horas) y los neones anticuados de puticlubs y algún bar de carretera.

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    Tras pasar Despeñaperros entre cruzadas y acelerones, descubrí que nuestro país, infectado de radares (como si de minas antipersonas se trataran), era fácilmente manipulable. Aquel pitido que paralizaba la actividad del equipo BOSE cada vez que me aproximaba a una de aquellas cajas blancas, me protegía de quedarme sin carnet en un par de horas. Ese "extra" del coche, me encantaba; no sabía cómo había podido vivir sin uno de esos en mi GT3, del que ya casi ni me acordaba. Sólo aparecía de vez en cuando en mis recuerdos, escupiendo el quejido de su 6 cilindros a milímetros de mis tímpanos. La diosa Soberbia me tentaba a desviarme de la ruta e ir a por él, allá donde estuviera, y traerme sus restos para un entierro digno.

    Pero tras mirar por el retrovisor un par de veces más, supe que aquello no era lo que tenía que hacer. Sus verdes ojos, como si de mi ángel bueno se trataran, me pedían ayuda desde tan lejos, que apenas podía oírlos. Pero sentía que no tenía elección, ella y sus carnosos labios comenzaron con aquello, y en mi mano tenía la pluma con la que continuar escribiendo. Sólo paré una vez en España en mi ascenso hacia el Norte, aún con el Sol negándose a aparecer. Había recuperado el apetito, y mientras observaba el deportivo con emoción, me comí un buen bocata de jamón a esa hora en que lo normal eran un par de tostadas con aceite. Parecía esconderse entre un par de enormes trailers, esperando el momento de acabar con ellos. Pero su pintura, brillante y pulida incluso tras cuatrocientos kilómetros de mosquitos estampados y porquería, lo delataban. Daba igual lo grande que fueran aquellos camiones, la gente de la estación de servicio sólo tenían ojos para él. No tenía la línea de un 911, ni la elegancia de un Aston Martin, ni la deportividad de un Ferrari, pero tenía algo de los tres, y servía para cumplir las mismas funciones que estos, pero con nota sobresaliente. Era mi número dos en la lista de "compras realistas" antes de que Giorgio me elevara a un universo superior en el que todo era posible.

    Volaba a 250 por hora mientras el Sol incidía sobre el cuero granate del interior y directamente sobre mi piel. No tardé demasiado en poner el aire acondicionado , el Verano estaba cerca y el cambio climático hacía que cada vez llegara antes. A las 12 del medio día, paré a comer, ya en Francia, en el mismo sitio donde lo hice día antes con Paco y Giorgio. Fue inevitable acordarme de ellos mientras veía en las noticias francesas que la situación en India estaba cada vez peor, debido a los encontronazos entre los sectores más radicales de cada religión. Bombay se había convertido en una pequeña zona de guerra. Yo me asusté mucho, de hecho, no pude ni acabarme el plato de macarrones con tomate que había pedido; aquello me quitó el hambre en un momento. No quería imaginar cómo lo estaría pasando María desde Jaén, y pensé que lo mejor sería no pensar en cómo estaba Cristina. Me planteé seriamente si aquel viaje sería lo mejor para nosotros, o si lo ideal hubiera sido coger un vuelo desde Madrid y llegar allí en unas horas. Pero el caso es que ya estaba hecho, tenía el número del gestor en el bolsillo, y una cita con el mismo a eso de las 8 de la tarde.

    Así que decidí no entretenerme demasiado. Fui al baño, pagué la cuenta, y me dispuse a huir rumbo a donde Godzilla me llevara. Pero al salir del restaurante, me pasó algo curioso: estuve como un cuarto de hora buscando mi coche, hasta que recordé que no era el 911, sino el GTR, el que me había traído hasta allí. Contemplé por última vez aquellas plazas de aparcamiento donde dejamos al Golf y mi difunto "pepino", y puse rumbo (ya sin más paradas que las necesarias para repostar) al corazón de Italia. El camino, acompañado de esa obra de arte con ruedas, se me hizo muy corto.

    Con el Mar Mediterráneo a mi derecha durante más de mil kilómetros, la Costa Azul y su particular ritmo de vida, y el sonido del aire chocando contra la carrocería a velocidades muy por encima de lo legal, la preciosa ciudad de Pisa y su iluminación a esas horas de la tarde no tardaron demasiado en indicarme que mi destino estaba muy cerca. Volvía a estar en la tierra de los cavallinos rampantes y la pizza Margarita; había tardado 32 años en ir, y apenas unos días en volver. Si lo había hecho por amor al arte o por pura necesidad era lo de menos, nada de lo hecho esos últimos días entraba dentro de una explicación coherente o racional, así que me limité a dejar fluir la coyuntura y simplemente, me deslizaba por el tobogán de mi nueva vida.

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    7:30 PM. Aparqué mi montura azulada frente a aquel edificio minimalista con un cierto toque industrial. No entendía muy bien de qué se trataba, pero difería mucho de lo que esperaba encontrarme. Saqué el número del bolsillo, lo puse sobre el salpicadero, y esperé a que llegara el gestor en la puerta de aquel teórico astillero. Poco o nada tenía que ver con mi idea de atarazana sucia y oscura que me habían mostrado películas o televisión. Aquello era más bien un centro de culto al arte, fundido con la tecnología; era la explicación más lógica a que la física y las matemáticas podían ser bellas. Tras un escaparate se podían intuir verdaderas naves espaciales, la mayoría de ellas oscuras y amenazantes. Eran muy angulosas, parecían estar diseñadas con escuadra y cartabón. Pero lo realmente impresionante no se escondía tras los cristales, sino donde acababa el edificio y empezaba el puerto de Livorno. Bajo unas mantas del tamaño de media Capilla Sixtina, se escondían estructuras imponentes, siluetas inimaginables y creaciones dignas de una novela de Julio Verne.

    Estuve tentado a acercarme a aquellos escaparates, o a saltar alguna de las vallas para conocer más a fondo una de aquellas máquinas. Pero unos carteles de dos por dos en los que ponía con letras a prueba de 25 dioptrías "Vietato passare a sostare" me echaron para atrás. Aproveché esos momentos para encontrarme un poco conmigo mismo y relajarme, nuevamente, tras unos nuevos días ajetreados. Cogí su foto, y la puse sobre el volante; estuve observándola como un cuarto de hora mientras que jugaba con el anillo que me dejó antes de marcharse. Sus labios volvieron a juntarse con los míos por un instante y estuvo junto a mí sentada por unos segundos. Pero el reflejo de unos faros desvirtuaron mi atención y sintieron curiosidad por aquel vehículo solitario, que circulaba por la zona portuaria de la localidad italiana, desértica a esas horas de la noche. Un Audi A8 de color negro aparcó tras de mí, y un señor bajito y trajeado se bajó de éste. Fue hacia mi ventana y la golpeó un par de veces con los nudillos. La bajé para ver qué me contaba:


    - ¿Carlos? Sei Carlos?
    - Sí, soy Carlos, encantado, ¿Qué tal está? - extendí mi mano y la saqué del habitáculo.
    - Sono Mario, venga con me - dijo mientras me estrechaba la mano. Después, sacó un manojo de llaves y se acercó a una puerta que había en un lateral del edificio, justo al empezar la valla.


    Bajé del coche, lo cerré con el mando, y lo dejé abandonado a su suerte en mitad de aquel fantasmagórico polígono industrial, cuyo silencio sólo era roto por el ruido de las olas chocando contra un espigón cercano, coronado por un faro. Lo seguí sin mediar palabra, pues ni mi nivel de italiano, ni su nivel de español eran muy buenos. Yo era como un turista perdido, con la única ayuda de un guía que no dominaba mi idioma. Él, sin embargo, actuaba más como un subordinado, era un súbdito a mi orden y servicio.

    Entramos de lleno en aquel pulcro astillero, sin manchas de aceite, sin hierros tirados por el suelo. Sólo había embarcaciones relucientes, algunas terminadas y otras a medio hacer. Me acerqué a una de ellas, que era bastante grande, y sobre todo, radical. Pero el tal Mario volvió a por mí y me animó a seguir andando entre grúas y contenedores, mientras decía: "Sono tutti venduti". Tras un par de minutos andando, llegamos a un hangar que se encontraba al mismo filo del muelle, y parecía estar conectado al agua a través de éste. Volvió a sacar el manojo de llaves y abrió un puerta pequeña que había junto a otra enorme, juraría que incluso un avión pasaría por allí sin problemas.

    Tras cruzarla, todo permaneció a oscuras durante unos segundos, y mejor que lo hubiera hecho un poco más, pues mis retinas no estaban entrenadas (y eso que llevaban unos días "a tope") para ver eso. "Mr. Ávalos, questo è il Lacrimosa".
     
    Última modificación: 26/12/12
  6. Carlosupercars

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    Capítulo 38


    "Lacrimosa", no sabía muy bien qué significaba, pero sonaba tan bien... En mi mente, se formaba una imagen al pensar en esa palabra, que encajaba a la perfección con aquel lugar. Ese olor virginal, puro e incólume de los materiales de la embarcación, sólo eran alterados por unos pequeños matices a agua salada, que no hacían sino dar más sensación de pulcritud al sitio.

    Mario hablaba y hablaba, pero por un oído me entraba, y por los ojos me salía. Fuere quien fuere el creador de aquel engendro, era evidente que aquel don no se lo había dado el dinero ni el dominio de la técnica. Aquello era un cóctel divino entre perfección y precisión, aliñado con un toque de locura. Parecía estar rompiendo la barrera del sonido incluso parado, era desafiante y lóbrego. Me daba miedo acercarme a él, llegué incluso a sentir escalofríos dentro de aquel hangar. Me faltaban capas de ropa para protegerme de su aliento inquietante.

    Aquel chico seguía escupiendo frases y palabras sin aparente sentido gramatical o léxico. Solo fui capaz de diferenciar palabras sueltas tipo: "DaVinci", "Arte" o "Rapidissimo". Lo di la vuelta como diez veces; aunque no sabía si era de proa a popa, o viceversa, pues no era capaz de encontrar sentido, orden o armonía en "eso". Quizá era por mi vista periférica, que poco o nada abarcaba ante semejante estructura. Unos focos azules pintaban aquel casco de un fino gris, casi negro, que se fundía con las ventanas de cristal y metacrilato. Se veía muy limpio y frío, mas, a la vez, tenía cierto toque cálido y cercano que me invitaba a entrar lo antes posible; como si de Eva invitando a Adán a probar de su manzana se tratase.

    Aquel italiano, bajito y paliducho, enfrascado en aquel disfraz de hombre de negocios, desapareció durante unos segundos entre uno de aquellos vértices infinitos de la embarcación. Al instante, un sonido mecánico e hidráulico, me hizo volver a la supuesta popa de la nave. Una enorme pasarela surgió a ras del suelo del hangar mientras el aire congelado entraba por las enormes puertas de éste. Apenas estaban abiertas una décima parte, pero era más que suficiente para que la brisa marina helara hasta los huesos. Ya tenía una razón más por la que entrar a ver las entrañas de aquella maravilla: el calor de su interior.

    Con miedo a que alguien me llamara la atención (seguía sin hacerme a la idea de que era dueño y señor de ese "barco"), puse un pie sobre aquella plataforma, de unos dos metros de largo y apenas un palmo de anchura. Conducía directamente a una especie de Flybridge, con suelo de madera y apenas unos metros cuadrados de espacio. Resultaba sensualmente atractivo, su figura recordaba ligeramente a la de un coupe. Me dispuse a cruzar por aquella curiosa estructura (completamente de carbono) , cuando me percaté de que, debajo de mí, se encontraban dos enormes turbinas de lo que parecía un motor a reacción. Tragué saliva, como no lo hice ni cuando destapé el Veyron del garaje; aquello no era un barco, era la peor pesadilla de la náutica moderna. Fui consciente de que estaba entrando en una máquina muy seria, pero no hasta el punto que se merecía. Como el primer avión de los hermanos Wright, o el "F=M•a" de Newton, aquello era también un pedazo de historia, algo digno de pasar a los índices de las enciclopedias como un nuevo hito del ser humano en su lucha por el dominio de los mares. Pero era mi ignorancia hacia ese mundo, desconocido para mí hasta ese momento, lo que me hizo, en cierto sentido, subestimar lo que tenía ante mí.

    Unos enormes cristales tintados impedían el paso al interior, que parecía estar herméticamente sellado. Tras un rato buscando algún tirador o manivela para acceder a la cabina, descubrí un pequeño botón a la derecha de las enormes puertas, sobre uno de los pilares principales. Apenas me dio tiempo a apoyar mi mano sobre éste, cuando un mundo hasta ese momento desconocido, se abrió ante mis ojos, que apenas podían creer lo que veían. Si desde fuera parecía grande, desde dentro aún lo era más. Esperaba encontrar un interior rudo y precario, adaptado a las necesidades de control de semejante bestia. Pero en vez de estar todo lleno de cables, ordenadores y joysticks analógicos, lo que me encontré fue un panorama más digno de cualquier apartamento de lujo de Singapur o Hong Kong. Tenía una clara inspiración oriental: el suelo estaba forrado de un moqueta muy delicada que me daba miedo pisar con zapatos. Había un par de sofás de color blanco, una televisión enorme y poco más en un, para nada recargado, salón minimalista de alta mar. Pero determinados detalles, como las esculturas de mármol o los cuadros firmados por Da Vinci o Picasso, daban una idea de que, ese lugar, no era para nada humilde ni recatado; rebosaba lujo y clase por los cuatro costados.

    Me quité los zapatos y me atreví a entrar pisando con mis sudados y antihigiénicos calcetines de "acliclas". Ese suelo jamás habría sentido una deshonra mayor que en ese momento, pero aún así, mi curiosidad me hizo explorar cada rincón de aquel seudoparaíso. Cuando estaba toqueteando el escueto puesto de mandos de la nave transatlántica, un perfume agradable, a la par que intenso, inundó toda la sala. Unos pasos se abrieron camino a través de la pasarela, cruzaron la miniterraza, para más tarde dejar de escucharse por unos segundos, sin saber muy bien si se estaba quitando los zapatos, o simplemente estaba ametrallando aquella moqueta (suave como la seda) con la punta del tacón.

    Yo seguía observando aquel cuadro de mandos, compuesto únicamente por un pequeño timón, una especie de palanca para el control de la velocidad, y una pantalla con GPS y multitud de parámetros que no entendía demasiado bien. Y de repente, una voz femenina bastante deteriorada, comenzó a hablar:


    - Este fue su último gran proyecto, íbamos a dar la vuelta al mundo con él, pero no llegó a estar acabado para cuando él enfermó - no podía creer que estuviera allí -; cogió lápiz y papel y estuvo dos semanas sin salir de nuestra casa de Cerdeña. Decía que era para la jubilación. Yo prefería un velero o algo más "pequeño", pero a él cuanto más grande y rápido fuera, mejor.


    Para mi sorpresa, la mujer de Giorgio (la misma del tanatorio de Adenau y de las fotos del garaje) había venido a verme. Él había muerto, pero su recuerdo, y con éste su fantasma, se negaban a irse. Esos últimos días no había tenido un sólo instante en el que la figura del italiano no volviera una y otra vez a atormentar mi mente. El caso es que, para tener una edad similar a la del viejo, se conservaba bastante mejor que éste, y desde luego, sería una oportunidad única para terminar de atar cabos:

    - ¿Es usted la mujer, bueno, la viuda de Gi... orgio? - dije entrecortándome, su presencia imponía bastante respeto de por sí, y más sabiendo quien era.
    - Pues sí hijo, eso parece -comenzó a andar de arriba para abajo, tocando cada mueble y cada escultura del lugar-. Así que un compatriota se ha quedado con todo esto ¿Eh?. Me alegro mucho, he oído muy buenas cosas sobre usted, y de las malas no me creo nada -dijo mientras sonreía, sin poder disimular la emoción que mostraban sus ojos brillantes.
    - ¡¿Es usted española?! - dije bastante asombrado.
    - Pues sí, bueno, oficialmente llevo unas décadas siendo italiana, pero me crié en España -toqueteaba nerviosamente un par de pulseras de plata que llevaba puestas en la muñeca-. Vine junto a mis padres en busca de un futuro mejor cuando tenía 15 años, desde Galicia. Mi padre estuvo trabajando en las minas hasta que un cáncer de pulmón se lo llevó unos 6 años más tarde. Gracias a Giorgio no morí de hambre, tardó unos años más en llegar a lo más alto por mi culpa, pero nunca me reprochó nada... bueno, de igual, que no quiero aburrirte con historias de viejos.
    - ¿Bromea? Me encanta escucharlas. Además, me da la sensación de que no voy a ser capaz de poner en marcha esta cosa. Necesitaré mucho tiempo y una tripulación de 15 o 20 hombres para llegar a la India, ¿Hay algún aeropuerto cerca?
    - La barca può essere guidata per una sola persona -un chico bastante joven (más o menos de mi edad), hizo acto de presencia tras cruzar la pasarela.


    Una gran ristra de luces leds iluminaba aquel acogedor interior, en el que dos completos desconocidos se dirigían hacia mí sin saber cómo ni en qué momento me habían conocido tan bien. Ambos hablaban conmigo como si lleváramos toda la vida tratándonos. Yo me mantenía confuso y algo desorientado, aunque hubiera firmado por quedarme allí hasta los restos. Insisto en que, en mis 32 años de existencia había visto cosa igual, un fórmula 1 o un Pagani Zonda parecerían pura chatarra a su lado:


    - ¿Qué dice? - pregunté dirigiéndome a la mujer - Y a todo esto... ¿Cómo se llama?
    - Me llamo Sofía, y dice que el barco lo puede conducir una sola persona. Como ya le he dicho, lo había diseñado para que diéramos la vuelta al mundo, sólo nosotros. A pesar de su edad, seguía manteniendo el romanticismo del primer día. Me hizo sentir joven hasta el último momento; aparentemente soy una mujer vieja y oxidada, pero créame chico, que tengo 18 años desde el día que lo conocí.
    - Pero Sofía, por favor, dígame quién era Giorgio...¿Siempre ha sido tan rico? ¿Era el hijo de algún dueño de las minas?
    - No Carlos, ni mucho menos -¿Cómo sabía mi nombre? Mejor no preguntar...- . La primera vez que lo vi, llevaba toda la cara de color negro, incluso sus ojos estaban manchados de aquel polvo gris que acabó con la vida de mi difunto padre, y que casi acaba con la suya también. Pero él tenía algo de lo que mi padre carecía, éste se conformaba con llevar un plato de comida a su familia. Prefería estar doce horas bajo tierra, sudando y desgastando su cuerpo, a arriesgar algo y perderlo todo. Sin embargo, Giorgio aún tenía ilusiones, sueños y esperanzas de un futuro mejor. Los chavales de su edad invertían su tiempo libre en bares y cerveza. Él era mucho más solitario. A veces, paseaba a las cuatro o cinco de la mañana y me lo encontraba yendo de aquí para allá en su bicicleta. Una de esas noches (en las que iba a casa de uno de los señores de la isla, a cuidar de un anciano enfermo), en una esquina entre dos calles, no me vio venir y me atropelló. Apenas me hice nada, pero él insistió en llevarme al trabajo, que quedaba a unos cuantos kilómetros de allí. Para mi sorpresa, me llevó a la playa, donde escondía un pequeño barco velero hecho con retales de tela y maderas podridas. Por aquella época, en Cagliari había un montón de almacenes de pescadores en la costa, y en uno de ellos, era donde él invertía todo su tiempo. Al principio me daba miedo montarme, no parecía muy seguro. Pero, para mi sorpresa, era rapidísimo; en unos minutos, me había dejado en la puerta. Decía que estaba ahorrando para ponerle un motor, y que entonces, ninguno barco sería tan rápido como el suyo. Yo era muy guapa por aquel entonces, y el apenas era un crío con muchas ilusiones y poco dinero. Pero vi algo en él que no vi en mis otros "admiradores".

    - ¿Y qué paso después? - aquella historia me resultaba muy interesante, y yo era incapaz de no verme en aquel barquito con Cristina a mi lado.

    - Seguimos viéndonos, y cuando quise darme cuenta, estábamos saliendo juntos. Después todo fue muy rápido; estaba a punto de comprarse aquel ansiado motor de tercera o cuarta mano, cuando mi padre falleció, haciéndose él cargo de mí y de mi madre. Tuvo que seguir trabajando otros tres años en las minas para ahorrar lo suficiente como para irnos de la isla. Estuvimos un tiempo viviendo en Santa Agata, hasta que se enteró de que en Livorno vendían un pequeño astillero en quiebra. Utilizando como aval la casa de sus padres, hipotecó nuestro futuro con tan sólo 22 años y compró unas cuantas máquinas y un poco de material. Al principio sólo trabajábamos él y yo en aquella fábrica, arreglando pequeños golpes de barcas de pescadores. Pero tras unos comienzos duros, y tras cuatro años más ahorrando, consiguió hacer realidad su sueño. Construyó una versión mejorada del barco de Cerdeña, y para sorpresa de todos los empresarios de la época, Giorgio, sin estudios ni conocimientos de náutica, creó un barco que arrasó con los de la competencia. A partir de ahí todo fue a nuestro favor, cada vez construía barcos más grandes y rápidos. No había rico de la época que no quisiera uno de sus yates junto a su Ferrari. Al final, el mundo de la navegación se le quedó pequeño, y comenzó a invertir en más y más cosas. Compró incluso una farmacéutica con el objetivo de descubrir una cura a su infertilidad. Fue el único sueño que no pudo cumplir, por lo demás, todo cuanto quisimos, pudimos hacerlo. Creo que, en ti, encontró al hijo que nunca tuvo, y por eso te lo ha dejado todo... Y el resto de la historia, ya la conoces; un día desapareció y a los dos meses ya había vendido toda cuanto tenía. Tampoco me importaba, hubiera necesitado mil vidas para gastarla; siempre hemos vivido a medio camino entre Livorno y nuestra casita de Cerdeña. De los miles de millones de euros que sacó de beneficio, nadie sabe nada, y sólo los restos sé donde están: todo está a tu nombre, incluida la casa.


    No podía creerme lo que acababa de oír, ¿Qué clase de persona era Giorgio para dejar sin casa a su mujer? Pero entonces recordé las palabras que dejó en la carta que me encontré en el garaje: "Te dejo todo cuanto tengo, podría haberlo repartido con otras personas a las que también les hace falta, pero sé que eso, lo harás tú por mí", y supe lo que tenía que hacer:


    - Por la casa no se preocupe, estese tranquila. Pero, ¿Y los coches?, ¿Eso tampoco lo sabía o qué? - pensé que algo no cuadraba en todo lo que me estaba contando.
    - Bueno, esa era su otra gran pasión, se compró el primer Lamborghini con 28 años, y espero casi 20 más hasta que se compró el primer Ferrari. Según me contó, tuvo problemas con el dueño de joven y no quería darle el gusto en vida de comprarle unos de sus coches. Cada fin de semana iba a un circuito diferente, al principio, yo lo acompañaba, pero llegó un momento que fue tal su obsesión, que era incapaz de seguir su ritmo de trabajo y hobbies. Y bueno, cuéntame, ¿Por qué la India?
    - Bueno, yo soy como Giorgio... pero un poco más viejo, jeje. No se llama Sofía, pero el fin es el mismo, y no pararé hasta encontrarla, y menos ahora que parece que mis problemas económicos se han esfumado. Y señora, sepa que la fortuna de su marido sigue siendo suya, ese dinero no me pertenece, al menos no aún, así que no se preocupe, cualquier capricho o cosa que tenga que pagar, sólo tiene que decírmelo.
    - Gracias joven, pero no necesito demasiado para vivir, yo también tengo mis ahorros, la vida de rica no me ha hecho vivir por encima de mis posibilidades, no te preocupes. Y ella... ¿Cómo se llama?
    - Cristina.
    - ¿Es... es guapa?
    - ¿Guapa? En mi vida he visto mujer igual. No he hecho una locura así antes, pero créame, que ni siquiera a los coches los he amado tanto como a ella. No sé si son sus ojos o su forma de ser, pero está rozando la obsesión, no puedo esperar más para verla, esto no es vida...
    - ¿Cristina? Giorgio me habló de ella el único día que me llamó. Lucha por ella, o te arrepentirás toda tu vida por lo que pudiste hacer y no hiciste. Además, algo me dice que ella te quiere más aún a ti, y yo de esto sé un poco, que son ya muchos años, cariño.


    El sonido de un claxon desde la puerta del hangar interrumpió nuestra conversación. Sofía miró hacia atrás y volvió a hablarme, ahora un poco más agobiada:


    - Bueno hijo, tengo que irme ya, nunca pongas a tu servicio a tus amigos, o al final serás tú el que trabajes para ellos -se me vino a la mente mi gran amigo (y nuevo mecánico) Paco-... Gracias por darle a Giorgio lo que le faltaba para ser feliz. Perdió una esposa pero ganó un hijo. Al fin y al cabo, murió sonriendo, y eso es lo que importa. Ahora sólo tienes que encontrarla, y ser todo lo feliz que puedas. Lo único que no te va a gustar de la vida, es que te va a parecer demasiado corta.
    - No, las gracias tendría que dárselas a él. Yo era un muerto en vida hasta que lo conocí, nunca he tenido el valor o las fuerzas para hacer lo que de verdad me apetecía. Siempre lo he aplazado todo, lo he dejado para más tarde o simplemente me he olvidado de aquellas personas que quería o de las que me enamoré. Pero él me enseñó que no debo dejar para mañana lo que puedo hacer hoy. Sólo eso, vale más que todo lo que me ha dejado, y si no hubiera tenido el barco, habría ido a buscarla en bici, créame. No soy muy creyente, pero si el cielo existe, él se lo ha ganado, y espero que me esté observando desde allá arriba pensando que estoy haciendo lo correcto.
    - Dame una abrazo -dijo mientras trataba de ocultar su emoción.


    Tras unos segundos, se quitó una lágrima con la mano, y volvió por donde mismo había venido. Yo me quedé parado, observando aquella sala, con sus cristales angulados y sus formas imposibles. Al par de minutos, el sonido de un V8 (seguramente el del mismo Maserati Quattroporte que vi en Nurburgring) se alejó entre el frío que cubría la noche. Tardé unos segundos en recuperar el aliento, y conseguir el valor para hablar con aquel chaval, que esperó pacientemente en uno de los sofás a que acabáramos con la conversación. Parecía muy confiado, y conocedor de aquella máquina en la que nos encontrábamos, estaba como en su propia casa.

    Me senté en el sillón de enfrente, y tras un rato sin decir ninguno nada, él se levantó y se dirigió hacia la planta baja, de donde subió al poco rato con un portátil entre las manos. Mi reloj marcaba ya las 12 de la noche, pero la verdad es que no estaba cansado, a pesar del largo viaje que me había marcado. Puso el ordenador en la mesa del centro y me hizo un gesto para que me acercara. Me mostró multitud de fotos del barco, e incluso algún video en el que se mostraba de qué era capaz: daba pánico ver aquella cosa volando sobre el mar, mientras que el helicóptero que lo grababa apenas podía seguirle el ritmo. Pasó el resto de la noche explicándome el funcionamiento del barco, cómo utilizar el piloto automático y algunos fundamentos básicos sobre navegación. Aprovechamos también para alquilar un amarre en el puerto de Bombay, y dejarlo todo preparado para el viaje (algo no muy fácil cuando no se comparte el mismo idioma). Y por último, me mostró mi parte favorita de la embarcación: el garaje. Sí, por increíble que pareciera, un amante de la automoción como Giorgio también había pensado en un lugar para su coche. Así que, el GTR también se vendría conmigo a la India. Miedo me daba pensar cómo se desenvolvería entre el caos que tenían por tráfico en aquel país, pero el caso es que, con toda seguridad, me sería útil. Por una compuerta que se abría en un lateral del barco, aparqué a Godzilla y dejamos todo listo para zarpar. Mario, por su parte, se encargó de que las autoridades hicieran la vista gorda ante mi nula experiencia y la ausencia de cualquier permiso para tripular un barco. Incluso llamó a los encargados del estrecho de Suez, todo parecía ir sobre ruedas...

    Cuando quise darme cuenta, estaba viendo el Sol salir por el Este, en la línea donde mar y cielo se fundían en uno. Tras unas pequeñas maniobras que tuve que hacer con ayuda de los prácticos del puerto, el piloto automático hizo su función y estaba surcando un tranquilo Mar Tirreno a 140 kilómetros por hora. El espigón de Livorno comenzó a transformarse en una mera silueta tras la estela del barco. Se me quitaron todas las penas, y me fue inevitable sentirme poderoso al mirar con desprecio el resto de barcos y su escasa velocidad. Busqué la canción de "Feo, Fuerte y Formal" en el ordenador, la reproduje a todo volumen en todos los altavoces del barco, y cogí un habano que había en un pequeño cajón debajo del timón.


    [ame="http://www.youtube.com/watch?v=2EmHYHGabKc"]Loquillo Y Trogloditas - Feo, Fuerte Y Formal - YouTube[/ame]


    No había fumado en la vida, pero esa situación bien merecía un pequeño homenaje. Salí a cubierta, y me senté en una especie de colchón bastante cómodo. Con mis gafas de Sol puestas, un puro encendido entre los dedos, y Loquillo de fondo, no pude más que tumbarme a esperar llegar a mi destino. 4400 millas náuticas me separaban de Bombay, pero desde aquella posición, con el aire rozando mi cabeza a toda velocidad, y el puro sin apagarse (parecía haber muchas horas de túnel de viento invertidas en aquel barco), casi podía distinguir la Puerta de India en el horizonte. Hasta sus ojos brillaban ya como faro en una noche sin estrellas; pero bueno, esa clase de romanticismos eran un poco estúpidos a bordo de semejante bestia. Acabé con el puro, y me fui a la sala de mandos nuevamente: era el momento de ver de qué era capaz el "Lacrimosa".



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    Capítulo 39



    Planeé sobre los mares durante días, camino de un lugar que no conocía. A 200 kilómetros por hora de velocidad de crucero, tardé en acostumbrarme a aquella sensación en el estómago, aunque he de reconocer que la embarcación era realmente cómoda. Cuando ese momento llegó, y me adapté a esa tremebunda celeridad, el miedo dio paso al aburrimiento, y entonces comenzó lo realmente difícil. Le preguntaba a la Luna dónde se encontraba ella, pero sólo obtenía monólogos a cambio. La cúpula estrellada, de noche, en mitad de ninguna parte, me mantenía embelesado durante horas, echado sobre aquella tumbona. Desde la costa italiana al Golfo de Adén, pasando por Suez y el Mar Rojo, mi único entretenimiento, 24 horas al día, era observar su foto, que acabó medio borrada de tantas veces que le pasé la mano por encima.

    Viví en esa dimensión paralela durante un par de días, creyéndome casi Dios a esas velocidades. Adelantaba a los barcos como si estuvieran parados y pintaba estelas que se perdían en el horizonte, dibujando trazos imborrables. Me gustaba parar el motor a las dos o tres de la mañana, y dejar que sólo el mínimo movimiento de las olas nos mecieran a mí y mi compañero metálico en mitad del Océano Pacífico. A lo lejos, observaba uno de los mucho enormes pesqueros japoneses que poblaban aquellas zonas, con sus enormes focos apuntando hacia el mar como único faro de una noche profundamente oscura (como nunca la había visto antes), pero alumbrada por millones de cuerpos celestes, que convertían las tinieblas en una extensión del día. Agua salada en cantidades ingentes, algún animal marino desorientado y el ruido de las turbinas de los aviones fueron mi única compañía durante ocho mil kilómetros.

    Apenas nada que destacar durante el viaje, a excepción del episodio del intento de abordaje en la costa de Guinea; nada grave, pues en unos minutos ese grupo de piratas a bordo de una zodiac de convirtieron en una mera anécdota que contar en mi diario de viaje. Pero las millas pasaron, y cuando quise darme cuenta, las estrellas del Océano pacífico dejaron de brillar con aquella intensidad, y a babor, ya se podían distinguir las luces naranjas de las grandes urbes asiáticas. Mi soledad tocaba a su fin, y con ella, el momento de actuar y ponerme manos a la obra. El barco contaba con multitud de lujos, pero no con una conexión a Internet (o al menos yo no la encontré). Así que, algo me decía que ese folleto informativo en inglés de una ONG casi desconocida, sería poco más que humo dentro de una metrópolis de rascacielos y chabolas.

    Dejé de fiarme del piloto automático, y creí que sería más responsable por mi parte tomar el control de la nave. Enormes colosos comenzaron a formar parte del tráfico marítimo en las inmediaciones de Mumbay, o Bombay, lo mismo daba. El Lacrimosa se comportaba como un atleta de élite entre obesos; era ágil y maniobrable, mientras que algunos de aquellos petroleros podían prolongar las maniobras de frenado y acercamiento durante horas. No costó demasiado localizar el pequeño puerto de Ferry Wharf en el que habíamos conseguido un amarre. Para mi sorpresa, aquello no era la típica marina de un pueblo pijo de costa ni una de tantas macroinstalaciones para ricos. Pescadores y mujeres con grandes capazos de aquí para allá formaban parte del ambiente de la zona. El olor a pescado podrido y suciedad provocaron que, incluso a cubierto, tuviera que taparme nariz y boca con un pañuelo.



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    El canal por el que iba apenas podía abarcar las enormes dimensiones de aquel monstruo. Si a eso le sumamos la presencia de decenas, quizá cientos, de pequeños barcas a ambos lados y los ojos de la multitud que miraba con estupefacción, la maniobra de aproximación fue poco menos que una misión imposible. Tras rebasar esa primera fase, la segunda(amarre), no fue mucho más sencilla. En mi supuesta zona reservada, había un mínimo de otras 10 o 15 embarcaciones, apiladas una tras otra, desembocando directamente en una especie de lonja improvisada en la que vendían las capturas frescas entre moscas y suciedad. Tras más de una hora acercando el afilado morro del Lacrimosa a mi plaza, las barcas fueron desapareciendo, entre negativas y resistencias varias de los dueños. Al parecer, la población india iba a ser un poco más difícil de entender que a las culturas a las que estaba acostumbrado. El Sol terminó de salir mientras lo dejaba perfectamente encuadrado, quedando enclaustrado entre un montón más de pequeñas embarcaciones de madera que poco o nada tenían que ver con mi armatoste de carbono y materiales nobles.

    En cierto sentido, no pude evitar sentirme culpable al ver a aquellas personas desenvolviéndose entre basura y porquería por doquier, mientras yo aparcaba mi imponente yate en el corazón de sus vidas, sabiendo que un ínfima parte de su valor era más que suficiente para sacar de la pobreza a todos ellos. Tomé aire por última vez, e ideé un plan antes de bajar a tierra firme (cosa que, después de dos días, me sentó de fábula). Apenas puse un pie fuera del barco, cuando un grupo de unos 10 o 15 niños se abalanzaron sobre mi pidiéndome una limosna. Unos me pedían a gritos dinero para comer, mientras que otros fingían ser mudos para dar más pena. Incluso había uno ciego, que iba acompañado de un pequeño perro pulgoso que le serviría de lazarillo. Se me partió el alma al ver aquella imagen, y fue entonces cuando comprendí lo dura que podía ser aquella ciudad. Encima no llevaba más que unos 100 euros que, en un país donde la moneda oficial es la rupia, de poco o nada les serviría. Un conato de ataque de pánico me hizo volver adentro, para pensar un poco más fríamente el plan. En la televisión local, había información confusa sobre los disturbios en el centro de la capital y en algunas zonas de la periferia de Bombay; al parecer la situación entre los diferentes grupos radicales religiosos eran cada vez más convulsa y conflictiva, especialmente entre hindúes y musulmanes.

    Bajé las escaleras que llevaban a los camarotes del barco y al garaje del mismo. Con las llaves del GTR en la mano, y cierta preocupación por si lo que estaba a punto de hacer era una locura o un acierto, pulse el botón para hacer descender la escotilla de la parte izquierda. La zona donde ponía con letras grises "Lacrimosa-Livorno" se abatió y sirvió de rampa de salida. Apoyada sobre aquel muelle de madera semipodrido, no me daba demasiada confianza el hecho de que tuviera que pasar por ahí con el coche. Pero me armé de valor, o de inmadurez, y me metí dentro del Nissan. El olor a cuero, la tapicería de color granate, y aquella pantalla central llena de parámetros del motor, me metieron en una burbuja dentro, de por sí, en otra. Pero en el frente tenía ya a aquellos niños esperando a que saliera para pedirme lo que fuera. Arranqué y me bajé para dejarlo arrancado un rato, hasta que se calentara. Fui a la cocina y cogí un par de paquetes de galletas, unos zumos, y algo de fruta (todo estaba ya dentro cuando lo saqué de Italia); volví al garaje, me metí en el coche, y dejé todo cuanto había recolectado en el asiento de al lado. Avancé por la improvisada pasarela con unos enormes neumáticos que a duras penas entraban por allí. Un paso en falso, y ambos caeríamos al agua. No llegué a poner las ruedas delanteras sobre el muelle, cuando los niños comenzaron a golpear los cristales e incluso el resto de la carrocería. En ese momento poco o nada me importaba la reluciente pintura azul, con no atropellar a ninguno me era más que suficiente. Sabía que si hacía algo mal, tendría como testigo a la mirada de todo el puerto, que con toda seguridad no habían visto cosa igual antes. Aquella aparente pasividad que mostraban ante mí o los chicos que me rodeaba, podría transformarse en ira incontrolada en cualquier momento. Así que, abrí las ventanas y empecé a repartir todo lo que llevaba en el asiento. Algunas cosas no me dio tiempo a cogerlas cuando ya se las habían apropiado ellos por su cuenta. Aquello no pintaba para nada bien, al contrario, cada vez estaban más nerviosos y excitados. En 10 segundos habían acabado con todo, y lo comenzaron a compartir. Para mi sorpresa, no siguieron pidiendo cosas ni dando golpes en el coche; cuando vieron que habían acabado con todo, simplemente se fueron por donde mismo habían venido. Uno de ellos, incluso, me ayudó a maniobrar para salir de allí. Apenas levantaba un palmo del suelo, pero se le veía más maduro y listo que a alguno de los chavales que poblaban las universidades en España.

    Me costó la vida ponerlo de frente. La plataforma formaba un ángulo de 90 grados con el muelle, que apenas era medio metro más ancho que ésta. Pero tras engranar marcha atrás y primera unas 10 veces, y dejar los neumáticos Pirelli a 5 centímetros de una abismo de agua y restos de pescado en descomposición, pude salir de allí. El pequeño iba apartando a la gente que se amontonaba sobre la estructura de madera(que crujía constantemente) mientras se comía las galletas. Incluso tiró un par de cajas al agua sin que nadie le rechistara. Seguramente no llegaba a los 10 años, pero ya lo respetaban más que a mí. Mientras tanto, yo seguía estupefacto ante la cruda realidad que tan olvidada había tenido un nuestro mal llamado "primer mundo". Recorrí los cerca de 100 metros del muelle en apenas un minuto, y llegué a la zona donde aquella asquerosa lonja lucía en su máximo esplendor. El niño me dijo adiós con la mano y desapareció en un santiamén entre la multitud. Ahora estaba nuevamente perdido, y no sabía muy bien qué iba a hacer o a dónde tenía que ir. En primer lugar, debía salir de aquel puerto y buscar alguna avenida grande.


    El potente GTR se comportaba torpemente en ese entorno, que ni de lejos era su ambiente natural. Tras dejarlo unos segundos al ralentí, decidiendo hacia dónde dirigirme, vi pasar un rickshaw (pequeño vehículo parecido a un triciclo), que se abría paso bastante bien entre la gente. Me daba igual dónde fuera, solo quería encontrar una calle de verdad a partir de la cual poder moverme por esa macrourbe. Engrané primera y marché tras él, soltando un bramido por el tubo de escape que ya había empezado a echar de menos. Mientras lo seguía, esquivando gente, animales y montañas de basura por una calle con arcos a ambos lados, no podía parar de pensar en que todo aquello lo estaba haciendo por una mujer; "Quién te ha visto y quién te ve", me decía a mí mismo. El caso es que estaba metido hasta al fondo en todo aquello, y ya no había vuelta atrás. Quedaba tan atrás Nurburgring, Jaén o el hospital, que incluso llegué a plantearme si realmente había pasado. Los bajos rozaban en todos lados, oyéndose sonidos metálicos y crujidos cada vez que pasaba por algún escalón, cosa que al pequeño taxi parecía no costarle, saltando como si de un muelle se tratara. No tardé demasiado en perderlo de vista, pero mi objetivo había sido alcanzado: estaba en las entrañas del tráfico indio.


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    No había caos comparable con aquello: bicicletas, personas e incluso alguna vaca despistada, se fundían con autobuses copados de gente, coches destartalados y motos que te pasaban como un rayo por los laterales mientras esquivaban al coche que llevaba delante. Godzilla era poco más que una princesita entre orcos y bestias inmundas. Cuando quise darme cuenta, aquella pequeña calle de doble dirección repleta de baches se había convertido en una avenida, y ésta, a su vez, en una enorme autovía de 6 carriles en ambos sentidos, con una sola cosa en común: todos estaban completamente colapsados. Las bicis y las personas a pie seguían circulando a su libre albedrío, mientras que en puestos improvisados en furgonetas o, directamente sin ellas, se localizaban puestos ambulantes de todo lo que pudieras imaginar. El orden o jerarquía de prioridad que había aprendido al sacarme el carnet de conducir, de poco o nada me servía allí. Parecía haber dos únicas normas muy básicas, que aprendí a base de sustos en apenas cinco minutos: pitar al girar, y esquivar para no chocar. Eso era todo cuanto tenía que hacer para mantenerme vivo en aquel lugar, en el que se mezclaba el lujo más imponente de los rascacielos con slums interminables al otro lado de la calle. Era ese cóctel desagradable a la par que triste, el que le daba un cierto toque cautivador y atractivo. En cierto sentido, parecía una especie de metáfora de mi vida, algo curioso cuanto menos.

    Me costó habituarme a eso de conducir por la izquierda, pero el hecho de estar rodeado de vehículos por todos lados, y desplazarnos en "manada", hizo que resultara mucho más fácil acostumbrase. Entre que era primera hora del día, sumado a la contaminación del lugar (cualquier cosa a más de medio kilómetro era imperceptible) y a que no sabía dónde iba, produjo que me pegara toda una mañana para una única cosa: sacar dinero de un banco. Y me crucé con el primero ya muy lejos del puerto de Ferry Wahrz donde dejé descansando al equivalente del mar de la máquina que conducía, y lo peor es que estaba a tres carriles de distancia de éste, con lo que finalmente no pude pararme. Pero unos cinco kilómetros más adelante (2 horas en tiempo), encontré otro cajero en el que sí pude aparcar. Se encontraba en una enorme avenida un poco más descongestionada, en una intersección entre cuatro calles. Estaba bajo un enorme rascacielos, que formaba parte de un Skyline a medio construir, y rodeado de chabolas y edificios en ruinas. Conseguí aparcar en la mismísima puerta del HDFC BANK; no me fiaba un pelo de Mumbay y lo menos que quería era perder de vista al coche, arriesgándome a que lo robaran, quedándome así a la intemperie en aquella colmena humana. Junto a la puerta había una anciana, con los manos juntas en señal de oración, y con esa especie de punto/lunar en mitad de la frente. Tenía una caja de cartón delante de sus piernas entrecruzadas y, justo al lado, un bebé de apenas unos meses de vida. Supuse que sería su nieto, pues tenía la cara muy arrugada para ser madre de un recién nacido.

    Dentro del cajero, volvía a estar alejado de la pobreza y decadencia que asolaba el lugar. Era asqueroso pensar que en pleno Siglo XXI existía gente de primera clase y gente de segunda; bueno, aquella señora bien podría pasar por alguien de quinta o sexta. Yo me consideraba pobre, pero a partir de ese día, dejé de hacerlo. Las comparaciones con Occidente eran odiosas, allí no tener coche propio y no salir de la península en vacaciones, ya te colocaba por debajo del umbral de la pobreza. ¿Pobreza? Aquello sí que era pobreza, y lo peor es que no era una excepción o un pequeño paréntesis dentro de un mundo de desarrollo y modernización, no, era la tónica general de un país que evolucionaba hacia un falso progreso, mientras dejaba atrás a millones de personas.

    Saqué como 30000 rupias, todo cuanto me era permitido sacar, en billetes de 1000. Lo observaba: ese niño sólo tenía ojos. Nada tenía que ver con los de la planta de pediatría del hospital de Jaén (donde también pasé una temporada), con sus mofletes regordetes y unos pesos relativamente correctos. Él tenía, sin embargo, la piel pegada al cráneo, se le marcaba la mandíbula. A pesar de su bajo lastre, los brazos raquíticos de la mujer apenas podían sostenerlo. Se me encogió el alma, y a pesar de que ese pequeño gesto no cambiaría mucho la situación del resto de habitantes, al menos ellos, ese día, podrían comer bien. Trató de ayudarme a abrir la puerta, sin soltar al chiquillo, pero ante mi negativa, se volvió a sentar. Le pregunté haciendo gestos con las manos, viendo que no hablaba inglés. Tras unos minutos, finalmente me indicó el sitio que buscaba, o al menos eso parecía. Saqué uno de los billetes de la cartera, y se lo puse sobre la caja de cartón, mientras le agradecía con la mano el buen gesto que tuvo conmigo.

    Era casi Verano en el Hemisferio Norte y en Bombay el efecto se multiplicaba por diez con una humedad cercana al 100 por cien, lo que hacía que mi cuerpo sudara como un cerdo a las 12 de la mañana. Y esos dos seres humanos desnutridos y deshidratados, precisaban un pequeño descanso. Así que le di el dinero, pensando en que al menos fuera a comprarle algo de comida al pequeñín. Le hubiera dado más, pero no sabía hasta que punto me haría falta también a mí el dinero. Para mí sorpresa, la mujer se levantó y comenzó a dar saltos de alegría mientras daba besos al bebé, que también pareció contagiarse por el estado de excitación de... la madre. Sí, me dio tiempo de leer el cartel que tenía colgado del cuello y, efectivamente, esa mujer apenas tenía 29 años y él era su hijo. No podía creer que fuera más joven que yo que, aunque medio calvo y algo paliducho, podía haber pasado perfectamente por su hijo. Se me puso tan mal cuerpo, que tuve que irme rápidamente, dejando a éstos allí. Aunque no por mucho tiempo, pues la señora, chica, o no sé muy bien cómo llamarla, cogió las cuatro cosas que tenía y ambos se marcharon de allí, mientras que ponía el billete de 1000 rupias al contraluz, comprobando si era verdadero o no. No fui muy consciente en ese momento, pero le había solucionado varias semanas de "trabajo" a los pobres.


    Me monté en el coche bastante afectado, quité el freno de mano, y salí dirección a mi siguiente destino: un locutorio con acceso a Internet. Quedaba a escasas tres calles de allí, pero seguía pensando que lo mejor era dejar el coche en la misma puerta. Ignoraba el hecho de que, a pesar de su pobreza, había mayor probabilidad de me robaran el GTR en Madrid o Barcelona que allí. Esos 400 metros, como no podía ser de otra forma, se convirtieron en un nuevo trayecto de 25-30 minutos. Por suerte, tenía todo el tiempo del mundo. El sitio en cuestión era un antro "de cuidao": no había ni un triste rótulo que indicara qué había ahí dentro. Pero unas luces rojas justo a la entrada, envolviendo la caja registradora y un pequeño ordenador, no presagiaban nada nuevo. Hice de tripas el corazón, y con un gesto un poco simple, le indiqué al encargado que quería un ordenador. Se levantó de su silla no de muy buena gana y, me llevó hasta una fila de ordenadores, encendiendo el primero de ellos. El lugar era bastante oscuro, y el único foco de luz que había en la sala estaba tapado por la espalda del enorme gordo que había a mi lado, que se tocaba el paquete mientras veía páginas porno. Las teclas de mi teclado apenas eran legibles, estaban cubiertas de una capa de polvo y sustancias pegajosas de origen desconocido (definitivamente, debí haberme vacunado antes de ir a la India).


    El chico del locutorio me hizo un gesto con la mano de que me quedaban 30 minutos. Yo volví un segundo al coche, en cuya guantera me había dejado el panfleto de la ONG, donde ponía la dirección en la que, en teoría, debía estar ella. Al volver, me encontré con una estampa bastante desagradable: una chica, bueno, una niña, de apenas 15 o 16 años, estaba echando del local a un señor bastante mayor mientras el chico de la caja agarraba un bate con gesto amenazante. Volví a entrar al locutorio-prostíbulo y me senté, tratando de hacer que, de esos 30 minutos, me sobraran 25. Busqué directamente en Google Maps, y en apenas unos minutos, había localizado mi situación actual, recordando mi recorrido desde el puerto hasta el locutorio. Pero ahí era donde comenzaba lo difícil, no podría memorizar el recorrido ni teniendo toda la tarde para ello. Así que, usé el panfleto a modo de libro de ruta, apuntando en éste el recorrido con ayuda de un bolígrafo que le robé al gordo mientras se estaba masturbando. Casi me faltó papel para apuntar todo el recorrido, y es que desde el centro a Dharavi (con diferencia, el barrio de chabolas más grande de la capital), había unos 8 kilómetros de laberínticas calles. Tras un cuarto de hora apuntando datos, un par de clientes más saliendo por una puerta que había justo enfrente mía, y unos 10 vídeos porno en el ordenador que había a mi derecha, me quedé listo para marchar hacia el sitio.

    Pero el momento más peligroso del día no había llegado aún: al ir a la caja, me percaté de que no llevaba nada suelto, y que las 0,45 rupias que me había pedido no eran nada en comparación con los billetes que llevaba como dinero en metálico. Seguramente me pidió más de la cuenta por verme cara de extranjero, pero aún así, estuvo varios minutos buscando dinero para el cambio. Cuando me había devuelto unas 50 rupias del total, un indio bajito y con tatuajes hasta la altura del rostro entró en el local, y observó con cierto deseo mi cartera, de la que asomaban los billetes de 100 como si de tickets del supermercado se tratasen. Intentó cogerla, pero viendo sus intenciones, me adelanté a sus actos y me la metí en el bolsillo. Esperaba con impaciencia a que me diera el resto del cambio, cuando dos hombres más entraron a la tienda, se pusieron uno a mi izquierda y otro justo detrás, y entre los tres me dejaron completamente rodeado. Estaban cada vez más y más cerca, y el de la caja tampoco parecía con ganas de darme más dinero, así que, aproveché un despiste del tatuado matando a una de las muchas moscas que allí habitaban, para escapar del lugar cogiendo el poco cambio que me había dado ya.

    Los 30 metros que me separaban del coche se me hicieron eternos; andaba rápido y con la cabeza agachada, mientras que esos tres energúmenos me seguían a un metro escaso. Me metí la mano en la chaqueta para abrir el coche con la llave. Cuando me quedaban cinco metros, corrí al máximo y entré en milésimas. Gracias a eso, me dio tiempo a cerrar las puertas antes de que llegaran. Arranqué, mientras ellos daban golpes bastante fuertes en el cristal; de hecho, el más alto de los tres estuvo a punto de romper uno de ellos.

    Salí de allí a todo trapo, los astros parecían haberse alineado para dejar la avenida completamente vacía. Cuando quise darme cuenta, ya había cambiado de dirección y los había perdido de vista; eso sí, volvía a estar en un monumental atasco. Con el corazón a mil por hora, y la sensación de volver a estar a salvo, puse la radio del coche y escuché un poco de música india, que para nada relajaba, pero bueno, era eso o nada. Tomé aire, y me llené de paciencia para otra larga cola. No me importaba esperar, cada vez veía más cerca el momento de reencontrarme con Cristina.



    Capítulo 40


    Llegué al slum de Dharavi casi a las 6 de la tarde. Así que tuve tiempo de darle vueltas a la cabeza. Hubo momentos en los que el miedo se apoderó de mí, me preguntaba qué cojones estaba haciendo allí, a diez mil kilómetros de casa, en un deportivo que marcaba ya la reserva, y buscando una aguja en un pajar. ¿Por qué no me había quedado en Jaén, con los coches y la poca gente a la que apreciaba? Debí haberme olvidado de ella, como hice con todas las que la precedieron. Seguramente ya habría encontrado a otro; más listo, más guapo y menos calvo que yo. Con todo el dinero que tenía a mi disposición, podría haber mandado al mismísimo FBI para que la recogiera. Pero no, me encabezoné en que lo mejor sería acudir yo mismo a buscarla. Además, a partir de ese momento, podría tener comiendo de mi mano a la mujer que quisiera, sólo con sacar la tarjeta de crédito. Pero había algo, no sé si esos ojos, o esa fuerza que me devolvió a la vida el tiempo que compartimos en el hospital, que me hizo ir a por ella, contra viento y mareas (nunca mejor dicho).

    Lo parte más difícil no fue encontrar la enorme ciudad de chabolas salpicada por enormes esqueletos de hormigón sin terminar. Lo difícil fue desenvolverse dentro de ésta. No había números, ni calles con nombre, ni semáforos o cruces regulados. Sólo había pistas de tierra, que se iban estrechando cada vez más, según iba penetrando en aquel enjambre humano; en el que poco o nada quedaba ya de ese encanto mumbaikerí que había conocido. Sólo la miseria y el hambre asolaban el lugar. El GTR iba limando el camino con sus bajos, que soltaban unos quejidos dignos de la matanza de un cerdo. Patinaba en algunas calles, que colmadas de agua que el suelo no podía drenar, se habían convertido en verdaderas pistas de barro. Ni que decir tiene que el color del coche pronto desapareció, para convertirse en una capa heterogénea de arena mojada y materia orgánica en descomposición.

    Tuve que cerrar las ventanas porque el olor estuvo a punto de hacerme vomitar. Las puertas también estaba cerradas a cal y canto, por precaución, y en diez minutos de verdadera India, el deportivo comenzó a pasar desapercibido, gracias al intenso maquillaje al que fue sometido. Niños se bañaban en charcos con agua de color marrón, mientras a escasos metros de ellos, los adultos se bañaban en un canal de aguas fecales que compartían con todo tipo de animales y cochambre. Unas vías de tren partían en dos el lugar, y servían a la vez de mercado improvisado, que desmontaban cada vez que pasaba algún vagón colmado de pasajeros. Aquellas máquinas, al igual que el resto de la ciudad, parecían sacadas de los años 50 o 60. Yo me dirigía al Norte, y durante una hora más, avancé entre chabolas de chapa (algunas de ellas de dos y tres pisos) que se amontonaban una tras otra, dando cierta sensación de orden entre tanto caos. Si no fuera porque los desperdicios se tiraban al río en vez de a un contenedor o al alcantarillado; si no fuera porque los críos jugaban al balón entre cables de alta tensión enganchados directamente a la red pública; si no fuera por la podredumbre que inundaba la atmósfera; aquello parecería un vecindario más de cualquier capital de provincia. Lejos quedaba ya el supuesto Estado de Bienestar de mi país, lejos quedaban los índices de consumo, el IPC y la Prima de Riesgo, allí sólo importaba tener comida para sobrevivir un día más y padecer un día menos. Lo que esa misma mañana me pareció una excepción en el centro bursátil de Bombay, era la tónica general del lugar.

    Ese día, crecí como no me había dado tiempo a hacerlo en 30 años. Aquello no era un documental de la 2 ni una campaña de apadrinamiento de niños con la que calmar mi conciencia, no, aquello era real. Podía olerlo, podía sentirlo, podía ver mi vello erizándose cada vez que veía una sonrisa entre tanta miseria y decadencia. Y lo mejor de todo es que lo ordinario era eso, ver a la gente sonreír, ya fuera de forma espontánea, por alguna tontería, o entre dos chiquillos jugando. Mientras tanto, nosotros, en nuestro primer mundo, andábamos de arriba para abajo con cara de irritados porque nuestro smartphone se había quedado sin batería, nuestro equipo de fútbol había perdido, o simplemente, porque sólo sacábamos fuerza para sonreír en las fotos. Fuera como fuese, aquel lugar tenía una belleza que me hacía replantearme mis principios y mi forma de ver la vida. Pero no debía despistarme, mi objetivo estaba claro y había un enorme laberinto entre éste y yo, complicado de resolver.

    La Luna comenzaba a meterle prisa al Sol, y yo era incapaz de encontrar sus ojos entre la multitud. El Lacrimosa y su tecnología futurística quedaban ahora muy lejos, y esa pequeña hoja de ruta era mi única guía. Y según ésta, estaba bastante cerca ya del orfanato. Y de repente, tras un edificio bastante grande, que parecía una mezquita improvisada, lo encontré. Había un par de casas prefabricadas, y una especie de patio en la que unos cuantos niños jugaban al balón mientras que las niñas se entretenían jugando con un aro de cobre. Dejé el deportivo aparcado junto al edificio grande, de un color blanco un poco sucio. Nada más poner el pie en el suelo, éste se manchó de barro. El pavimento era incapaz de drenar más agua proveniente de unas cañerías rotas. Miré mi cara en el reflejo del cristal, y entre las ojeras, el pelo despeinado y la palidez de llevar todo el día sin comer, no era ni de lejos como quería que me viera ella. Pero siendo realistas, en aquel inmundo lugar, donde la gente se lavaba una vez a la semana metiendo la cabeza en barreño de agua turbia, yo era poco menos que un rey, incluso con ese aspecto.


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    La buscaba entre los críos; confirmé que estaba en el lugar adecuado al ver el logotipo de la ONG en la puerta, pero de ella no había ni rastro. Me acerqué un poco más a aquel patio, comprobando, horrorizado, que la mayoría de los chiquillos tenía alguna malformación o discapacidad bastante grave. Pero se les veía bastante contentos, y todos se llevaban bien a pesar de sus diferencias. Me apoyé en la valla que limitaba el recinto, y comencé a mirar de aquí para allá, tratando de encontrarla por algún sitio. El olor seguía siendo inhumano, pero ellos parecían estar inmunizados a éste.

    Cuando llevaba allí un par de minutos, una niña de unos 6 o 7 años se acercó. Llevaba una muñeca en la mano izquierda, la derecha la tenía amputada. Tenía una cara preciosa, y una sonrisa, que aún lo era más. Apenas levantaba un metro del suelo, pero me hechizó desde el primer segundo. Pasó la muñeca (que estaba sucia y sin ropa) entre la verja de alambre, y me sonrió mientras me hacía un gesto para que la cogiera. Vi la oportunidad perfecta para preguntarle por ella, le dije: "¿Cristina?", y eso bastó para que rodeara la valla y abriera una puerta que había al final de la misma. Hizo una seña con su única mano para que me acercara. Yo fui con su muñeca en la mano, y me fijé en que no llevaba zapatos. Me dio la mano y me acompañó al interior del centro. El patio era de tierra, y tenía un montón de charcos. La niña pasaba por ellos incluso descalza, y yo no tenía más remedio que ir detrás de ella, a expensas de que mis zapatos y pantalones se tiñeran del color del albero y acabaran empapados.

    Subió un par de escalones que conducían al interior de una de las casas prefabricadas mientras yo seguía caminado de su mano. Su vestidito de color blanco delataba que no le cambiaban la ropa muy a menudo, estaba muy sucio y tenía muchos agujeros. Pero eso no parecía importarle, no perdió aquella maravillosa sonrisa en ningún momento, e iba peinándose el pelo continuamente; era bastante coqueta. En el interior, la cosa no mejoró. Había un montón de colchones en el suelo, que eran compartidos entre niños enfermos, sanos y algún bebé, que apenas superaba la quincena de vida. Aquello partiría el corazón a cualquiera, y lo peor es que sólo había una mujer allí dentro para cuidar a, como mínimo, 30 niños. Apenas entraba luz por un par de ventanas enanas, y a esas horas de la tarde, apenas se podía ver nada allí dentro. El olor a sudor, ropa sucia y alcohol de curar heridas era insoportable. La pequeña me soltó la mano y se acercó a la mujer, que tenía en brazos a uno de los bebes mientras hacía reír a otro niño que tenía el suero puesto y una pierna vendada. Comenzaron a hablar en un idioma que no entendía, desde luego, inglés no era. Tras unos segundo de conversación, la señora con el pelo recogido y vestido naranja me miró e hizo un gesto con la mano, señalando una puerta que había al final del pasillo de colchones. Yo le indiqué con la mano, poniendo el dedo en esa dirección, confirmando que era a la puerta a lo que se refería. Asintió con la cabeza, y no pude más que hacerle caso y acercarme.

    Cada paso que daba, mi corazón palpitaba más y más fuerte. Apenas acertaba a andar y, la triste escena que había a mi alrededor, desapareció, solo tenía ojos para esa puerta. El fuerte y desagradable olor se iba atenuando, llegando a convertirse en un mero recuerdo a medio metro de la puerta. Estaba entreabierta, y de su interior, brotaba un aroma muy agradable, algo que comenzaba a echar de menos en aquella ciudad. Fue el único momento de relax que le di a mi olfato en 12 horas. No sabía muy bien qué había al otro lado, la sala estaba oscura y apenas se veía nada. Empujé la puerta con cautela, muy despacio. Mis retinas parecían no querer entrar en razón, y lo que era peor, mis cuerdas vocales no acertaban a hablar.


    [ame="http://www.youtube.com/watch?v=0zs1wOQpvlo"]"Latika's Theme" (Slumdog Millionaire Soundtrack - #8) - YouTube[/ame]


    Seis meses después, volvía a tenerla a unos centímetros de mí. Estaba de espaldas, llevaba unos vaqueros ajustados y una camiseta ancha, que dejaba entrever uno de sus hombros. Apenas podía reconocerla con semejante melena, de color castaño que, me encantaba. Pero esa dulzura con que trataba a la niña que tenía a su lado (que no tenía un sólo pelo en la cabeza), mientras le ayudaba a fregar los cacharros, me confirmó que era ella. "Cris...Cristina", fue todo cuanto pude decir. Mis cuerdas vocales, al igual que el resto de mi cuerpo, estaban anonadadas. La niña soltó un vaso que tenía entre las manos, y me miró por un instante. A continuación, tocó su brazo, y señaló con el dedo en mi dirección. Ésta se giró, y pude contemplar de nuevo aquellos ojos que me habían hecho dar la vuelta al mundo.

    "¿Qué haces aquí?" me dijo mientras que, en su mirada, no podía leer otra cosa que no fuera pánico y odio. No sabía si era por la luz o una sensación mía, pero no me gustaba nada esa forma de mirarme. "Lo siento, no podía esperar a que volvieras", dije mientras daba unos pasos hacia atrás; no sabía por qué, pero era consciente de que debía retroceder. Seguía embelesado por ese verde intenso, pero ella era mucho más fría de lo que recordaba. "No sé cómo has tenido la poca vergüenza de venir a por mí después de lo que hiciste, lo sé todo, por favor, vete", sus ojos comenzaron a quemar lágrimas, que morían en su boca. Cada una de ellas me dolía más que si me dieran una puñalada, no sabía queé le pasaba. Con mucha suavidad, puso su mano sobre mi pecho, y comenzó a empujarme hacia la puerta. Yo quería defenderme, pero no podía, el mero contacto físico con ella me cortó la respiración. Cuando llegó a la puerta, me cerró ésta en la cara, e igual que vino, desapareció tras ella. Sólo entonces pude recuperar la consciencia.

    Aporreé la puerta varias veces, mientras le suplicaba que por favor me dejara pasar y explicárselo todo. Sólo volví a escuchar su dulce voz para que me dijera: "No hay nada que explicar, eres un monstruo, no quiero volver a verte en la vida", algo que dijo entrecortada, pues se notaba que seguía llorando. La mujer que estaba con el bebé se levantó y fue hacia mí, no sin antes coger una barra de hierro que escondía detrás de la única cuna de la habitación. Yo, asustado, preferí rendirme y dar por perdida aquella batalla. Levanté las manos en gesto de paz, me di la vuelta, y fui hacia la puerta mientras que no podía evitar que se me cayera alguna lágrima. Ya en la puerta, me empezó a gritar en un lenguaje desconocido, mientras yo sólo tenía ojos para la ventana de la pared de aquel módulo, que correspondía con la especie de cocina donde estaba ella. Sentada en el último escalón, esperaba la niña de la melena que me acompañó al llegar, tratando de peinar a su muñeca.

    Se levantó al verme bajar, mientras yo seguía llorando desconsoladamente. Ella me dio la mano y me sonrió, traté de disimular, me limpié las lágrimas con el puño de la camisa, y le di la mía. Me acompañó hasta el coche, y una vez allí, intentó regalarme su muñeca. Por un momento, se me olvidó la razón por la que había llegado a Bombay, se me olvidó que me acababan de rechazar. Mi único problema era esa chiquilla, que aún sin tener zapatos ni ropa nueva, me estaba ofreciendo todo cuanto tenía. La observaba sonriendo con la muñeca en la mano, intentando que yo la cogiera. Mientras tanto, yo seguía sentado en el asiento de tres mil euros del GTR, forrado en cuero y completamente eléctrico. Traté de convencerla por todos los medios de que no tenía que dármela, pues era suya y era yo el que tenía una deuda con ella. Giraba la cabeza hacia la derecha, y veía aquel interior hipersofisticado, lleno de botoncitos y tonterías para que los niños grandes nos divirtiéramos. La giraba a la izquierda y la veía a ella, que apoyaba su mano en mi pierna, e insistía una y otra vez en que la cogiera. Mi vida había dejado de tener sentido, así que, decidí que lo mejor sería hacer un trueque que firmaría mi sentencia de muerte a las 7 y media de la tarde, en uno de los slums más grandes y peligrosos del mundo. Cogí su muñeca, pero quise que a cambio se quedara una cosa: saqué la llave de la ranura y se la puse en la palma de la mano. Luego, me bajé del coche, la cogí en brazos, y la senté en el asiento. Agarraba el volante mientras yo le enseñaba donde tenía el claxon. Se partía de risa, y no pude evitar reírme con ella.

    Cogí la muñeca, y me fui por donde mismo había venido. Veía a todos los niños de esa especie de orfanato apoyados en la verja, mirando hacia el coche mientras ella seguía pitando. Observaba los charcos del patio, los cuatro juguetes medio rotos que tenían y pensé que Godzilla les ayudaría a ser un poquito más felices, o al menos, a vivir un poco mejor, porque si algo tenían todos en común, era esa sonrisa de oreja a oreja. Sacó su pequeño brazo por encima del marco de la puerta y me dijo adiós, yo levanté mi mano con la muñeca en ésta, y me despedí del lugar, abandonando a mi compañero de viaje, y con éste, mis posibilidades de salir de allí.

    Comencé a andar y andar, por los mismo sitios por donde había venido. No podía creer que un viaje de varios días y mucho tiempo de preparación, hubiera perdido todo su sentido en 10 segundos de conversación. Sabía que no saldría de aquella; un occidental como yo, con treinta mil rupias en la cartera y sin tener ni idea del idioma local, era poco más que una golosina en la puerta de un colegio. Sólo me apetecía andar hasta que, o bien el cansancio o bien alguien, me matara. Daba igual el dinero que tuviera en el banco, daba igual mi colección de coches, daban igual los barcos y las mansiones en Italia, todo carecía de razón sin ella a mi lado para disfrutarlos. Vagué durante horas por la noche mumbaikarí, buscando mi fin en alguna calle oscura de Dharavi. El miedo inundaba mi cuerpo, pero poco o nada peligroso encontré en 8 horas de caminata. En ese lugar, lo más que había eran padres de familia que me miraban extrañados al verme pasar con esa ropa y, algún que otro tipo con pinta de ser peligroso, que lo único que hacían era mirarme con pena.

    Los gemelos se me cargaron, y tenía calambres continuamente. Las plantas de los pies me dolían de caminar entre los coches por el duro asfalto. Buscaba mi final, quería morir, pero ese momento no llegaba. Ni siquiera en una especie de barrio rojo que pasé me hicieron nada. Las prostitutas (la mayoría de ellas niñas que no llegarían a los 14 o 15 años) se abalanzaban sobre mí como sobre cualquier otro turista cincuentón, cliente medio de aquel lugar. Los proxenetas se reían de mis pintas y mi forma de andar, pero nadie me intentó robar o hacerme daño. Dejé mi instinto protector dentro del Nissan, pero no había manera de dejar ese mundo, o era la ciudad más segura del mundo, o el destino no quería que yo muriera esa noche. A eso de las cinco de la mañana, llegué a un puente que cruzaba una de las muchas vías de tren que atravesaban la ciudad. Me senté en el filo de la barandilla y miré hacia abajo: había unos 15 metros de caída, y si no me mataba al caer, lo haría el tren de las 5:15 con destino Bhiwandi. La gente de las chabolas que bordeaban éstas salieron a sus puertas, esperando verme caer desde lo más alto. Si la muerte no venía a por mí, iría yo a por ella. Me tomé unos minutos para hacerlo, tampoco tenía prisa. Recordaba los días en El Neveral, mi huída de Valencia, la noche que pasamos en el Passo dello Stellvio... eran demasiadas cosas. Observaba a aquella gente, a sus hijos, que seguramente no sabían lo que era un libro, y a los padres lavándose la cara en un barreño de agua congelada a esas horas de la madrugada.

    No podría hacerlo, no allí. Me daría vergüenza acabar con mi vida delante de ellos y sus problemas. No tenía de qué quejarme, no había justificación posible. Cualquier comparación sería odiosa. Me sequé las lágrimas y cogí las fuerzas suficientes para bajarme de la valla. Me fui de allí con la cabeza bajada, abochornado por mi rabieta de niño pequeño. No podía dejar que aquello pudiera conmigo, tenía demasiadas responsabilidades a mi cargo para acabar con todo, podía ayudar a mucha gente. Continué andando otras dos horas más, los zapatos estaban ya casi sin suela, y mi aspecto desaliñado cada vez pasaba más desapercibido entre la multitud de primera hora de la mañana.

    Volvía a cruzarme con aquellos pequeños taxis de tres rueda, con los eternos atascos y con ese olor a motor quemado que tanto odiaba. Pero más de 24 horas sin dormir, poco me preocupaban ya ese tipo de detalles. Cuando quise darme cuenta, estaba de nuevo en el puerto, rodeado de pescado podrido y gente gritando muy alto. Entre el bullicio, los barcos de madera, y las artes de pesca, se alzaba el Lacrimosa, y su increíble estructura de carbono y aluminio. No me apetecía irme, no aún. Veía un espigón que penetraba en el mar, y que se encontraba en total soledad. Quería terminar de ver el Sol salir desde allí.

    Arrastrando los pies, a un ritmo desacompasado, y como si del final de una maratón se tratará, llegué exhausto, completamente reventado. Me senté en el filo, y dejé a mi corazón descansar mientras mis pulmones recuperaban el aliento. Allí no llegaba el olor del puerto, del pescado o de la suciedad. Sin embargo, seguía oliendo mal. Acerqué la nariz a mis axilas y, efectivamente, esa vez era yo quien radiaba un torrente fétido y desagradable de puro hedor indio. Pero me daba igual, porque estaba sólo, no disfrutaba de la compañía de nadie que me recomendara una ducha. Me toqué el pecho, aún podía sentir su mano sobre éste. Había disfrutado de un gran barco, de una ciudad que aunque sucia y pobre, tenía su encanto y estaba llevando una dieta estricta a base de aire. Amanecía en Bombay, y el exdoctor Ávalos seguía como había estado toda su vida: sólo.



    Capítulo 41


    Observaba con atención el único pez que se distinguía en el agua turbia. Lo envidiaba; seguramente él no tendría problemas con sus complementarias femeninas. Era libre, además, con sus 5 segundos de memoria, no tendría problemas para olvidarse de sus desamores. Yo, mientras tanto, veía el Sol salir tras la silueta del puerto de Bombay, era más intenso que el del día anterior y parecía que aquella nebluna provocada por la contaminación estaba mucho más difuminada, siendo casi imperceptible para el ojo humano. Recogí un puñado de gravilla con mi mano derecha, y comencé a lanzar las pequeñas piedrecitas que la componían al mar. Maldecía mi suerte y mi forma de actuar. Comencé a recordar porqué no había hecho una locura semejante en 20 años de vida sentimental. El rechazo se había convertido ya en un estilo de vida, en una dura rutina que incidía directamente en mi ego, y sobre todo, en mi dignidad. Pero cada vez que miraba hacia atrás, y veía a aquellos pescadores sacando las cajas con la mercancía de los barcos, a los niños de 10 u 11 años ya trabajando, y a mujeres bastante mayores cargando en su cabeza y sobre su cuello pesados bultos con comida y ropa, mis problemas se empequeñecían, convirtiéndose en meras anécdotas al lado de su complicada realidad.

    Ya no me unía nada a esa ciudad, pero una parte de mí sabía que tenía que hacer algo si quería dormir tranquilo por las noches (otra cosa es que pudiera quitarme aquellos ojos de mi mente). Estaba hundido, realmente tocado, y aquella visión traumatizaba mis acomodadas retinas acostumbradas a la buena vida y los tonterías superficiales del primer mundo. Estábamos a la cabeza en economía, pero a la cola en valores. Comenzaba a sentir taquicardias; tantas cosas nuevas abrumaban a un cerebro cansado de no dormir, a un cuerpo rendido de caminar, y a un corazón podrido de latir. Cristina, niños viviendo en la calle, y familias enteras viviendo con un puñado de rupias al día, conformaban un cóctel mortal en mi "sesera", que pedía un tiempo muerto para no perder el Norte. Y no encontró mejor forma de hacerlo que ayudándose de las glándulas lagrimales, que comenzaron a fabricar aquel líquido transparente, compuesto casi en su totalidad por agua, que dejaba caer en forma de gotitas sobre el suelo, el mar, y el pelo ennegrecido de la muñeca.

    Incluso aquel pez parecía haber encontrado pareja: de la nada, salió otro semejante y ambos desaparecieron en las profundidades. Mis lágrimas seguían cayendo en el agua, demasiado calmada para estar chocando contra el espigón. Parecía que las olas y la marea no estaban muy animadas ese día. Pasé un buen rato con la mirada hacia abajo, con la mente en blanco y tratando de imaginar cómo hubiera sido todo si no me hubiera rechazado, o si hubiera tenido la valentía suficiente para esperar un poco más, para no darme la vuelta y rendirme a las primeras de cambio.

    Y entonces, la brisa que venía del puerto cambió de olor; ya no parecía tan repulsiva y nauseabunda. Por un momento, cerré los ojos y me vi otra vez en la habitación 911, cuando mi vida aún no tenía problemas y todas mis preocupaciones se limitaban a mimar mi GT3 y estar con ella. Cuando aún ganaba mi dinero por méritos propios y no por un golpe de suerte, cuando aún me conforma con soñar y no con vivir mis sueños. En cierta manera, todo es más bello en nuestros sueños que cuando estos se llevan a cabo. Soñaba con poseer un Enzo, pero no con que tuviera que morir uno de mis mejores amigos para ello, soñaba con escapar de aquel trabajo rutinario y sin apenas incentivos por los que dar lo mejor de mí, pero no con que el hospital ardiera, soñaba con volverla a ver, pero no con esos ojos de pánico y esa piel erizada...

    Saqué su foto del bolsillo, y la miré por última vez. Estaba dispuesto a deshacerme de todo lo que me recordara a ella, mientras un agradable olor se hacía cada vez más palpable en el ambiente. Quizá era la fragancia del olvido, o de un futuro más prometedor... Me saqué el anillo del dedo, que incluso tenía ya la marca del Sol de tanto tiempo que estuve sin quitármelo, y lo puse junto a la foto, en la mano derecha. Cerré el puño, y me dispuse a lanzarlos al agua, allí donde la naturaleza los degradaría y haría desaparecer junto a otro millón de historias sin final feliz. Alcé el brazo, y lo incliné hacia atrás, para tirarlos todo lo lejos que pudiera. Pero algo me agarró la mano... abrí los ojos, y allí estaba su reflejo. ¿Era real o sólo un nuevo indicio de mi locura transitoria? Volví a cerrarlos, e intenté nuevamente, sin éxito, tirarlos. La manga de mi camisa se había enganchado con algo, algo que no me dejaba moverme. Abrí de nuevo los ojos, y allí seguía su reflejo. Levanté la vista del agua, y miré a mi derecha: Cristina estaba sentada a mi lado.


    [ame="http://www.youtube.com/watch?v=mcaVK0yUu5Y"]L'arnacoeur - Heart Breaker - Klaus Badelt - Love Theme - lake Svitiaz and Pisochne - Ukraine.mp4 - YouTube[/ame]


    Parecía un ángel recién caído del cielo, ya no tenía esos ojos de odio, sino aquella tierna mirada con la que la había conocido. "No lo tires, hombre. Yo todavía llevo el mío", dijo mientras me mostraba su mano, en la que llevaba aquel anillo de plata como único complemento (aparte de una pulsera hecha con cuatro hilos entrecruzados):


    - ¿Por qué has vuelto? - dije mientras seguía serio y sin mucha confianza en aquella mujer de la que me había enamorado.
    - Anoche hablé con mi madre, sólo diez minutos después de que te fueras -me sonrió, mientras sus ojos comenzaban a brillar - llevo toda la noche andando, ¿Sabes?
    - ¿Y qué te he dicho? - mi vista se volvía a fijar en el mar. No quería mirarle a los ojos, no todavía. Pero mi brazo se relajó, ya no quería lanzar nada. Su mano dejó de agarrarme fuertemente, y se convirtió en una leve caricia sobre la mía.
    - Me lo ha contado todo. Ahora sé que eres la víctima. No sé porqué creí todas esas cosa que dijeron de ti, al principio no te creía capaz de hacerlo, pero es que estaba todo en contra... - comenzó a entrecortarse su voz.
    - ¿Y por qué tengo que creerte? - seguía queriendo parecer frío y distante con ella, aunque me moría por abrazarla y besarla.
    - ¿Sabes que estuve a tu lado todo el tiempo que me dejaron? Dormía todas las noches en un sillón incomodísimo sólo por darte la mano. No te pedí nada en cuatro meses, ¿Te parece poco eso? - parecía cabreada, y una lágrima suya cayó sobre mi mano.


    Me limpié los ojos con el puño de la manga izquierda (la que me quedaba libre), y levanté la vista, sus palabras parecían sinceras, y no había cosa que me doliera más que verla así. La miré a los ojos, a esos malditos ojos de color verde que me habían hecho cometer no pocas locuras desde que los vi por primera vez:


    - ¿Sabes que el único momento que recuerdo de los seis meses que estuve en coma fue cuando tú te fuiste? ¿Sabes que no he tenido motivación más grande para vivir día a día que volver a verte? No me he dado un minuto de descanso aún, todo cuanto quería era encontrarte lo antes posible - jamás me había sincerado así con nadie, y menos con una mujer...


    Cristina no dijo nada, se quedo cayada y me retiró la mirada por un segundo. Fijo la vista en el frente, y volvió a mirarme. Se abalanzó sobre mí, creyendo que me iba a comer. Sin embargo, solo me dio un corto beso, que estaba esperando como agua de Mayo y que me hizo recordar a aquel último que me dio. Por un segundo, volvía a estar en Jaén, volvía a ser médico en El Neveral, volvía a percibir el olor de los pinos entrando por la ventana. A sus labios parecían no importarles que llevara 24 horas sin darme una ducha, ni que mi pelo estuviera hecho un desastre, ni que mis ojeras se estuvieran alcanzando el suelo. Los míos, sin embargo, no habían conocido cosa igual en su vida, y sólo querían volver a sentirlos. Casi involuntariamente, mis manos se fueron a su nuca y acercaron de nuevo su cara a la mía. Nuestras bocas estuvieron peleándose unos minutos más, y mi alma se separó del cuerpo y voló sobre Bombay con ella de la mano. Su respiración calmada y tranquila confrontaba con mi corazón, que palpitaba al borde del colapso.

    Respiré aliviado, al borde del éxtasis, cuando ella alejó de nuevo sus labios de los míos. "Dame el anillo, corre", dijo. Se lo di sin rechistar, y lo puso junto al suyo, que también se lo había quitado. Puso a ambos en la palma de su mano, y la cerró. Cuando quise darme cuenta, ya había levantado el brazo y las dos pequeñas circunferencias plateadas estaban volando, describiendo una trayectoria parabólica que terminaría en el fondo del mar. "¿Qué haces?" le pregunté. "Estos anillos no eran para nosotros, ya encontraremos los nuestros. Sólo eran algo temporal, para que no me olvidaras... cariño", asentí con la cabeza, y le di la razón sin comprenderla muy bien. Se levantó y me extendió la mano para ayudarme también a mí a incorporarme. Puse mi mano sobre su hombro y comenzamos a andar en dirección a la lonja, de la cual ya no salía ningún olor. O al menos, yo no podía percibirlo con aquel aroma embaucador que tenía a centímetros de mí:


    - ¿Es verdad que has donado un GTR al orfanato? - me preguntó.
    - Eso parece... ¿Crees que sacarán provecho de él?
    - Yo creo que sí, de momento yo ya me he dado una vuelta en él. Aunque Dharavi quizá no sea el mejor circuito de pruebas... -dijo mientras sonreía- ¿De dónde lo has sacado? ¿Lo has cambiado por el 911? ¿Cómo lo has traído hasta aquí? ¿Por qué no has venido en avión como las personas normales? ¿Estás loco? - ahí empezó a partirse de risa, aquel bombardeo de preguntas me llevaría su tiempo...
    - Buff... el 911 hace tiempo que pasó a mejor vida - dije mientras un nudo se formaba en mi garganta.
    - ¿Cómo? Explícate mejor, anda...
    - Es una larga historia, te lo contaré todo en el viaje de vuelta.
    - ¿Cómo que en el viaje de vuelta? Yo me quedo aquí - su semblante se puso muy serio, la sonrisa se le borró al instante.
    - Pe... pero ¿Cómo que te quedas aquí? - aquello me estaba costando la salud.
    - Carlos, mucha gente depende de mí ahora. No puedo abandonarlos, no tienen a nadie, ¿Lo entiendes?
    - Tienen el GTR, con él podrán pagar muchas cosas, ¿Sabes?. Además, yo también quiero ayudarles, no se van a quedar así.
    - ¿Y cómo pretendes ayudarlos? ¿Desde Jaén? ¿Te crees que eso de apadrinar un niño es verdad? Con eso no se hace nada, hazme caso.
    - No me refiero a eso, Cristina, hay muchas cosas que no sabes. Ahora tengo bastante más dinero, podremos venir cada vez que queramos, ayudaremos a un montón de gente...
    - ¿Sí? ¿Y de dónde has sacado tanto dinero, si se puede saber? - dijo con un tono bastante repipi y repelente.
    - De Giorgio. No es, bueno, no era quien nos contó... ¿Sabes? - sus ojos se abrieron como platos.
    - ¿Cómo que era? ¿Giorgio ha...? - aquellos ojos verdes volvieron a brillar, y a mí, ese puerto mal oliente, rodeado de pescado podrido y suciedad, me parecía el lugar menos indicado para hablar del tema.
    - Sí, ha muerto. Mira, vamos al barco y lo hablamos allí, anda.
    - ¿Quieres que cojamos el ferry de las 8? Está bien, como quieras...
    - ¿Qué ferry? Anda, tú sólo sígueme.


    Caminamos por aquel espigón hasta llegar a la zona de las barcas de madera. Cristina se tuvo que tapar la nariz ante el olor que desprendían las cajas que sacaban de las mismas. Continuó andando recto, pero yo la agarré de la mano y le hice caminar por el mismo muelle que el día anterior vio pasar a Godzilla. "¿Qué? ¿Te gusta nuestro ferry?" le dije mientras abría la boca en señal de sorpresa. La verdad que aquel armazón oscuro imponía. Incluso a mí, que llevaba ya varios días conviviendo con la bestia, me impresionaba. No quería pensar lo que una profesional del diseño como ella sentía al verlo por primera vez:


    - ¿Y esto? - preguntó.
    - Ya te dije que Giorgio no era quien nos contó. Bienvenida a bordo - como si del mando a distancia de un coche se tratara, pulsé el botón de la llave y la pasarela del Lacrimosa se posó sobre el muelle.


    Dentro, aquel inmundo hedor era inapreciable, sólo el olor de los materiales nobles inundaban aquella sala. Sus ojos seguían iluminándolo todo, me daban alas y me tranquilizaban. Volvía a tener la sensación de que todo estaba en orden, en su sitio, como no lo había estado en años. El mundo se paró cuando la vi apoyando su melena castaña en aquel sofá blanco e impoluto. Se quitó la chaqueta de cuero marrón y dijo: "Bueno, ¿Qué? ¿Me vas a contar las novedades o me creo que te ha tocado la lotería?". Me senté a su lado y puse la televisión, en la que las noticias de la creciente tensión en Bombay no presagiaban nada bueno. Estuvimos como dos horas hablando, le narré toda lo que me había pasado desde que desperté en Valencia hasta que vine a buscarla. Pero esa última parte no la escuchó, al igual que yo, estaba rendida, y se quedó completamente dormida. Su respiración rítmica y aquel leve aliento chocando contra mi hombro hicieron que yo también me quedara frito. Apoyé mi cabeza sobre la suya, cerré los ojos, y nos quedamos así durante horas.

    El rayos de Sol atravesando el techo de metacrilato me despertaron. Calentaban mi cara y cegaban mis ojos; cuando abrí éstos, noté que algo estaba diferente. No percibía aquella presión en mi hombro, no estaba conmigo. Me levanté asustado, miré mi reloj y eran las 4 de la tarde. Me había echado una manta por encima, y me había dejado una nota sobre la pequeña mesa que había enfrente del sofá: "Carlos, he ido a arreglar unas cosillas, te veo enseguida. Te quiero". No sabía cómo tomármelo, pero bueno, al menos me había dejado una "prueba de vida". Salí a la cubierta de teca, y para mi alivio, ella estaba ahí mismo, en la lonja, hablando con la mujer que vi el día anterior en el orfanato. Bajé inmediatamente y fui a su encuentro, por si querían subir a tomar algo o necesitaban cualquier cosa. Cuando llegué a su altura, me encontré con que, junta a la señora, estaba aquella niña a la que le faltaba una mano pero le sobraba sonrisa para embaucarme. Cuando la vi me dio una gran alegría, y a ella, al parecer, también. Vino hacia mí y me enseñó las llaves del GTR, que se habían convertido en su nuevo juguete. Para mi sorpresa, no sólo había traído las llaves, sino que éste estaba aparcado junto a un puesto de comida a escasos metros. Me acerqué a las chicas y traté de descubrir sobre qué estaban hablando. A Cristina se le entendía bastante bien (no tenía el nivel de un nativo pero algo de inglés sabía), pero a aquella mujer no había forma de entenderle:


    - Dice que no quiere el coche - me dijo Cristina.
    - Pero, si eso ya lo sabía yo. Que lo venda y que saque algo de dinero para el orfanato... por cierto, ¿Quién es?
    - Es Chadna, fue ella la que fundó el refugio, conoce Bombay como nadie -la mujer me hizo un gesto con la mano - ¡Ah! Y te pide disculpas por lo de anoche.
    - Dile que no se preocupe, y que quiero que se quede con él. Dile también que tendrá todo el dinero que necesite - junto a aquella niñita, le habría dado toda "mi fortuna" si me lo hubiera pedido.
    - Carlos, le da miedo. Que aquí están acostumbrados a los Tata y a los rickshaw. Esta ciudad no está pensada para un deportivo de 550 caballos. Nadie en su sano juicio, ya sea pobre o rico compraría esto, y en caso de que lo hicieran, no pagarían mucho por él. Sería perder dinero.
    - ¡Qué el dinero no es un pro...! Bueno, mira, está bien. Nos lo quedamos, pero estas dos no se pueden quedar así - en realidad, me sentó muy bien que no se lo quedaran, estaba enamorado de ese coche y, en el caso de que lo hubieran hecho, me habría comprado otro; exactamente igual al ser posible -. Pero... una cosa, ¿Cómo lo han traído hasta aquí?
    - Mmmm... va a ser que ellas no han traído nada. He ido yo a por él jeje.
    - ¿Y cómo lo has hecho? ¡Pero si me pegué medio día sólo para ir ayer...!
    - Es que... hay que saber moverse, doctor Ávalos - me guiñó un ojo.


    La niña me volvió a dar la mano mientras me sonreía. "Se llama Leena", me dijo Cristina. "¡Ah! ¿Sí? Pues ven conmigo, Leena...". Cuando entró al Lacrimosa casi le da algo, estaba entusiasmada. Comenzó a tocarlo todo, cualquier cosa, por insignificante que pareciera, le llamaba la atención. Cuando quise darme cuenta, había desaparecido de mi vista. Supuse que había ido al piso de abajo, a seguir explorando cada rincón de la embarcación. Yo me senté en el sillón del patrón, y apoyé los brazos en el cuadro de mandos, fijando mi vista en el frente. A través del cristal, la observaba hablando con aquella señora, bueno, más bien consolándola. Parecía muy triste por la ida de Cristina. Pero yo no tenía ojos más que para ella: esa dulzura con la que trataba a la gente fue lo que me volvía loco (además de sus ya más que conocidos ojos). Pasé minutos allí, simplemente mirándola. Una sonrisilla estúpida se me dibujó en la cara, si me hubiera visto años atrás, hubiera dicho de mí mismo que era un personaje patético. El caso es que, allí estaba, y ya no había vuelta atrás. Me sentía extraño sin ese anillo en la mano, aunque, al fin y al cabo, ya no me hacía falta, pues el tiempo de vivir de su recuerdo había llegado a su fin. Escuché ruido de la planta baja y, unos segundos más tarde, apareció Leena por aquellas estrechas escaleras: "¿Qué? ¿Ya le has hecho la revisión al barco?". Ella se reía a carcajadas, sin haber entendido una sola palabra de lo que le había dicho. "¿Qué llevas ahí?", le dije mientras observaba algo que había cogido y que ya había convertido en su nuevo juguete. ¡Era una piedra! ¿De dónde coño había salido? Era raro, muy raro, pero tampoco me preocupó demasiado, de hecho, lo que más me importaba es que no se hiciera daño con ella. Así que, cogí la muñeca que ella mismo me regaló el día de antes (y que dejé en el sofá antes de amodorrarme en éste), y le hice un gesto, en señal de que quería cambiársela. Como era de esperar, aceptó encantada y bajó al muelle encantada de la vida. Yo dejé la piedra sobre la mesa y fui tras ella. Ambos caminamos por el muelle hasta donde estaban ellas. La luz del Sol era cada vez más anaranjada, señal de que ya no le quedaba mucho tiempo.

    La mujer del pañuelo azul (Chadna), me entregó las llaves del GTR y agarró a Leena del hombro con suma delicadeza. Cristina se acercó a mí y me dio un corto beso que me supo a gloria. Buff... sólo esperaba que no hiciera aquello muy a menudo, perdí la concentración ganada durante horas en milésimas de segundo. Cada vez que sentía sus labios era como si el mundo se parase y desapareciera; y quedaran sólo ellos y el centímetro de piel con la que éstos rozaban. Luego, cuando los volvía a retirar, me enrojecía y sentía aquella vergüenza picantona que no recordaba desde los 15 años, cuando alguna me dedicaba una despedida "especial" a la salida del instituto. Puso sus brazos sobre mi espalda, y apoyó su cabeza en mi hombro. Como si de un dejà vu se tratara, aquello me recordó a aquella tarde con Giorgio, Paco, el GTI y el Porsche, cuando esperábamos sentados sobre aquel banco a que llegaran éstos. Chadna comenzó a buscar unas rupias en algún rincón de ese enorme pañuelo, pero nada de nada. Parecía preocupada; seguramente, les tocaría volver a pie, al menos que nosotros hiciéramos algo. Cristina me dio con el codo, como diciendo: "Afloja la pasta, ¿No?". Ese gesto no me hizo mucha gracias, pues parecía que me estaba forzando a hacerlo, cuando realmente, estaba encantado de ayudarles. Así que, ni corto ni perezoso, saqué esas 30 mil rupias (bueno, casi) que no había gastado, y se las di. La mujer, aunque estuviera lejos de las costumbres indias, comenzó a comerme a besos y me dio un fuerte abrazo, mientras yo, literalmente, me descojonaba. Las vimos irse en uno de aquellos pequeños taxis de tres ruedas y con cilindrada de ciclomotor. Leena me dedicó una sonrisa desde éste. Me prometí a mí mismo que volvería a encontrarme con esos ojos y esa sonrisa, y cuanto antes, mejor.

    Desapareció entre el barullo. Cuando, ya ni siquiera se podía distinguir aquel agudo sonido de su único pistón, balanceándose arriba y abajo por el cilindro, montamos en el GTR. Con no menos complicaciones de las que tuve al sacarlo, conseguí aparcarlo en aquellos escasos 10 metros cuadrados que el diseño de Giorgio había reservado para la automoción. Bajamos a tierra por última vez, y paseamos por Bombay. A pesar del olor, a pesar de la miseria y las diferencias, a pesar del choque de culturas, esa ciudad tenía algo que no te dejaba marchar tan fácilmente. En el mercado de la parte trasera de la lonja, el pescado de última hora del día se mezclaba con el fuerte olor del curry y otro millar de especias de fuertes aromas. Pero la noche se acercaba, y el mero recuerdo de yo sentado en la barandilla de aquel puente, me hacía estremecer. Así que, supe que era el momento de elevar anclas y zarpar rumbo, por fin, a casa. Caminamos sobre aquellos trozos de madera podrida y descompuesta, y nos despedimos de Mumbai haciendo entrada en nuestra particular burbuja tecnológicamente avanzada a su tiempo, que un italiano construyó para que la disfrutáramos nosotros. Mi corazón volvía a latir, y sabía que era de amor y no de soledad.

    Cristina se fue directa a la ducha, tras invertir unos segundo en sacar su pequeña maleta del coche. Yo me dediqué a arrancar los motores y programar el piloto automático para volver a Livorno. Un pequeño detalle me tuvo pensativo por unos segundos: la piedra de la mesa había desaparecido. Pero no quise darle mayor importancia, seguramente la cogió mi nueva compañera de viaje antes de entrar en el baño. Escuchaba crujir las tablas de las barcas que rodeaban el Lacrimosa. Las presionaba las una contra las otras con su poderoso casco, ante las miradas indiscretas y preocupadas de los locales. Tras "desaparcar" semejante monstruo, y dejar empapados a los presentes con el agua que escupía por sus enormes turbinas, encaré aquel estrecho canal a un ritmo un poco elevado, rozando lo peligroso. Cuando quise darme cuenta, estaba de nuevo con mi precioso coupé acuático esquivando a los enormes cargueros y petroleros que se amontonaban a la entrada del puerto grande de Bombay. Miré con cierta tristeza la ciudad que ya sólo se intuía entre los navíos de bandera japonesa, sudafricana o singapurense. Salí a la cubierta, y me senté sobre el suelo de teca, con los pies cruzados y las gafas de Sol puestas. Observaba el potente torrente de agua que levantaba el yate a su paso, y la Luna salir entre las montañas situadas al Este de la ciudad. Cristina corrió la puerta de acceso y me dio una colleja: "Anda que me avisas para ver la India por última vez...". ¿Qué pretendía, que esperara la casi una hora que se pegó allí dentro? En fin... (mujeres).

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    Ya en mar abierto, y con las estrellas en todo su esplendor, llegó el momento de disfrutar, por fin, del momento. Moët&Chandon y unas velas fue todo lo que pensé que haría falta. Pero me llevé la nariz a los sobacos y... efectivamente, necesitaba algo más. Una ducha no me vendría para nada mal, el olor de la urbe había hecho que me despreocupara de mi higiene personal. Pero ya con el único perfume del agua marina y de mi chica, yo cantaba a kilómetros. Nada que no solucionaran cinco minutitos bajo un grifo y algo de jabón. Me sequé frente el espejo y... sí, la verdad es que había perdido mucho esos últimos meses. Ni poniéndome erguido y apretando los músculos conseguía verme un poquito atractivo. Pero... ¿Qué importaba aquello a esas alturas? Abrí la puerta del baño, dispuesto a comerme el mundo y...

    Todo estaba a oscuras. Cristina no aparecía por ningún sitio. Subí al salón, esperando encontrarla allí pero... nada de nada, ni rastro. Sin embargo, sobre aquella mesa, descansaba algo que hizo que mi corazón latiera muy fuerte, y no de amor precisamente. "¡Cristina, Cristina!", no me contestó. Un montón de folios con números, fotos y el símbolo de una empresa que me resultaba preocupantemente conocida, se amontonaban bajo la piedra a la cual había perdido la pista un par de horas antes. Peret comenzó a resonar en los altavoces del Lacrimosa. El "no estaba muerto, estaba de parranda" desgarraba mis tímpanos a la vez que los motores a reacción comenzaron a rugir más y más salvajemente. En la más plena oscuridad, y con ayuda del foco natural de la Luna, cogí la piedra y fui capaz de leer algo que había escrito en ésta con tinta indeleble: "El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra. Juan 8:1-7". Debajo de la misma, una foto de Giorgio estrechando la mano a otro señor que no conocía de nada. ¿Giorgio? ¿Qué pintaba Giorgio en todo eso? Oh Dios, aquel olor, joder, aquel maldito olor volvía a penetrar en mi tracto respiratorio.


    Capítulo 42



    Sólo un fino hilo de luz artificial, procedente de la lámpara del baño, iluminaba el salón. Apenas se intuía, con la puerta de éste entreabierta, al final de las escaleras. Cogí aquel taco de folios esparcidos de mala manera sobre la mesa, pero estratégicamente ordenados. Cuando vi de qué trataban, casi me da un ictus. El pánico se apoderó de mi al recordar de qué me sonaba aquel logotipo... volvía a ver a aquel orangután bajando cajas de su Citroën Berlingo mientras mi jefa le metía prisa. La piel me ardía, los fantasmas del pasado incidían nuevamente en mi maltrecha psique y me trasladaban, de nuevo, a aquel sótano repleto de órganos humanos y botes con alcohol. Casi podía oler el fuego, el sudor evaporándose de mi piel y el frío de Octubre entrando por la ventana. "¡Cristina, Cristina!" gritaba en mitad de un silencio sólo roto por el sonido del motor planeando a 140 millas por hora. Como única respuesta obtuve mi eco chocando contra las paredes del Lacrimosa. Tragué saliva al ver nuevamente aquella palabra en el primer folio: "Amatoxina". Eran hojas de cuentas, con el sello de la archiconocida farmacéutica; cantidades industriales de aquel producto se habían estado vendiendo al hospital por no menos de veinte años.

    Más de una incógnita me fue resuelta aquella noche, aunque preferiría haber muerto con la duda... Las cifras que se manejaban eran millonarias. El producto recién producido en Italia, era traído al hospital, sin intermediarios. Folios, folios y más folios con fechas y cuentas dispares. Entre un pedido y otro, había una semana de diferencia. Llegaban los Sábados a Barcelona y para ese mismo Domingo las bolsas ya estaban en Jaén. Habría unas 50 páginas grapadas con contenido similar, desde 1990 hasta unos 6 meses atrás. Pero lo peor estaba por llegar: tras éste taco de hojas, había unos cuantos recortes de periódico, y un par de fotos. El primero de todos tenía un titular que rezaba: "La farmacéutica Balern obtiene beneficios históricos en su segundo año con Giorgio Fallaci al frente". Me negaba a creer que ambos sucesos estuvieran relacionados, miré a pie de página y: "El País, 17 de Febrero de 1992". Observé lo que me rodeaba; aquellas paredes, aquellos muebles, aquellos cuadros, todo parecía estar manchado con la sangre de las cientos, quizá miles de víctimas de la señora Martínez y sus atroces experimentos. ¿Sabía Giorgio algo de todo aquello? ¿Conocía a qué se destinaba la Amatoxina? Un escalofrío recorrió mi cuerpo, subió desde los tobillos, recorriendo toda mi espalda hasta alcanzar la cabeza. Estaba aterrorizado, como lo estuvo medio año atrás, pero con una sensación algo diferente. Estaba aún más sólo, no tenía a Paco y sus callosas manos para sofocar un fuego inexistente. Aquel desagradable olor se hacía más y más intenso; no pude evitar vomitar sobre la alfombra del suelo, noté la humedad de éste calando mis zapatos. Algo me decía que no estaba sólo, aunque en ese momento, lo hubiera deseado. Allí había alguien más:

    - ¡Cristina! ¿Dónde estás? Ven, por favor - aquella vez, el sonido parecía diferente. Chocaba con algo que le impedía expandirse con naturalidad, y no sabía muy bien qué era -.
    - Cristina se ha ido... - una voz metálica, deshumanizada, casi robótica, surgió del piso de abajo, más allá de las escaleras. Tras ésta, una respiración profunda y sofocada la continuó durante unos segundos, tiempo que yo estuve callado, casi petrificado, como en shock.

    Mis oídos comenzaron a retumbar al ritmo de mi corazón, como si estuviera subiendo un puerto de primera categoría en bicicleta. Mi aliento se convertía en vaho al salir a través de unos labios que, se habían congelado y agrietado en un instante. Mis manos temblaban, y con nerviosismo, comencé a pasar los recortes de periódico, intentando encontrar algún indicio más que confirmara mis temores. Y en ese momento, bajo todo ese montón de papeles, y un par de sobres que no llegué a abrir, estaban ellos: un rejuvenecido Giorgio y la directora (que estaba prácticamente irreconocible), posaban en una foto, tras un par de arroces con bogavante, con el Parador Nacional de Santa Catalina de fondo. "Tú no Giorgio... tú no...", pensaba para mí mismo:


    - ¿Dónde está? ¿Qué le has hecho, hija de puta? - percibía ese fétido aliento a centímetros, sin saber muy bien dónde estaba.
    - Buff, a esta velocidad... yo creo que estará a unos 30 kilómetros en dirección contraria a la que vamos. Dicen que el Océano Indico es muy frío cuando cae la noche... ¿Sabes? - comenzó a hacer unos ruidos extraños, secos y tajantemente maquiavélicos. Supuse que se estaba riendo.


    La historia se repetía, era el cuento de nunca acabar. No me quedaban lágrimas para expresar lo que sentí al oír esas erráticas palabras. La adrenalina se igualó al nivel de mi rabia y apreté los puños como si ya tuviera su cuello entre mis manos. "Te juro que te...", no me dio tiempo a acabar la frase, sentí un pinchazo en el cuello que me hizo adormecerme al instante. Los párpados me pesaban toneladas, al igual que el resto del cuerpo. Al cerrar los ojos, tras caer al suelo en seco, mi mente sólo tenía fuerzas para imaginarse a Cristina en el agua, con la oscuridad como única compañía y rindiéndose tras ver desaparecer el barco en la inmensidad del océano. Desesperación y angustia fue todo lo que sentí mientras permanecía paralizado en el suelo. Un fuerte dolor comenzó a focalizarse en mi espalda, los riñones me estaban achicharrando, y entre quejidos mudos y aspavientos psicomotrices, mi mente se preparaba para lo peor. No pude aguantar más, perdí el conocimiento, aunque, ni siquiera así pude quitarme es olor de encima.


    [ame="http://www.youtube.com/watch?v=J6igZwUsagQ"]John Murphy - Mercury (Sunshine Soundtrack) - YouTube[/ame]


    Abrí los ojos, no había nadie más allí. Todo estaba blanco, o estaba muerto, o soñando. Había mucha luz... era una sensación extraña, pero conocida, eso ya lo había vivido antes. En cierto sentido, cualquier cosa era mejor que aquel dolor, y aquella sensación de no tener control sobre tu cuerpo. Pero ni siquiera allí podía estar tranquilo... ¿Qué habría sido de ella? Sólo esperaba que no hubiera sufrido mucho, y que el Índico ni siquiera hubiera tenido la oportunidad de rozar sus ojos con su salina composición. La vista se aclaró un poco, fui capaz de enfocarla y distinguir mis dos manos frente a ésta. Las abrí, las volví a cerrar y les di la vuelta, parecían tan reales... Bajé la cabeza, y ahí estaban ese par de zapatillas con los que me gustaba conducir. Estaba sentado, sobre un banco, abandonado en mitad de una inmensidad de color blanco que fundía el horizonte con el cielo en los cuatro puntos cardinales. Con la mirada aún fija en el suelo, miré a mi derecha. Había otros zapatos a mi lado, rojos y de tacón para ser exactos, que le daban un toque de color a aquel lugar tan frío. Seguí subiendo y... sí, llevaba aquellos vaqueros ajustados que tanto me gustaban. A la altura de mis manos, tenía puesta ella las suyas, escondiendo algo en éstas. "¿Tú gustan, Carlos?", dijo mientras abría un pequeño estuche de color gris. "Sí, son muy bonitos... tienes muy buen gusto", le contesté. "En realidad no los he comprado yo, llevo seis...", no la dejé seguir hablando, sabía lo que me iba a decir. En realidad, no le dije nada, deseé que parara, y así lo hizo. Alcé los ojos y vi los suyos a 20 centímetros; los míos a su lado se quedaban en nada. Tenían el brillo del primer día. "Espera un segundo, por favor", sin darme cuenta, el olor a carne quemada y descompuesta había desaparecido, solo el agradable perfume de su pelo inundaba el ambiente. Me levanté y, de la nada, apareció una ventana, que también me traía muchos recuerdos. Me asomé a ella y... allí estaba él, con sus 380 machacantes esperando a ser cabalgados y aquel color rojo chillón que tan bien le sentaba a las llantas (por raro que pareciera). Junto al caballero de Sttutgart, estaba Paco, como siempre, pasando la cortacésped por el jardín, salpicando con los restos que expulsaba al X3 de la directora. Me sonrió y, tras un par de segundos, metí la cabeza a la habitación con una sonrisa maliciosa dibujada en el rostro... eso sí que era vida. ¿Habría sido todo producto de mi imaginación? En la 911, bueno, en la 711, no había nadie, sólo ella.

    Para ser un sueño, se me había hecho muy largo. Pero bueno, ya había despertado. Por fin había llegado el momento de ir a mi despacho, coger las llaves de mi GT3, e irnos juntos a casa a disfrutar de una barbacoa sin más complicaciones que una cerveza y la luz de las estrellas. "Entonces... ¿Tú crees que le gustarán?" me dijo cuando ya estaba a punto de salir por la puerta. Quería evitar mirarla a los ojos, sabía que no me pertenecía, que esa mujer era de otro y que todo había sido el resultado de un cúmulo de trabajo, estrés y cansancio. Miré mi reloj, aún estábamos a Octubre de ese mal año para los más supersticiosos. No tuve más remedio que girar el cuello, e interceptar nuevamente aquel verde con el que había estado soñando. Me acerqué, la agarré de la mano (sentía cada grieta de sus huellas dactilares, aquello era real, y mucho) y le dije: "Escucha Cristina, te diga lo que te diga, no le hagas caso. Porque con pelo o sin él estás preciosa, además, sólo un gilipollas no querría casarte contigo". Le di un beso en la frente y me fui antes de que aquel aroma me obligara a declararme. Volvía a ser aquel cobarde que encontraba en su miedo y soledad un refugio en el que ser feliz. Una lágrima quiso escaparse de mi ojo izquierdo, pero mi varonil y patético instinto preermitaño hizo que se esfumara de mi rostro con un simple gesto de mi mano.

    ¡Mierda! Otra vez se había enganchado algo en la manga de mi camisa, que me impedía salir. Me di la vuelta para liberarme, mientras soltaba un leve quejido con la boca. Para mi sorpresa, no me había quedado trabado con el pomo de la puerta; era ella y su escaso metro setenta los que me estaban agarrando. "A ver... ¿Qué quieres ahora", le dije mientras trataba de hacerme el duro por última vez, antes de perderla de vista, quizá para siempre. Se quedó ahí callada, sin decir ni "pio" durante un buen rato. Apuñalaba mis ojos con aquella mirada brillante y penetrante, que llegaba a mi corazón y grababa a fuego en él su nombre. Permaneció así unos segundos más, hiriéndome de muerte sin saberlo. Cuando por fin se dignó a hablar, algo dentro de mí despertó: "No son para otro, son para ti". No podía estar hablando en serio, aquella esperanza infantil que llevaba muerta un par de décadas resucitó de entre las cenizas. Su cara comenzó a acercarse a la mía, y la diferencia de altura era lo único que impedía a nuestros labios fundirse en uno solo. Así que, agaché mis rodillas un poco, dispuesto a que el mundo se parara y todo dejara de tener sentido. Cerré los ojos y, como si de una broma pesada se tratara, el perfume de su pelo desapareció, sus manos se soltaron de las mías y la más intensa oscuridad sumió en la noche la habitación. Un ruido estrambótico comenzó a retumbar en mis oídos y el dolor volvió a mis riñones.

    La cúpula estrellada volvía a ser la única iluminación, y lo que parecía la realidad, volvía a ser un mero sueño, un espectáculo con el que alguien más poderoso se divertía. Desperté empapado y congelado, me habían echado un cubo de agua fría por lo alto. Tras unos segundos reconsiderando mi situación, llegué a la conclusión de que seguía en el Lacrimosa, y no precisamente disfrutando del viaje. ¿Cuánto rato llevaba inconsciente? ¿A cuántos kilómetros estaría ya ella de mí? Preguntas sin respuesta que tenían como único objetivo canalizar mi rabia contra aquella silueta difusa que tenía enfrente. Parecía llevar un gran manto que la tapaba, pero podía ver unos ojos de color rojo fuego apuntando hacia mi rostro, con gesto indiferente. Yo le mantenía la mirada, no iba a llorar, no me iba a ver rendirme. No lo hice la primera vez y no lo haría entonces. Ella había acabado con una pasión que apenas me había dado tiempo a disfrutar, algo me impedía moverme, pero no tardaría ni un segundo en lanzarme a su cuello si tuviera la oportunidad:


    - Dicen que, inyectada directamente en vena, la muerte es muy dulce. Mueres mientras sueñas, es una lástima que te haya despertado, vas a morir retorciéndote de dolor, ¿Sabes?. Bueno, siempre será mejor que vivir con la piel abrasada, pegada sobre tus huesos. ¿Alguna vez has visto un tendón del cuello sin nada más por encima? ¿Quieres verlo?


    El hedor de su aliento era francamente insoportable. Mi sistema nervioso estaba paralizado, pero mi olfato estaba intacto, vomitaría de nuevo si pudiera. Sentí una gota de sudor deslizándose por mi mejilla, abriéndose paso a través de mi barba y deshaciéndose en el cuello de mi camiseta. Ella (se es que se le podía llamar así), se quitó el pañuelo de la cabeza, dejando entrever una silueta ensombrecida por la oscuridad de la noche. Fue la cosa más repulsiva que he visto hasta la fecha; normalmente, hubiera sentido pena o admiración por su fuerza de voluntad, pero viniendo de quien venía, sólo podía alegrarme por ver que, por una vez, se había hecho justicia. Se había convertido en un monstruo, que era justamente lo que era. Sus manos eran sólo hueso, cubierto por una fina capa de piel brillante y muy grasienta; parecía estar supurando continuamente algún tipo de sudor. En el rostro, sus ojos se le fundían con las cuencas del cráneo. Su boca se había desgarrado, dejando a la vista mandíbula y parte de la barbilla. Nada quedaba ya de aquella mujer elegante que invertía varios cientos de euros al mes en productos de belleza y cosmética. Sin duda, la peor parte se la llevaba el cuello; ahí fue donde pude comprender el origen de aquella voz errática y de ultratumba que tenía la "señora Martínez": los tendones se fundían con los músculos de la espalda, debajo de estos, se veía el movimiento de la garganta cada vez que articulaba un par de palabras; todo el conjunto tenía un color grisáceo, casi pétreo, que daba la vaga sensación de estar ante una estatua de granito, de no ser por aquella hediondez aturdidora que liberaba por cada centímetro de su tez.

    "¿Y ahora qué?", es lo que me pregunté una vez había contemplado aquella cosa a escasos dos metros de mí. Una sombra pasó por el pasillo del piso de abajo, la pude ver desde el final de la escalera. Aquella toxina estaba actuando ya en el cerebro, y eso, junto con la oscuridad y el balanceo del barco al chocar contra las olas a 200 kilómetros por hora, me estaban provocando alucinaciones. Apoyado en la pared, junto al control de mandos, contaba los segundos que quedaban para que todo terminara. No sabía mucho de la Amatoxina, pero estaba seguro que la dosis que me había inyectado me dejaría K.O. en breve. No quería acabar mi vida así, así que cerré los ojos y traté de imaginarme junto a ella, bien lejos del mar y conduciendo el coche que más le gustara. Estaba casi seguro de que habría elegido aquella joya que Giorgio (del cual no quería pensar que hubía hecho todo aquello de forma consciente) conservaba al final del garaje, junto al 250 GTO y el Porsche 917. Ese Pegaso Z-102 llevaba su nombre, y la verdad es que no se le daba nada mal conducirlo, se notaba que disfrutaba haciéndolo. Casi no sentía mi cuerpo, pero pude dibujar una sonrisa en mi rostro para sorpresa de la directora. Estaba frente a ella, pero mi mente ascendía camino del Castillo de Santa Catalina. A bordo de aquel pedazo de historia del automovilismo español, me sentía muy a gusto para no ir en el puesto del conductor. Exprimía cada marcha de aquel V8 con suma delicadeza, haciendo cambios suaves y aprovechándose del par del coche. Volábamos a ras del asfalto por aquella solitaria vía, rumbo a ninguna parte y sin un fin aparente. Desde luego, aquel sonido era mucho más agradable que el de los dos motores a reacción suplicando clemencia al máximo de su rendimiento.

    Pero cuando parecía que me había evaporado del barco, sus pegajosas y asquerosas manos me tocaron. Al grito de: "Tú no te vas sonriendo, cabrón", me agarró de los brazos y, con una fuerza pasmosa, me arrastró hacia el flybridge trasero de la embarcación. El frío era aniquilador, sólo un loco saldría a cubierta en mitad de una noche que congelaba hasta el miedo, y menos surcando el océano a esas velocidades (un cartelito en la puerta lo ponía bien claro: no salir fuera a más de 30 mph). Pero a la señora Martínez parecía importarle bien poco, la movía la rabia, el odio. Ese mismo odio que, la llevó a matar a gente durante más de 20 años, que la condujo a separar a personas de este mundo y los suyos cuando aún no les tocaba, todo por un puñado de euros. No esperaba compasión ni clemencia de ella, si no la había tenido con gente inocente, no la tendría conmigo, que la había quemado viva. Tampoco esperaba explicación alguna, pero parecía que le costaba despedirse de mí, no sin antes atormentarme un poco más. Me dejó tumbado en el suelo, a medio metro de aquellas turbinas que escupían agua directamente sobre mi nuca. Comenzó con su tétrico monólogo, que se prolongó en el tiempo, mientras yo agonizaba:


    - Es que... no te pudiste estar quieto, ¿Verdad? - era complicado entender algo con esa voz - Es muy fácil pensar que soy lo peor, que soy la mala de la película. No tienes ni idea, no tienes ni puta idea de cuánto luché por llegar donde llegué - se sentó justo enfrente, momento que aproveché para recuperar el aliento y volver a respirar -. Tú hubieras hecho lo mismo si te hubieran dado la oportunidad. La gente se creé que cobramos millones por ser jefes en algo, se creen que estoy a su servicio, que pueden ordenarme y cruzarse de brazos mientras yo les salvo la vida. ¿Y luego qué hacen? Se van a la iglesia a darle las gracias a Dios por haberlos ayudado, por haberles quitado un tumor, por haber estado 24 horas seguidas operándoles a corazón abierto... ¡Qué bueno es Dios! A él le ponían velas y a mí no me daban ni los buenos días, pero un día dije "hasta aquí hemos llegado". Yo tuve la idea, y Giorgio puso los medios. Menudo imbécil, cada vez que la enfermera le cambiaba el suero, bueno, ya sabes a que me refiero... -comenzó a reírse otra vez de aquella forma tan sumamente desagradable, parecía que estaba regurgitando - me tenía que salir de la habitación; me partía de risa. ¡Cómo hubiera disfrutado viéndolo morir! Pero, el repelente doctor Ávalos se tenía que hacer el héroe, sólo él podría venir un Domingo por la tarde a ver a sus pacientes... ¡Cuánta responsabilidad! Espero que, al menos, la hayas disfrutado; tendrías que ver su cuerpecito chocando contra el agua, se partió en mil cachitos. Y tú mientras en la ducha, sí señor; no sé cómo no escuchaste sus voz, ¡Cómo gritaba la muy zorra!


    Mis ganas de matarla iban en aumento. Sentí las puntas de mis dedos y el frío sobre mis labios. Quería acabar con ella, pero no me quedaban fuerzas. Lo único que alcancé a hacer fue abrir un instante la boca, tratando de decirle cualquier cosa. Pero lo único que conseguí fue soltar un fino hilo de vaho, procedente de mi tímida respiración:


    - Al final la has matado tú... lo que son las cosas ¿Eh? ¿Cómo no se te ocurre cuidarla un poco mejor? Lleváis 6 horas juntos y le haces esto, no creo que se haya ido muy contenta. Por suerte a ti tampoco te queda mucho, en un par de minutos como mucho estarás con ella y nuestros pacientes, esos que le rogaban al "Altísimo" que todo saliera bien. ¿Sabes lo que más me gusta de esta cosa? - continuaba con su estúpido monólogo, preguntando y contestándose ella misma - Que aunque no puedas moverte... sientes el dolor. Me voy a tomar un whisky bien cargadito mientras pienso en tu cuerpo hundiéndose, congelado de frío y con los pulmones encharcados. Seguro que hasta tú rezarás entonces, esperando a que venga un delfín o el ángel Gabriel en forma de sirena a salvarte. Hay lecciones que te cuestan aprenderlas una semana, otras un mes, y otras un año. Pero hoy vas a aprender la lección de tu vida: la muerte tiene un plan para cada uno de nosotros, y no puedes cambiarlo. Estaba escrito que ellos debían morir, y así ha ocurrido. Sin embargo, nosotros no estábamos en esa lista. Por desgracia, ahora voy a ser yo quien tenga que matarte. Si no mueres en el impacto, morirás ahogado. ¿Quieres decir algo antes de que te tire? ¡Ah no! Que no puedes. Una pena, bueno, mira, piénsalo y luego se lo cuentas a Dios, ¿Vale?


    [ame="http://www.youtube.com/watch?v=6SvxaNQ6d7M"]Ameno-Era - YouTube[/ame]


    Se volvió a acercar a mí. Sentí de nuevo esa piel pegajosa rozando mi inservible cuerpo. En un último ataque de ira, la agarre de aquella delgada y endurecida muñeca, tratando de que fuera ella la que cayera al agua. A pesar de todo, aún tenía ganas de vivir. Pero fue inútil, aquel esfuerzo titánico por recuperar el control de mis músculos apenas sirvió para escuchar una vez más aquella repugnante risa, mientras incidía con su aliento fétido sobre mi nariz. Comenzó a tirar de uno de mis brazos, mientras yo trataba por todos los medios posibles de pesar como un muerto (nunca mejor dicho). Entre lamentos y quejidos, me arrastró como medio metro y me puso boca abajo. Nunca había tenido ese torrente de agua tan cerca, era increíble ver a aquellas enormes turbinas disparando agua a unos diez metros de altura, mientras el resto del océano parecía asfalto que el afilado casco del Lacrimosa partía en dos. Un ruido ensordecedor dejó a mis oídos fuera de juego. Seguía hablando pero no escuchaba nada de lo que decía. Sentí su pie en mi espalda, y me preparé para el patada final. Ahora sí que sí, en diez segundo a lo sumo, con suerte, mi tronco estaría separándose del resto de las extremidades, mientras mi cabeza se partía en mil pedazos al chocar contra el líquido elemento, duro como una piedra a esa velocidad. Cerré los ojos, y por primera vez en mi vida, recé. Recé para que doliera lo menos posible y no quedara vivo después del impacto, le tenía pánico a la idea de morir ahogado. Aquel calzado se clavó en mi espalda, retorciéndome de dolor. Comenzó a empujar mi cuerpo en dirección al mar, mi cabeza estaba ya fuera de la embarcación y al resto de mí le quedaba bien poco para seguir sus pasos.

    Un golpe secó interrumpió la maniobra. Quedé varado a diez centímetros de lo físicamente imposible, mientras que notaba unos pasos torpes dando bandazos por la cubierta de teca. Era ella la que se comportaba así... ¿Qué tramaba? ¿Qué fechoría enferma se le ocurriría ahora? Preferí no mirar (tampoco veía nada), seguí con los ojos cerrados, viendo mi muerte a un palmo de distancia. La sentí muy cerca de mí, alcé la vista y la vi como desorientada. Dio un par de pasos a milímetros del borde de la embarcación, aunque finalmente, recuperó la conciencia y sus pasos parecían algo más seguros. Pero un golpe de mar acabó con ella, ambos dimos un gran bote, con la diferencia de que yo estaba tumbado y no me afectó mucho. Ella, sin embargo, perdió el equilibrio, y resbaló con unas gotitas que mojaban el filo de carbono. La vi deslizarse mientras soltaba un grito desgarrador, dentro de lo humanamente aceptable. Pero ni por esas cayó. Se agarró a la "L" de Lacrimosa, mientras sus piernas rozaban el agua y de su boca seguían saliendo quejidos e improperios varios. En realidad, me daba un poco igual que se salvara o no. Si volvía a subir, al menos acabaría antes con mi sufrimiento y aquel dolor de riñones que me partía en dos. Por otra parte, si la veía caer, llegaría a la entrevista con "Dios" con una sonrisa en la cara.

    Pero algo más había allí. Me fijé en que la directora tenía un enorme herida en la cabeza, de la que supuraba pus y sangre a partes iguales. Con la fuerza del aire, se le cayó aquel enorme pañuelo que llevaba por vestido, dejando desnudo su cuerpo. Mostraba, con horror, los estragos que me podrían haber ocasionado el fuego de no haber sido por la ayuda de mi amigo Paco. Se le marcaban las costillas y podía ver todos sus músculos en tensión, sólo cuatro pelos sueltos en la cabeza tapaban un poco aquella deforme silueta. Fue entonces cuando sentí que no estaba sólo, unos pasos se aproximaron por mi derecha, haciendo bastante ruido. Se pusieron prácticamente a la altura de mi cabeza. Giré la vista y, como si de un oasis en mitad del desierto se tratara, vi aquellos zapatos de tacón de color rojo. Con mucha frialdad, se acercaron a donde estaba la directora, y se posaron sobre las manos de ésta. Bramó como un toro, mientras miraba con odio a aquella persona que estaba acabando con ella. En el último instante, pude ver como una lágrima le salía de aquellos ojos rojos, pidiendo clemencia; pero no la hubo. Como si estuvieran apagando una colilla, los tacones comenzaron a retorcerse sobre sus dedos huesudos, y tras unos segundos vociferando todo tipo de insultos, cayó al mar. Su cuerpo fue descuartizado en un instante, sus brazos fueron los primeros que se independizaron del tronco, para más tarde hacerlo sus piernas y su cabeza. Fue una pena lo rápido que la perdí de vista, me hubiera gustado ver como los seres acuáticos se comían sus restos y los digerían durante horas en su estómago.

    "Sayonara, baby", dijo. Esa voz era inconfundible, no había nadie más en la tierra que pudiera hablar con esa delicadeza tras cargarse a una "persona". Dejó caer la piedra junto a mí, la vi manchada de esa mezcla de sangre y líquido amarillo tan sumamente desagradable. Se agachó al instante, ni siquiera esperó a ver desaparecer a su víctima. Me dio la vuelta, y casi sin creérmelo, volví a ver esos ojos verdes. No podía moverme, pero tuve las fuerzas suficientes para sonreír. "¿Qué hago? Dime algo, ¡Por Dios!", el subidón de adrenalina fue tal que por un momento todos mis dolores desaparecieron... ¡Claro! Eso era... necesitaba subir mi adrenalina para superar el bajón. Si conseguía que mis riñones drenaran toda la Amatoxina sin quedarme dormido, había una ínfima oportunidad de sobrevivir ¡Qué bien me habría venido la adrenalina en vena que desconectaba de mis pacientes cuando decidían dar por concluidas sus vidas! Traté de mover los labios, casi sin esperanzas de que me entendiera. Puso sus manos sobre mi pecho y acercó sus oídos a mi boca. Ese gesto fue el que me dio el último empujón, ese que necesitaba para despistar a la muerte. Mis cuerdas vocales no funcionaban, pero aquel dulce olor, otra vez a centímetros de mí, dio fuerzas a mis pulmones para pronunciar de forma casi simbólica la palabra "agua". No pudo oírlo, era imposible... entre el sonido del motor y todo... "¿Agua? ¿Has dicho agua?", no sabía cómo pero, lo había entendido.

    Me agarró del cuello de la camiseta, y comenzó a tirar de mí, sacando fuerzas de donde no las había. Mi 1,84 y mis 80 kilos de peso parecían no ser un problema para ella. Se tropezó un par de veces y, finalmente, optó por quitarse los zapatos. Me tiró escaleras abaja aprovechándose de la gravedad, y me arrastró por todo el piso. Cruzaba los dedos (imaginariamente, claro está), para que no pensara que quería un vaso de agua. Pasó de largo de la cocina, y me metió directo en aquel baño pequeño, pero hasta arriba de lujos innecesarios. Como pudo metió mi cuerpo en la ducha, puso el agua a la mínima temperatura posible, y se quedó allí dentro, conmigo, a expensas de que se estuviera empapando. No volví a sentir tanto frío en mi vida, si no salí corriendo fue porque no pude, pero me hubiera gustado. Era inexplicable que se quedara a mi lado, sin necesidad alguna de hacerlo. El caso es que, aquel remedio parecía funcionar, a los cinco minutos ya sentía pies y manos, a los diez el resto del cuerpo, y al cuarto de hora, incluso podía mover mis articulaciones. "¿Estás mejor?", preguntó ella, con la respiración entre cortada por el frío y la tensión del momento. Asentí con la cabeza y desapareció. Supuse que había ido a cambiarse, lo normal por otra parte. Yo permanecí allí 45 minutos más, hasta que el dolor comenzó a desaparecer y mis constantes vitales volvieron a su ritmo normal. "Mejor un resfriado que la muerte", pensaba para mí mientras me quitaba la ropa y me liaba en toallas. Fui a mi cuarto y me puse lo primero que encontré. Me toqué de arriba a abajo, no podía creer que siguiera allí, acababa de vivir las dos horas más surrealistas de mi vida.

    [​IMG]

    No estaba en ningún sitio del piso bajo. Estaba aterrorizado, los recuerdos de todo estaban aún muy frescos para llevarme esos sustos. El motor estaba parado pero, mis oído conservaban el típico pitido con el que te despiertas después de toda una noche con la música demasiado alta. Subí al piso de arriba (el salón principal), y para mi alivio, a lo lejos estaba ella, sentada en el filo del barco, con los pies apoyados seguramente sobre la "M" del nombre. Fui hacia allí, y para mi sorpresa, seguía empapada de agua y temblando, mientras que se abrigaba con sus propios brazos, cuyas mangas también estaban caladas. Le puse mi toalla por lo alto, la protegí con el nulo calor de mi cuerpo, y comenzamos a charlar:


    - ¿Ya estás mejor? - preguntó con una leve sonrisa, que no podía disimular que había estado llorando.
    - ¿Por qué no te has cambiado?
    - ¿Tú crees que habrá sufrido mucho? - dijo mientras miraba de reojo la piedra con la que le atizó.
    - Por desgracia... creo que no, murió al instante.
    - No debí haberle pisado, quizá si la hubiera ayudado a subir se habría relajado - su mano estaba llena de sangre, tenía una herida bastante fea, seguramente provocada al darle en la cabeza.
    - Cristina, no tienes nada de qué arrepentirte, mató a Giorgio, lo intentó conmigo y también con... ¡Oye! Un momento. ¿Tú no estabas muerta? - dije mientras soltaba una carcajada, tratando de quitarle gravedad al asunto.
    - Carlos... cariño, la próxima vez, cierra la compuerta del garaje, que luego salto desde arriba y ni me mojo ni "ná" - me mostró su brazo izquierdo, magullado por el golpe en la caída -. Entonces... ¿Tú también la habrías hecho?
    - ¿Bromeas? Ni de coña - abrió su boca en señal de sorpresa, no se esperaba esa respuesta -. Yo le habría agarrado de los pelos, la habría subido a bordo, y le hubiera hecho una perrería por cada persona que se ha cargado. Y luego, ya llegando a Livorno, te hubiera dejado que la tiraras al mar para ver como se la comen las gaviotas, mientras brindamos con un poquito de champagne desde la cubierta.
    - Pues no es mala idea tampoco... pero como estabas tan callado, pues no sabía muy bien qué hacer - me guiñó un ojo y sonrió, parecía un poco más contenta -. Entonces, ¿Ahora es en esto en lo que consiste tu vida?
    - Sí, eso creo. Pero bueno, yo creo que nos hemos ganado un descanso... ¿Qué te parece si nos tomamos unas vacaciones de... 60 años?
    - Me parece correcto - sus labios estaban aún morados, pero, a simple vista, no parecía preocuparle mucho -, y cuando volvamos, seremos más sanguinarios que nunca - levantó la mano en señal de venganza y tiró la piedra al agua mientras se reía -.
    - Pues sí, pero bueno, eso la pensaremos en su momento. Ahora solo hay que preocuparse del jet lag.
    - ¿Tú crees que tendremos muchos problemas?
    - Tengo la sensación de que... se acabaron los problemas.



    Sigue en el post #8

    http://911memoriasdeunfuturoincierto.wordpress.com/
     
    Última modificación: 7/1/13
  7. Beren

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    Dándole en el vídeo en youtube a Me Gusta, te sale una URL, con esa directamente creo que se ve el vídeo ;)
     
  8. Carlosupercars

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    Capítulo 43


    Me ahorraré los detalles de lo que pasó en aquel barco hasta que llegamos a Livorno... teníamos muchas cosas en las que ponernos al día. Sólo nos preocupamos de una cosa durante todo el camino: los disturbios en Bombay iban a peor, y el suburbio de Dharavi se había convertido en el epicentro de éstos después de nuestra partida. Las noticias que llegaban eran confusas y ciertamente contradictorias, no sabíamos a qué canal de televisión creer o a donde llamar. El teléfono de Chadna comunicaba al principio, y más tarde, ni siquiera daba la señal.

    En Italia llovía, y aquella zona, alejada de Livorno, era especialmente fresca. Los cristales del GTR estaban empañados y apenas se podía continuar sin poner la calefacción del parabrisas. Las gotas resbalaban por las ventanillas, y la ciudad dio paso a un frondoso monte que recordaba bastante a la vegetación de Jaén. Incluso con todos los controles activados, aquel coche era muy nervioso, y el asfalto mojado le hacía un flaco favor. Sabía que cualquier charco, podría provocar que nos estampáramos con algún árbol de la cuneta. Cristina me miraba extrañada, e incluso nerviosa; no soportaba que fuera tan despacio. ¡Me encantaba esa mujer! Quedaban ya pocas así, no podía dejarla escapar. "Cariño, es que tiene las ruedas muy anchas... ya sabes, por el aquaplaning" le dije. "¿Aquaplaning? Venga hombre, mi abuela podría ir más rápido...", me contestó ella, mientras miraba por la ventana para que no pudiera ver que se estaba partiendo de risa. En la salida de un par de curvas le di un apretón a ese 6 cilindros, para que viera lo peligroso que era acelerar más de lo debido. "Ni derrapar sabes... no te reconozco, ¿Eh?". Aquello se convirtió en una verdadera guerra de orgullos. Entraba en una curva, reducía a segunda, los escapes rugían, y encaraba la siguiente recta dejando deslizar sus cuatro ruedas motrices por aquel deslizante firme. Cada vez cogía más ángulo en las derrapadas, pero ella seguía mirando indiferente.

    Fue una buena forma de entretenernos hasta que llegamos al pequeño nidito de amor que Giorgio y Sofía compartieron durante toda su vida. En teoría era nuestro, en la práctica, no me atrevería a dar un paso en aquella casa sin el consentimiento de la señora Fallaci. Alejada del mundo, sobre las colinas que rodeaban Livorno, y cubierta de verde por los cuatro costados, se alzaba una majestuosa, a la vez que diminuta, casa de estilo genovés, probablemente de principios del siglo pasado. En la puerta estaba aparcado el ya archiconocido Maseratti Quattroporte azul marino, que conjuntaba bastante bien con godzilla. Toqué un par de veces al timbre, y mientras esperábamos a que nos abrieran, no pude evitar la tentación de volver a rozar aquellos carnosos labios con mi boca. "Qué mal conduces..." me decía mientras que alejaba la cara para que no pudiera besarla, para más tarde volver a acercarse a mí. Sofía abrió la puerta de aquella pequeña, pero imponente casita, bajó el par de escalones que separaban ésta del suelo, recorrió el camino de piedras del jardín, y nos abrió la verja:


    - Hombre, ¡Qué sorpresa! ¿Cómo usted por aquí? - se acercó y me dio dos besos.
    - Pues nada señora, que pasábamos por aquí, y algo me ha dicho que no andaría muy lejos. Mire, esta es...
    - Cristina, ya lo sé, ¿Qué tal estas? - le dio dos besos - Es guapa... ¿Eh? - dijo mientras me guiñaba el ojo.
    - No tiene mal gusto del todo... - dijo ella mientras sonreía. Yo no pude evitar ponerme rojo como un tomate.
    - ¿Vais a pasar o qué? Como si estuvierais en vuestra casa. ¿Verdad Carlos? - se rió.
    - De eso nada, aquí la anfitriona es usted. Somos meros invitados, Sofía.


    Por el interior de la casa nadie diría que estábamos en la morada de un gran magnate de la náutica y casi de cualquier negocio. Ella misma nos preparó un par de capuccinos, que nos sentaron bastante bien a esas horas (serían las 5 de la tarde). Se sentó en el sillón que había justo enfrente y se quedó cayada un rato, mientras nos observaba. Simplemente sonreía y se quedaba con la vista puesta en nosotros, llegando a ser un poco incómodo. "Hacéis buena pareja", comentó. Luego, se volvió a levantar del sofá mientras que continuaba hablando: "Mirad lo que acaba de llegarme al correo, no sé muy bien que será, pone que es de Giorgio". Tardó unos minutos en reaparecer, mientras se escuchaban ruidos al fondo del pasillo, junto al cuarto de baño. Regresó con un paquete bastante grande entre las manos, y nos lo cedió directamente a nosotros, que compartíamos sofá. Al abrirlo, la sorpresa fue mayúscula. Había visto aquella letra antes, y sabía perfectamente dónde. "Nadie muere mientras su recuerdo siga vivo", era todo cuanto rezaba aquella caligrafía en cursiva escrita con tinta invisible sobre un DVD para grabación. Pero no estaba sólo en el paquete, había un par de objetos sin aparente sentido alguno: unas llaves antiguas y un cochecito de madera, que imitaba de mala manera a un 911. "Ponlo", dijo ella desde el otro lado de la mesa. "Quizá debería verlo usted sola, Sofía. El vídeo no es para nosotros", traté de convencerla. "Hijo mío, voy camino de los 80, a estas alturas poco o nada tengo que esconder, pon el disco, por favor", señaló al reproductor que había debajo de la televisión.

    Con un poco de temor, por qué nos podíamos encontrar dentro de aquel DVD, pulsé el botón para que se abriera el cargador y lo puse sobre éste. Configuré la televisión para que se sintonizara en la salida de AV1. El vídeo ya estaba siendo reproducido: se veía al viejo colocando una cámara en algún lado. Podía reconocer ese paisaje, era la A-6050, la carretera que subía desde Los Villares hasta La pandera. Estaba enganchada a los bajos de algún coche. Desapareció de la imagen y se escuchó como arrancaba. Era un sonido muy bronco; no era, ni de cerca, un coche actual. El motor de arranque tardó como 10 segundos en ponerlo en marcha y aquel V12 sonaba demasiado fino para ser de un modelo "moderno". A pesar de ser un simple video, se podía escuchar a los pistones bajar y subir, a las válvulas abriéndose y cerrándose, y a las bujías encendiendo la mezcla de gasolina con oxígeno en el interior de los cilindros. Aceleró y comenzó a subir por aquella revirada carretera como si de una prueba cronometrada se tratara. Por lo poco que le vi la cara, se notaba que ya estaba algo deteriorado, enfermo; seguramente habría subido allí mientras yo estaba en coma. Pero tras el volante no tenía problemas, como cuando pilotó en Nurburgring, parecía un chaval por su forma de contravolantear y sus reflejos al adelantar a coches y camiones en aquel vertiginoso ascenso. "Suena a Lambo", dijo Cristina. Me encantaba el rugido de aquella cosa, Sofía miraba la hora con cierta indiferencia, mientras que nosotros dos no quitamos la vista de la televisión durante los casi veinte minutos de subida, nos quedamos embobados. Fue entonces cuando ocurrió lo más desconcertante: llegó a la base, y puso aquel clásico frente a la puerta del garaje. Se bajó del coche y abrió ésta. No podía creer lo que estaba viendo, los coches estaban tal y como yo los dejé antes de irme a la India. Me callé, no dije nada. Contuve la respiración a ver que el Enzo, junto con el GTS, el GT3 RS 4.0 y el Toyota GT-86, eran los coches que estaban aparcados en la zona más exterior del garaje. Preferí quedarme con la duda a que me tomaran por loco: no podía ser que Giorgio estuviera allí, yo lo vi morir.


    El vídeo se cortó, y la pantalla quedó unos segundos en negro. Luego, volvió a reproducirse algo por pantalla. "¿Qué hago ahora, papá?", se veía a un niño con un taco de madera entre las manos. Por su color de piel, juraría que era africano, aunque no sabría decir de qué zona exactamente. "Haz esto", se escuchó la voz del italiano. Le pasó una fotografía que no se alcanzaba a ver, y alguien cogió la cámara. Comenzó a andar con ella en la mano, parecía estar en alguna playa, que se extendía en el horizonte y se fundía con unas dunas de enorme tamaño. Giorgio volvía a hablar, era él quien grababa:


    - Aquí construirán una escuela, por aquí pasarán las tuberías y aquí habrá un pequeño... - enfocaba la cámara hacia diferentes lugares, dentro de una especie de pueblo compuesto por un montón de casas bajitas y de adobe. El vídeo tenía muchísimos cortes, por algún motivo, la cámara no funcionaba del todo bien. Volvió a desaparecer la imagen. Se cambió de plano: era de noche, y la cámara volvía estar sobre la mesa del principio. - Bueno Sofía, ahora habrás entendido dónde han ido a parar todos esos beneficios - yo, al menos, no había entendido nada, pero ella sonreía, sin poder ocultar su emoción. Comprendía mejor que yo lo que sucedía -, ¿Ya lo has acabado?
    - Sí - el niño del principio del vídeo volvió a aparecer. Llevaba en la mano el mismo cochecito de madera que había en la caja y que tenía yo entre las manos.
    - Son iguales ¿Eh? - dijo mientras los comparaba con la foto, en la que, para mi sorpresa, aparecía mi ex GT3 - Escucha, ¿Me lo regalas? Es para un amigo - el niño asintió con la cabeza -. No sé porqué, pero me da que me estás viendo. Carlos, cuídamela ¿Eh? - miro directo a la cámara.
    - ¿La apago ya, papá?
    - Claro.

    El niño alargó el brazo, acercó la mano a la cámara, y la pantalla volvió a ponerse en negro. Sofía estaba muy contenta, nunca le había visto sonreír con esa energía. Yo la miraba confuso:

    - No habéis entendido nada, ¿Verdad? - dijo.
    - No.
    - Bueno, ni falta que hace. Mi marido se ha ido de este mundo por la puerta grande, lo demás da igual - se secó una lágrima.

    Miró una foto que había sobre un mueble del salón, en ella, se veía a Giorgio posando con un casco de obra en la cabeza. Mientras, detrás de él, se veía aquel pueblo del vídeo, en pleno proceso de transformación. En las calles ya no había arena, sino asfalto. Y varias grúas se perdían entre las casas. En la esquina inferior de la foto había algo escrito, que no alcancé a ver. Al menos, ya sabía a qué se iba a dedicar la fortuna de Giorgio, y de paso averigüé a quien debía ayudar yo con la mía.

    Salí de esa casa con una extraña sensación en el estómago. Aquella imagen del garaje me produjo cierto temor, o era una mera casualidad, o algo muy raro pasaba allí... mejor no saberlo. Y eso de que aquel niño lo llamara "papá", también era ciertamente desconcertante, y más al no ver reacción alguna en Sofía. Recordé la frase del disco, quizá tendría algún tipo de relación. Nos acompañó hasta la puerta, y allí conversamos por última vez. Cristina llevaba aquel 911 de madera entre las manos, y yo, seguía con algunas dudas que quería resolver antes de marcharnos:


    - Pues nada pareja, aquí tenéis vuestra casa para cuando queráis.
    - Lo mismo le digo, Sofía. En Jaén tiene la suya, pase por allí cada vez que le apetezca.
    - ¿Os queda mucho para llegar? Debe de ser una buena paliza de viaje...
    - ¡Ah! No mucho, además tampoco tenemos prisa - Cristina me atravesó con la mirada -. Sólo una cosa más antes de irnos.
    - Dime, hijo.
    - ¿Quiénes eran aquellas personas que la acompañaban aquel día? Ya sabe, cuando Giorgio...
    - Hay cosas que se escapan de tú interés. No tienes porqué saberlo. ¡Anda! Marcharos ya que se os va a hacer tarde - prácticamente nos empujó al interior del coche para que nos fuéramos.


    Dejamos atrás aquel lugar, alejado del ruido y de la civilización, mientras la observaba por el retrovisor, entrando de nuevo en su casa, ataviada con aquel vestido blanco. Al girar al final del camino, el Maserati oscuro desapareció del espejo, y con él, todo cuanto rodeaba a aquella misteriosa vivienda, y sus peculiares dueños. El camino de vuelta se hizo especialmente duro. Cristina estuvo toqueteando nerviosamente aquel cochecito de madera durante todo el trayecto. Sólo paraba de hacer eso cuando cogía el móvil para llamar a la India. Seguía con la cantinela de "apagado o fuera de cobertura", y eso sólo la ponía peor de lo que estaba. Me dolía verla así, pero sabía que si no hubiera ido a por ella, ahora sería yo el que estaría realizando esas llamadas.

    En Jaén todo seguía como siempre, serían las doce de la mañana cuando vimos por primera vez la silueta del castillo desde la autovía (era lo primero que se veía al llegar a la ciudad). "¿A dónde vamos?" preguntó cuando vio que pasábamos de largo y dejábamos atrás a la capital del Santo Reino. "Tengo que ir a comprobar un par de cositas de extrema urgencia antes de ir a casa", frunció el ceño con indiferencia y me hizo el gesto de "OK" con la mano. Como Giorgio en el vídeo, yo tampoco ascendía precisamente despacio, pero a ella seguía sin parecerle muy espectacular. Paré en la cuneta, a mitad de camino, y le dije: "¿Conduces tú?". Sin decir ni media palabra, puso una sonrisa maliciosa y asintió. Nos cambiamos de posición y aceleró a fondo sin ni siquiera darme tiempo de ponerme el cinturón. En menos de 4 segundos, volábamos a mas de 100 kilómetros por hora por la serpenteante calzada que, ascendía a nuestra particular cima del mundo. Me agarraba con miedo al tirador de la puerta. "¡Qué ganas tenía de probarlo!", es lo único que le escuché decir entre los quejidos del japonés y el roce de sus neumáticos con la cuneta de la carretera. Fatigaba cada centímetro de su carrocería; cada tornillo concienzudamente apretado para maximizar el rendimiento de la bestia, estaba siendo sometido al maltrato de las manos de mi chica. Frenazos, sobrevirajes y fuerzas G por doquier, me descubrieron la cara oculta de una montaña rusa, desconocida para mí hasta entonces. Muy lejos quedaban aquellos entrenamientos sobre mi flaca, ascendiendo aquel puerto a 10 kilómetros por hora y 200 pulsaciones por minuto. Cuando estaba a punto de fundirme con el marco de la puerta, llegamos a lo más alto. Para mi sorpresa, el Golf de Paco ya estaba por allí, con las dos ruedas delanteras quitadas y un par de gatos puestos. El antiguo responsable de los jardines de El Neveral estaba debajo, toqueteando las entrañas del Volkswagen. Estaba tan ensimismado, tan sumamente sumergido en aquel universo de tuercas y piezas de motor, que ni siquiera nos oyó llegar. Ella aparcó justo al lado y nos bajamos del coche. Cristina se acercó a él mientras que yo no tuve que ir, antes de nada, a comprobar el interior del garaje. La puerta estaba ya entreabierta, y dudé si cruzar al otro lado o no. Los escuchaba hablar: "¡Coño, Cristina! Madre mía que guapa estás...", pero yo sólo tenía oídos para aquel fantasma que me llamaba desde dentro de la base.

    Me froté los ojos un par de veces, no había sido una ilusión o imaginaciones mías. Justo delante del Pagani Zonda Cinque, protegiendo al resto de deportivos de los intrusos, estaba él, apoyando sus enormes neumáticos de la misma forma que lo hizo en aquel viejo granero. El Lamborghini Miura de color amarillo que condujo Giorgio por Europa junto a su compañero, el mismo que estuvo abandonado durante treinta años en algún lugar de las montañas de Santa Agata, estaba ahora en la base militar. No sabía si sentir miedo o alegría, si quedarme parado o echar a correr. Escuché sus pasos acercándose hacia mí, Paco había venido a saludarme, ya que yo no me había dignado a hacerlo:


    - Es bonito ¿Eh?, le falta una buena puesta a punto, pero ese V12 volverá a rugir en no mucho tiempo.
    - Paco, ¿Dónde está? -los ojos me brillaban.
    - ¿Donde está quien?
    - Giorgio, ¡¿Qué dónde está?! Yo mismo vi el video en el que lo subía hasta aquí con ese coche. Ese sonido es inconfundible, tiene que estar por aquí, en algún lado.
    - Pero... ¿Qué dices? Si lo trajeron en un camión, junto a aquellos dos - dijo señalando a un par de coches tapados que había fuera -. Eran unos italianos. Según Paolo, ya están a tu nombre y todo...
    - Pe... pero si yo lo vi. Y Cristina también lo vio, ella estaba conmigo. Cristina, ¡Ven aquí, por favor! - ella estaba aún dándole vueltas al Golf.


    Cuando entró al garaje, le faltó muy poco para caer desplomada. Al fin y al cabo, nada sabía ella de aquel lugar, no me había dado tiempo a decírselo, o más bien, no había querido estropearle la sorpresa. Quería que sintiera lo mismo que sentí yo la primera vez que lo vi. Se quedó unos minutos atónita, no dijo nada y ni siquiera se atrevió a moverse. La agarré de la mano tras ese primera fase de "asimilación", y traté de sonsacarle aquello que quería oír, pero que, como de costumbre, no conseguiría. Estaba esperando una respuesta negativa que confirmara mi locura; aún así, lo intenté:


    - ¿Te acuerdas del video que vimos ayer?
    - Sí - fue todo cuanto pudo decir. Seguía sin aliento ante semejante colección de leyendas y bestias esperando ser domadas.
    - Dime por favor que...
    - El Miura, es el del video ¿No? - respiré aliviado, al menos no había sido una broma pesada de mi imaginación.
    - ¿Y te acuerdas del resto de coches? ¿A que estaban como ahora?
    - ¿Qué? Yo que sé... no me acuerdo de tanto. ¿Dónde están las llaves de los juguetitos? - seguía a lo suyo, no iba a sacar mucho más de ella.
    - Giorgio está vivo, él ha traído el coche hasta aquí...
    - ¿Qué? ¿Pero qué dices? Que lo trajeron los tíos esos, ¡Ya te lo he dicho! - Paco entró en la conversación.


    Me acerqué un poco más al coche, abrí la puerta y me senté dentro. Todo estaba como la última vez que lo vi. Él se sentó en el asiento del acompañante y comenzó a tocar el deteriorado cuero y la palanca de cambios petrificada. "Este coche no puede moverse, Carlos. ¿Cómo lo iba a traer Giorgio hasta aquí? Ha sido un viaje muy largo, deberías descansar...", me dijo. Quizá llevaba razón, ese coche apenas podía girar, ¿Cómo demonios lo iba a conducir así de rápido, si hasta las ruedas estaban cristalizadas? Seguramente fuera otro coche igual de su colección, que acabó llevándose o donándolo a alguna ONG (conociéndolo...). ¿A quién quería engañar? Lo mejor era que volviera a casa y dejara a aquellos dos allí, alegrándose la vista, el olfato y, sobre todo, el pie derecho. Pero Paco se levantó, dejando al descubierto algo que había en su asiento. Cuando se bajó por completo y cerró la puerta, quedé allí dentro sólo, acompañado únicamente por el olor del cuero viejo. Parecía una nota, un pequeño papel doblado por la mitad. La abrí y... sí, aquella letra me volvía a resultar familiar. "Nadie muere mientras su recuerdo siga vivo..." rezaba la nota junto a una cara sonriente al final de la frase. "Maldito Giorgio", pensé mientras miraba hacia el techo (mi hipotético cielo) y le sonreía. Estuve allí dentro unos minutos más, como a solas con él. Pero por el retrovisor, veía a aquellos dos acercándose sospechosamente a los dos automóviles cubiertos aún por unas fundas que no eran de su talla. No podía permitir que los destapar sin mí, así que salí del Miura, y decidí no hablar con nadie del tema; sería lo mejor para no volverme completamente majareta.

    "¿Estás seguro de que quieres destaparlos? Quizá no te guste lo que hay debajo", me dijo "don Francisco". No lo dudé por un momento. Sabía que uno de ellos sería aquel Lamborghini 400gt de color verde oscuro, pues su compañero biplaza no habría llegado hasta allí en solitario. Efectivamente, allí estaba, con sus faros reventados, unos neumáticos roídos por los ratones y la pintura desconchada. Pero quizá no estaba preparado para ver lo que se ocultaba tras la segunda lona. Mi compañero, mi faro de Alejandría, mi guía en las noches de soledad y las mañanas de Domingo, se escondía, descuartizado, herido de muerte, tras aquel fino velo que nada me hizo intuir. "¿Este es su...?" le preguntó Cristina a Paco, a lo que éste le respondió balanceando su cabeza de delante a atrás, no se atrevía a romper el silencio. La máquina perfecta que compré no era más que un amasijo de hierros que se negaba a dejar este mundo en un desguace. Aún tenía gotitas de sangre en el chasis, cosa que a ninguno de los tres nos impresionó demasiado. "Es sólo un coche, yo creo que se puede arreglar" dije para acabar con la incómoda situación. Poco o nada había aprovechable, pero tenía dinero y todo el tiempo del mundo para dejarlo como nuevo, además, esa nota me había dado una motivación extra para lograrlo. Pero mis ojos lubricaban ya más de la cuenta y mis párpados buscaban una unión imposible. Pensé que lo mejor era ir a descansar un poco, no tenía prisas por disfrutar de todo aquello. Sorprendentemente, Cristina también quiso acompañarme, aunque acabara de descubrir la tumba de Tutankamón en versión automovilística. Escogimos el GTS para bajar, y fue ella la que se encargó de llevarlo, yo estaba rendido. Pero cuando ya estaba montándome en el coche, vino Paco y me pidió hablar conmigo, a solas:


    - Carlos, he encontrado un trabajo muy bueno en un hotel, me pagan muy bien, ¿Sabes?
    - Pero, ¿Es que no te pago yo bien? ¡Si cobras más de lo que cobraba yo como médico!
    - Ya, pero... es que esto no es lo mío. Yo no soy mecánico, me gustan los coches, pero apenas sé nada de ellos. Yo soy jardinero, y prefiero seguir dedicándome a ello - en sus ojos se podía ver que no me estaba vacilando, parecía sincero... -.
    - Pero, ¿Y qué va a pasar con los coches ahora? No puedes irte así.
    - No me voy a ningún lado, seguiremos viéndonos. Sólo que ahora las barbacoas las haremos a dos mil metros de altura - se rió -. En serio, busca a alguien que sepa de coches, o aprende tú directamente, ahora que eres "libre". Yo vendré todas las tardes a darte el coñazo y entretenerme con tus cacharritos.
    - Está bien, lo entiendo, pero me sabe mal dejarte así. Puedo ayudarte, mucho, lo sabes, ¿No?
    - Mira, no tienes que ayudarme en nada. Soy feliz así, con mi Golf - lo dijo sin titubeos -, mi casita y mis problemas para llegar a fin de mes. A mí los coches de lujo se me quedan grandes. Soy un tío bajito, a mí dame un utilitario y déjate de tonterías - volvió a sonreír -.
    - Tengo la certeza de que, dentro de no mucho tiempo, volverás a trabajar para mí... - volví al coche y lo dejé allí, cambiándole no se qué cosa a la bomba de no sé qué sitio del Golf.


    Los días iban pasando, y nosotros disfrutamos cada día de todo lo que Giorgio nos había dejado. Aunque también había veces que no nos movíamos de la casa (esa que sí me había ganado con el sudor de mi frente). No me gustaba demasiado hacerlo, pues Cristina entraba en una espiral autodestructiva que no le hacía más que daño. Se ponía frente a la pantalla del ordenador y se quedaba allí durante horas, buscando toda la información que podía sobre Bombay y sus problemas. No hubo forma humana de localizar a aquella mujer y los niños que tenía a su cargo. A parte de eso, a ambos nos seguía faltando algo, y es que hay cosas en esta vida, que no compra el dinero. Un caluroso día de Julio, me llegó un mensaje que me hizo recuperar la sonrisa por completo, era de Paolo: "Carlos, la defensa se ha retirado, no tiene fondos. El juicio está ganado". Esa noche habría dormido como un tronco, de no haber sido por lo que Cristina hablaba en sueños; era una pena ver como alguien estaba sin nada tras tantos años de sacrificio y tantos golpes de la vida. Tras unos meses de relax, en los que sólo nos ocupamos de nosotros, supe que había llegado el momento de ponerse a trabajar. Fue bonito ver la Aurora Boreal a finales de Septiembre a bordo del Lacrimosa, posándose sobre las playas de Nueva Zelanda; estuvo bien recorrer toda la costa azul en un F430 Spyder y conocer de cerca la cordillera del Himalaya. Pero no habíamos nacido para eso, y aquella vida, aunque excitante, no nos llenaba. Además, cada vez le costaba más sonreír, solo cuando se montaba en un coche le brillaban los ojos de aquella manera que tanto me gustaba.


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    Así que, un frío 9 de Noviembre de 2014, bajé de La Pandera con un modelito especial (Pegaso Z-102), y me pasé por casa para recogerla. Le tapé los ojos con un pañuelo, que até por detrás, en su nuca. "¿Qué haces?" me preguntó ella mientras veía con incredulidad que la sentaba en el coche. La caja de cambios de aquel Touring común (para mi gusto, el más bonito de todos los modelos de la marca), era ruda y algo seca. Pero su V8 de más de 60 años eclipsaba todos sus defectos e hizo de aquel corto trayecto un placer, a pesar de las responsabilidades que conllevaba conducirlo. "¡Que fino va, no parece ni español, ¿Eh?", dijo ella entre carcajadas. No tardó ni cien metros en averiguar en qué coche íbamos montados. Apoyó su brazo en el filo de la puerta, mientras ascendíamos por aquel montón de curvas bien asfaltadas y completamente desiertas, que me habían servido como tramo los últimos 10 años. La carretera estaba aún mojada del rocío de la noche, y el fresco a esas horas de la mañana presagiaban que ese Invierno iba a ser duro. Los pinos a ambos lados, cubrían con un fino manto de ramas y piñas toda la cuneta. Parecía que el Otoño también les afectaba a ellos. No nos cruzamos a un sólo coche en todo el camino, nadie usaba ya una calzada que sólo conducía a un mastodóntico edificio, fantasma de un pasado mejor y de un futuro realmente incierto. "Ahora viene una a izquierdas, y dos a derechas", menudo fracaso, y yo creyendo que no sabría donde la había llevado hasta que no le quitara el pañuelo... pero en fin, es lo que hacer ese recorrido tres o cuatro veces al día con el coche que nos apeteciera.

    El día estaba algo nublado y el Sol no se dignaba a aparecer, pero aún así, era realmente bello. Los enormes portones de hierro que custodiaban el recinto estaban abiertos. Los setos jamás habían estado tan cuidados y sanos. Los escasos dos centímetros de césped cortados uniformemente dejaban toda la entrada más alegre de lo que lo había estado nunca. Ya no se respiraba ese olor a hospital, no había enfermeros paseando por el aparcamiento mientras se echaban un pitillo y en el lugar que normalmente ocupaban las ambulancias y funerarias, estaba aparcado el GTI de Paco. Él me saludó cuando pasamos por su lado; estaba barriendo las hojas que caían diariamente sobre las escaleras de la entrada. Mientras, Cristina esperaba pacientemente el momento de destapar sus ojos (apenas fueron 10 minutos, pero ya los estaba echando de menos). Di un par de vueltas para despistarla un poco, y más tarde aparqué junto al mismo cobertizo donde ella dejó mi GT3 escondido.


    [ame="http://www.youtube.com/watch?v=-jsE-f-jOxw"]Bso En Busca de la Felicidad - Welcome Chris - YouTube[/ame]


    Bajé yo primero, rodeé el viejo automóvil, y abrí su puerta. La agarré del brazo y la metí con mucho cuidado en el interior (seguía sin ver nada y no quería que se tropezara). Una vez dentro, la senté en el asiento del conductor. "Aquí me he sentado yo antes...", dijo ella. Sonreí pensando en su reacción una vez abriera los ojos. La verdad que la silueta de aquel "cacharro" era preciosa, tenía un diseño exquisito, digno de Pininfarina o Bertone. En fotos no era tan espectacular como en vivo y en directo. Me pusé en el lugar del acompañante, agarré su mano, y dejé que cogiera la llave. Le dije: "¡Gírala!", y aquel 6.2 V8 comenzó a rugir al ralentí, atronando con su ronroneo las paredes de aquel pequeño recinto. "Umm... americano ¿No? La Navidad no es hasta dentro de mes y medio, pero bueno, si quieres hacerme el regalo ya..."; yo no dije nada, me limité a desatarle el pañuelo y que viera por ella misma de qué se trataba.

    El silencio se hizo dentro del habitáculo, su boca tardó un par de minutos en cerrarse, las manos le temblaban; no sabía qué tocar y qué no. Yo, por mi parte, sonreía esperando a que se le pasara el shock inicial. Me entretuve bastante observando los acabados del interior, las costuras, el cuero granate, los escasos botones (los justo y necesarios)... si no era perfecto, estaba muy cerca de serlo. Y pensar que lo había creado la mujer que tenía a mi lado, lo hizo aún más perfecto. "¿De... de dónde lo has sacado?", me preguntó. "Nada, un par de llamadas a Australia y asunto solucionado.", le contesté. Comenzó a revisarlo todo, comprobando que estaba tal y como lo había dejado ella bastante tiempo atrás. Yo esperaba el momento de que viera el post it de la guantera central, que le pedía que la abriera. Tardó un rato en hacerlo, pero la espera mereció la pena. Sacó el sobre que había en el interior, y al abrirlo, no pudo más que llorar de emoción. "De verdad, no sabes lo que esto significa, aquí están cinco año de mi vida, ¿Sabes?", dijo. Yo lo sabía perfectamente, sabía que eso era lo que le faltaba para verla brillar de nuevo, y ahora, tenía toda la vida por delante para demostrar de lo que era capaz. No teníamos que llegar a fin de mes, no había jefes a los que hacer la pelota, ni horarios interminables que exprimieran nuestras fuerzas; sólo tenía que dar lo mejor de ella, y después de ver aquel coche, estaba seguro que cumpliría con creces.

    Me bajé, y le pedí que me siguiera. Estaba conmovida por el nuevo aspecto de El Neveral; ese olor a quemado había desaparecido del ambiente, ese color oscuro que tiznaba el edificio había dado paso a un blanco perlado rematado con algunos detalles, como no, en rojo, y aquel incendio no era más que un vago recuerdo al que mencionar con una sonrisa en la boca. Giré la vista por última vez, viendo aquel morro sobresalir del cobertizo. Esa zaga era la reinterpretación perfecta de su equivalente de principios de los 50 (y que descansaba al otro lado del muro). Aquellos dos evocaban tantos cosas juntas... era como ver a un abuelo y su nieto, ver la sabiduría del primero y la fuerza y radicalidad del segundo... y más con aquella pintura oscura y mate. Y saber que esa monstruosidad había salido del lápiz de la mujer con la que compartía cama, me hacía el hombre más feliz sobre la faz de la tierra.

    Me encantaba, pocos coches podían hacerle sombra. De Giorgio había heredado más que unos millones y unos cuantos coches, de Giorgio había heredado una filosofía de vida, aquel espíritu emprendedor que le llevo a lo más alto. Sabía que aquello no se podía quedar en una anécdota que contar a mis nietos, quería ver esa máquina en todos los colores, con todas las combinaciones posibles; quería ver unidades de aquel Pegaso del Siglo XXI rodando por todo el mundo. La cogí de la mano, y la llevé a la puerta principal del hospital, aquella a la que me gustaba asomarme cuando me tomaba un café a las tres de la mañana. Paco le dio los buenos días y nos abrió. Vi a Paolo bajar por las mismas escaleras que usé yo durante casi una década; era nuestro nuevo administrador, y como a él le gustaba, había llegado pronto a su puesto de trabajo. " Y ahora... ¿A dónde vamos?" me preguntó. Subimos por las escaleras hasta el séptimo piso, que se conservaba tal y como lo habían dejado. Entramos en la 711/911 y nos quedamos allí un ratito, sobre la cama donde nos conocimos. Las revistas del italiano habían acumulado polvo; cogí una, y no pude contener la emoción al ver todas las pistas que nos había estado dejando y que nosotros no habíamos sido capaces de ver. En varias Car&Driver de los años 90 salían coches que ahora estaban en La Pandera, incluso había un artículo dedicado a la vida de Giorgio Fallaci. Las últimas flores que había subido Paco a la habitación seguían allí, marchitas y resecas, dando un aspecto un poco lúgubre a la habitación. Tras recordar un par de anécdotas y echar unas cuantas risas, decidimos que lo mejor era bajar (yo estaba deseándolo).

    Otra vez en el piso de abajo, Cristina se acercó a la puerta para salir a la calle, pero la agarré del brazo y le pedí un minuto. "Cierra los ojos, por favor", le dije. Lo hizo sin rechistar, y la llevé de la cintura hasta la puerta que había enfrente de la máquina de café, y la cruzamos. "Ya puedes abrirlos"; ante ella, se descubrió una parte del edificio desconocida hasta ese momento. Allí ya no había quirófanos, ni salas de espera. Ahora se había convertido en un enorme espacio diáfano; sótano, planta baja y primer piso se habían convertido en uno sólo. Todo el ala Este del edificio era ahora un tallercito donde fabricar sueños. Conseguí unos cuantos motores LS9 y un par de chasis para darle un aspecto lo más parecido posible a una cadena de montaje. Pero allí la jefa iba a ser ella, aunque aún no se lo creyera. Apenas había 30 empleados, todos estaban esperando a que entráramos:


    - Y esto... ¿Qué es? - me dijo.
    - Pues no sé... ¿Tú qué crees?
    - Yo creo que voy a despertar en cualquier momento - tenía una sonrisa que no le entraba en la cara. Y aquellos ojos... iluminaban por sí solos toda la sala. Veía con cierto recelo como incluso a alguno de los allí presentes se le caía la baba mirándola.
    - Tranquila que no vas a despertar.
    - Y ellos... ¿Quiénes son? - seguía boquiabierta.
    - Bueno, hay un poquito de todo: ingenieros, mecánicos, pintores... la nueva Pegaso es un poquito más pequeña, pero yo creo que irá creciendo.
    - ¿Y qué se supone que tienen que hacer?
    - Pues - apoyé mi mano sobre su hombro -, tu mandas, están a tú entera disposición. Me he encargado personalmente de que tengan al menos la misma ilusión con todo esto que yo - alguno de ellos estaba ya toqueteando los motores, a sabiendas de que aún no había mucho trabajo (les faltaba la pieza más importante) -.
    - Y eso... ¿Cómo lo hago?
    - No te costará mucho, simplemente deja que tu imaginación haga el trabajo. El coche es una maravilla, en unos meses, cualquier dormitorio de adolescente tendrá un póster con uno de estos en la pared, ya verás.

    Me sonrió y bajó corriendo las escaleras que terminaban al nivel del taller. Fue a un mesa donde había un montón de herramientas y tornillos, cogió algo, y volvió a subir, no sin antes presentarse y darle dos besos a todos y cada uno de los trabajadores y trabajadoras. La veía subir aquellos escalones con una gracia que me hizo partirme de risa. Con aquella camiseta de vuelo, parecía una niña en la sección de muñecas de una juguetería. Se lanzó directa a mi boca, y tras unos segundos con nuestros labios transformados en uno sólo (con las miradas indiscretas de los empleados de testigo), se alejó y abrió la mano, descubriendo lo que ocultaba en éstas. "Son perfectas, ¿No crees?" dijo mientras me mostraba aquel par de arandelas metálicas. Me puso una en el dedo anular de la mano derecha, y luego me dio la otra para que se la pusiera yo a ella. Note una sombra en la ventana y, al levantar la vista, vi a Paco con su gorro de lana puesto, asomado a ésta, contemplando el espectáculo. Le sonreí y agarré aquel pseudoanillo; su mano fría y suave se estiró para facilitarme la operación. Me dio otro beso y sacó las llaves de la unidad 001 del bolsillo. "Habrá que ir a dar una vuelta, ¿No?", yo le asentí sin decir una sola palabra; seguía embaucado, ensimismado por aquellos ojos que brillaban como nunca antes lo habían hecho. "Tomaros el día libre", le dijo a los allí presente. Tiró de mi mano y me sacó por la misma puerta por la que habíamos entrado.

    Dejé al abuelo allí mismo aparcado, "yo lo cuido", dijo Paco desde la otra punta del jardín, mientras empujaba la cortacésped. Me monté de acompañante otra vez; el rugido de aquella bestia era impresionante, y parecía estar en buenas manos. Con el tiempo justo para ponerme el cinturón, engranó primera y salió del cobertizo quemando rueda. Aquel motor parecía no llegar al corte nunca, seguía subiendo y subiendo de revoluciones sin un fin aparente. Pasamos por la puerta metálica de la entrada a mil por hora, o por lo menos, aquel pasillo de árboles daba esa sensación. Pero de repente, el bronco sonido del motor dejó de escucharse. Frenó en seco y el precioso coupé se quedó clavado en mitad de las calzada:


    - ¿Qué haces? - el seductor ralentí servía como música de fonto.
    - Shhh... - dijo ella mientras se tapaba la boca con la mano y, de forma un tanto lasciva, miraba por el espejo retrovisor.
    - Te gusta, ¿Eh? - me di cuenta de que estaba observando al símbolo que había puesto sobre la entrada.
    - Me encanta el caballito éste... ¡La leche!
    - ¿A que sí? Mucho más que el de Ferrari... ¡Dónde va a parar! Por cierto, ¿Has pensado en algún nombre?
    - 911 está pillado, ¿No? - dijo entre carcajadas y mientras que agarraba de nuevo la palanca de cambios. Se mordió el labio. Sabía que en cualquier momento saldría a toda pastilla, así que me agarré al tirador de la puerta con fuerza.
    - Sí, me da a mí que sí - estaba asustado, en cualquier momento sentiría el empujón de 640 potros contra mi espalda.
    - Pues... 711 me gusta. Habrá que hacer trabajar al ingeniero ese para que nos suba un poco la potencia y la deje en esa cifra, ¿Tú qué opina? Es que son pocos caballos para el circuito de pruebas - dijo señalando a la carretera que bajaba hasta el centro de la ciudad.


    Mis temores se cumplieron y, un segundo más tarde, poniendo carita de niña buena, hundió el pie en el acelerador y aquella recta se convirtió en nuestra pista de despegue. La dinámica del recién bautizado Pegaso 711 era espectacular, y su conducción aún lo era más. Seguía apurando cada frenada al máximo, se lanzaba contra los vértices de las curvas como alma que llevaba el diablo. Fue un alivio sentir el coche pasando de segunda a cuarta, el descenso había terminado, y en Jaén se acababa el "circuito de pruebas". Estaba blanco, y viendo que no decía nada, fue ella la que rompió el silencio:


    - Bueno, parece que no va tan mal... - se hizo la dura.
    - Entonces, ¿Te has gustado la sorpresa? - dije mientras trataba de recobrar el aliento.
    - Hombre... prefiero estar fabricando estos juguetitos que estar tumbada en la 711 esperando a la quimio, no te voy a engañar. Pero que esto también es duro, ¿Eh? - dijo mientras se partía de risa.
    - La verdad que sí, yo casi que estaría más agustito levantándome a las 5 de la mañana y subiendo al hospital a verle la cara a la señora Martínez - la ironía flotaba en el ambiente.
    - Buff... es que, me va a costar acostumbrarme a esto, va a estar "jodido".
    - Sí, llevas razón, esta nueva rutina va a acabar conmigo.


    Cerramos la conversación con otro beso, y engranó primera tras ceder el paso a un autobús. Era el momento de volver a casa.





    Epílogo



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    Hoy hace frío aquí arriba. A 1873 metros de altura la vida se lleva de otra manera. Desde mi ventana no se ve nada, el día ha amanecido con niebla y 10 centímetros de nieve. Mojo unas tostadas algo quemadas en la leche, y recuerdo con nostalgia aquellos años en los que me levantaba a las 6 de la mañana sin necesidad de poner el despertador. Muy lejos quedan ahora esos tiempos en los que nos pegábamos 72 horas seguidas tras el volante, buscándole los límites al coche, encontrando también los nuestros. Me caliento frente a la chimenea, recordando con nostalgia aquellos viajes cerca del Círculo Polar Ártico, o volando a 300 kilómetros por hora en el desierto de Dubai. Ahora sólo veo sus ojos en fotos desgastadas que, cuelgan de forma enfermiza de todas las paredes de esta base militar, nuestra morada, nuestro refugio. Fue el precio que tuvimos que pagar por proteger todo cuanto teníamos, el día que conducir se convirtió en ilegal.

    Las carreteras no son ya un lugar seguro, rara vez salgo más allá de los 11 kilómetros que hay desde el cruce hasta la cumbre. De este tramo, conozco cada bache, cada trazada, cada poro y arruga del asfalto, por pequeña que sea. Aún recuerdo los tres días que nos pasamos subiendo los últimos modelos producidos y algún que otro prototipo de la última creación de Cristina. No nos dio tiempo a salvarlos todos, las "patrullas verdes" arrasaron con todo lo que nos dejamos en la vieja fábrica de Pegaso. Envejecí mucho hasta ese momento, pero a ella parecía no afectarle el paso de los años. Siguió manteniéndose preciosa hasta el final, hasta aquel día en el que el sistema se la llevó por delante. No la mató la leucemia, la mataron ellos. Derrochábamos lo justo, pero tampoco vivimos mal. La vida se pasó rápido, entre viajes a la India buscando a Chadna y sus secuaces (sin resultado alguno), desarrollo de nuevos 711 cada vez más rápidos y exclusivos y barbacoas en Domingo con Paco y su familia. Estos últimos 45 años se me han antojado como dos días. Y eso teniendo en cuenta que hace ya un par de décadas que ella se marchó. Recuerdo sus ojos cada vez que volvíamos en el Lacrimosa sin el más mínimo indicio de donde se encontraban los niños, o el día que vio por televisión como todo lo que había dentro de El Neveral era destruido por ser poco "ecológico". Esa llama verde se fue apagando lentamente, hasta que un día cerro sus ojos y no los volvió a abrir.

    Pero ahora que estoy en el garaje, sólo recuerdo lo bueno, como su sonrisa maliciosa la primera vez que un 711 superó a nuestro Veyron negro en un 0-300 en la autovía de Madrid. Nos convertimos en unos forajidos, que se retiraban a su particular guarida donde, no había policía ni falsos discursos sobre medio ambiente (mientras que las centrales siguen escupiendo ese humo negro que tan mal huele). No sé por cual decantarme entre ese gran montón de llaves; intento hacer memoria, trato de recordar en cuál de ellos he disfrutado más. Hay Pegasos de todos los colores, transformados en pequeñas joyas que son tratadas como fardos de droga. Sólo un puñado de clientes se han atrevido a continuar con nuestros coches en sus garajes. Somos muy pocos los que seguimos con esta pasión que nos aleja del mundo real, acompañados de nuestras máquinas y un diablo que nos incita a salir a la carretera, aún sabiendo a qué nos exponemos.

    Tengo que decidir a cual de aquellos señores, a cual de aquellos compañeros mudos y fríos dedico el último bidón de 98 que queda. Sí, ha habido demasiados compañeros en este viaje, en esta historia que creí que debía ser contada. Pero sólo ha habido un amigo. Sus escuetas llaves siguen siendo mi único centro de atención; antes lo compartía con sus ojos, ahora tengo fijación plena en él. Tres años me costó devolverlo a la vida, fueron muchas noches soldando hierros destrozados y muchas llamadas para localizar las piezas irrecuperables. Cristina también volvía tarde, pero prefería quedarse conmigo un rato. Y la verdad que, gracias a ello, luce también como lo hace hoy. Compartimos más tiempo en el garaje que en la cama, invertimos más días en África que en escapadas románticas, y pusimos más atención en nuestro trabajo que en nosotros mismos. Me quedé tan sólo que me convertí en un ermitaño, la afición se convirtió en pasión siendo apenas un crío, ésta en obsesión cuando llegué a adulto, y ésta en obcecación cuando todos se fueron. Me gusta hablar con los coches, me gusta pensar que debajo de ese capó hay un corazón que me entiende, que recuerda y que echa de menos la compañía de la gente.

    Me miro en el reflejo del espejo y me doy cuenta de que me he hecho demasiado viejo. Mis manos ya no son tan rápidas a la hora de hacer un cambio de marcha, y mis reflejos apenas me permiten trazar una curva sin chocarme. Me ayudo de mis brazos y un bastón de carbono para meterme allí dentro. Las barras antivuelco de color rojo me sirven como improvisado perchero para colgar mi chaqueta, que me agobia en la estrechez de los baquets. Las siglas "RS" por todo el interior me rejuvenecen, vuelvo a ser el doctor Ávalos y tengo 32 años. Arranco y salgo rumbo a ninguna parte. Guardo la llave que, tiempo atrás, me dio Giorgio, escondo mi miedo para parecer valiente y pongo su arandela/anillo en el asiento del acompañante. Pienso: "No voy sólo, hoy no" y cierro la puerta del garaje, esperando que alguien la vuelva a abrir algún día, y no para destruirlos o hacerles daño. El Enzo parece más triste que de costumbre, tiene un semblante serio y parece estar celoso de mi montura alemana. "Lo siento, tú no estás hecho para esto" le digo, mientras observo aquella silueta angulosa y desconcertante por última vez.

    Miro por el espejo retrovisor y contemplo la última unidad del 711, el "Leena", era muy radical. Lo creamos inspirados en aquella sonrisa, que perdimos de vista en el mercado central de Mumbay la última vez que fuimos. Una pena que ella sólo lo condujera una vez, y fuera huyendo de las autoridades. Su territorio natural eran los circuitos, esos que expropiaron y que se convirtieron en poco menos que museos de los horrores donde la gente iba a alimentar su odio hacia nosotros, los radicales; los que se negaban al transporte aéreo, "la tecnología del futuro" lo llamaban. Luego pasaron al discurso de los medios de comunicación, de que no hacía falta moverse de casa para hacer el 90 por ciento de las cosas. Más tarde vino la realidad virtual y la vida sedentaria. Incluso el médico te pasaba consulta a través de una pantalla. Ni que decir tiene que mi trabajo dejó de tener sentido bien pronto, el título me volvió a servir de servilleta para las ocasiones especiales. Las prestaciones de infarto y el sonido a V8 también dejaron de tener sentido. Fuimos unos locos en un mundo de cordura cibernética, y disfrutamos de nuestra enajenación como pocos.

    La tracción trasera no se comporta demasiado bien entre la nieve que nadie se encarga de limpiar. Por suerte, con el descenso de la altura, también lo hace el grosor de la capa de nieve, y ahí es donde comienzan las complicaciones con el hielo. Pero disfruto yendo de culo, aunque sea a 20 kilómetros por hora. Mi cuerpo no está preparado para derrapadas a toda velocidad, he aprendido que 77 años son ya demasiados. El sonido del bóxer subiendo de revoluciones me hace olvidarlo durante unas fracciones de segundo, pero el dolor en mi espalda y los calambres en las piernas me hacen volver a una cruda y deteriorada realidad. Cada metro que bajo es un segundo menos, estoy un instante más cerca de ella. No llevo más fotos y recuerdos que mi añoranza, no tengo más esperanza que la de ser certero. Estos 11 kilómetros nunca se me han hecho tan cortos, parece mentira que ya haya llegado a la A-6050, esa carretera que sólo usan homicidas, asesinos, huidos de la justicia y contrabandistas como yo.

    Teóricamente, eso éramos, contrabandistas de gasolina. Cogíamos un par de coches llenos de garrafas, hacíamos mil kilómetros por carreteras desiertas y solitarias, y volvíamos cargados hasta arriba, con la cantidad necesaria para soportar un par de meses de consumos elevadísimos subiendo y bajando a toda leche el puerto de La Pandera. Pero realmente, con lo que traficábamos era con la ilusión, recargábamos nuestras pilas para soportar una dura realidad, que el dinero, no podía cambiar. Ahora estoy usando los últimos diez litros del preciado líquido en este corto trayecto. En la carretera ha nacido vegetación, nadie pasa ya por allí. Es imposible ser discreto, aunque el mero hecho de que poca gente salga de su casa, hace que sea bastante complicado que me descubran. Con una sonrisa, recuerdo los días en los trazábamos todas aquellas curvas de lado, aún hay marcas de neumáticos en la calzada. Ahora me lanzo al carril contrario incluso en curvas con visibilidad cero, sé que nadie va a venir de frente. Hace meses que no oigo pasar un coche por allí.

    Los kilómetros siguen pasando y llega el momento de encarar la última subida antes de llegar a la capital. A medio camino me encuentro con ese mirador que me vio enamorarme de ella, hoy descuidado y con los árboles demasiado altos como para observar algo desde allí. El panorama es desolador, como si hubiera caído una bomba nuclear, yo parezco el único habitante de la tierra. Pero sé que no es así, tras esas persianas bajadas, hay personas, demasiado ocupadas en su mundo digital como para darse cuenta de que aquí afuera hay vida. Recorro las calles de Jaén con total libertad, llego a la esquina de la Catedral, reduzco a segunda y paso de medio lado toda la calle adoquinada. Las ruedas desgastadas (hace décadas que no hay recambios) patinan peligrosamente sobre estas piedras resbaladizas, pero conozco demasiado bien ese coche como para estrellarlo. Entre aquellos edificios mastodónticos, en los que apenas se ve movimiento, retumba el sonido de la doble salida de escape y los neumáticos chirriando. Esa sensación me encanta, estoy sólo, mas tampoco necesito a nadie. Veo en el reflejo de los escaparates abandonados a mí GT3, con aquel enorme alerón pegando el eje trasero al suelo. Como el viejo en Nurburgring (parece mentira que yo llame viejo a nadie), yo parezco tener 18 años recién cumplidos tras el volante del 911 Me entretengo pasando al límite todas las esquinas de Jaén, hasta que calculo que a mí depósito le quedan no más de 30 kilómetros; es hora de hacer el sprint final. Pero antes no puedo evitar pasar por delante de la casa de Paco, pero solo queda un enorme socavón en su lugar. Cuando éste murió, sus hijos decidieron trasladarse a una nueva vivienda, más grande y con más espacio para no hacer nada y sentarse frente a la caja tonta. Nuestra última barbacoa fue la mejor: aún recuerdo como salían todos los pájaros volando con el paso de aquel Fxx matriculado, y aunque yo lo seguía a varios kilómetros de distancia con el 250 GTO, me hubieran hecho falta 100 millas para no oír a aquel monstruo.

    La reserva lleva un rato encendida, y aquel coche al fondo de la calle no me da muy buena espina. O son delincuentes o policía. Veo una mano salir del interior tras abrirse la ventanilla, ¡Mierda!, son policías. Por el lado del conductor alguien asoma una pistola, mientras que la otra mano me muestra lo que parece una placa. Meto marcha atrás y doy un giro de 180 grados en mitad de la calle. Un bala perdida impacta en el spoiler trasero. Hay otro de esos enormes todoterreno justo enfrente mía. He hecho demasiado ruido, esto es una redada. Lo mejor será parar y rendirse, prefiero pasar mis últimos días entre rejas que con un tiro en la sien. Pero... ¿Te estás escuchando? No lo hagas por ti, tienes que hacerlo por Karl Benz, por Enzo Ferrari, por Ettore Bugatti... por todos esos visionarios que un día se hartaron de ir lento, se cansaron de ser políticamente correctos y decidieron que en su vida nadie le pondría límites. Engrano primera, miro por el espejo retrovisor y observo a aquel vehículo "enchufable" dirigiéndose hacia mí a un ritmo pasmosamente lento. Yo decido si me cogen, y la decisión final es que hoy, no me cogerán. Levanto el embrague y salgo perdiendo tracción a cinco mil revoluciones sobre el deteriorado firme de la calle. La acera es casi más ancha que la propia calle, así que decido salvar a aquel coche que me viene de frente subiéndome a la misma. A pesar de ser baja, las llantas dan un bordillazo considerable, aunque nada que me haga considerar la posibilidad de tener un reventón. Tras años sin intercambiar una mirada con nadie, miro a los ojos de aquel señor que, atónito, observa cómo me libro de su torpe conducción huyendo por la acera, con mi pequeño deportivo.

    Vuelvo al asfalto elevándonos medio metro del suelo, cosa que no le ha tenido que sentar muy bien a las suspensiones. Pero... ¡Estamos vivos! Si con nosotros no pudieron ni las palabras de la señora Martínez, ni las manchas de aceite en el circuito alemán, ni los años de reparaciones hasta verlo rodar de nuevo, no iban a poder con nosotros un grupo de súbditos de "los de arriba" entrenados con simuladores por ordenador. "Esto es conducir", grito mientras les dedico una peineta y les veo dando la vuelta en mitad de la calle, para ir tras de mí.


    [ame="http://www.youtube.com/watch?v=Pm6PfBsXHjs"]hope there's someone - YouTube[/ame]

    Una nube de humo en cada esquina y marcas de neumático por doquier es todo cuanto queda de mí en esta ciudad. Salgo rumbo a mi funeral, y llego tarde. Las sirenas a medio kilómetro de mí ya no me preocupan, pero sigo yendo a tope. Me apetece, quiero sentir la velocidad. Bajo las ventanillas y el aire congelado me golpea en la cara. Oigo los petardeos del motor al reducir de marcha. ¡Escupe fuego! Cuántas veces no habré pasado por aquí con el Golf, era mi prueba cronometrada particular desde que lo compré. Le hacía alguna mejora, y venía aquí a comparar tiempos. En aquella época debía ser cauto, me podría cruzar con cualquiera por la carretera, y aunque no me guste reconocerlo, ésta no es un circuito. Pero hoy me siento como Walter Rohrl a bordo de su Audi Quattro del grupo B. Me imagino las cunetas llenas de aficionados, poniendo las manos a mi paso para sentir la brisa que dejo al pasar a toda velocidad. El firme está muy bacheado, conforme me adentro en aquel bosque de hojas perenne, éste se pone más y más impracticable. Veo las chispas de los bajos rozando con el suelo, todo tiembla y cada tornillo del coche es sometido a una fatiga increíble. Pero aguanta como un campeón, sólo su motor parece quejarse, pero de placer. Recuerdo todo lo que he vivido en él, ese viaje por Europa, esas escapadas furtivas del hospital para dar una vuelta y las noches interminables poniéndolo a punto y pasándole la manguera una y otra vez. Era curioso ver cómo podía pasarme horas encerándolo, para luego ir a todo trapo por carreteras olvidadas, asesinando a cientos, quizá miles de mosquitos cada minuto con su afilado morro; lo dejaba hecho un desastre.

    Ya veo al fondo la presa del pantano del Quiebrajano, ¿Qué estoy haciendo? ¡Baja el ritmo que esto se acaba! Ahora toca meter quinta y disfrutar de estos últimos kilómetros tranquilamente. Este tacto del volante me encanta, siento la carretera con él. Su dirección es directa y precisa, como el primer día. Lo que en su día había sido una máquina tecnológicamente imbatible, se ha convertido ya en un modelo desfasado, reflejo de un pasado vehemente que no volverá. Este túnel excavado en la roca, hace ya más de un siglo, me cobija de la temperatura del exterior por unos segundos. Reduzco nuevamente a segunda, y hundo el pie en el acelerador. Los decibelios chocan contra las paredes de piedra y vuelven al interior del coche multiplicando su intensidad por diez. Mi cansado corazón recibe el último achuchón. Siento aquella pasión que me ha llevado hasta donde estoy. Esa que me hizo pasar de vidas virtuales y relaciones computerizadas. Nada de eso no es para mí, yo soy más de sentir el empujón en mis riñones, de oler a aceite de motor y de sentir los besos de una persona de verdad. Sus ojos vuelven a aparecerse en aquella oscuridad. Volvemos a ser jóvenes y a tener toda la vida por delante. Es una pena que todo se acabe, lo único que no me ha gustado de esto ha sido lo poco que ha durado. Un breve careo entro yo y mi soledad es todo cuanto me hace falta para sonreír; paro frente a aquel banco donde descansaba cuando venía en bicicleta.

    Con ayuda de mi ligero bastón, salgo de mi "pepino", agarrándome de las barras antivuelco. Observo aquel mar de agua dulce, abandonado a su suerte, calmado y congelado en esta mañana de Febrero. Confundo el Quiebrajano con el Índico, busco su reflejo en el agua, como aquella mañana en el puerto de Ferry Wahrf y su espigón nauseabundo. Pero allí no hay nadie, reclamo compañía en mitad de un monólogo. El frío congela mis huesos; me marcho ya, es lo mejor, hay que acabar con esto cuanto antes. Me acerco al borde de la presa, aquello está muy alto, más de lo necesario. No estoy hecho un chaval, y me cuesta la vida subirme al pequeño muro que salva de la caída. Tampoco tengo prisa, nadie me espera; me amparo en un par de escalones para sentarme. Mis piernas cuelgan hacia el abismo, sólo una par de oxidadas rodillas las sujetan. Creo que ha llegado el momento, cierro los ojos y...

    Un sonido a admisión, particularmente familiar, me hace pensármelo dos veces. Decido esperar, quizá aún quede alguien en este mundo como yo, quizá no sea el único que juegue con su libertad por unos minutos tras un volante. Es un cuatro cilindros, y resuena entre los árboles con suma elegancia. Aún no lo veo aparecer por aquella serpenteante carretera, pero veo el reflejo de sus faros amarillos en algunos momento. Lo noto cada vez más cerca, suena "gordo". Ya lo veo, ese color negro me lo he cruzado yo antes... y esa caída, también. Sus ruedas forman un ángulo imposible con la vertical del coche, se pega como un chicle al asfalto, cada bache lo hace temblar nerviosamente, como si le dieran espasmos. Entra en el túnel y su canto se acentúa. Cierro los ojos por un momento y me imagino conduciéndolo, o me imagino a Paco (se legítimo dueño), haciéndolo. Parece que él también se ha librado de la cacería, es otro superviviente en este apocalipsis. Sale por el otro lado y lo veo rondar por el aparcamiento, para finalmente pararse justo al lado del RS, que descansa paciente y tranquilo en la que probablemente sea su tumba. Del GTI se baja un chavalín, por su cuerpo y su forma de vestir, apostaría a que no llega a los 20 años. Se echa las manos a la cabeza y empieza a dar vueltas en torno al Porsche. Se agacha para verle los frenos perforados mientras suelta improperios varios a través de su imberbe boca. Parece estar disfrutando, está fuera de sí y no le importa; vive feliz con su locura, con misma con la que he convivido yo cerca de ocho décadas. Se levanta del suelo y alza la vista; me ve sentado al borde de la presa y me mira desconcertado. Parece que se acerca, quizá quiere charlar:


    - ¿Es suyo el GT3? ¡Menuda pasada! Mi padre me dijo que había uno de estos por aquí, pero nunca lo creí. Un 997, ¿No? - está realmente emocionado, parece sofocado.
    - No, es un 996, pero bueno, no está mal del todo chico. Que cuando esta coche se construyó no había nacido ni tu padre - le digo mientras le dedico una tímida sonrisa.
    - ¡Qué maravilla! ¿Me puede dar un vuelta, por favor? No volveré a tener una oportunidad así en la vida - lleva razón, el pobre ha nacido en la época equivocada para apasionarle los coches -.
    - Toma, te lo regalo. Todo para ti - por lo menos el 911 no se quedaría allí sólo -.
    - ¿De verdad? ¿No lo quiere usted? - ha agarrado las llaves al instante, creo que pregunta más por compromiso que por otra cosa.
    - Allá donde voy no me va a hacer falta... - me mira asustado.
    - ¿Por qué lo va a hacer? - trata de convencerme para que no salte.
    - A partir de ahora la cosa sólo va a ir a peor. He disfrutado al máximo, no quiero morir llevándome el recuerdo de mí postrado en una cama. Por cierto, chaval ¿De dónde has sacado el coche?
    - Se lo compró mi padre a un "tío" gordo... un tal Manuel - se me acaba de hacer un nudo en la garganta -.
    - Hace muchos años fue mío... ¿Sabes? Fue mi primer coche.
    - ¿Sí? Pues tome, todo para usted - alarga el brazo y me da las llaves del GTI, parece un trato justo.


    Lo veo alejarse, casi corriendo, ansioso por meterle mano a aquella bestia criada con mimo y gasolina de 103 octanos en el viejo Nordschleife. Noto que algo me arde en el bolsillo derecho, sí, son esas llaves. "Amigo, espera un momento", le grito cuando ya está a unos cuantos metros. Vuelve un poco a regañadientes y se acerca. "Toma, hay algo en lo alto de La Pandera que quizá te interese", se guarda la llave en la chaqueta y me dedica una mueca que no sé muy bien cómo interpretar. Se nota que no quiere entretenerme, sabe que es un momento en el que estoy mejor sólo.


    [​IMG]

    Arranca con sumo cuidado, engrana la marcha atrás y sale muy despacito. Da media vuelta, y encara el túnel. Apenas escucho su ronroneo, parece no querer acelerar demasiado, le tiene miedo. Yo espero a que ese sonido desaparezca, no quiero que mi compañero de viaje me vea caer rendido. Pero ese grito no desaparece, cada vez se hace más intenso. El sonido al apurar las marchas retumba en aquel profundo valle, no se acaba nunca. Aquel muchacho parece comenzar a disfrutar de los pequeños placeres de la vida, la escasa gasolina del caballero de Sttutgart está ya fluyendo por sus frescas venas. Cierro los ojos y siento mis tímpanos vibrando como posesos, ansiosos de recibir más de aquella melodía mecánica. Era cuestión de tiempo, más tarde o más temprano se largaría, y quedaría en la más absoluta soledad.

    Abro los ojos, y contemplo conmovido que a mi despedida no ha faltado nadie. Allí está Giorgio, junto a su mujer y su Miura amarillo. Está Chadna y la pequeña Leena, que me dedica una sonrisa que no tengo más remedio que devolverle. También están Paco y los suyos, y todos aquellos tanderos con los que compartí un par de días a 2000 kilómetros de aquí. Han venido con sus máquinas, que inundan el parking de potros salvajes esperando ser domados. Y también hay grandes ausencias, la directora y sus compinches no han sido muy condescendientes y por suerte no han aparecido; esas leyes estúpidas que nos impiden disfrutar de millones de kilómetros de asfalto han sido asesinadas por la anarquía de las cuatro ruedas. Es perfecto, no tengo nada más que decir. Alguien me toca en el hombro, ¡Es Cristina! Parece que el tiempo no ha pasado por ella... sigue siendo aquella "niña" de ojos verdes que conocí un Miércoles cualquiera, en un hospital cualquiera de una ciudad cualquiera. Pone su mano en mi pecho (aquello es mi perdición), noto sus labios húmedos e hidratados rozando mi boca. Acaba con el beso y me dice: "Nos vemos allí arriba". Me guiña un ojo, y la veo desaparecer. Yo me doy cuenta de que debería haber rezado más. Se hace transparente junto al centenar de personas que han venido a verme partir.

    Ya no queda nadie, cierro los ojos por última vez y hago un breve repaso a mi existencia. "He sentido los cuatro turbos de un Bugatti despellejando mi piel en una aceleración infinita, he visto un amanecer de tres semanas en Noruega, y he dormido con la persona que he amado durante un buen puñado de años. No ha estado tan mal... ", me digo a mí mismo. Sonrío, orgulloso y convencido de que he hecho lo correcto. Cierro los ojos, me impulso con los brazos... ¡Y vuelo!




    Reflexiones, agradecimientos y otras drogas



    Escribo la última frase de esta historia con sentimientos contradictorios. Cierro el ordenador y miro por la ventana: el Castillo de Santa Catalina luce en un día soleado hoy, 6 de Enero de 2013. La termino casi tres meses después, a 500 kilómetros de donde la empecé y con las maletas aún sin preparar. El autobús sale en un puñado de horas y ya voy calentando mi cuerpo para encajonarme en un asiento incómodo y de escaso tamaño. No hay un Nissan GTR esperando en la puerta de casa y mi hora diaria para olvidarme de la realidad ha tocado a su fin. Llegaré de madrugada, tras siete u ocho horas de contorsionismo, y caminaré arrastrando la maleta durante cuatro o cinco kilómetros más.

    Pero sé que mientras eso ocurra, mi mente seguirá en su propio mundo, ese que me hace olvidar la vida mediocre y aburrida de la que soy protagonista. En el mundo real no hay Cristinas sino niñatas con smarthphones, de los cientos de miles de deportivos que hay esparcidos por el Planeta Tierra, ninguno será mío. Dicen que hay que hacer tres cosas antes de morir: plantar un árbol, escribir un libro y tener un hijo. He conseguido lo primero, he intentado lo segundo y de momento no tengo más únicos hijos son estos párrafos que me invento. Pero si algún día los tengo, les contaré que durante un par de meses, su padre tuvo en vilo a un puñado de personas, esperando al capítulo siguiente y el desenlace que sobre estos párrafos he escrito. Me he transformado en un camello de sueños, he mendigado un poco de compañía y he obtenido a cambio una gran familia. Pero ahora toca volver a esa realidad, a esa rutina alejada de coches rápidos, lugares míticos y sueños varios. He sacrificado horas de sueño y de trabajo, no estoy orgulloso de mis notas y he perdido lo poco que tenía. Pero no me arrepiento de ello, he tardado tres meses en escribir esto, pero me ha reportado más alegrías y satisfacciones que 10 años de duro estudio (y los que me quedan).

    Con cinco años soñaba con poseer mi propia colección de coches, con 10 me di cuenta de que era realmente complicado, y que sería muy difícil alcanzarlo. Con 15 me di cuenta de que jamás lo conseguiría, y que lo más a lo que podía aspirar era a un buen trabajo hablando algún idioma complicadísimo, yéndome a miles de kilómetros de casa, volviendo a la misma un par de veces al año a bordo de un 911 que compraría tras años ahorrando. Ahora sé que no estrenaré un Porsche en la vida, y que estoy destinado a vivir sin coche hasta los 30, cuando consiga un puesto de becario en alguna empresa tediosa que me hará perder la pasión por mi trabajo. Diseñar para Pininfarina o Bertone es poco menos que una utopía. No soy hijo de ni conocido de nadie, en Jaén me han olvidado ya y en Valencia aún no recuerdan bien mi nombre.

    ¿Pero es eso razón para deprimirse? No. Nunca sentiré la mirada envidiosa de la gente al verme conducir un buen coche, ni el corazón saliéndoseme por la boca con un 0 a 100 en cinco segundos. Pero estos meses he visitado lugares que no veré jamás (y espero que vosotros hayáis viajado conmigo), he conocido a gente con la que difícilmente podré echar un cerveza, y he conducido coches con los que sólo soñaba. Nada habrá sido cierto, pero ha habido momentos que lo ha parecido. Porque prefiero vivir a medio camino entre la realidad y la ficción a abrir los ojos y darme por vencido, porque antes de un examen doy una vuelta rápida a Nurburgring y no necesito fumarme un cigarro, porque aunque duerma seis horas al día, sueño mucho. Es por eso que no debemos rendirnos, aunque la estadística y la suerte no estén de nuestro lado. Disfrutamos más pesando en los que nos van a regalar que abriendo el regalo (esta metáfora navideña me viene que ni pintada jeje). Todo está en contra, pero seguimos pegados a ese mundo de coches de ensueño, gasolina gratuita y neumáticos que no se desgastas. No hay mayor poder que la obcecación humana, y recordad: podrán quitarnos la alas, pero no las ganas de volar.


    [​IMG]


    Gracias.

    http://911memoriasdeunfuturoincierto.wordpress.com/
     
    Última modificación: 7/1/13
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  9. Carlosupercars

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    Venga, a ver si algún madrugador se anima a leerla ;)
     
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  10. weissler

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    Yo, cuando leí eso de que los carreras petan y es raro el que llega a 150.000 kms, dejé de leer...
     
  11. jesustrucati

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    Buenisima iniciativa Carlos, esto es para leerlo tranquilamente y disfrutarlo, muchas gracias por compartirlo, eres grande Carlos, vaya curro te has pegado! :Thumb:
     
  12. Juankimalo

    Juankimalo Administrador Miembro del Equipo

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    Gracias por compartirlo.

    Me he quedado en el capitulo 2, asi que ya tengo entretenimiento para cuando tenga un rato:Popcorn::Popcorn:
     
  13. oscar 4S

    oscar 4S Soloporschista Real Estate

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    Ya tenemos lectura para el weekend.

    Felicidades por el trabajo a la espera de leer el contenido.

    S2.
     
  14. Carlosupercars

    Carlosupercars Senior +

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    A ver, no seamos tan talibanes. A eso se le llama hipérbole, y es, básicamente, una exageración. Tengo 18 años y por desgracia no he tenido mucho trato con coches de estos niveles, pero no me negarás que los 996 carrera, carrera s, y alguna más han tenido graves fallos con temas del árbol de levas y demás (creo, no me hagas mucho caso). Yo mismo vi petar un Carrera S descapotable en Ascari hace apenas unos meses.
    El caso es que si no quieres no lo leas, pues vas a seguir encontrando muchos fallos y erratas en lo que a temas de motor se refiere, de hecho por eso la he subido aquí, para que gente con un poco más de mundo en estos temas me corrija. De hecho ya anoche me indicaron un fallo, y de los gordos relacionado con el gt3 rs que en cuanto tengo unos minutos corregiré... Lo dicho, que si no quieres no lo leas, pero sería una pena que por esa tontería no me dieras la oportunidad, las casi 40 mil visitas que lleva la historia me avalan ;). Un saludo, y gracias a todos por comenzar a leerla.
     
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  15. AMR928

    AMR928 Soloporschista veterano

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    Lo milagroso es que los coches lleguen a esos kilometrajes, sobre todo ahora que son todo electrónica. saludos.
     
  16. Damocles

    Damocles Gran Experto Porschista

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    Espectacular campeón!!! un diez ... Las buenas historias son las que te hacen emocionarte, soy una nenaza pero a mi a desquite de alguna parte que me chirria en cuanto a ritmo de la historia me ha parecido entre cojonuda y la ostia, un diez para ti.
     
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  17. Alberto66

    Alberto66 Soloporschista

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    Yo he parado de leer para trabajar un rato, menos mal que tenemos un puente para leerlo.:Thumb:

    Gracias y felicidades, y si solo tienes 18, pues más aún:handshake:
     
  18. weissler

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    Tienes razón, perdona, no quiero polemizar ni ser quisquilloso. Yo también he "fantaseado" muchos años con los 911 hasta que pude tener uno. La verdad es que los Carrera son Porsches magníficos. Los que disfrutamos de ellos a diario consideramos muy injusto y nos "toca la fibra" que se les menosprecie sin conocimiento. Es cierto que a algunos les da problemas una pieza defectuosa; pero con cambiarla está arreglado como por fin se demostró con la práctica y los kilómetros pese a la mucha especulación que hubo. Pero ya te digo que retiro mi comentario. Es que dentro de poco a lo peor me veo obligado a vender mi coche y me da muchísima pena, porque me encanta.

    Buscaré un hueco para acabarlo...
     
  19. Carlosupercars

    Carlosupercars Senior +

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    Un upeo antes de irme a la Uni!
     
  20. Pereña

    Pereña Gran Experto Porschista

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    :idolo:

    Ahora tendrás otro montón más de "enganchados" a esta historia :D

    Un abrazo y a continuar escribiendo así de bien, que si con 18 haces estas cosas (y sigues evolucionando) no me quiero ni imaginar a dónde podrías llegar cuando tengas más años a tus espaldas :[applause]